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Columnas de opinión

Diario El Tiempo - 30 de Mayo de 2020

Las cifras de empleo publicadas ayer por el Dane son simplemente aterradoras. Nadie preveía un escenario tan malo. Tanto que habrá un antes y un después en las preocupaciones de los colombianos, ahora ya no por el covid-19, sino por la realidad en materia laboral.

En abril de 2019, 21,9 millones de personas reportaron estar trabajando. Un año después, en abril pasado, solo 16,5 millones tuvieron una ocupación. Peor aún, hace un año solo 17 por ciento dijo estar trabajando menos de 20 horas semanales, mientras que el mes pasado 57 por ciento reportó estar en esa situación. Menos personas trabajando y menos horas laboradas significan una caída de 40 % en los ingresos de los trabajadores colombianos que hace estragos en muchos frentes, empezando por el aumento de la pobreza y la caída de la demanda.

Si la historia sirve de guía, en el pasado, cuando ha ocurrido este tipo de debacles, los efectos han sido más persistentes de lo que se piensa en un primer momento. En las actuales circunstancias hay buenas razones para pensar que el aumento del desempleo no se va a resolver pronto. Por un lado, sabemos poco acerca del covid-19. ¿Cuándo llegará a su pico? ¿Volverá en olas? ¿Se descubrirá la vacuna?

Mientras estas preguntas no tengan respuesta, habrá mucho temor e incertidumbre, con efectos paralizantes en muchos frentes, incluyendo el comportamiento del consumo y la inversión. Pero aun en un mundo sin covid-19, el desempleo es otra pandemia que se propaga rápidamente, pues forma un círculo vicioso que solo se rompe con la intervención del Estado.

Hoy por hoy, el principal reto del país es evitar que el desempleo siga aumentando. Aunque la flexibilización de las medidas de aislamiento va a ayudar, no será suficiente. La reapertura de ciertos sectores, como el comercio y las peluquerías, y más adelante los restaurantes, es un paso adecuado, pero, dadas las restricciones con que operarán los negocios, van a requerir incentivos para volver a contratar mano de obra. El programa de apoyo al empleo formal debe extenderse a los trabajadores que se reenganchen y los que se contraten formalmente por primera vez.

Lo que se viene no es fácil, por lo que será necesario un acuerdo entre empleadores y trabajadores que nadie diferente del Gobierno podrá liderar. En esta nueva fase va a ser necesario dedicar menos tiempo a los anuncios y más a las negociaciones para llegar a un acuerdo en el que será indispensable contar con el respaldo de la Corte Constitucional en temas tan trascendentales como la interpretación del llamado ‘mínimo vital’, que ha impedido que se reduzcan los megasalarios de ciertos funcionarios.

A los empresarios les corresponderá evitar despidos y a los trabajadores, aceptar cambios en las condiciones de contratación. Las cajas de compensación tendrán que sacrificar parte de sus ingresos por un tiempo. Si esto no ocurre, habrá más personas en la calle sin trabajo, con todos los problemas que esto implica.

Pero el Gobierno debe ir más allá. Al estilo de lo que fueron los programas Pipe en su momento, hay que prender los motores de la economía con un plan de reactivación. Los subsidios a la compra de vivienda para la clase media son un buen comienzo, pero no serán suficientes. El acuerdo también debe involucrar a los alcaldes y gobernadores, que no pueden ser indiferentes a la situación laboral, generalmente vista como un problema del Gobierno Nacional.

El eje del acuerdo con los mandatarios seccionales debe darse alrededor de un objetivo: impedir escenarios extremos o catastróficos. Es decir, tomar las medidas necesarias para evitar lo peor, como un elevado y prolongado nivel de desempleo, una cascada de quiebras en las empresas y un aumento del número de casos graves de la pandemia que exceda la capacidad de atención hospitalaria.

Un acuerdo alrededor de estos objetivos ayuda a generar confianza y credibilidad, que son indispensables para la población en este momento.

“Los NiNis en la juventud latinoamericana” fue el título de un estudio que realizamos conjuntamente con dos colegas mexicanos – Rafael De Hoyos y Miguel Székely— que apareció publicado en la revista Economía en su edición de otoño de 2015.

Nuestra preocupación en ese entonces se centraba en el grupo de latinoamericanos entre 15 y 24 años, de los cuales el 19 % ni estudiaba, ni trabajaba.

Si no se hace algo a tiempo, la crisis del COVID-19 dará origen a un segundo grupo de NiNis que seguramente será fuente de mayores problemas que el primero.

Hace diez años, los jóvenes NiNis fueron ampliamente estudiados por su relación con la protesta social, el consumo de drogas, la criminalidad y la violencia.

El llamado fue escuchado por varios gobiernos latinoamericanos –entre ellos Colombia- que introdujeron políticas para enfrentar el problema como el aumento de cupos en la educación superior, los créditos educativos subsidiados, las becas con programas como “Ser Pilo Paga” y el aumento en la capacidad del Sena, entre otros.

Las políticas para reducir el embarazo adolescente hacen parte de la misma estrategia. Todavía falta mucho por hacer, pero por lo menos hay conciencia y acciones para enfrentar este problema.

Es con ese mismo criterio que hay que actuar ahora. Los NiNis de la pandemia son los trabajadores que no están recibiendo apoyo alguno, pues no son ni asalariados, ni pobres. O, por lo menos, no eran pobres antes de la cuarentena, pero rápidamente lo serán si no se hace algo muy pronto.

En Colombia hay siete millones de asalariados que, gracias una solicitud oportunamente atendida por el gobierno, se podrán beneficiar del Programa de Apoyo al Empleo Formal (PAEF). Este programa ofrece un subsidio equivalente al 40% de un salario mínimo, es decir 351 mil pesos por mes por cada trabajador.

La clave acá es que solo pueden recibir subsidio los trabajadores que hayan estado en la nómina en abril.

Otro programa, ágilmente introducido por el gobierno, permite que un hogar cuyo ingreso se inferior a $ 437 mil mensuales (en promedio por cada uno de sus miembros) tenga derecho a un subsidio de $ 160 mil mensuales, lo cual ayuda a que lo hogar no caiga en una situación de indigencia. Este es el programa Ingreso Solidario, que beneficiará a 2,9 millones de hogares.

Los nuevos Ninis son dos millones de trabajadores –y sus familias—que no pueden acceder a ni al PAEF ni a Ingreso Solidario.

Se trata de personas no reciben un salario –trabajan en la informalidad-- pero que al mismo tiempo tenían antes de la pandemia un ingreso mayor a $ 437 mil pesos mensuales. Aquí están la mayoría de personas que trabajan en restaurantes, peluquerías, talleres, vendedores por catálogo, sastrerías, taxistas, etc. Es un grupo muy grande de personas, muchos en oficios altamente afectados por el confinamiento. A ellos hay que ayudarles.

La propuesta es permitir sus empleadores puedan recibir el subsidio de 40% del salario mínimo si contratan formalmente a estos trabajadores y los convierten en asalariados. Incluso se debería pensar en una exención temporal de los parafiscales para quienes ingresen a la formalidad.

De esta manera se obtendría un doble dividendo. Por un lado, se le tiende la mano a millones de personas que están en dificultades. En segundo lugar, se da un paso más hacia la formalización en el país, que es una de las inversiones más rentables a largo plazo.

Center on Global Energy Policy, Columbia University - March 16, 2020

While Covid-19 will have a serious detrimental impact on the economies of Latin America and the Caribbean, the oil price war is a second economic blow for the region. Relative to the prevailing outlook in late January, Latin America will face a year of lower economic growth and much weaker public finances, leading to potential downgrades in sovereign ratings. But the real problem is that the region has limited capacity to offset the external shocks with monetary and fiscal policies, darkening the outlook further. To create that capacity, governments will need to adopt a strategy that combines short-run stimulus measures while at the same time implementing structural reforms that improve the fiscal outlook in the medium-term.

It is worth noting that many countries in the region were already under stress before the Covid-19 pandemic. Chile and Colombia have been hit by social protests over economic inequality and a lack of social mobility; Venezuela is in the midst of the worst humanitarian crisis the region has ever seen. How the pandemic and the oil war interact with social unrest may not be clear, but it appears that unstable initial conditions can amplify their economic ramifications.

Lower overall demand, resulting from a deceleration in global growth—which will have its worst year in a decade in 2020—is already affecting Latin American exports. According to the IMF, global supply and demand for dry bulk shipping stocks such as building materials and commodities have fallen. The Baltic Dry Index (which measures freight rates for grains and other dry goods around the world) fell 50 percent from one month before the eruption of Covid-19 (January 11, 2020) to one month after that date.

At the same time, lower oil prices will cause a significant deterioration of fiscal accounts for nearly all the large economies in the region, putting them into adjustment mode at the worst possible time. To complicate matters, the flight of investors to low-risk assets, such as US Treasuries and gold, implies that there is less financing available and that borrowers will face higher interest rates in global markets. This applies both to sovereign and private sector issuers.

According to the Institute of International Finance, the net outflow of portfolio capital from emerging countries was US$29.4 billion in the two months since the eruption of Covid-19. The twin shocks—Covid-19 and low oil prices—can be compounded by the response of capital flows. Periods of net capital outflows are unambiguously associated with lower investment and economic growth in Latin America.

If not managed well, lower terms of trade and export volumes, combined with less availability of foreign capital, have the potential to deepen the reduction in per capita income that the region has seen since 2014. All of this in the year when, according to the IMF forecasts, the region was hoping to reverse that trend.

The Effects of Covid-19

Leaving the effect on commodity prices aside, several direct effects of Covid-19 will impact Latin American economies. One is the interruption of supply chains. This is particularly important for the two largest Latin American economies—Brazil and Mexico—which import Chinese goods for their manufacturing sectors, especially in automobiles, electronics, and machinery and equipment. As these inputs become less available due to factory closures and disruptions in global trade, manufacturing output of Mexico and Brazil will suffer.

In terms of global value chains, no country in Latin America is as engaged as Mexico. Imports of intermediate goods from China represent 8 percent of Mexico’s manufacturing value-added, and 6 percent of Brazil’s. Overall imports from China are between US$70-80 billion (6 percent of GDP) in Mexico, and US$35 billion (1.7 percent of GDP) in Brazil. This means Mexico is more exposed to disruptions in supply chains, as it is more open and exports have a much greater role in its economy (34 percent of GDP in Mexico versus 13 percent of GDP in Brazil).

However, Chile’s currency has depreciated the most as a result of Covid-19. China buys one-third of Chile’s exports—9 percent of GDP—so lower economic growth in China means not just lower commodity prices but also lower export volumes for Chile. Brazil also sells about one-third of its exports in China, but they represent a much lower share of GDP (4 percent in 2019). Argentina, Colombia, Ecuador, and Peru also have significant exposure, but essentially through prices of commodities.

A second effect with particularly severe consequences in Latin America and the Caribbean is the reduction of travel and tourism, including the cruise industry. These services are the leading export activity for a number of countries, especially in the Caribbean. In those cases, the reduction in visitors resulting from travel restrictions and quarantines will have a severe cost in terms of lost economic activity, especially jobs.

In addition to these external channels, cancellation of large events, school closures, and limited social interaction will reduce domestic demand. Recent survey data on the retail sector in Colombia are already suggesting a reduction in expected sales over the next three months. This results from households that become more cautious with their consumption decisions given the risk of contagion and the uncertainty about the economic outlook. The stock market crash also sends a negative signal—even for those who are not equity investors.

Compounding the Effects of Covid-19 with the Oil Price War

China’s share of global commodities demand has increased dramatically during the past two decades. Today, China accounts for close to 50 percent of global demand in copper and nickel, and 15 percent of world oil consumption. Naturally, the decline in economic activity in China has meant lower prices for these commodities.

But in the case of oil—as argued in recent commentaries by CGEP scholars Jason Bordoff and Antoine Halff—other, more structural forces are at play that could outlast the effects of Covid-19. The largest increase in world oil production in history is happening while global demand has been less dynamic, in part because China is growing at a slower pace—even before the eruption of coronavirus. The temporary decrease in oil demand from China over the past few weeks is simply the tipping point in a market characterized by a structural oversupply of close to 2 million barrels per day (bpd), according to some estimates.

Excess global supply can be corrected in various ways. One is the decline in prices that will push the less efficient producers out of the market. An alternative is for a group of producers to cut production voluntarily and in a coordinated way, which is what Saudi Arabia intended to do initially at the OPEC+ meeting during the first week in March. After failure to agree to limitations at the meeting, and Saudi Arabia’s subsequent oil price drop, we are now in a world where coordinated solutions seem unlikely—at least for now. And not just that. Lack of coordination has resulted in an even higher increase in oil supply, with Saudi Arabia announcing that it will raise production to 12.3 million bpd in April from 9.7 million bpd last January. The UAE has said that it will increase output by 1 million bpd, and Russia announced last week that it has the capacity to increase production by 500,000 bpd. Should all these increases be realized, global supply would rise by 4 million bpd, putting more downward pressure on prices.

Regardless of whether or not these threats are credible, in an oil price war, Latin America is not well-positioned. Costs of oil production are higher than US$40 in Brazil’s pre-salt and well above that figure for unconventional developments in Vaca Muerta in Argentina. Production will still be economically viable in Colombia, Mexico, and Venezuela, where lifting costs are below that figure. Ecopetrol in Colombia, for example, has said that its average cost per barrel is US$30, although this does not say much about the marginal costs, which are higher than that in some areas. Stock prices of Ecopetrol and Brazil’s Petrobras on the NYSE fell by more than half last week, indicating markets consider that profits from these companies could fall in a significant way in a low-price scenario.

Apart from the specific impacts on oil companies, the main implications of low oil prices for Latin America are fiscal. Each US$10 decline in the price represents a loss of fiscal revenues close to 1 percent of GDP in Ecuador and Venezuela, two countries heavily fiscally dependent on oil. Brazil, Colombia, and Mexico lose half of that, which is still a significant number. To complicate matters even more, before the decline in oil prices of March 9, 2020, there was already a large difference between the oil price used by some countries in their fiscal accounts and the actual market price. For Mexico and Colombia, that difference has now reached $30 per barrel.

