El entierro del Sol

Cézanne afirmó una vez que la naturaleza no se encuentra simplemente en la superficie, sino en lo profundo. Los colores son la manifestación de esa profundidad en la superficie, emergen de las raíces del mundo. Representan su vitalidad, la vida de las ideas. Miguel Ángel Erba es un pintor que, al igual que este precursor de las vanguardias, selecciona de la naturaleza solo aquello que se relaciona con sus ideas, las formas y colores del paisaje, tal y como los concibe inicialmente. La construcción de sus imágenes no busca la verosimilitud con la realidad, sino más bien captar sus razones internas, las del espacio, el tiempo y el movimiento que guían y presiden cada circunstancia.

A su obra hay que otorgarle la connotación y el carácter arraigados de una sensibilidad mediterránea típica de su tierra, suspendida entre el movimiento y la contemplación, entre el erotismo y el sentido de la muerte, entre la naturaleza y unas formas que decide trasladar a un territorio que también respira la cercanía de un océano próximo. Así, este proyecto sale de la pretensión de adaptar su lenguaje a nuevos territorios y será el Puerto de Santa María de la provincia de Cádiz, donde el artista se reencuentre con dos premisas comunes a todos sus trabajos; la búsqueda del vínculo del humano con la naturaleza y esa presencia del azul intenso del mar que baña casi todos sus lienzos.

Erba parece aquí encontrar intrigantes algunos momentos que se viven en la playa, donde prácticamente todo parece ser permisible y se despliega una variedad infinita de escenas y comportamientos que le resultan altamente estimulantes para plasmar en sus pinturas. Encuentra en ellos aquel instante en el que el ser humano urbano se enfrenta al entorno natural. En ocasiones se topan con numerosas molestias o dificultades de adaptación, posiblemente debido a que hemos relegado a un segundo plano nuestra condición de animal, acostumbrándonos a ciertas comodidades que esta atmósfera, a simple vista, no parece proporcionar. Existe una ingenua belleza en la torpeza

de este enfoque, pero también en la recuperación romántica del concepto del bañista, que se encuentra tan distante de las escenas contemporáneas típicas de las playas Benidorm. Otros personajes observan el mar bajo la luz de la luna y el cálido resplandor de la hoguera, exploran el lugar buscando reconectarse con la naturaleza, lo cual también nos evoca de nuevo a Las Grandes Bañistas de Cézanne, especialmente en una paleta de colores que intenta fusionar el cuerpo humano con el entorno. Un entorno que puede verse también salvaje, si nos fijamos en el temor que el artista nos muestra en otras escenas «hitchcorianas» en las que las gaviotas atacan a las personas que

invaden su hábitat, o en otras en las que el ser humano se enfrenta a las vicisitudes del medio acuático.
Su pintura se transforma en el escenario de una representación convulsionada, capturada en una esencia que va desde un estado de vitalidad íntegra hacia una disolución románticamente explosiva. Mediante una pintura dibujada más que pintada, que recuerda casi al viejo Goya, nos muestra un movimiento dinámico, casi cinematográfico en ocasiones, y unas formas animadas que poseen una gracia segura y directa. En ellas, se percibe constantemente la fuente de energía de donde emergen: el carácter caprichoso y soberanamente libre heredado del graffiti, que se mantiene presente en su gesto y en el ritmo de sus composiciones. Sin embargo, el paso al lienzo revela el secreto, el arcano de una pintura más meditada, con visiones semi-ocultas e inquietantes universos que nos aguardan. Reflejo de esta idea es el gran lienzo que da nombre a la muestra, el cual nos transporta a otros mundos, aquellos de los que Lovecraft nos habla de manera extraordinaria, ubicados entre el sueño, la locura, el mundo infantil y el numinoso mundo primitivo. Y es que su pintura no responde a ningún apriorismo, sino que principalmente tiende a derramarse, a buscar salidas y a encontrar puntos de concentración.

Miguel Ángel demuestra una notable eficiencia a la hora de transformar signos metafóricos en una organicidad efectiva, logrando retomar referencias ajenas mientras absorbe otras realidades vividas directa o indirectamente. Este enfoque, conocido como «emocional lúcido», le permite reencontrar los arcaísmos de aquellos siglos en los que el arte era símbolo, por lo que en cada obra se vislumbra una exploración profunda y cautivadora, donde se fusionan la vitalidad, la efervescencia y la reflexión más íntima. El entierro del Sol es una alegoría de vida y muerte, un proceso de adaptación que busca rehabitar la naturaleza, quizás paralelo al proceso que el propio artista experimenta al adentrarse en un nuevo territorio. La muestra es un ciclo que se inicia en esas calurosas mañanas en las que buscamos un hueco en la playa, siendo observados celosamente por aves territoriales salvajes. Y culmina con el declive del día, cuando el sol desaparece y el mundo entra en un estado de sosegada melancolía, presidido por una luna que calma el mar y a las bestias. Surge así la creación del rito, un momento trascendental en el cual encontramos una tregua que nos otorga la capacidad de retornar y habitar nuevamente aquellos lugares que hemos dejado de escuchar.