¿Por qué no un sexto de secundaria?

Un joven de 16 o 17 años en etapa de formación (adolescente, que adolece) tiene todo un mundo patas arribas en la construcción de la identidad de su yo y su proceso de madurez.

4 de febrero del 2023

GERARDO

CAILLOMA


gcailloma@gmail.com


En diversas reuniones con amigos profesores de colegios y universidades, peruanos y extranjeros, se comentaba sobre lo inmaduro que salen nuestros jóvenes de la vida escolar para entrar a la vida universitaria. Muchos países tienen un bachillerato o un sistema parecido que permite a sus estudiantes tener una mejor preparación para este paso decisivo de cualquier joven. La edad promedio de un egresado escolar es entre los 16 y 17 años, edad conflictiva que se enfrenta ante el dilema de escoger lo que va a ser su futuro. 


En los 90, cuando se abrió la posibilidad de crear universidades con sistema privado se generó una situación anómala entre la juventud de esos años, anomalía que perdura hasta nuestros días. El acceso a las universidades, tanto públicas como privadas antes de la década de los 90, era bastante restringido. Muchos egresados escolares pugnaban acceder a universidades de prestigio o a programas académicos demandados que requerían de alto puntaje. Carreras populares eran las más demandadas y las que tenían un número de plazas que generaban una dura competencia entre los postulantes para lograr un cupo ansiado. Diversas instituciones (academias preuniversitarias) se volvieron una suerte de puente obligatorio entre el mundo escolar y universitario. Todo esto cambió al surgir esta opción que se fue convirtiendo cada vez más en una máquina de generar títulos con escasa o nula producción académica relevante para una nación que tiene 92 universidades privadas y 51 públicas, muchas de las cuales no figuran ni figurarán en el ranking de las mejores universidades latinoamericanas, por ejemplo. La feroz competencia de esta nueva realidad invadió el mundo escolar; antes las universidades no iban a los colegios sino a través de academias preuniversitarias; desde los 90, todo cambió. La invasión universitaria deformó el mundo escolar y la percepción de padres de familia; por un lado, los alumnos de quinto año podían ingresar a una universidad gracias a sencillos exámenes de admisión, así como la seguridad en un padre de familia de tener la certeza de tener a su hijo(a) ya en una universidad, sin importar la calidad de esta. La suerte de intromisión de muchas instituciones universitarias generó una distorsión de la universidad para un joven que de pronto se vio como un nuevo universitario hasta en cinco casas de estudios superiores. Deformación nociva para la universidad como institución en sí. El ingreso para un joven culminando la secundaria se volvió una elección determinada por la preferencia que sus compañeros de aula escolar, los enamorados u otros factores no académicos terminaban influyendo en un adolescente; estos venían, desde ya, de ser acosados por las dudas personales, su futuro profesional y la influencia de los padres y parientes que presionaban sobre estos para continuar con la tradición familiar de abogados, médicos o ingenieros.  


El haber trabajado por dos décadas en espacios vinculados a la admisión y los ciclos iniciales de una universidad me permitió ver directamente ese mundo angustioso en el que diversas instituciones (familia, sociedad, universidad) presionan a un muchacho plagado de dudas, incógnitas y temores. Jóvenes obligados a tomar decisiones transcendentales para su persona. La presión externa sobre ellos, las exigencias y el escaso compromiso que un estado tiene con este inmenso colchón social como es el mundo escolar secundario han generado un gran vacío en muchos campos de estos adolescentes: debilidad académica y emocional. Un joven de 16 o 17 años en etapa de formación (adolescente, “que adolece”) tiene todo un mundo patas arribas en la construcción de la identidad de su yo y su proceso de madurez. Otros países que tienen prioridad en su sistema educativo (piedra base de cualquier sociedad) gradúa a sus alumnos a una edad base de 18 años. Muchos países europeos prefieren que sus futuros estudiantes universitarios ingresen a sus casas de estudios superiores de 19 o 20 años: maduros, seguros, con mejores herramientas emocionales y académicas. Un ciudadano israelí ingresa a una de sus universidades (entre las mejores del mundo) luego de hacer dos o tres años de servicio militar obligatorio. Aquí, durante el fujimorato, hubo la peregrina idea de exigir la educación superior obligatoria hasta cuarto de media: deshacerse de la responsabilidad del Estado con la educación obligatoria de sus ciudadanos y la avidez de muchas universidades comerciales por captar clientes más frescos. Felizmente tan insana idea no prosperó. 


Un año escolar más, un sexto grado de secundaria, permitiría en el mejor de los casos a un joven mayor madurez y un poco más de claridad sobre su futuro. Pero esto obligaría a revisar presupuesto anual de la nación, modificar y mejorar el currículo escolar, capacitar docentes, implementar infraestructura, limitar la inferencia de universidades que actúan, a veces, sin escrúpulos y cambiar el “chip” de todas las familias sobre la responsabilidad educativa con sus hijos. Una educación que provea a su juventud seguridad y herramientas de mejor calidad (de eso hablaremos en otros artículos) repercutiría en tener mejores ciudadanos. Un sueño que podría volverse realidad.

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