In Mexico, even if the federal government protects its revenues with a hedging strategy that has been a model for other countries, Pemex is highly exposed and vulnerable. Fitch downgraded Pemex to junk status last year, and there is a clear risk that other ratings agencies could follow. The government may need to provide additional support to the company at a time when the economy is nearing a recession and requires additional investment in infrastructure and the social sectors.

In Argentina, current global conditions mean the IMF will show more flexibility in accommodating the demands of the Fernández administration for a debt restructuring that is underway. The key element is a renegotiation of less-strict fiscal targets in the next two years, with the hope that this will improve growth numbers. However, with lower oil prices, developments in Vaca Muerta will be slowed and an increase in production delayed. This means lower growth prospects for the country, which was counting on oil to jump-start the economy.

In Brazil, Latin America’s largest economy, the effects of the twin shocks are already apparent. The growth outlook for 2020 will be revised downward, from 2.2% to a likely 1.5%. Given relative low inflation, Brazil’s central bank will try to offset lower growth figures with interest rates cuts, which have already been announced.

In Colombia, lower oil prices imply that the large current account imbalance will widen even more this year, likely exceeding 5 percent of GDP, and generating concerns on the part of foreign investors. But the real pressing issue is the fiscal outlook. The pre-existing social unrest and the new twin shocks will require additional government expenditures in the short-term. But with tax reform approved last December that will reduce fiscal revenues, low oil prices come at the worst possible time. Under current oil market conditions, government revenues in 2021 could fall by at least 1 percent of GDP relative to 2020. To avoid unpleasant moves by rating agencies, the government needs to put forward a credible plan and undertake decisive actions that improve the long-term fiscal outlook.

Ecuador became the first Latin American country to announce a fiscal adjustment (of 2 percent of GDP) in response to the oil price shock. Growth prospects now look grim. The budget cut is eliminating the Ministry of Youth and 10 other government agencies. External financing has closed entirely and its sovereign bonds are now trading at the same discounts as Argentina’s, which imply rates over 25 percent. Again, the IMF will have to ease conditions in the program that was agreed to last year, but even in that scenario it will be another hard year for Ecuador without prospects of major recovery anytime soon.

In Guyana, where oil production is expected to begin and reach 102,000 bpd by midyear, lower oil prices will probably reduce that figure. In the meantime, the country is immersed in a political struggle between two leading forces that claim to have won the March 2 elections. Low prices and political instability will probably delay investment plans by oil companies operating in the country, resulting in lower GDP growth relative to the expected figure of 85 percent, which would have made this very small country (population 800,000) the fastest growing in the world this year.

Finally, lower oil prices will further deepen the humanitarian and economic crisis in Venezuela. With the economic sanctions imposed by the US and other countries, Venezuela is selling oil at very high discounts to buyers that are willing to circumvent the measures. With current world prices, effective prices for Venezuela’s crude could fall below their break-even, reducing oil production and revenues for the government. This could increase migration into Colombia and neighboring countries and put additional pressures on the already stressed public finances of host countries. On the other hand, this could be a tipping point for regime change.

For Latin American nations, navigating these turbulent waters will require a skillful policy response. Greater fiscal space is needed in the short run to accommodate additional health expenditures to ensure the spread of Covid-19 is contained, while stimulus to impacted sectors and overall aggregate demand is provided. At the same time, central banks should cut interest rates where possible and provide additional liquidity to avoid any disruption in credit. However, these measures need to be complemented with a reform agenda that strengthens the medium-term fiscal outlook. Low oil prices will likely outlast Covid-19, and the region needs to be prepared to compensate for the loss of fiscal revenues that result from the new oil scenario. Without these long-term measures, foreign capital and rating agencies could respond negatively to the stimulus measures that are necessary in the very short-term.

Center on Global Energy Policy, Columbia University - April 22, 2020

The novel coronavirus crisis has increased awareness about the need for sustainable and responsible investment. Once the spread of the virus is effectively contained, through testing and isolation, the world will focus on the recovery phase. But it should not be a return to business as usual. A successful recovery strategy should combine the need to restore income and economic activity while at the same time preventing another catastrophe resulting from the buildup of economic and financial vulnerabilities and policy mistakes (commonly known as white swans). As we enter what could likely be the worst recession since the Great Depression, the level of awareness about the costs of ignoring the physical limits to economic growth will likely increase.

This crisis is revealing how unprepared and vulnerable our socio-economic system is to physical shocks. As opposed to financial shocks, like the ones that caused the global financial crisis over a decade ago, physical shocks originate from ecological and social constraints that, when violated, generate an economic collapse. Thanks to advancements in the natural and social sciences, we are now in a better position to understand their underlying causes, and in some cases assess their likelihood. Mitigating this class of tail-risks is not just possible, it has never been more relevant and urgent. One effective way to do that is to allocate capital intelligently.

Although insufficient alone, the use of environmental, social, and governance (ESG) finance is one way to ensure that the post-Covid-19 period does not breed another such experience. Greater focus on sustainable investing, once some normalcy is restored, can reduce the chances that a new physical shock develops into another global crisis.

Of particular concern is climate change. The world will face catastrophic and irreversible heating unless governments and firms shift their priorities soon. According to the UN Intergovernmental Panel on Climate Change,[1] warming should be limited to 1.5 °C above pre-industrial levels, with further warming bringing increasingly worse economic and social consequences. Current warming has already exceeded the 1°C level, and increased climate variability presents an additional stressor for countries and communities that can’t even cope with the climate variation they experience now.

Despite this threat, with today’s low oil prices, market forces will increase the demand for fossil fuels—in sectors such as transportation and power generation—relative to the more expensive renewable sources. A world with low fossil fuel prices and more carbon emissions is riskier in terms of potential physical shocks, such as climate change. But the pandemic, and its enormous economic costs, should reduce our tolerance toward these risks and increase political support for initiatives that protect the world from increased carbon emissions. Examples of such initiatives proposed in this commentary, if adopted, would result in more financial resources to fund climate-smart projects.

But this will not happen unless there is some form of government intervention. From a policy perspective, ESG metrics should be incorporated in the recovery packages being adopted globally. At a time when markets are reluctant to allow very high public debt-to-GDP ratios to increase even further, sustainable government debt with earmarked investments to lower greenhouse gas emissions, improve health-care systems, and reduce inequality would ease market access. This is a unique opportunity to incorporate sustainability factors that reorient development financing toward low-risk pathways. To complement this, financial regulators should require a clear, consistent, and comparable way of communicating nonfinancial information to financial markets, not just in projects sponsored by governments but also those entirely in the hands of the private sector.

SOME PRELIMINARY LESSONS FROM COVID-19

The Covid-19 pandemic caught the entire world unprepared. Virtually every country is confronting underfunded health care, nonexistent or insufficient social safety nets for vulnerable populations facing higher risks of being infected, and struggling businesses. At the same time, governments have limited fiscal space to accommodate the type of response needed, while multilateral and national development banks do not have enough capital to lend the amount required to improve health-care systems and mitigate the economic and financial losses of the pandemic.

Collectively, the world failed to internalize a physical risk of this type and magnitude. Conventional risk analysis may prepare governments, investors, corporations, and individuals for financial shocks, but it has left all actors blindsided by physical risks. The consequences of ignoring this class of risks could not have been more devastating. As governments race to strengthen health-care systems to treat the virus and improvise fiscal stimulus packages to prevent companies and households from running out of cash, and central banks roll out measures to rapidly inject liquidity, it seems that no measure is sufficient to mitigate the immediate impacts of the crisis.

We could have been better prepared for this shock. In 2007, a group of researchers from the University of Hong Kong published a study that examined the 2002-03 SARS outbreak and concluded that “the presence of a large reservoir of SARS-CoV-like viruses in horseshoe bats, together with the culture of eating exotic mammals in southern China, is a time bomb.”[2] A recent report suggested that pushing the urban and agricultural frontier deeper into the world’s most biodiverse regions could have been one of the factors that led to Covid-19.[3] Whether this was the case or not is still subject to debate, but what few doubt is that we failed to adequately assess risks. Moreover, global supply chains have made the world more interdependent and vulnerable to disruptions such as the ones caused by the pandemic—the collapse of international trade rapidly propagates the economic effects of physical shocks.

In 2012, a report by the National Intelligence Council, the center for mid- and long-term strategic thinking within the US Intelligence Community, laid out various events that could be categorized as white swans.[4] Among them was the likelihood of a severe global pandemic in the following 15 years. The report underscored other white swan events, such as more rapid and severe climate change (known as a green swan event), social unrest from inequality, and solar geomagnetic storms, to name a few.

Of course, given the high levels of uncertainty associated with the specific timing or outcome of each event, no one expects that intelligence reports or scientific research papers can provide exact predictions on physical risks. But it is worth asking: How might the world have better prepared knowing a global pandemic could shut down business for several months? If we would have stress tested governments’, corporations’, and investors’ portfolios against white swan events, would the current headlines in the world’s newspapers be any different? If anything, scientific information on issues such as the boundaries of the “planetary playing field” and the levels of social resilience[5] to cope with external stresses and disturbances should improve preparedness to physical shocks.

This is particularly relevant for developing and emerging economies, which according to the IMF will be hardest hit by the Covid-19 recession. In their case, the sudden interruption of economic activity resulting from lockdowns, together with the collapse of domestic and external demand, is compounded by portfolio capital outflows.[6] The Institute of International Finance estimates that a “flight to quality” away from emerging markets has been US$100 billion, almost three times the outflows during the 2008 financial crisis. This magnitude of loss in low- and middle-income countries sheds light on a contradiction that must shape the post-Covid-19 financial recovery process: poorer countries shoulder the largest share of the burden of global physical risks, while at the same time are the least prepared to systematically mitigate them.

THE ROLE OF ESG FINANCE

In preparation for an eventual recovery, and to prevent the next physical shock, a return to “business as usual” is not the desired course. Are governments, companies, and investors adopting risk-mitigating growth strategies? Or are they continuing to operate in unbounded imaginary worlds where physical shocks are just theoretical?

Incorporating scientific information in financial decision-making is crucial. Specifically, it should become standard to: 1) identify nonfinancial physical risks and 2) internalize those risks by increasing financial costs in activities pushing the boundaries (or, conversely, reward sustainable investments). This is not a silver bullet solution to mitigate future shocks, but it’s certainly an action that will enable public- and private-sector innovation to play their part. If there are enough economic incentives available to projects that mitigate physical risks, there will be more capital allocated to areas that reduce the impact of white swans.

Such efforts would be far from unprecedented. Sustainable investing has been incorporating nonfinancial, particularly ESG metrics, into investment policies for the past 40-odd years. The 1970s saw the creation of the first mutual funds reflecting faith-based values, civil rights-era sensibilities, and environmental concerns.[7] Since then, and especially after the 2008 financial crisis, a boom in sustainable investing has been driven by cultural changes and civil society activism in particular around climate action. According to Bloomberg, annual global issuance of sustainable debt increased from a mere $15 billion in 2013 to $465 billion at the end of 2019, a significant number yet only 6 percent of the total global debt issuance last year.

In January 2020, BlackRock, the world’s largest fund manager with $7 trillion in assets, announced it will double the number of sustainability-focused exchange-traded funds (ETFs) it offers to 150.[8] It also plans to divest from companies in the coal sector while increasing its sustainable assets tenfold from $90 billion today to $1 trillion by 2030. As the announcement claims, “sustainability- and climate-integrated portfolios can provide better risk-adjusted returns to investors.”

In fact, this is the conclusion of a 2015 meta-analysis of 2,200 ESG research studies by the University of Hamburg.[9] In 90 percent of the studies analyzed, there was a positive relationship (or at least a nonnegative one) between corporate financial performance and certain nonfinancial metrics, such as carbon footprint and gender diversity. For example, an energy company with a low carbon footprint, high levels of gender diversity, and both transparent and ethical business practices would be less exposed to risks associated with new carbon pricing schemes, low-gender-diversity and gender-based discrimination litigation, and inadequate corporate governance. These nonfinancial factors would then be translated into lower volatility and better returns for investors in the long run.[10] As a Barron’s piece in 2019 noted, the superior nonfinancial performance of sustainable businesses has proven key in reducing volatility and providing resilience in downturn scenarios when compared to conventional businesses following a profit-only model.[11]

The Covid-19 shock induced the fastest correction in the S&P 500 index on record,[12] and while capital fled to safety, analysts note that “flows into ESG ETFs both on fixed-income and equities have held up better versus the market.”[13] While it is still too early to judge whether sustainable businesses will fare better during the current crisis, ESG appears to be an effective way of mitigating structural risks.

Reducing a company or a government’s environmental impact as well as improving its social performance and governance practices, will be even more important in the post-Covid-19 era, as investors will increasingly focus on minimizing the fragility of a system and therefore internalize the social costs and benefits of investment plans.

THE ROAD AHEAD

The post-Covid-19 recovery roadmap should be less about normalization—getting back to where the world was—and more about adaptation to a much more uncertain future. The current shock may be sufficient to prepare us to face the next pandemic, but it may not necessarily prepare us for other white or green swans.

However promising, there are limitations to what sustainable investing can screen against or guarantee today. It’s not feasible to measure every single nonfinancial metric. What metrics truly address sources of physical risk? Is there a standard definition of what “sustainable” and “social” actually mean and how far they reach? What is a “sustainable” investment time frame? How is ESG applied to sovereign actors? These are all questions yet to be conclusively answered. But with all its limitations, renewed emphasis on ESG finance is the best option the world has to avoid major reversals in well-being.

Hindering ESG finance are a lack of common standards and the fact that data disclosure is voluntary. There is no consensus on what exactly makes an investment sustainable or which sustainability indicators best account for systemic and physical risk within an investment.

