Semana Santa

Abraza tu soledad

Creo que puedo afirmar que, como seres humanos, nuestro mayor miedo es la soledad. De pequeños nos da miedo la oscuridad, porque nos vemos solos ante un peligro que imaginamos que puede pasar, y necesitamos a alguien. En el colegio, el instituto y la universidad, tememos no tener amigos: pasar los patios a solas, no tener con quién hacer los trabajos en equipo, que no nos inviten a fiestas o cumpleaños, que no salga en fotografías con nadie, no dormir nunca en casa de otros, que no nos lleven a excursiones o viajes. Y así toda la vida.

Hoy, somos más que nunca conscientes de esta realidad. Para bien y para mal. Oímos por las noticias y experimentamos muy de cerca cómo familiares, vecinos, amigos o conocidos son ingresados en hospitales o aislados. Personas que están un día en su casa, al día siguiente en el hospital y de repente mueren. Sin haber tenido tiempo de verlos por última vez, de despedirnos, de asimilarlo. Y ellos han pasado sus últimas horas sin nadie cercano a su lado. O personas mayores que viven solas y no pueden recibir la visita de los hijos o los nietos, y pasan el día en silencio, sentados en un sillón, mirando por la ventana y esperando que las horas pasen. Y a la vez, nos hemos dado cuenta de lo más importante: hemos nacido para sentirnos amados, y también para amar. Ahora entendemos lo importante que es rodearse de personas que te quieren y a las que querer, con quien compartir un café (sea real o virtualmente), con quienes jugar y reírse, con quien cocinar, a quien llamar y pasar el rato hablando de recuerdos.

Comprendemos que, por mucho que lo intentemos, no podemos vivir solos. Hemos sido creados para amar. Y seremos heridos al hacerlo, pero eso es bueno. Porque significará que nos hemos hecho vulnerables al otro, nos hemos abierto y hemos abierto nuestro corazón, nos hemos confiado. Y ahí está el amor de verdad, el real, el que dura.

Esta noche revivimos la última cena de Jesús. Él sabía que era la última, los discípulos no. Qué bonito y qué importante es que Jesús quisiera pasar su última cena con sus amigos, con aquellos a los que quería, y no solo. El mejor lugar era allí donde era amado, y allí donde amaba. Ya vivía en su corazón una pequeña soledad, porque sabía lo que iba a pasar y el resto no, y no podían entenderle; vivía esa agonía y esa tristeza en su corazón. En esa cena, se pone a lavar los pies a los discípulos. Y dirás: “Vaya chorrada, para qué lavará los pies”. Pero es otro detalle que se nos escapa, pero no a Dios. Dios nos salvó sirviéndonos… Imagina en aquella época, que caminaban por caminos de tierra, que no tenían duchas como nosotros ahora, y los zapatos eran unas sandalias o unas alpargatas, que era casi como si no llevaran nada. Deberían tener los pies muy sucios. Y Jesús se arremanga, coge el cuenco con agua, un paño, les hace sentarse (y ellos no entienden nada) y uno a uno les lava los pies. Les quita la mugre, el polvo y el barro, a conciencia, y los seca. Jesús se para con cada uno de ellos, y limpia cada centímetro de piel del pie, sin despistarse en otras cosas. Es un momento entre su discípulo y él. Jesús no solo se hace humilde (porque es Dios, y nos está lavando los pies, a ti y a mí hoy), sino que es un signo que va más allá. Significa que Dios te ve, ve tus pecados, tus limitaciones; ve el momento en el que estás en lo hondo del pozo, de aquel lugar del que no puedes salir, y baja. Va allí, al fondo del pozo, te mira, coge tu mano, te saca de allí y te limpia. Como al hijo pródigo, te abraza y te besa, y luego te viste de nuevo. Porque su amor va más allá de tus pecados, de tus oscuridades. Él te ve a ti. Y, en ese lavatorio, te está mirando solo a ti. Uno a uno lava a los discípulos. No de tres en tres o todos a la vez, no. Uno a uno. Porque cada uno importa y existe individualmente.

En Getsemaní, vemos a un Jesús sufriente. “Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo”. Jesús se hace vulnerable; nos dice que está sufriendo, hasta el punto de no poder seguir adelante. Y nos pide que le acompañemos. En ese momento en el que el mismo Dios es tentado por el demonio, que suda sangre, que tiembla de impotencia, que se rinde a la voluntad del Padre sabiendo lo que eso supone…Jesús no quiere estar solo. Necesita estar con alguien. Pero los discípulos se duermen, no entienden qué está pasando, no se dan cuenta de cómo está su Maestro. Cuántas veces nos hemos sentido también así; entre un montón de gente, pero solos. Porque no nos comprenden, no nos aceptan, no saben cómo somos realmente. Porque hemos sido o nos hemos sentido abandonados por otros, y no somos capaces de volver a confiar. Pero, una vez más, Jesús nos da una lección, y nos enseña que necesitamos estar acompañados, aunque eso suponga un no entender o no saberse acogido.

Hoy, podemos entender a un Jesús solo, que se ha sentido abandonado, incomprendido. En estos tres años, ha sido perseguido, juzgado y probado. Pero también se ha sabido amado en su casa, en Betania, con los discípulos, con la hemorroísa, la samaritana y tantos otros que se han dejado mirar por Él. Dios nos revela que estamos hechos para estar con otros, y eso conlleva la posibilidad de ser herido. Pero “el dolor que proviene del amor profundo hace tu amor aún más provechoso”, como decía Henri Nouwen. Jesús pudo decir que no a Dios, y no entregarse. Pudo haber gritado, haber hecho cualquier otra cosa; pero fue dócil y se entregó. Nunca pegó ni hizo nada contra nadie. Pudo haber dado la espalda a tanta gente, quedarse en su zona de confort, allí donde era bien recibido. Pero decidió amar, sin importar lo que pudiera pasar. Él aceptó tantas y tantas veces amar sin medida, sin controlar los efectos y las consecuencias.

Podemos elegir no confiar del todo, no darnos por completo. Pero entonces nunca amaremos. Jesús, en su soledad, seguía amando. Porque había acogido eso, y no se rindió. Aun sin recibir amor a cambio, siguió amando. Ese es nuestro modelo, y a lo que debemos aspirar. Ese amor que echa fuera el temor (1 Jn 4,18). Ese amor que sigue latiendo en medio de la soledad y el sufrimiento. El Papa Francisco dijo que "solo lo que se ama puede ser salvado, solo lo que se abraza puede ser transformado". Así nos abraza Jesús, y abraza su soledad. Amó su soledad porque te estaba amando a ti, te estaba salvando. Te sigue salvando.