Montevideo
Jorge Morocho
Jorge Morocho
Exposición comisariada en Ginsberg+TZU
«Montevideo» ha llegado a Ginsberg+TZU como un torrente imparable de información, cartas no enviadas que recibimos de repente para explicar la inmensidad visual de la que vino seguida y, de la que hoy, estamos rodeados. La nueva pintura de Jorge Morocho ya no habla entre susurros, sutil y evocadora, sino que ahora grita, desborda el lienzo, es inmediata y contundente, como la literatura del escritor argentino Copi, que ha inspirado parte de la muestra. Se trata de una pintura que plantea la indeterminación y la duda como formas de conocimiento, creando un espacio para la posibilidad pura, donde las referencias visuales y literarias danzan y son transmutadas para desafiar la percepción convencional contemporánea.
“Montevideo recuerda a la bellísima frase vi el monte y la bellísima imagen de un monte grabado con una videocámara al mismo tiempo. Un monte en digital. Las montañas de Zelda. Pero también habla de la distancia y de la conquista, o quizá de la distancia conquistada, de la roca y la distancia, ese es el tema de mi exposición, y las abducciones, claro”
Estas escenas recuperan cierta capacidad narrativa de la pintura de historia, sin renunciar por ello a ejercer una crítica a los mecanismos actuales de transmisión de la información, algo presente en todo su trabajo. Los medios electrónicos, de los que es bien consciente este artista, tienen una base material igual que la pintura; digamos que los electrones se mueven tanto por los cables y las pantallas como por los granos del pigmento; pero ni el vídeo es píxel ni la pintura es pigmento, sino que en ambos casos son ideas que se transmiten, estáticas o dinámicas, totalizadoras o fragmentarias, pero entes virtuales al fin y al cabo.
Mientras respondíamos a esas cartas, hemos buscado los puntos donde arde su pintura, donde su potencial belleza guarda el espacio para un símbolo creado, derivado de una crisis no resuelta, como un síntoma de esa indecisión de la que tanto hablaba su trabajo. Es el lugar donde la ceniza aún no ha perdido su calor, el esplendor de las imágenes que sobreviven, vulgares, y que se deterioran en la inmensidad, en su propia vulgaridad. Y es por ello que su pintura no pretende ser una experiencia total, sino más bien, una experiencia fragmentada, una historia con huecos que intenta escapar a toda literalidad. Sus imágenes se gestan como embriones, como entidades en formación que pueden transformarse en lo que deseen, convertirse en entes poderosos capaces de sobrevivir a la velocidad vertiginosa con la que consumimos las imágenes diariamente. Por ello se nutren de lo cotidiano que percibe a través de las pantallas, los filtros y luces, de todos esos elementos que saturan nuestra realidad para dar lugar a imágenes casi siempre excedidas, alienantes, que actuarán como un puente entre lo tangible y lo etéreo. En esta ambigüedad, Morocho nos invita a explorar la poderosa relación entre lo cercano y lo lejano, lo propio y lo externo, lo autobiográfico e histórico o lo importante y lo banal.
Ej.
“La boca es una pintura que quiere estar entre lo dental y lo labial, lo rocoso y lo gestual. Entre el gesto de la sonrisa y su evidencia, es un ensayo para pintar la sonrisa de Enkidu, amigo fallecido de Gilgamesh”.
Tensiones duraderas y resonancias que permanentemente nos hablan de una narrativa llena de pliegues, cuidadosamente situados entre estereotipos visuales asumidos y esa especificada indefinición tendente casi al surrealismo, con la que consigue llegar a unas atmósferas inquietantes y ficticias, propias de la ciencia ficción. Guillez Deleuze, que también intentaba averiguar como desprender una imagen de todos los tópicos, y erigirla contra ellos, dio una pista al recordar lo que, en sustancia, se llamaba, un arte de la «contrainformación», que solo es efectivo cuando se convierte en acto de resistencia. Desconfiar, contemplar otras posibilidades, consiste sin duda en descubrir las “coherencias azarosas” que se traman de una imagen a otra. Es hacer danzar los objetos del saber —los de su imaginario—, ajustar su paso a un deseo que no es el de saberlo todo, sino saber comprender su problemática: ningún cuadro contiene una teoría, cada pintura es un paso de ciego. Así, lo que sus referencias a las leyendas y a la arqueología ponen en escena es realmente el elemento narrativo del traslatio, donde la relación con la distancia es mental, casi religiosa y el tiempo suspendido.
Los objetos arqueológicos son: una mesa de brujo jama coaque sentada y dos esculturas sumerias, una es de Anzu agarrando a dos ciervos y una recreación digital en Minecraft del hermoso zigurat de Ur.
Se presenta, pues, una proximidad, un objeto de contacto, como algo que desaparece. El aura no se produce por esa mera desaparición, se produce por el hecho más sutil y más dialéctico, de la cualidad que desaparece visualmente como tal, es decir, como «aparición de una lejanía». La iconografía escultórica impone esa misma distancia con el tiempo, las montañas de Zelda con la realidad, al igual que los filtros, el neón, nos atraen y nos separan de lo que contemplamos, o las escenas de paisajes de las piscinas, que
son un estudio sobre la abducción de Carol y Helen Thomas que en el noventa y ocho fueron abducidas cerca de un molino, luego de observar un brillo cegador desaparecieron y más tarde volvieron a aparecer empapadas, en un día seco.
Es el momento en el que la vida normal se convierte en algo paranormal, produciendo nuevas interrelaciones en uno de los lugares más vulgares, una piscina pública saturada de humanidad, que se hace leyenda y con ello, soportable. Estas intersecciones de los temas y objetos, los colores y luces intensas y el uso de una pincelada resuelta que coloniza el espacio, son algunas de las estrategias que se perciben en la obra de este artista, pero también se vislumbra un trabajo anterior, meticuloso y sesudo; una fotografía previa que, como la poesía, se da en tanto que conocimiento interrumpido y comunicación sentida. Su narrativa siempre va más allá de las palabras y las imágenes, porque Morocho es un creador de escenas dramáticas, de ahí ese gusto por el exceso o la exageración de la vulgaridad y de su posterior conversión en ese hechizo actualizado que nos obliga a poner el foco en el tipo de enlace que se genera, sea metafórico o conceptual.
Morocho se erige así, en esta nueva muestra, como un creador de escenas donde la saturación de imágenes se convierte en experiencia artística y la realidad se distorsiona, pues no busca hablar de la realidad, sino de simulacro y especulación, replanteando y redireccionando la mirada y el recuerdo para abrir nuevas posibilidades con las que interpretamos nuestro entorno. «Montevideo» es una muestra pletórica de libertad, cierta ingenuidad y desbordante energía, es la posibilidad convertida finalmente en hecho.
Óscar Manrique