A recent announcement by the European Securities and Markets Authority on the creation of guidelines on ESG disclosure and reporting is one step in the right direction.[14] By aiming to create a common language and taxonomy for sustainable finance and requiring financial market participants to disclose the degree of environmental sustainability of their products, the European Union is leading the path in this revolution. The momentum exists, but if the present crisis teaches us anything, it is that decisive action is needed not only at a faster rate but also at a global scale. Consistent, transparent, and comparable ESG standards should be promoted around the world by the Financial Stability Board and the Bank of International Settlements.

One of the main obstacles facing investors when accounting for shocks like climate change is a market failure known as the Tragedy of the Horizons, meaning that “short-term horizons in financial markets limit the effective transmission of long-term risk signals and, as such, inhibit a more efficient long-term allocation of capital.” [15] The most extreme effects of climate change may be realized 10 years from now, but they will be shaped by the way we allocate capital in the present. What this means is that without some decisive action, this market failure will not be corrected. Governments need to intervene by adjusting financial regulation such that financial projections consider volatile, long-term, nonfinancial factors such as carbon pricing, climate-related supply chain disruptions, and shifts in consumer demand, all of which may change the underlying economics of a business model that may seem profitable in the short term but is inviable in the long term.

The main lesson is that standardized, widespread accounting of potential future shocks in corporate and government decision-making, including on climate change, is needed. This will encourage private-sector innovation, help us to stay within our planetary boundaries, and increase our levels of social resilience against the risks ahead.

NOTES

[1] https://www.ipcc.ch/about/.

[2] https://cmr.asm.org/content/cmr/20/4/660.full.pdf.

[3] https://www.nature.com/articles/s41562-020-0852-7.pdf?draft=collection.

[4] https://www.dni.gov/files/documents/GlobalTrends_2030.pdf.

[5] https://journals.sagepub.com/doi/abs/10.1191/030913200701540465.

[6] https://www.imf.org/en/News/Articles/2020/04/07/sp040920-SMs2020-Curtain-Raiser.

[7] https://www.bailard.com/wp-content/uploads/2017/06/Socially-Responsible-Investing-History-Bailard-White-Paper-FNL.pdf?pdf=SRI-Investing-History-White-Paper.

[8] https://www.ft.com/content/57db9dc2-3690-11ea-a6d3-9a26f8c3cba4.

[9] https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=2699610&mod=article_inline.

[10] https://www.unpri.org/Uploads/g/t/y/ESG-Factors-and-Risk-Adjusted-Performance.-A-New-Quantitative-Model.pdf.

[11] https://www.barrons.com/articles/recession-esg-investors-51561062809.

[12] https://www.marketwatch.com/story/dow-sp-500-enter-correction-territory-as-stock-market-selloff-rolls-on-for-6th-straight-day-2020-02-27.

[13] https://www.ft.com/content/dd47aae8-ce25-43ea-8352-814ca44174e3.

[14] https://www.esma.europa.eu/sites/default/files/library/esma32-67-642_european_financial_forum_2020_-_12_february_2020_-_speech_steven.pdf.

[15] http://tragedyofthehorizon.com/Tragedy_of_the_Horizons_Project_Briefing_Note-2dii_and_The%20Generation_Foundation.pdf.


Many are calling for a temporary moratorium on all debt repayments by developing and emerging economies, in order to prevent the COVID-19 pandemic from triggering a tsunami of sovereign defaults. Rather than waiting passively until debtors stop meeting their obligations, the argument goes, creditors would be better off agreeing now to suspend repayments for a while.

But although a comprehensive debt-repayment freeze could help many low-income countries that lack a better option, it could be counterproductive for emerging economies that currently retain access to financial markets. What these countries need now are more capital inflows, not restrictions on outflows.

Payment suspensions pose two problems. First, emerging economies need new net financing – in other words, more resources than would be made available by freezing their debt-service obligations. Second, countries that participate in a repayment standstill will face legal action by some bondholders, compromising their future access to capital markets.

A debt standstill would be particularly problematic for countries with significant foreign investment in their local-currency capital markets. A stampede for the exits by foreign investors would put even more pressure on emerging-market currencies, thus driving up inflation and limiting the liquidity available to mitigate COVID-19’s economic consequences. Imposing capital controls to prevent financial outflows is equally ill-advised: capital would leave anyway and wreak havoc on its way out.

While a debt moratorium would do emerging markets more harm than good, it would be unrealistic to expect private capital to provide the financing that these countries now require.

True, several emerging economies tapped sovereign-bond markets on reasonable terms in April: Mexico placed $6 billion of debt, Israel issued $5 billion, Indonesia raised $4.3 billion, Peru $3 billion, and Paraguay $1 billion, while Panama and Guatemala raised smaller amounts (in addition, Qatar, the United Arab Emirates, and Saudi Arabia issued debt totaling $24 billion). But these sums are small, relative to emerging economies’ need for an estimated $2.5 trillion in financing this and next year.

Moreover, there is no guarantee that future bond issues will be successful. Emerging economies are unlikely to experience a V-shaped recovery, which will worsen their credit profiles. Recovery will take time, and – like the virus – will come in waves, generating even greater uncertainty. And as global economic numbers disappoint, investors will increasingly lean toward safer assets and reduce their exposure to emerging economies.

If neither a temporary moratorium nor reliance on private capital seems advisable, what is to be done?

The business-as-usual response would be for emerging economies to seek additional support from the International Monetary Fund and the multilateral (and regional) development banks (MDBs). But these institutions are unable to provide the needed resources. The IMF has at most $1 trillion of firepower, while the MDBs can provide only a few hundred billion dollars more – reflecting these institutions’ inadequate capital and fear of losing their AAA credit ratings. And replenishing their capital will take years, owing to a number of hurdles – including in the US Congress – while funds are needed now.

The solution lies with the central banks that issue reserve currencies and which therefore should be genuinely concerned about the health of the global economy. In coordination with the IMF and the MDBs, they should establish a special-purpose vehicle (SPV) that would act as a bridge between the vast amount of currently available global liquidity and emerging economies’ growing financing needs.

Specifically, the SPV would issue bonds, which leading central banks would purchase under their own quantitative-easing (QE) programs, and then lend the proceeds to emerging economies. With some credit enhancements, these loans could be securitized and traded like other financial assets. The SPV would need some equity in order to attain the minimum credit rating required by the central banks that would buy its bonds: MDBs, as well as national governments, could provide it.

The MDBs would manage the structuring, oversight, and servicing of the new loans, which could be syndicated between the SPV and the MDBs. But the SPV’s portion of the loans would of course not be booked on the MDBs’ balance sheets, and therefore would not affect their credit ratings. And the SPV loans should be used only to address the COVID-19 emergency (including the recovery).

The central banks that fund the mechanism would decide which countries could access it. For example, the US Federal Reserve would probably be unwilling to provide liquidity to an SPV benefiting a country whose main creditors are Chinese. For that to happen, China would need to fund the scheme as well.

Furthermore, the SPV could serve as a risk-mitigation device to bring more private capital into emerging economies. For example, it could provide equity guarantees for foreign direct investment in public-private partnerships during the post-pandemic recovery phase.

Finally, MDBs should use their own balance sheets more effectively to support the economic recovery. There is much that they can and should do – starting with improving their access to alternative sources of liquidity in order to increase their leverage.

The proposed SPV could provide a liquidity backstop that MDBs currently lack. In fact, the G20 Eminent Persons Group recommended precisely this in a 2018 report, estimating that such a facility would enable the World Bank to expand its lending by at least 10%, and the regional MDBs by significantly more.

Rather than creating a new international financial architecture in these extraordinary times, policymakers should focus on adjusting the existing system. And establishing an SPV will be simpler and faster than alternative options requiring legislative action.

Of course, an additional global lending mechanism would not solve all the problems that emerging economies face today. But it would provide them with some fresh tools. To set it up will require decisiveness and international coordination – the same principles that will help us to defeat the virus itself.

Project Syndicate - December 26, 2019

The year 2019 could have been a memorable one for Latin America, with new governments in Brazil, Colombia, and Mexico promising change and a better future. It also looked like the year when Venezuela’s dictator, Nicolás Maduro, would finally fall, ending the world’s worst ongoing economic and humanitarian crisis – and likely one of the worst since World War II. Instead, 2019 became a year of regret.

The International Monetary Fund projects that GDP growth in Latin America and the Caribbean was only 0.2% in 2019, down from an anemic 1% in 2018, making it the world’s slowest-growing region. While the IMF expects that growth to rebound significantly in 2020, to 1.8%, Latin America will continue to be the world’s worst-performing regional economy. More important, the pace of growth will be insufficient to avoid an increase in poverty and unemployment, which will cause greater social unrest, a trend that became visible to the world in October, when Ecuadorians and Chileans poured into the streets to demand change.

But Latin America’s economic trends have less to do with the ideological leanings of the region’s governments, which cover a wide range, than with the hard realities imposed by external conditions. Low commodity prices, weak global growth, and trade tensions between the US and China are exacting a heavy toll. For some countries, such as Peru and Chile, the Chinese economy’s slowdown is the main culprit. For others, such as Mexico and Colombia – where oil plays a bigger role and the US is the largest trading partner – it is weak global demand. Moreover, inflows of foreign capital are down, despite increased global liquidity. Risk is valued differently now, and the region does not look as attractive as it used to. None of this is expected to change in 2020.

Against this backdrop, new governments had particularly short honeymoons. Political capital is depreciating fast, making it difficult to pursue reforms. In Ecuador, where Lenín Moreno has been president since 2017, an agreement with the IMF was reached this year, restoring access to international credit markets. But in order to carry out the fiscal adjustment that was part of the deal, the government surprised everyone by drastically reducing fuel subsidies. After ten days of protests that paralyzed the country, the government had to revoke the measures. No one expects the reform package agreed with the IMF to be fully implementable now.

Similarly, an increase of less than US$0.05 in Santiago’s metro fare triggered mass protests in Chile in October. The measure was reversed, and the army was sent into the streets. In response, millions marched in protest demanding change. President Sebastián Piñera reshuffled his cabinet, adopted a new agenda, and canceled the APEC and COP25 summits, to focus on delivering better pensions, more accessible health care, and greater economic support to low-income households.

Adverse external conditions and social unrest are not the region’s only problems. The situation in Venezuela worsened beyond what was imaginable a year ago. There are no reliable statistics on the magnitude of the catastrophe, but the IMF estimates that GDP fell by another 35% in 2019, which implies a 65% contraction since 2013. Inflation is currently running at some 200,000%.

As the crisis has deepened, Venezuelans have continued to emigrate mostly to neighboring countries. The United Nations estimates that 4.5 million Venezuelans left the country by the end of 2019, with 3.7 million settling in other countries in Latin America and the Caribbean. Colombia had the largest number (1.4 million), followed by Peru (860,900), Chile (371,200), and Ecuador (330,400).

In the short run, migration is a drain on host countries’ already-strained fiscal resources. And while migrants can increase economic growth in the medium term in countries with insufficient population growth, such as Colombia, the political debate is, as always, dominated by short-term considerations. Governments will need additional fiscal space to accommodate migrants, postponing other expenditures. And this is just the beginning. The IMF, for example, is working with scenarios that assume that Venezuela’s outmigration could reach ten million by 2023.

The absence of change in Venezuela was perhaps the greatest frustration of 2019 in Latin America. In January, the US, the European Union, and the majority of countries in Latin America recognized Juan Guaidó, then the little-known president of the National Assembly, as Venezuela’s legitimate president. The end of the Maduro regime was widely anticipated. At CERAWeek, the annual meeting of the world’s oil leaders in Houston, a major topic of conversation was how fast oil production would be restored to 2-3 million barrels per day (bpd). Today, production is 700,000-800,000 bpd, and falling.

Guaidó was never able to govern, because the military continued to support Maduro. And yet Maduro’s influence in Venezuela and abroad is vanishing. In Bolivia, President Evo Morales’s fourth consecutive victory in October reflected the fact that after 14 years in government, he controlled an electoral body that many consider biased. (After widespread protests, Morales resigned in early November, plunging the country further into political crisis.) Nor is Maduro the mastermind behind social unrest in Ecuador and Chile. He can capitalize on it, but he is not the architect.

The demonstration effect of fast-spreading social unrest is making governments in the region more cautious. Reforms that reduce benefits, or impose additional fiscal burdens, will be postponed. Moderation will be the keyword of the new leaders who took office promising bold and decisive change.

Each leader had his own idea of what needed to be changed. In Colombia, it was the peace agreements with the FARC. In Mexico, it was the neoliberal agenda (a broad target that includes previous market-friendly reforms but also infrastructure being built under public-private partnerships). The dominant theme in Brazil was the fight against corruption, and in Argentina it was ending the economic crisis.

But in all four cases, economic realities, external conditions, and potential social unrest are restricting policymakers’ options. Just as Chile is veering to a more progressive agenda, Mexico’s President Andrés Manuel López Obrador (AMLO) and Argentina’s President-elect Alberto Fernández will need to attract the business community if they want to generate the jobs and prosperity they promised. Mexico has been on the verge of an economic recession and Argentina is mired in one. Both outcomes are self-inflicted. Market-friendly pragmatism rather than populist rhetoric is the only way out.

After a series of legislative setbacks, and a defeat in regional elections in October, Colombian President Iván Duque will continue gradually abandoning his plans to change the peace accord. And despite his initial criticism of existing economic policies, he has maintained continuity, putting Colombia on a path of stability on that front.

Brazil is always a special case. President Jair Bolsonaro’s government passed a pension reform in Congress, and privatizations, especially in the oil and gas sector, are proceeding at full speed. Investors’ confidence is returning, and could be consolidated even further if the announced structural tax reform is enacted. This makes Brazil the bright star in the region, despite Bolsonaro’s missteps and low popularity.

