Semana Santa

La medida sin medida del amor

Mi Jesús lleva un madero muy pesado. Él, que está lacerado, sangrante, exhausto. Los pies avanzan temblorosos, vacilantes de dar un paso más. Está rodeado de gente que lo abuchea, lo aprieta, le empuja, le grita, le pega. Dos soldados le apremian a ir más rápido, y Él está solo cargando la cruz.

El peso es demasiado, y cae. Cae al suelo. Quizá en ese momento piensa: “Papá, esto es demasiado peso, no puedo más…”. Pero entonces ve a María. La mira, y ella lo mira. Y en esa mirada de amor, Jesús recuerda por qué hace esto. El Padre está ahí, presente. Le da nuevas fuerzas, y su Hijo se levanta del suelo y vuelve a cargar la cruz. La abraza y la besa. Y le dice a su Madre: “¿Ves, Madre? Hago nuevas todas las cosas”. Jesús ha caído al suelo, porque yo estoy en el suelo. Mis pesos, mis debilidades, mis sufrimientos, mis planes e ideales frustrados, mis heridas, mis fallos, mi soledad y mi tristeza son demasiada carga para mí, y estoy en el suelo. Y Jesús viene hasta donde yo estoy, tirado en el suelo, y me levanta junto al peso de su cruz. Yo soy su cruz, Él me lleva. Sangrando, jadeando y sin fuerzas, me mira. Sabe dónde estoy y lo que estoy viviendo, él también lo está viviendo, pero al extremo. Porque su amor no es un amor a medias. Quiere llevarme a cuestas, quiere llevarme en brazos. No quiere que tenga estos pesos, no quiere que los lleve yo. Él quiere hacer algo nuevo en mí, quiere darme un corazón nuevo, una vida nueva. Me quiere nuevo. Me quiere nueva.

Y ahí, mira a su Madre, en esa mirada de amor, en la que no hacen falta palabras porque el corazón ya lo sabe todo. Ahí, cuando María querría abrazarle, besar sus heridas, limpiar su cara, cargar su cruz y acunarle como de pequeño. Y ahí, cuando Jesús querría hacer reír a su madre y decirle que todo está bien, se acuerda de mí y le dice a su madre: “Sé por qué estoy haciendo esto, sabes que no hago nada que no tenga valor. Y para mí, él vale la vida. Para mí, ella es lo más valioso. Quiero que me tenga siempre, y por eso quiero llevar su peso”. En una mirada, se dice todo. Y Jesús sigue adelante, hasta verse colgado en una cruz, clavado a esa madera.

Con un padre como San José, que era carpintero, Jesús se había criado entre listones. Habría jugado con ellas, fabricando sus propios entretenimientos. Habría aprendido a tratarla: cómo cortarla, lijarla, pintarla, montarla en distintos muebles y objetos. Sus manos tendrían aún el rastro de todos esos años entre maderas. Ya desde que nació, lo hizo en una cuna de madera. Ese fue su trono, en una cueva en Belén. La madera fue lo más valioso que tuvo al nacer, y a lo que se abrazó al morir. Esa madera, tú.

“Hago nuevas todas las cosas”. Jesús coge la tabla de madera. No importa cómo sea: más o menos rugosa, más o menos grande, con más o menos astillas. La coge, la trabaja, la lija, la pule y la prepara para lo que ha sido pensada. Jesús, como buen carpintero, hace de un trozo de madera sin forma aquello que tenía pensado para esa madera. Dios, como buen Hacedor, hace de mí su mejor obra, aquello para lo que me ha pensado. No importa la materia prima, no importa lo que haya hecho, no importa cómo esté ahora. Quiere hacerme nueva hoy.

Jesús, antes de morir, en sus últimos momentos, vela por todos. No está pendiente de su sufrimiento, sino del peso de los soldados, de la gente que está ahí mirándole, de los ladrones. Del buen ladrón. Este sufre, porque sabe que ha hecho un mal, y su vida termina ahí. Ve a Jesús, y le dice: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Se hace vulnerable, y le pide al Señor que le ayude a llevar ese peso que él solo no puede. Y Jesús le responde: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. No se acordará de él una vez ya no esté, en algún momento en el futuro; se lo lleva consigo hoy. No lo rescata desde el cielo, se lo lleva en brazos desde la tierra. Al ladrón no le ha hecho falta decir su nombre y sus pecados, ni a Jesús saberlo. Solo ve a un hombre que cae al suelo con su cruz a cuestas, y Jesús corre a recogerlo del suelo y coger esa cruz. Y ese ladrón ya no sufre más, porque está con Jesús, y ha nacido para el Paraíso; eso es lo que le aguarda. Ha nacido de nuevo, a la Vida.

Hoy, yo quiero ser como ese buen ladrón. Sé que soy un ladrón, que he hecho cosas mal, que no siempre hago lo que debería. No merezco tu amor, Jesús. Pero eso a ti te da igual, porque por una mísera palabra que yo pueda decir, tú ya corres a mi encuentro. Tu amor no es un amor a medias. Es un amor sin medida. Hoy quiero ser ese buen ladrón. Quiero mirarte y abrir mi corazón a ti. Sé que me miras y me llamas; haz que pueda escucharte. Quiero decirte: “Acuérdate de mí”. No puedo más, este peso es demasiado. Esta situación me consume, este dolor me hace morir. Te necesito, Jesús. Solo necesitas eso para recogerme y llevarme en brazos: que me deje ir en ti, para que puedas hacerme nuevo. Esa es tu promesa hoy: “Hago nuevas todas las cosas”. Haces nueva mi vida, mi esperanza; transformas mis sufrimientos. Me tallas y me lijas, como a ese madero. Y me amas al hacerlo, como en tu Pasión. Abrazas esa madera pesada, astillada, rugosa; tu posesión más valiosa. Me abrazas a mí.