El sábado pasado hice una verdadera maratón teatral. La situación y las obras presentadas en El Grito me lo permitieron, así que me embarqué en ello. Pese a todo, hay cierta movida cultural en la ciudad que nos ofrece distracción en medio de la crisis política y la sanitaria que está latente.
3 de septiembre del 2022
GERARDO
CAILLOMA
gcailloma@gmail.com
El sábado pasado hice una verdadera maratón teatral. La situación y las obras presentadas en El Grito me lo permitieron, así que me embarqué en ello. Pese a todo, hay cierta movida cultural en la ciudad que nos ofrece distracción en medio de la crisis política y la sanitaria que está latente. Un momento de distanciamiento siempre es necesario para dar un remanso a tu vida diaria y encontrar espacios en los que el aprendizaje y lo lúdico se unan a la catarsis necesaria para todos nosotros.
Con estas ideas en mente, me dirigí a ver dos obras muy interesantes tanto por el contenido como la propuesta hecha por los directores de las obras: Diecisiete camellos y Los zapatos rojos. Voy a hablar solamente de la primera en esta oportunidad.
Diecisiete camellos es una obra escrita por Eduardo Adrianzén en el 2011. Obra centrada en la emigración definitiva de una mujer a Chile para hallar su felicidad. En este proceso de su despedida, se van abriendo un abanico de historias personales y nacionales, mezclando emociones y conceptos errados y tabúes aprendidos a lo largo de esas historias, tanto las privadas que cada familia encierra como las que aprendimos para la construcción de nuestra identidad histórica. Escrita ya hace más de una década, la obra tiene muchos referentes de época que quizás a los más jóvenes confundirían; pero la historia en sí es un referente de situaciones que abren incertidumbres, heridas y temores en las personas, en los que asistimos a espectarla. Una trama sencilla que ofrece muchas aristas y ventanas por las cuales vamos accediendo a medida que se va desarrollando una historia de identidades femeninas en contraposición de un mundo masculino castrador, dependiente, subyugador y amenazante. Hay dos madres en la obra: la madre patria (¿por qué no “matria”?) en un rol que nos recuerda las raras construcciones en torno a ella y la conformación de todos nosotros como identidad. Y, por otro lado, otra madre de a pie sobre la que recae una pesada narración: la madre viajera encarna a todas esas mujeres que en los 90 y la primera década de este siglo se vieron forzadas a emigrar después del paquetazo del Fujimorato, en las que muchas personas perdieron sus trabajos y el sistema ya no los necesitaba. Así vimos cómo muchos compatriotas se fueron a Chile, Argentina, Japón, España, Italia, Estados Unidos, Venezuela, un largo etcétera. Enfermeras, empleadas del hogar, acompañantes, fueron mano de obra muy solicitada y que a la larga van a cambiar la fisonomía cultural de muchos países como Chile. En cierta manera, el boom gastronómico peruano que vive el país vecino se debe a estos migrantes que poblaban plazas, avenidas y otros lugares públicos de las ciudades chilenas, españolas, argentinas, japonesas o italianas. Paterson City vio crecer su comunidad de manera exponencial por esos años. Las mujeres iban de cocineras, lavanderas o a cuidados personales para enviar remesas a diversas familias, esposos, hijos, hermanos, padres, con el fin de poder darles una vida más o menos decente. Recuerdo que en la universidad que trabajaba, veíamos cómo muchos de nuestros estudiantes pagaban sus estudios gracias a sus padres, sobre todo la madre, que enviaba dinero del extranjero. Es una realidad poco estudiada y todavía desconocida por muchos jóvenes y personas en general. En una sociedad en la que muchas madres hacen el rol de padre y madre a la vez (madres solteras o abandonadas), en ese entonces muchas se embarcaron a levantar a sus familias migrando, solas y con muchos miedos, a buscar el dinero necesario; la obra toca esa realidad que no ha sido del todo abordada y que debe de haber causado notables cambios en aquellas que retornaron con un amplio sentido de autonomía y que, quizás, haya sido inculcado entre sus hijos y, sobre todo, sus hijas. Sin embargo, una sociedad tan machista y creadora de personas en extremo dependientes, como se ven en la obra, pueden terminar de desandar lo avanzado por estas mujeres en esa dura experiencia vivida a la distancia.
En la obra se van tocando otros temas sensibles y casi tabúes, como el de la sexualidad de la madre y la posibilidad de hallar una nueva pareja. Como Nora Helmer de Casa de muñecas de Ibsen, una madre y esposa es, por encima de todo, una mujer. Esa posición rompe muchos esquemas establecidos e hipotéticamente incólumes, determinados por la sociedad, la economía, la religión y los patrones sociales. Una mujer que renuncie al matrimonio y la maternidad es vista como una suerte de engendro que atenta contra roles asignados desde la educación. Cuando la madre decide irse a buscar al hombre de su vida atenta contra la moral, las buenas costumbres, la educación tradicional, la familia cristiana, la maternidad responsable. Y peor aún, cuando en una de las razones de su felicidad está en el hecho de que encuentra esa satisfacción sexual que le da plenitud a su existencia. Imposible de abordar tan espinoso tema sobre la sexualidad de una madre: tabú. “Todas las mujeres son putas potenciales, pero mi madre es una santa”, parafraseando ese eslogan. No me cabe duda de que, quizás, haya pasado por la mente de muchas espectadoras momentos de censura, disgusto y vergüenza por todo lo que se iba diciendo en la obra. Esa es la percepción social que aplasta a una mujer por luchar por sus derechos, pero que avala que un violador circule campantemente por el Congreso de la República y que haya sido defendido por varias congresistas al considerarlo todo un “caballero”.
Hay tanto pan por rebanar en nuestra sociedad, llena de prejuicios y miedos.
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