Slow growth, demands for greater social inclusion, and better conditions for the emerging middle class are Latin America’s main challenges today. Addressing them will not easy. But the alternative – escalating populist rhetoric – would only make things worse. Ideological extremism would alienate many, making it very hard to govern. As some leaders are already recognizing, moving toward the political center is the only sensible path to political survival and eventual growth-enhancing economic reforms.

Project Syndicate - June 11, 2019

“Nobody’s backyard: The rise of Latin America” was the headline on the cover of The Economist on September 11, 2010. Inside was a special report that presented an optimistic view of the region’s future. And little wonder, given that high commodity prices were enabling most Latin American countries to expand social programs and significantly reduce poverty and inequality.

Governments across the region managed to improve living standards, regardless of whether they were led by left-leaning presidents such as Luiz Inácio Lula da Silva in Brazil and Néstor Kirchner in Argentina, or by those on the right such as President Álvaro Uribe in Colombia. China’s rapid growth and rising demand for Latin America’s minerals, soybeans, and oil created jobs and boosted tax revenues. In addition, quantitative easing by central banks in developed economies boosted global liquidity, making large amounts of capital available for investment.

But those days are long gone. Today, Latin America is at a crossroads. Economic growth has decelerated, living standards have stagnated, and the region’s social progress is at risk. The emerging middle class is now vulnerable, and a return to poverty is a real possibility for many. To avoid this worrisome scenario, Latin America urgently needs to increase investment in infrastructure, technology, and human capital.

The International Monetary Fund expects Latin America to grow at an average annual rate of just 2.5% over the next five years, making it the slowest-growing region in the emerging and developing world, well behind Sub-Saharan Africa, Asia, and the Middle East and North Africa. Moreover, average growth of 2.5% would be about half the pace of Latin American growth in the five years leading up to the 2008 global financial crisis. As a result, unemployment and poverty are likely to increase throughout the region.

Worse, this does not seem to be a cyclical downturn. Various estimates indicate that the potential growth rate for most Latin American economies is now a full percentage point lower than it was in 2010. For example, Colombia and Peru can no longer sustain a growth rate of 4.5%, as they did a decade ago. These days, their central banks assume that 3.5% is closer to potential. Using time series, I estimate Brazil’s potential growth rate to have fallen from 3% a decade ago to 2% today, and this month, Chile’s central bank will release a new revision of potential growth, which the market expects fell from 4% to 3%.

Although the Latin American slowdown reflects lower commodity prices, this is not the only factor. True, oil and copper prices are well below their peaks in the early part of this decade. Yet they remain far above their average level in the 1990s, when the region grew at a much faster pace than today. And although China’s slower growth – and the even faster deceleration in its imports – is of course having an impact, the main reason for Latin America’s sluggishness is a lack of investment.

As a result of austerity measures across the region during the past few years, investment rates have fallen and not recovered. This is partly the result of budgetary rigidities. Because current expenditures, such as pensions and salaries,are often constitutionally protected, the burden of fiscal adjustment tends to fall on more flexible capital spending. For example, investment rates (as a share of GDP) fell by four percentage points in Peru and Argentina as a result of the recent shock.

Increasing the level of investment across the region must therefore be a high priority. There is also a need to raise productivity and narrow the significant gap with advanced economies in this regard. But, crucially, measures to increase investment can produce faster results.

The shortfall in investment concerns not only public infrastructure, but also technology and human capital. For starters, Latin America is not investing enough in the technologies that could integrate the region into global value chains. This reflects the absence of a shared regional vision, barriers to entrepreneurship, and inadequate financing, especially for small- and medium-size enterprises. Making matters worse, the region is underinvesting just when its relatively abundant unskilled labor is coming under threat from rapid advances in artificial intelligence and robotization.

Latin America’s need for more investment is not a right- or left-wing issue, but simply a matter of urgency. Although the region’s policymakers may differ on the details, they need to agree to increase investment in the three priority areas: infrastructure, technology, and human capital. Moreover, this investment should come from all sources – public spending, private financing, crowdfunding, global markets, and multilateral institutions.

Latin America has not invested enough in the past few years, and it is not investing enough today. This must change quickly if the region is to prevent low growth and rising poverty from becoming its new normal.

Como los extremos no funcionan, debemos vivir en una zona gris, la menos mala de las alternativas.

Diario El Tiempo15 de mayo de 2020

El día después está lejos. Tendremos que acostumbrarnos a vivir en islas. La salida no será por sectores, sino por ocupaciones. Ojo con la población sin trabajo y sin apoyo.

Siempre se ha dicho que todo llega tarde a Latinoamérica, pero que cuando llega lo hace con mucha fuerza. Así ha sucedido con los cambios culturales, las tendencias políticas e, incluso, con las crisis económicas. Este parece ser el caso con el Covid-19. Tras su paso por China, Europa y Estados Unidos, ahora ha puesto la mira en los países al sur del Rio Grande. El problema, como lo tituló el New York Times esta semana, es que nuestras opciones son peores.

Una de ellas es mantener un estricto aislamiento hasta que no haya casos de contagio. La realidad, sin embargo, es que ninguno de los países de la región cuenta con los recursos para sostener una cuarentena generalizada por mucho tiempo. De hecho, muy pocos países en el mundo pueden darse el lujo de pagar nóminas y subsidios por cuenta del erario público por un tiempo indeterminado.

Permitir que todas las personas salgan de sus casas tampoco es una opción. Con la limitada capacidad hospitalaria y el alto porcentaje de la población que es susceptible de contraer el virus, muy rápidamente el sistema de salud se desbordaría. Ayer, después de un cierto relajamiento y de un excesivo optimismo por parte de las autoridades, Santiago de Chile tuvo que dar reversa. Según lo reportó el diario La Tercera, el miércoles pasado solo quedaban 30 respiradores disponibles y el 90 por ciento de las UCI estaban ocupadas. En Sao Paulo, que tiene la mejor infraestructura hospitalaria de Latinoamérica, el 85 por ciento de las UCI estuvieron ocupadas esta semana.

Como ni el blanco o el negro funcionan, la alternativa es continuar en una zona gris que es la menos mala de las opciones, que son todas pésimas. Pero vivir en los grises requiere mucha información y agilidad en la toma de decisiones. Por ello, también la opción más exigente para los gobernantes.

En este escenario intermedio hay que aumentar las pruebas, contar con sistemas de trazabilidad a las personas contagiadas y aislar a la población de mayor riesgo. Dado el hacinamiento en nuestras ciudades es muy difícil separar a los adultos mayores del resto de sus familias. Pero hay que hacer un esfuerzo si queremos que los demás miembros del hogar salgan gradualmente a trabajar o estudiar.

Los criterios de salida deben replantearse. Más que pensar en “sectores” se debe pensar en ciudades, zonas y ocupaciones. Por ejemplo, las labores administrativas, en cualquier sector, se deben realizar remotamente. Las ciudades en las que la pandemia esté relativamente controlada, como Medellín, podrían volver a cierta normalidad, pero con mínima –por no decir nula– conexión con el resto del mundo. Es decir, habrá que acostumbrarse a vivir en una especie de “isla”, donde el confinamiento ya no es la vivienda sino el municipio.

En una ciudad como Bogotá y en otras del país, donde la reproducción de la pandemia no está controlada, la salida debe ser ordenada y gradual, empezando por oficios en los que los operarios puedan trabajar en condiciones de distanciamiento, en varios turnos y con baja intensidad en el uso del transporte público. La apertura será paso a paso –a cuentagotas si se quiere­–, pues cada decisión habrá que monitorearla hasta tener la tranquilidad para dar el paso siguiente.

En estos momentos no se puede hablar del día después de la pandemia. Al mismo tiempo vamos a tener personas que no pueden salir de sus casas, empresas operando a media marcha, ingresos reducidos y consumidores temerosos y desalentados. Todos van a requerir apoyo del Gobierno, y no por poco tiempo. También será una época de bajo contacto con el exterior. Tendremos que ser más autosuficientes, en una especie de regreso al pasado.

Preocupa el grupo de quienes trabajan por cuenta propia en oficios de mayor contacto y riesgo. No tienen un salario y, si bien antes de la pandemia no estaban en la pobreza, en poco tiempo pueden quedar en esa condición. Tampoco tienen empresas que puedan recibir créditos. Un buen ejemplo son las 400 mil personas que trabajan en peluquería y tratamientos de belleza, la mayoría mujeres sin un local fijo, o los 278 mil cocineros y meseros que no tienen un salario. Si no hay un programa para ayudarles, saldrán a trabajar pese a lo que digan las autoridades, y ahí, por cuenta de las fuerzas del mercado, pasaríamos de la zona gris a la zona negra.

Tres propuestas para salvar el empleo y las empresas

En economía como en salud la clave está en lo que hagamos hoy.

Primera Página5 de Abril de 2020

Hace poco escribí por las redes sociales que aplicaría un distanciamiento virtual a quienes se especializan en criticar, sin proponer alternativas y fórmulas. La situación generada por la pandemia es tan compleja que no debemos tolerar el oportunismo. Nada más inconveniente en estas circunstancias que pescar en río revuelto para aparecer como el defensor de ciertos sectores, pedir más gasto público y obtener dividendos políticos. Tampoco es la hora de las generalidades y vaguedades. Es la hora de las propuestas de alto impacto, al menor costo fiscal posible.

Voy al grano. Como me enseñó el profesor George Akerlof cuando empezaba a hacer mi tesis, es mejor estudiar un problema dividiéndolo en temas puntuales y manejables. Según él, las principales contribuciones académicas son producto de trabajos cortos y concretos. Es decir, el que mucho abarca, poco aprieta.

La faceta de la crisis en la que me quiero enfocar es la situación presente de las empresas, especialmente las pequeñas y medianas. Hoy en día no tienen la caja para pagar sus nóminas, arriendos, proveedores y obligaciones, incluyendo los impuestos. Si no hacemos nada se vendrá en abril una abrumadora avalancha de incumplimientos, de la que será mucho más difícil salir después.

Esta es, entonces, la Fase 1 de la crisis, definida por la parálisis de la actividad económica y la generación de ingresos, debido a las necesarias medidas de aislamiento. Más adelante vendrá la Fase 2 que será la de la normalización, en la que se requerirán medidas para reactivar la economía en el menor tiempo posible. Ese tema lo dejo para otro día, pues en esta ocasión lo urgente y lo importante coinciden.

Tres propuestas para apoyar a las empresas, condicionadas a que no despidan trabajadores:

Propuesta 1: Mecanismo para darle liquidez al sector empresarial durante la Fase 1

El Fondo Nacional de Garantías (FNG) ha habilitado una línea para garantizar hasta el 60% de los nuevos créditos a las empresas. Esta es una medida apropiada para la Fase 2, pero no para la Fase 1. En las actuales circunstancias, la probabilidad de que una empresa no pueda pagar sus obligaciones es alta y los bancos lo saben. Si las áreas de riesgo de los bancos analizan la situación de las empresas muy probablemente no aprueben los créditos, así solo asuman el 40% del riesgo.

Para la Fase 1 se requiere un mecanismo automático, en el que las áreas de riesgo de los bancos intervengan poco y no se vuelvan un obstáculo. Es necesaria una garantía del 90% mientras estén vigentes las medidas de aislamiento. Cuando una empresa haga una solicitud de crédito, amparada en las garantías del FNG, los bancos deberían limitarse a verificar que la información es fidedigna y que el monto del crédito es proporcional a sus necesidades. Estos créditos se deben desembolsar en máximo 48 horas. Adicionalmente, la garantía no debe tener costo para el deudor. Para ello, el FOME (el Fondo que creó el MHCP para atender los gastos de la emergencia) le debe cubrir el costo al FNG.

El intermediario financiero desembolsará pagando directamente la nómina, acreedores e impuestos, lo que evita que los recursos se utilicen para otros fines.

En la Fase 2 se puede adoptar el esquema con garantías hasta del 60% del crédito. Además, los bancos podrían vender las titularizaciones de dichos créditos (comerciales, hipotecarios y de consumo) al Banco de la República –bajo el mecanismo de compra de papeles en firme que habilitó su Junta Directiva–. Esto en términos prácticos significa que para la Fase 2, el riesgo de crédito lo compartirán la Nación (vía el FNG), el banco central y los bancos comerciales, lo cual seguramente ayudará a impulsar la reactivación.

Propuesta 2: Mecanismo para aliviar la carga de la nómina de las empresas

Hoy en día un empleador debe realizar aportes sobre lo nómina para el pago de la cotización a pensiones, Cajas de Compensación y riesgos laborales (en el caso de trabajadores de menos de 10 salarios mínimos). Esto equivale a 17,5 por ciento del valor de la nómina (unos puntos más para los trabajadores de más de 4 salarios mínimos y aquellos en actividades de mayor riesgo laboral).

Para aliviar esta carga se debe permitir que los empleadores, en cualquier sector de la economía, no hagan estos aportes durante el tiempo que duren las medidas de aislamiento social. No se trata de condonación: los aportes que se dejen de hacer deben ser reintegrados a las entidades del Sistema de Seguridad Social durante los siguientes 24 meses, una vez concluida la cuarentena.

Sobra decir que el trabajador mantiene su afiliación a todo el sistema de seguridad social durante el periodo de la emergencia.

Alguna de las entidades que deja de recibir recursos podría tener necesidades de liquidez, como las Cajas o las ARLs (las AFPs no tendrían este problema pues solo abonarían el aporte a la cuenta individual una vez sea recibido). En ese caso, el gobierno tiene las facultades para crear un Patrimonio Autónomo de la Seguridad Social (o darle las funciones a alguno de los existentes) para que tome un crédito con garantía de la Nación y haga adelantos. El crédito, a su vez, sería repagado con los aportes que en los siguientes meses harían los empleadores. La ventaja de esta figura es que no incrementa el déficit del Gobierno Nacional dado que la seguridad social no hace parte del mismo.

Propuesta 3: Diferimiento en el pago de impuestos y reducción de la retención en la fuente

El gobierno nacional puede expedir un decreto desplazando el calendario tributario en función del tiempo que tomen las medidas de aislamiento. Esta es una medida que no implica condonar las obligaciones tributarias sino aplazarlas unos meses.

No sobra reiterar que solo se podrán acoger a estas tres propuestas las empresas que no hayan despedido trabajadores.

Después vendrán las medidas necesarias para la Fase 2 de normalización y reactivación. Por ahora lo fundamental es que las empresas no despidan trabajadores y no se vean obligadas a una cesación de pagos por un problema de liquidez que generaría una cascada de incumplimientos, quiebras y despidos en toda la economía. La idea es evitar que un choque temporal tenga consecuencias permanentes.

Si este mes las personas quedan desempleadas y las empresas pasan a manos de los acreedores se hará mucho más lenta la reactivación de la economía. Ya no será cuestión de ponerle los cables a la batería para prender el motor, sino de empezar de cero a ahorrar para comprar carro. Eso es lo que hay que evitar hoy.

Coronavirus vs. Regla Fiscal: Un dilema inexistente

Se ventilan dos propuestas inconvenientes.

Primera Página30 de Marzo de 2020

Algunos analistas consideran que es necesario acabar con la Regla Fiscal para que el gobierno tenga el margen de maniobra que le permita enfrentar los enormes retos en materia de gasto público. Nada más equivocado e innecesario.

La metodología ordinaria de la regla permitiría un mayor déficit fiscal de cerca de 0,75% del PIB, que es poco. Pero, como lo dice claramente el Artículo 6 de ley 1473 de 2011 (que creó la Regla Fiscal), hay más munición:

“El Gobierno Nacional podrá llevar a cabo programas de gasto, como política contracíclica, cuando se proyecte que en un año particular la tasa de crecimiento económico real estará dos puntos porcentuales o más por debajo de la tasa de crecimiento económico real de largo plazo, siempre y cuando se proyecte igualmente una brecha negativa del producto. Este gasto contracíclico no puede ser superior a un 20% de dicha brecha estimada”. (subrayado mío)

Este mecanismo no se ha utilizado hasta la fecha, pero llegó la hora de estrenarlo.

Nadie duda que el crecimiento estará más de 2 p.p. por debajo del crecimiento de largo plazo (alrededor de 3,6%). Es decir, están dadas las condiciones para activar el gasto contracíclico del que habla la ley.

¿De qué tamaño? Como en 2019 el PIB estuvo -4,7% por debajo de su nivel potencial, la brecha del producto llegará este año por lo menos a -10% (el PIB potencial sigue creciendo y el PIB observado cae por lo menos 2%). El programa anticíclico podría ser hasta 20% la nueva brecha, es decir 2% del PIB.

¿Suficiente con 2,75% del PIB? Probablemente no. De entrada, las medidas iniciales anunciadas la semana pasada, costarán 1,5% del PIB.

Si no es suficiente, el gobierno tiene dos opciones adicionales.

La primera es que por medio de la emergencia puede expedir un decreto que reforme el artículo 6, especialmente el inciso que dice que el gasto contracíclico no puede ser superior a un 20% de la brecha estimada. La verdad es que ese 20% es un número bajo pues supone que el gasto público es muy potente para cerrar la brecha del PIB (cuando en realidad no lo es tanto). Si se sube a 40%, habría un espacio fiscal adicional de 2% del PIB. Ya vamos en un plan de choque de 4,75%, que sería el más grande de América Latina.

Pero incluso si alguien considera que un estímulo fiscal de ese monto no es suficiente e insiste en acabar con la regla fiscal, recomendaría leer al artículo 11 de la citada ley:

“Excepciones. En los eventos extraordinarios que comprometan la estabilidad macroeconómica del país y previo concepto del Confis, se podrá suspender temporalmente la aplicación de la regla fiscal” (subrayado mío)

Es decir, la solución la ofrece la misma ley. Pero, en mi opinión, eliminar o suspender la regla fiscal es perder credibilidad cuando más la necesitamos. Además, es innecesario.

El verdadero problema es otro: ¿quién va a financiar un déficit fiscal ya no de 2,2% del PIB como planteaba el gobierno a comienzos de febrero, sino de 4% o 5% del PIB?

El gobierno ya consiguió 1,5% del PIB tomando en préstamo los recursos del FAE y FONPET, prudentemente ahorrados en el pasado. ¿Cómo se puede conseguir el resto?

Aquí hay una segunda propuesta equivocada. Hay quienes dicen que hay que invocar otra cláusula extraordinaria, esta vez la que le permite al Banco de la República emitir para financiar al gobierno. Esto también es innecesario e inconveniente. El Banco de la República fue pionero en la región en adoptar el modelo QE. Esto significa que va a comprar títulos en firme para lo cual pone pesos en circulación. El gobierno, en teoría, podría emitir todos los TES que quiera pues quien los compre puede, a renglón seguido, vendérselos al Banco de la República.

Pero esto no lo va a hacer el gobierno. El Ministerio de Hacienda sabe perfectamente que si inunda el mercado de TES va a bajar su precio. Nadie se va arriesgar a que los fondos extranjeros—que tienen el 25% de estos papeles—salgan en estampida.

Esto quiere decir que, si se quiere evitar una fuerte devaluación, agotadas las fuentes del FAE o el FONPET, el mayor déficit fiscal hay que financiarlo en dólares. Ahí es donde está el problema. No en la regla fiscal ni en el Banco de la República.

Se habla que las multilaterales, como el BID y la CAF, nos van rescatar. No hay cómo. Son demasiado pequeñas: No tienen el capital suficiente para aumentar los créditos en los montos que América Latina necesita en este momento.

Como siempre que pasa algo extraordinario, todos los ojos del mundo están puestos en el FMI. Ya Trump hizo el guiño y dijo que está dispuesto a ponerle más recursos. Y hay razones para ello: El coronavirus es un problema global que no distingue las fronteras entre ricos y pobres. Esta semana sabremos más sobre la fórmula que piensa adoptarse. Esperemos.

Mexico has the resources it needs to revitalize its oil industry. But the president first needs a policy rethink.

Americas Quarterly2 de diciembre de 2019

Mexico’s President Andrés Manuel López Obrador (AMLO) wants to return his country to big-league oilstatus. But to do that, he’ll first need to adopt a more realistic view of Mexico’s economic circumstances – and rethink policies that have stymied its hydrocarbons potential.

Less than 20 years ago, Mexico was the world’s sixth largest oil producer and one of the largest suppliers to the United States. Since then, the nation’s oil sector has been in dramatic decline. After peaking at 3.6 million barrels per day (bpd) in 2004, Mexican oil production fell to 1.7 million bpd in 2018, the lowest level since 1980.

Successive administrations have tried to reverse the trend. In 2013, former President Enrique Peña Nieto introduced a major energy sector reform aimed at opening up Mexico’s exploration and production sector to private investment, which had been closed since the 1930s. Bidding auctions for private companies were set up, with early rounds resulting in 107 contracts that could bring additional production of up to 500,000 bpd during the next 10-15 years.

AMLO, however, has put all future auctions on hold, while also announcing that by 2024 – at the end of his administration – state oil company Pemex alone will have raised production by more than 1 million bpd to nearly 2.7 million bpd. Many analysts believe a rise of up to 150,000 bpd is possible, but that adding any more under current policies is unlikely, especially given the massive increase in capital expenditures it would require.

Once a source of significant government revenues, Pemex is now a drag on government coffers, and declining oil production has hampered the economy. In its latest World Economic Outlook, the IMF projected Mexico’s economic growth rate for this year at 0.4%, and 1.3% in 2020, a far cry from the 2-3% average growth rates seen in the previous five years. The Mexican central bank has said that the economy will continue to grow below potential for the foreseeable future.

The government wants to boost Pemex’s capital expenditure to $21 billion in the medium term, from just $7.5 billion in 2018. Few think this is viable. The amount is well over the company’s cash flow as well as the transfers it can realistically expect from the government. Pemex, with total debt of around $111 billion at the end of 2018, is already the most indebted oil company in the world. Fitch downgraded its debt to junk status last June. Mexico's treasury ponied up $5 billion to help Pemex pay down debt in July and avoid a downgrade from Moody’s and S&P, and pledged $2.3 billion for 2020 and to reduce the company's tax burden by $2 billion.

This approach is not sustainable, and Mexico has better options.

To mobilize more resources for the sector, the government should promote joint ventures between Mexico’s private pension funds (AFORES) and Pemex. Pension savings are now close to $250 billion, invested mostly in government paper. The AFORES are eager to diversify their portfolios and find attractive investment opportunities that suit the long-term interests of Mexican workers. A special investment vehicle, with strong corporate governance and transparent accounting rules, could allow the AFORES to participate in projects that increase oil production in blocks owned by Pemex that have proven potential. A $25 billion investment plan over the next five years is something that the pension funds could accommodate in their portfolios, with a higher expected return than the assets they currently hold.

Mexico’s economic and energy outlook would also benefit from a reconsideration of policies that ban hydraulic fracturing. Mexico has the fourth largest shale gas reserves in the world, mostly in the Burgos basin, a geological extension of the Eagle Ford shale play on the U.S. side of the border. But Mexico cannot exploit them because of the ban, even though it is becoming more and more dependent on imported gas from the United States. Unleashing this power could boost the national economic outlook.

The most critical step to rescuing Mexico’s energy industry, however, is a reengagement with the private sector. The administration should resume the bidding rounds that were scheduled to take place this year and that were put on hold. Pemex needs to upgrade its own capabilities. The best way to do that is to have Pemex both work with other companies and compete against them. Mexico’s strong sense of national pride in its oil sector has always made private participation in the energy industry difficult, but the benefits will outweigh the costs.

All of these suggestions involve difficult decisions that challenge Mexico’s perception of its energy resources and the realities it is facing – both in economic and energy terms. Mexico could potentially add a million bpd in production by 2025. To achieve that goal, the government must mobilize pension savings in order to bring in new capital to Pemex and renew bid rounds with the private sector. If this does not happen, the best scenario is that oil and gas production will stabilize at its current level and remain a drag on Mexico’s economy, rather than energizing it.

Cualquier medida que aumente la inequidad va a empeorar las cosas.

Diario El Tiempo29 de noviembre de 2019

Lo que no se mide, no se puede arreglar. Con el descontento pasa algo parecido: si no se entienden bien sus causas se pueden tomar medidas improvisadas que empeoran las cosas. Cambiar lo que ha funcionado bien, como la Constitución de 1991, es un buen ejemplo de lo que no se debe hacer.

Es cierto que el menor crecimiento económico y la gran cantidad de personas que se encuentran en la clase media vulnerable –en franco riesgo de regresar a la pobreza– son factores comunes en los países que han experimentado protestas en las últimas semanas. Pero esta no parece ser una explicación suficiente. Hay algo más.

La encuesta de Gallup sobre “felicidad” puede dar algunas pistas. Su último informe muestra que en los últimos cinco años la satisfacción personal ha caído más en América Latina que en cualquier otra región del mundo.

Los encuestados se deben imaginar una escalera con peldaños que van desde 0, que representa el peor nivel de vida, hasta 10, que representa la mejor vida posible. Miles de personas que responden esta encuesta en el mundo entero deben escoger el peldaño que mejor representa su propia situación.

En Colombia, el promedio nacional se ubicó en 6,60 en 2013. El año pasado cayó a 6,00, lo que representa una disminución de 10 por ciento en la satisfacción personal, que corresponde exactamente a lo que ha ocurrido en América Latina en promedio. En contraste, durante estos mismos años la satisfacción personal ha aumentado en Europa Central y Oriental, África y el sudeste asiático.

Encontrar las razones del deterioro de la percepción de bienestar en América Latina es una tarea mucho más compleja. Una posible explicación del descontento social es la desigualdad. Es bien sabido que Latinoamérica es la región más inequitativa del mundo. Pese a que la desigualdad ha bajado en los últimos años, lo que más inquieta es que los gobiernos latinoamericanos poco o nada ayudan a reducirla.

El caso emblemático es Colombia, donde con o sin lo intervención del Estado, la desigualdad es la misma. La razón es que el pago de pensiones –el mayor rubro en el presupuesto– lo reciben dos millones de personas en mejores condiciones que la inmensa mayoría de los colombianos. Por más que trata el Estado de focalizar otros programas sociales no logra contrarrestar esta realidad.

Según Gallup, las percepciones de los ciudadanos sobre su situación personal están relacionadas con la efectividad del Gobierno, la calidad de la regulación y el control de la corrupción. Quienes consideran que la corrupción es generalizada en el gobierno y el sector privado, representaron el 91% de los encuestados en Perú, 85% en Colombia y Argentina, 81% en México, 79% en Chile. Aquí reside buena parte del problema.

Todo esto debe dar pistas para enfrentar la protesta social. Cualquier medida que aumente la inequidad va a empeorar las cosas. Desafortunadamente, varios de los anuncios recientes, como los días sin IVA, van en ese sentido. Qué bueno sería reforzar programas a favor de los más pobres como “De Cero a Siempre” o “Colombia Mayor”. También puede aprovechar la reforma en curso a las regalías para apropiar más recursos para la educación superior.

Dicho esto, en momentos de tensión social hay que rechazar vehementemente la anarquía que busca debilitar las instituciones, incluyendo al Gobierno. Hemos resuelto retos complejos, como el conflicto armado, adaptando nuestras instituciones. Por ejemplo, cuánta tranquilidad ganó el país a cambio de asegurarle por dos periodos unas pocas curules a las Farc. Por cierto, qué bien le haría al Gobierno rodear el acuerdo de paz y defenderlo. Eso reduciría mucho las tensiones actuales y ayuda a fortalecer la democracia.

PD. Este lunes comienza el trámite en las Comisiones Económicas de la Reforma Tributaria que reducirá los ingresos fiscales, indispensables para resolver muchos de los problemas que hoy inquietan a los jóvenes. Esta semana, la ecuación se tornó aún más negativa con los beneficios adicionales que costarán 3 billones de pesos al año. Por eso, insisto en la necesidad de moderarla. La búsqueda de un dividendo extraordinario de Ecopetrol y la operación que le permitirá a la Nación recibir los recursos de la venta de Isagén, hoy en día en la FDN, muestran que el Gobierno está afanosamente necesitando ingresos.

Decir que la reforma se pagará sola, a punta de mayor crecimiento, es un deseo más que una realidad.

Diario El Tiempo18 de noviembre de 2019

Se ha desatado una carrera global para ver quién baja más rápido los impuestos a las empresas. El Gobierno de la India, por ejemplo, acaba de proponer reducir la tarifa a 25 %. A Colombia le queda prácticamente imposible sustraerse de esta realidad. La pregunta no es si se debe hacer o no. Es cómo hacerlo bien.

Hay países que se pueden dar el lujo de sacrificar ingresos públicos y aumentar el déficit fiscal. No es nuestro caso. Por ejemplo, la pérdida de ingresos fiscales en Estados Unidos –que bajó la tarifa de renta corporativa de 35 a 21 %– no ha afectado su calificación ni el costo que tiene que pagar por su deuda.

Más que estar en esta competencia por quién baja más los impuestos, el mundo debería estar concentrado en acelerar el desarrollo. Por ejemplo, los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que son una carrera cuesta arriba y no cuesta abajo, son unas olimpiadas en las que hay que esforzarse por reducir la pobreza y la desigualdad, mejorar la educación y la salud, acabar con los conflictos, reducir las emisiones de carbono, y mil cosas más. Todo eso requiere recursos fiscales.

Pero esto es pensar con el deseo. La prioridad hoy es cómo no quedarnos por fuera de la competencia en materia de impuestos.

El país hasta ahora lo ha hecho bien. La carga tributaria de las empresas ha bajado sin perder los ingresos fiscales indispensables para los avances sociales y la modernización de la infraestructura. El rubro de obras civiles, por ejemplo, ha sido determinante del mayor crecimiento económico en comparación con nuestros pares regionales.

A lo largo de esta década se eliminó la sobretasa de 20 % que pagaba la industria por el consumo de electricidad, se redujeron en 13,5 % los impuestos sobre la nómina y se abolió el impuesto al patrimonio de las empresas. Si esto no se hubiera hecho, el sector empresarial estaría pagando 20 billones de pesos más por año en impuestos y contribuciones.

Con responsabilidad, se compensó con mayores impuestos al consumo –sin afectar la canasta familiar– y a las personas naturales de mayores ingresos. También ha sido determinante la mejor gestión tributaria, con medidas exitosas como la penalización de la evasión y normalización de activos en el exterior.

El actual proyecto de reforma tributaria propone reducir la carga tributaria empresarial en otros 20 billones de pesos al año. Si se acogen algunas de las propuestas que se están ventilando en el Congreso, como eliminar el impuesto de patrimonio de las personas naturales y permitir que el 4 × 1.000 se utilice para pagar otros impuestos, el faltante que deja esta reforma subiría a 30 billones de pesos por año. Para no hablar de la propuesta de reemplazar el IVA con un impoconsumo del 8 %, que sería ir en contravía de lo que han hecho la mayoría de países del mundo.

El debate político debe concentrarse en cómo financiar lo que propone el Gobierno y evitar que se afecten los programas sociales y la inversión que requieren la infraestructura y el posconflicto. Decir que la reforma se pagará sola, a punta de mayor crecimiento, es un deseo más que una realidad. Expone al país a un riesgo innecesario, cuyas consecuencias las tendrá que enfrentar el próximo gobierno.

Mi recomendación es proceder gradualmente, como se ha hecho hasta ahora, con la reducción del impuesto de renta hasta llegar a 30 % y con el descuento al IVA en la compra de bienes de capital. Es contradictorio que el Gobierno convoque una comisión para reformar los impuestos territoriales y a renglón seguido le alargue la vida al ICA, que es un pésimo impuesto. Más que descontarlo del impuesto de renta, algo que le costará $ 7,4 billones al Gobierno, lo que hay que hacer es sustituir los ingresos de los municipios con otra fuente. Si se trata de mejorar el proyecto de ley, también sería conveniente eliminar el impuesto de 2 % sobre las transacciones inmobiliarias introducido en la ley de financiamiento, que no recaudó casi nada y está haciendo estragos en el sector de edificaciones.

Los impuestos empresariales deben bajar con prudencia y responsabilidad fiscal. Los empresarios serían los primeros en lamentar que se pongan en peligro la inversión social y la calificación soberana.

Center for Global Development5 de noviembre de 2019

A very positive aspect of the 2030 Agenda for Sustainable Development and the 17 Sustainable Development Goals is that the days when development was seen as a mechanical convergence to the per capita income levels of the advanced economies are long gone. There are two reasons for this: firstly, development is now associated with multiple dimensions and not just income; and secondly, since no country has achieved all the goals, all countries have work to do and no one is a position to serve as the model on all fronts for everyone else.

Achieving the SDGs requires global collective action. Country-level actions are important, but the most relevant challenges can only be achieved through cooperation. Eradicating certain diseases and reducing carbon emissions, for example, require coordination in the global arena.

SDGs go beyond the economic convergence to the living standards of the advanced economies. This implies that no specific development experience serves as a model. Different countries have made progress in different dimensions, but every country has challenges ahead. SDGs are more about collective aspirations to higher (and new) standards, rather than convergence towards a particular level of income. In the context of the SDGs, progress is not defined in relation to others, but in terms of what each country needs to do. This is a race to the top of the development ladder and all countries need to move up.

But the race to the top can be severely undermined by another race that is also taking place: The race to the bottom when it comes to corporate income taxation. With the goal of stimulating economic growth, a large number countries have reduced corporate income taxes significantly (see chart below). This was, for example, the case of the U.S. which lowered the corporate rate to 21 percent in the December 2017 tax reform law. But many others have followed this path, including a proposal by the government in India that would reduce the rate to 25 percent. In Latin America, the Colombian Congress is now discussing a bill with the same approach. The main message is that, because of competition, if countries do not lower taxes on corporate profits, businesses will move elsewhere, reducing economic growth.

This is a contradiction in terms: there cannot be progress in terms of the SDGs–where collective action is crucial, and provision of public goods indispensable–without a strong engagement on the part of the government. Without state capacity the ladder of development breaks down.

I firmly believe that achieving the SDGs is very unlikely if governments do not have the fiscal capacity that is required. Moreover, without direct taxation–both of corporations and individuals—it is extremely difficult for countries to raise more revenues as a share of GDP while at the same time reducing income inequality. While countries remain engaged in a race to the bottom in terms of tax policies, the race to the top in terms of development is an aspiration with very limited possibilities of success.

Current trends in terms of corporate income tax rates, for all groups of countries, are well illustrated in Chart 1, which comes from the IMF. This trend–let’s call it a weakening of state capacities—would need to be offset by an upward trend in other forms of taxation. That, unfortunately, is not the case.

Race to the bottom

At the entrance of the IRS building in Washington DC there is a large encryption that says, “Taxes are what we pay for a civilized society.” The SDGs embrace a new concept of civilization, one that is more inclusive and sustainable. If taxes were necessary for the civilizations of the past, they are even more necessary for the civilizations of the future. Broad-based and sustainable development is costly, and it is not possible to get it for free.

Lowering taxes on corporate profits is one problem. However there is also the problem of greater tolerance towards tax avoidance. Take, for example, the evolution of the profits booked by US multinationals in tax havens since 1965. According to Saez and Zucman (2019), the share of foreign profits booked in tax havens has surged from less than 5% in the 1960s to almost 60% today but workers and capital haven't moved to tax havens nearly as much.

Given how crucial tax revenue is to achieving the SDGs, we must fight tax avoidance and evasion, such as offshore shell companies, tax-deductible paper losses, and tax havens.. Tax international cooperation is needed, not international tax competition. This is a particularly serious problem for countries that start from a position of disadvantage in terms of low tax revenues–which in general also means low levels of development. For them, moving up is almost impossible as they do not have the capacity for climbing the development ladder.

And this is not just about corporations. Taxing the rich is crucial in order to reduce inequality.

Philanthropy is not a substitute for the role of the state, it is a complement.

Science and research

The global and inter-linked nature of the SDGs calls for coordination and collective action. In addition, the conflicting nature of some of the goals–or the excessive costs associated with them–require research to ameliorate tensions and trade-offs between goals. Also, research can provide less expensive ways to accelerate progress in multiple areas in which today’s technologies do not assure the necessary outcomes. This means that the development agenda calls for an active involvement of the scientific and research community.

Speeding up the process of producing major innovations in multiple areas, such as health and the environment, is indispensable. Otherwise, the SDGs will remain elusive and hard to attain. Good intentions will not get us there. Adequate research and well-funded interventions will.

Climate change science offers some very good examples. Curbing emissions is a crucial component of the 2030 development action plan, which includes the Paris Agreement. Without actions to reduce global warming, development is severely compromised. Science has already explained the dangers associated with the increase in temperatures, including in areas such as health.

Carbon taxes are of great relevance in this context. A few countries are trying to meet the targets by introducing taxes on fossil fuels (or reducing subsidies on gasoline and diesel), but more often than not this has become the source of great unrest, as the episodes in France and Ecuador reveal.

This suggests that there are conflicts associated with achieving SDGs: one the one hand it is crucial to reduce emissions, on the other individuals do not wat to see their living standards affected by higher costs of energy. Also, political stability and conflict resolution are part of the SDGs, so achieving one goal at the expense of other is not ideal. These are good examples of the tensions that arise in the process of development in general, and in achieving the SDGs in particular.

Science can be extremely helpful in reducing the burden associated with carbon taxes, in areas such as the innovation in low-carbon technologies, or a better understanding of the behavioral barriers that constrain our ability to use energy more efficiently. Improving public infrastructure is another way to reduce carbon emissions. Progress has already been made in a number of areas that reduce emission such as electric vehicles and renewable energy. But much more work is needed in order to complement a carbon tax, and make it more effective and easier to adopt.

A good example of the pending tasks are the innovations that are needed in order to make agricultural and industrial production more sustainable. As Columbia University’s Jason Bordoff noted in a recent Wall Street Journal piece, 15% of global greenhouse gas emissions come from agricultural production. Carbon taxes alone are not going to the trick in reducing emissions, unless dramatic changes take place on how we produce and consume food. This is especially true in the case of livestock, which is the leading source of methane emissions in agriculture.

Many developing countries are cutting down forests in order to increase agricultural production, illustrating tensions that can arise when individuals in search of higher incomes and better nutrition engage in unsustainable practices. Agriculture is also a leading driver of land-use change, which accounts for one-quarter of global greenhouse gas emissions.

A similar problem arises in the production of cement, steel, fuels, chemicals and other industrial products that are essential to construction, infrastructure and manufacturing. As Julio Friedman, also from Columbia, has noted, making these products –which are crucial for development-- requires a lot of heat. In fact, the type of heat that emits more carbon dioxide than all the world’s cars and planes.

The main point is that subsidizing renewables, setting efficiency standards or even pricing carbon, is not enough. The solution is innovation. Only science can help find the innovations that would reduce the climate change impacts that will arise with higher incomes and consumption levels that come with the attainment of the SDGs. One option is carbon capture, use and storage (CCUS), which is still in its infancy.

These are examples of why the development agenda truly depends on research and innovation, which cannot be provided by the market alone. Governments need to step in, and that requires fiscal capacity. In the US, for example, tax credits were essential for the initial development of solar and wind energy. The same is true of the new technologies that would ease the difficult trade-offs that we are confronting today.

Research in the social sciences also has a role. Development challenges are no longer seen as wholly economic in nature, but also social and ethical. This requires multidisciplinary approaches that call on sociology, anthropology, psychology and political science, as well as on economics. For example, if we want to change consumption patterns and habits that are well entrenched, without generating social turmoil, we must turn to behavioral sciences. These are not simple questions and the answers require input that is multidisciplinary and that can inform political decisions. In democracies, enforceable decisions require the consent and support of the majority. How to obtain that support is absolutely crucial, especially when there are upfront costs and long-term gains.

To conclude

The 2030 Agenda formulates goals and implies challenges for all countries. In those cases where human development has advanced the most, there are serious issues of sustainability given the effects that higher standards of living have implied for the earth's climate and its ecosystems. At the same time, improving economic wellbeing in those countries with a small environmental footprint should not be delayed. In both contexts the government has to play a crucial role in order to provide the public goods and resolve the market failures that can increase living standards while reducing the effects of climate change.

This requires greater state capacity, not less. That is why the level of ambition of the 2030 Agenda is completely inconsistent with the race to the bottom in income taxation. The debate about taxes cannot be centered around competition and economic efficiency, it has to take place in the broader perspective of the development agenda.

Finally, science and research–which are an example of the need of government resources—are necessary to provide less expensive ways to achieve the SDGs, while at the same time providing input to politicians and policymakers so that the decisions that need to be taken are acceptable and supported by the majority of the electorate. Otherwise, the SDGs will win in the normative world, but lose at the polls.



Some regard Latin America as the world’s new oil frontier, and think that the region could potentially add three million barrels per day to global output during the next decade. But, although Brazil is well placed to ramp up production, Mexico and Venezuela seem unlikely to reverse declining production anytime soon.

Project Syndicate5 de noviembre de 2019

Last year, according to BP’s Statistical Review of World Energy, Latin America produced 8.6 million barrels of oil per day (bpd), nearly 9% of the world’s total oil output. Although Mexico and Venezuela have traditionally been the region’s two dominant producers, Brazil has now overtaken them both and will remain the leading Latin American producer for the foreseeable future. In July, Brazil’s output – almost all of it from offshore fields – reached a record 2.78 million bpd.

In fact, some regard Latin America as the world’s new oil frontier, and think that the region could potentially add three million bpd to global output during the next decade. But, although Brazil is well placed to ramp up production, achieving such an increase in regional output would require Mexico and Venezuela to reverse their ongoing production declines. And that does not seem realistic.

In Brazil, the oil sector is likely to attract $22 billion worth of investment this year and a similar amount in each of the next five years. As a result, production is expected to increase to around 3.7 million bpd by 2025.

Brazil’s “pre-salt” area – where large oil reserves are trapped beneath a thick layer of salt under the ocean floor – is already producing more than 1.5 million bpd. And on November 6, the Brazilian government is expected to raise nearly $26 billion by auctioning four more pre-salt concessions, in blocks that have 6-15 billion barrels of proven oil reserves. By 2024, production under these contracts alone could add 500,000 bpd to Brazil’s oil output.

Although Mexico is the region’s second-largest oil producer, its output has steadily declined since peaking at 3.6 million bpd in 2004. Production in 2018 was just 1.8 million bpd, the lowest since 1980. That mostly reflects the continued decline of the Cantarell oilfield, once one of the world’s largest. Cantarell now produces only 45,000 bpd, compared to two million bpd in 2004.

The Mexican energy ministry says that by 2024 – when President Andrés Manuel López Obrador (AMLO) completes his current term – state-run oil company Pemex will be producing one million more bpd than it does now. In addition, Pemex plans to build the 340,000-bpd Dos Bocas refinery in the state of Tabasco at an estimated cost of $8 billion.

This is too optimistic, to say the least. Pemex owed $107 billion at the end of 2018, making it the world’s most indebted oil company. And, because the company recently lost its investment-grade rating, the government will need to provide the additional capital. But to keep the fiscal deficit under control, the government would have to crowd out public spending on infrastructure and services, at a significant economic and social cost.

Mexico has better ways to finance increased oil production. For example, the country’s private pension funds could invest, say, $25 billion in joint ventures with Pemex that would specialize in recovering more oil from existing and maturing fields. But AMLO seems highly unlikely to consider this option.

In addition, AMLO’s government could seek more private investment in the oil sector – the main aim of the previous administration’s 2013 energy reforms. Auctions under that government resulted in 107 new contracts that could yield up to 500,000 bpd of additional production during the next 10-15 years. In 2017, for example, a private operator announced the discovery of the Zama field, which has at least 600 million barrels of recoverable oil. However, Pemex, which owns an adjacent block, now wants to operate Zama. As a result, prospects for increased private-sector oil production in Mexico look highly uncertain, especially after AMLO’s decision to put new auctions on hold.

Argentina, meanwhile, has relied on higher oil production from the Vaca Muerta shale fields to offset a steep decline in conventional output. The country’s total production, currently at 500,000 bpd, could reach 650,000 bpd in the mid-2020s and 800,000 bpd in the early 2030s. Achieving this would show that other countries can follow the lead of the United States in using hydraulic fracturing, or fracking, in a sustainable way. But although fracking does not seem to be a divisive issue in Argentina, the victory of the Peronist Alberto Fernández in the October 27 presidential election will have a crucial impact on the country’s overall investment climate.

Colombia, by contrast, has endured legal challenges to unconventional oil production. The country’s current oil output of 886,000 bpd is expected to decline in the next few years because of very low reserves (currently equivalent to 6.2 years of production). Fracking could increase Colombia’s oil reserves to over ten years of production, and raise output by 50%. But such projects may not take off for years.

Finally, most analysts agree that Venezuela’s oil production has declined to 700,000-800,000 bpd, although the exact figure is uncertain. Venezuela has vast reserves – the world’s largest by some estimates – but increasing production will require time and capital, and will happen only after political stability has been restored and a new regulatory framework is in place. That looks like a more distant possibility than it did at the beginning of 2019.

In the final tally, instead of producing an additional three million bpd by 2025, Latin America will probably manage only one million bpd more, with Brazil accounting for the entire increase. AMLO’s government seems highly unlikely to make the bold policy changes Mexico will need to produce another one million bpd. An extra one million bpd from Venezuela, meanwhile, will require a change of government, a revised constitution, and new legislation regulating the oil sector. Meanwhile, the most important implication of higher production in Argentina is that it would show that fracking can succeed outside North America. If Colombia follows suit, it can attract billions in foreign investment and avoid the decrease in output that now seems inevitable.

Still, the reality is that – on top of the one million bpd that Brazil will add – the world should not count on too much additional oil supply from Latin America to meet global demand. More important, oil is not likely to reignite economic growth in Latin America, unless there are important changes in the region’s current politics.

Drinking coffee is not necessarily a bad habit, but it can contribute to bad outcomes, including environmental degradation and labor exploitation. Fortunately, we have the knowledge and tools we need to clean up the industry.

Project Syndicate15 de octubre de 2019

“Men’s natures are alike,” Confucius observed; “it is their habits that carry them far apart.” But there is one habit that unites people worldwide: coffee. The question, asked at the World Coffee Producers Forum in July, is whether the world’s coffee habit – and the industry that enables it – is sustainable.

As one of the world’s most popular beverages, coffee is crucial to the livelihoods of over 125 million people in more than 50 countries. Some 80% of the world’s coffee is grown on 25 million smallholder farms. For these producers, coffee typically represents the main, or even the only, source of income.

For smallholders, a bad crop or low prices translates into severe economic strain. This is what is happening today in Colombia and Central America, parts of Africa, and Asia, as farmers confront the lowest international coffee prices in a decade, as well as serious production challenges, including those arising from increasingly extreme weather conditions caused by climate change.

In Ethiopia, for example, five million mainly smallholder, often poor farmers account for 95% of coffee production. According to the International Food Policy Research Institute, Ethiopian coffee trees traditionally have a biannual production cycle; but over the last decade, rising numbers of farmers report that for every good year, they experience two bad ones.

In this context, it is more important than ever for coffee farmers to find ways to increase profits. But this imperative cannot be allowed to compromise sustainability. Fortunately, thanks to innovations in science and finance, profit and sustainability are no longer incompatible.

Consider the use of fertilizer and pesticides, which increase yields and protect crops from pests and diseases, but harm wildlife populations and damage human health. In a recent paper, Juan Nicolás Hernandez-Aguilera – a postdoctoral researcher at Columbia University’s International Research Institute for Climate and Society – and his co-authors offer a simple but promising alternative: shade.

By growing coffee under a forest-like canopy of trees, rather than in open fields, farmers can enlist the pest-control services of birds. According to the study, a single bird could help save 23-65 pounds of coffee per hectare from pests every year. Using this method, farmers could avoid incurring the costs – financial and environmental – of pesticides.

Moreover, by fixing nitrogen in the soil, shade trees provide coffee trees with additional nutrients. And by reducing the temperatures in which the coffee trees grow, this method amounts to a powerful adaptation to climate change.

To be sure, shade-grown coffee trees produce lower yields. But even this loss could be offset, because, as Hernandez-Aguilera and his co-authors point out, markets often regard shade-grown coffee beans as being of higher quality. If consumers are willing to pay a premium for shade-grown beans – whether for the sake of quality or sustainability – coffee producers can embrace an approach that is better for human health and the environment.

The problem is that most consumers don’t know nearly enough about where their coffee comes from, let alone how it was produced, to be willing or able to reward more sustainable approaches. Coffee markets lack transparency and traceability, and mechanisms that help consumers navigate essential information about other agricultural goods – covering, say, the complex interactions among environmental conservation, product quality, and differential yields – are not sufficiently developed for the industry.

In fact, many coffee consumers worldwide, still purchasing the same brand at the same or an even higher price, probably do not even realize that global coffee prices have dropped. Tellingly, green coffee (the type that producing countries export) accounts for just $20 billion of the $200 billion world coffee market.

But this challenge, too, can be overcome. Blockchain (distributed-ledger) technology can facilitate full traceability (where a raw product comes from, and how it was purchased, processed, and transported) and transparency (how much was paid for the product across the supply chain).

Such a system would make it easy for consumers to choose coffee grown by environmentally conscious farmers. Moreover, it would give farmers a digital identity – including information about their incomes, farm-production levels, and certification status – thereby enabling them to access credit markets.

But environmental sustainability is not the only metric for responsible farming; compliance with labor standards should also be evaluated. And, in fact, the use of child labor remains pervasive in coffee production. In many parts of the developing world, and even in more advanced countries – such as Colombia, where child labor has been significantly reduced – adult workers often lack the most basic protections such as a minimum wage, to say nothing of social benefits, with only 4% receiving a pension contribution from their employers.

Governments must lead the way in evaluating and enforcing compliance with labor laws. But a blockchain-based system to boost transparency can help to create a virtuous cycle, by enabling consumers to reject products from farms that perform poorly in assessments of working conditions.

Drinking coffee is not a bad habit, but it can contribute to bad outcomes, including environmental degradation and labor exploitation. We have the knowledge and tools we need to make coffee sustainable. Let us start to use them.

Lunas de miel

El entorno es tan complejo que pretender gobernar desde los extremos es un gran error

Diario El Tiempo3 de noviembre de 2019

Las lunas de miel están pasando de moda. Hoy, ya las parejas no las toman, o hacen viajes muy cortos. Muchos las postergan indefinidamente hasta que las circunstancias lo permitan. Hay otras prioridades.

A los gobiernos les pasa un poco lo mismo. Los periodos en los que tienen a la opinión pública irrestrictamente a su favor son ya muy breves.

En América Latina hay una generación de presidentes que llevan escasamente un año o menos en el poder. Duque en Colombia, desde agosto de 2018; Amlo en México, desde diciembre pasado; Bolsonaro en Brasil, desde enero. Para no hablar de Juan Guaidó en Venezuela, que ha estado esperando a que llegue la novia, algo que no le ha permitido siquiera pensar en la luna de miel.

Aunque con ideologías diferentes, todos vienen de la oposición e hicieron grandes promesas de cambio. En Colombia, la crítica se centró en los acuerdos de paz y en la necesidad de reducir aún más los impuestos a las empresas. En México, en acabar con el “neoliberalismo”. En Brasil, el eje electoral fue la lucha contra la corrupción de los gobiernos anteriores.

Ahora Argentina se ha sumado al grupo. El opositor Alberto Fernández ganó el domingo, con la promesa de sacar a su país de la crisis económica en la que inexplicablemente está inmerso.

Pero todos están enfrentando las mismas realidades, unas realidades que no son ni de izquierda ni de derecha.

La primera es que la región no está creciendo, en buena parte porque el entorno externo es pésimo. El comercio mundial está colapsado, los precios de los productos básicos han caído –la guerra comercial entre EE. UU. y China les resta dinamismo a estos dos países, que son nuestros principales socios comerciales–. Además, aunque hay liquidez en el mundo, los capitales son ahora más cautelosos y ven a América Latina como una región de mayor riesgo.

La segunda realidad es la protesta social y el descontento de las clases medias emergentes. Millones de latinoamericanos salieron de la pobreza en los últimos años, pero ingresaron a la llamada “población vulnerable”. Esto quiere decir que tienen un pie en la pobreza y otro en la clase media. No han podido dar el paso completo. Ante la falta de crecimiento, y al no ser una clase media consolidada, viven todos los días bajo el riesgo de dar marcha atrás. Y no solo eso, sino que tienen la legítima ambición de seguir progresando. Desde un punto de vista demográfico, este es hoy el grupo dominante en nuestros países.

Estas dos realidades, bajo crecimiento económico y mayores riesgos de retroceso que posibilidades de avance, han hecho que la gente se vuelque a las calles. Nadie quiere que le hablen de austeridad o ajuste, que suban los precios de los servicios públicos, o que le cobren más impuestos. Y mucho menos cuando ese tipo de medidas toman por sorpresa a la gente, como ocurrió en Ecuador con el alza de los combustibles. El gobierno de Lenín Moreno tuvo que dar reversa después de tener el país paralizado por diez días.

Pero así como esto es cierto, también lo es que ningún gobierno puede ignorar a los empresarios. Las medidas populistas hacen estragos. En México, para citar solo un ejemplo, la economía se estancó por causa del freno a la inversión privada en sectores estratégicos. Muchos hablan de la inminencia de una recesión.

¿Qué hacer? En Chile, el presidente Piñera marcó la pauta cambiando el gabinete y adoptando una nueva agenda que incluye mejorar las pensiones y los subsidios sociales, controlar los precios de los medicamentos y facilitar el acceso a la universidad. Es decir, se movió al centro de la cancha en un intento de supervivencia política.

En Colombia, los malos resultados en las elecciones del domingo pasado, así como las derrotas legislativas que ha tenido el Gobierno, deberían llevar al presidente Duque a hacer lo mismo. Reformas que les den mucho a los empresarios y poco o nada a la clase media van a ser la fuente de muchos problemas hacia el futuro.

El entorno es tan complejo, y las necesidades de la población tan grandes, que pretender gobernar a la América Latina de hoy desde los extremos es un gran error. La luna de miel se agotó, y llegó el momento, como en todo matrimonio, de ponerles afecto a las diferencias.

El metro no será una seda

Es pertinente señalar algunas preocupaciones

Diario El Tiempo18 de octubre de 2019

Desde que tengo uso de razón, el túnel de La Línea y el metro de Bogotá han sido los casos emblemáticos de lo que funciona mal en el Estado colombiano. O, mejor dicho, de lo que no funciona.

Pero todo parece indicar que estos dos proyectos por fin dejarán de ser parte de nuestro inventario de frustraciones colectivas.

Pese a todos sus atrasos y sobrecostos, según el director del Invías, el túnel de La Línea será inaugurado a comienzos de 2021. Se pondrá muy contento en el más allá el exsenador Víctor Renán Barco, quien solía recordar con cierta ironía que en los años cuarenta, cuando llegó por primera vez a Bogotá, el conductor –al pasar por el alto de La Línea– le dijo: “Joven, aquí van a hacer un túnel”. Muchos años después, con numerosos documentos Conpes a cuestas y aún más contratistas fallidos, el túnel finalmente será una realidad.

En el caso del metro, también hay motivos para celebrar.

La adjudicación del contrato esta semana a un consorcio de empresas chinas es un hito en la historia de un proyecto lleno de vicisitudes. Como lo señaló Guillermo Perry en una de sus últimas columnas, los defensores del metro subterráneo lo trataron de convertir en un ícono de una sociedad incluyente y progresista, en contraste con el metro elevado –a su juicio, excluyente y retardatario–, como si las obras de ingeniería tuvieran ideología, cuando lo que tienen son costos y riesgos, campos en los que los estudios técnicos concluyeron que era mejor no excavar en los complejos suelos de la capital.

La oposición a la obra elevada también trató de argumentar que el cheque del Gobierno Nacional había resultado “chimbo”, cuando la verdad es que sin esos recursos, la ciudad no habría podido abrir la licitación, y mucho menos adjudicarla. Otra cosa es que la Nación haya decidido, por sugerencia del alcalde Peñalosa, evaluar todas las opciones para el uso de esos recursos. Los estudios concluyeron que la mejor opción era el metro elevado, conjugado con nuevas troncales de TransMilenio. Ojalá se anuncie pronto quiénes van a construir las troncales de las avenidas 68 y Ciudad de Cali, que se harán con el mismo cheque girado por el Gobierno.

Pero también es pertinente señalar algunas preocupaciones.

Hoy, todo el mundo mira con admiración la magnitud de las grandes obras de ingeniería en China, y la rapidez con la que se construyen. Pero esa admiración no necesariamente se extiende a las obras que hacen las empresas chinas por fuera de su país.

En nuestro caso, no sobra recordar los problemas que ha tenido Gecelca –una empresa de propiedad del Gobierno Nacional– con el contratista chino responsable de la construcción de una termoeléctrica en Puerto Libertador, Córdoba. El proveedor instaló un generador que no funcionó adecuadamente e incumplió el cronograma, lo que dio pie a un largo pleito. Además, chocó con la comunidad, que esperaba oportunidades laborales. Esto no se puede repetir.

China y Colombia han sido dos países distantes en todo sentido. Por eso, no podemos esperar que la relación diplomática será la garante de que las cosas se hagan bien. Necesitamos otros actores, como el BID y el Banco Mundial, que están involucrados a fondo con el proyecto, pero que deberán jugar un papel aún más activo para asegurar que todo salga bien. No tenemos el músculo suficiente para que el día que aparezca un problema lo podamos resolver satisfactoriamente.

Todo esto ocurre cuando se anuncia que la economía china está creciendo ‘apenas’ 6 por ciento, su menor tasa de los últimos treinta años. Ojalá esto no dé pie para que el consorcio a cargo del metro tome atajos y trate de mejorar sus estados financieros a expensas nuestras.

Pero no todas las perspectivas son desalentadoras. El Gobierno chino también debe tener en sus cuentas que, así como le ha ido mal en Venezuela y Ecuador –dos países en los que está expuesto en exceso–, las cosas pueden salir mucho mejor en Colombia. Un buen primer paso es construir un metro que sea motivo de admiración para todos los bogotanos. Si aquí hacen bien las cosas, quedaría en evidencia que la tan publicitada Ruta de la Seda sí pasa por Colombia, para beneficio de ambas naciones.

Rompecabezas económico

Para mí, todo esto apunta a que se necesita un plan de choque

Diario El Tiempo6 de octubre de 2019

Así como los economistas en el mundo se están preguntando si habrá una recesión global o no, en Colombia deberíamos preguntarnos para dónde van las cosas. Hay muchas señales encontradas que no dejan ver con claridad cuál es la tendencia. Si se miran unos indicadores, como el consumo y el comercio interno, es posible construir una historia positiva. Lo mismo puede decirse de las importaciones de bienes de capital, cuyo dinamismo que refleja la recuperación de la inversión. Pero si se pone el foco en variables como el comercio exterior y el desempleo, hay campo para preocuparse.

Sectores como la construcción de edificaciones y la industria también generan inquietudes. Las licencias de construcción siguen cayendo, mientras que el sector manufacturero creció en los primeros siete meses del año 1,8 por ciento, cuando el año pasado lo hacía al 3 por ciento. ¿Por qué se está desacelerando la industria a pesar del dinamismo del consumo? Esa es la pregunta del millón, que apunta a que el comercio exterior nos está jugando una mala pasada.

Las exportaciones –en todas sus ramas– han retrocedido. Después de una recuperación que las llevó a crecer al 15 por ciento hace un año, cayeron 1,8 por ciento en el año terminado en agosto pasado, como reflejo de las guerras comerciales y el menor crecimiento de la economía global. Este año han caído nuestras exportaciones a los países europeos y a los latinoamericanos, con excepción de Ecuador. En este frente, las cosas no van a cambiar, por lo menos en el corto plazo.

Pero tal vez los mayores nubarrones estén por el lado del empleo. El aumento del índice de desempleo hace estragos, pues reduce la confianza de los hogares y desestimula la demanda de crédito, lo que frena el consumo. Por eso, no hay duda de que mejorar las condiciones del mercado laboral debe ser la prioridad.

El principal problema es que se están perdiendo puestos de trabajo. Esto pasa especialmente con los trabajadores independientes, pero también hay personas que están siendo despedidas en sectores como los servicios y la industria. Un problema adicional es la inmigración. Estas dos fuerzas, sumadas, se traducen en una mayor tasa de desempleo, incluso si algunas personas desalentadas con la situación dejan de participar activamente en el mercado laboral, como está ocurriendo.

Vivimos, como dicen los chinos, momentos interesantes. Por un lado, hay que interpretar variables que se mueven de manera contradictoria y, por otro, hay que hacer propuestas para que lo bueno arrastre a lo malo, y no al revés.

Todo esto apunta a que se necesita un plan de choque para contrarrestar la caída de las exportaciones y estimular la generación de empleo. En el pasado, el Gobierno experimentó con los llamados Pipe, que dejaron varias lecciones. Para que esos planes sean efectivos, además de viables fiscalmente, deben ser muy selectivos. Los subsidios a la tasa de interés para la compra de vivienda nueva, y el traslado de recursos que estén ociosos en las fiducias del sector transporte –normalmente en la ANI– para que el Invías pueda adelantar en el tiempo obras ya contratadas, fueron muy útiles. Con algo más de cautela valdría la pena diseñar programas de empleo temporal, enfocados en especial hacia las mujeres en las regiones donde la tasa de desempleo es más alta.

Esto es más potente que los pactos para generar empleo que todo el mundo firma, pero nadie cumple. Y lo que definitivamente no hay que hacer es agravar el problema subiendo los salarios excesivamente, como ocurrió este año, o encareciendo la nómina a través de nuevas primas o la reducción de la jornada laboral.

Muchos se preguntarán si no es más fácil hacer todo esto por la vía de una reducción de la tasa de interés, como han hecho varios países en las últimas semanas. Sería lo ideal, pero no parece factible, pues seguramente el Banco de la República no va a querer agravar el déficit externo, que ya es elevado. Es decir, para resolver el problema, el Gobierno está relativamente solo, pues hasta su propio partido no parece muy dispuesto a ayudar.

Nota. He pasado una semana entristecido por la ausencia de Guillermo Perry. Aprendí mucho de él. Lamento estar fuera del país hoy, cuando se celebra una ceremonia en su honor en Uniandes.

Guillermo Perry: Compromiso con lo público

Foco Económico3 de octubre de 2019

Conocí a Guillermo Perry en 1983 cuando fui su alumno en el curso de Teoría y Política Fiscal en la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes. Desde ese momento mantuvimos una relación muy cercana, prácticamente cotidiana. Revisando el chat de la última semana encuentro sus mensajes estimulantes sobre mis columnas de opinión. En uno de ellos me sugiere que escriba sobre su reciente libro, no para ponderarlo, sino para plantear un debate acerca de las tesis que allí se ventilan. En particular quería que el país se interesara por entender mejor las causas de la corrupción, así como sus posibles remedios.

Después de una conversación telefónica de más de una hora hace un par de semanas coincidimos que debíamos preguntarnos si la corrupción había disminuido de la mano del avance institucional del país, en sectores como energía y transporte, o si, por el contrario, como él pensaba, había aumentado. Tratar de responder este interrogante es la mejor manera de honrar la memoria de Guillermo.

También me pidió, en el último cruce de mensajes, que esculcara en mis archivos para encontrar un trabajo conjunto y olvidado, que alguna vez presentamos en una conferencia sobre construcción de capacidades institucionales organizada por George Soros en Hungría. Me dijo que estaba escribiendo de nuevo sobre ese tema. Afortunadamente lo encontré y se lo envié; ahora hay que encontrar lo que él estaba escribiendo.

Habrá tiempo para destacar y reflexionar sobre lo mucho que aportó a la construcción de país, a nuestra profesión y, en lo personal, a mi propio desarrollo profesional.

Pero en esta nota quiero destacar un aspecto puntual y concreto, que tiene que ver con su valioso apoyo en estos últimos años que coincidieron con mi paso por el gobierno.

De los políticos colombianos muchas veces se dice que son estadistas entre semana en Bogotá y manzanillos durante los fines de semana en las regiones. La tecnocracia también tiene dos facetas, en apariencia contradictorias, que en la realidad se conjugan y complementan bien. Una es colaborar en comisiones, equipos de trabajo y juntas directivas que convocan los gobiernos. La otra es ejercer la crítica y el disenso, a través de diversos canales de comunicación. Lo curioso es que, como en el caso de los políticos, las primeras funciones se ejercen entre semana, y se deja la crítica para las columnas de opinión, generalmente los fines semana.

Guillermo era un maestro para combinar estas dos facetas: Fue el más constructivo de los colegas, pero también un crítico implacable.

Fue miembro de la Comisión de Infraestructura que entregó su informe en octubre de 2012 y dio origen a buena parte de la institucionalidad sobre la que se ha edificado el impresionante desarrollo del sector. También lo fue de la Comisión de Expertos para la Equidad y Competitividad Tributaria que presentó sus recomendaciones en diciembre de 2015 y que, como es bien sabido, fue un referente fundamental para la reforma tributaria de 2016. Fue miembro de la junta directiva de la Financiera de Desarrollo Nacional y contribuyó a darle un sello técnico e independiente. Como si esto fuera poco, fue miembro del Comité Consultivo de la Regla Fiscal, que ha sido una fuente de credibilidad para el manejo de las finanzas públicas. No pudo haber sido más generoso con su tiempo sin ningún otro interés que aportar su conocimiento y experiencia a mejorar la calidad de las políticas públicas en nuestro país.

A estas funciones formales habría que sumarle las informales. Participaba activamente en las reuniones que organizábamos con Leonardo Villar en Fedesarrollo–los viernes al final de la tarde—para pasar revista a los problemas económicos del momento, plantear inquietudes y recibir la retroalimentación de los colegas. En mi ejercicio como ministro, esas reuniones fueron una gran fuente de ideas, pero también de estímulo frente a decisiones difíciles e impopulares, como las privatizaciones y los aumentos de impuestos.

En su faceta como crítico, Guillermo era formidable. Sus columnas dominicales eran el espacio preferido para disentir, mostrar contradicciones o, para cuestionar el accionar del gobierno. Nunca le pedí que moderara sus posiciones o que hablara a favor de una u otra iniciativa. Siempre pensé que la mejor forma de agradecerle su colaboración en tantos frentes era ser respetuoso con sus críticas, aunque no siempre estuviera de acuerdo con ellas. Sirve mucho más una buena crítica de un colega, que las adulaciones oportunistas, tan propias de la política.

En suma, Guillermo fue uno de los grandes exponentes de la tecnocracia colombiana. Una persona que no respondía a intereses económicos particulares, dispuesta a colaborar en los asuntos públicos sin sacrificar su capacidad para opinar libremente. Ese balance requiere, además de conocimientos y experiencia, que a Guillermo le sobraban, una dosis de empatía y calidez, que eran su sello personal.

Normalización

Una noticia positiva empañada por el espejo retrovisor

Primera Página29 de septiembre de 2019

Concluyó esta semana el plazo para la normalización tributaria contemplada en la reforma tributaria de 2018. Según lo anunciado por el director de la DIAN, 4.771 contribuyentes normalizaron $13,4 billones, de los cuales $4 billones correspondieron a capitales repatriados. Esto significa que $9,4 billones pagaron la tarifa plena de normalización de 13 por ciento, mientras que $4 billones pagaron la tarifa reducida—aplicable a los capitales normalizados y repatriados—de 6,5 por ciento.

Haciendo un cálculo de servilleta, los montos normalizados multiplicados por la tarifa aplicable debieron haber generado ingresos para la DIAN por $1,48 billones. Sin embargo, la cifra reportada por el director fue de $1,1 billones. Valdría la pena saber qué explica la diferencia.

Pero lo que más me llamó la atención de las declaraciones del director no es esa diferencia en el monto recaudado versus el que teóricamente se debió registrar. Lo que me pareció curioso es que, en la misma rueda de prensa, el director dijera que “quienes se acogieron a la normalización anterior lo hicieron con activos a costos irrisorios o la hicieron mal”. Esto a raíz de que los periodistas le preguntaron por qué había disminuido el número de contribuyentes que normalizó activos.

En términos generales me parece equivocado poner el espejo retrovisor para tratar de responder cualquier pregunta, por difícil que sea, en vez de tratar de encontrar la respuesta correcta. Más aún cuando la normalización tributaria es el ejemplo perfecto de un área de política donde lo que ha habido es continuidad, para bien del país y de sus finanzas públicas.

Hagamos un poco de memoria. Una de las herramientas para controlar la evasión tributaria incorporada en la Ley 1739 de 2014 la constituyó el Impuesto Complementario de Normalización Tributaria. Este impuesto se paga sobre activos omitidos y/o pasivos inexistentes, que son dos figuras utilizadas para reducir el patrimonio neto de los contribuyentes, aminorar las bases gravables y pagar menos impuestos.

El impuesto se creó para los años 2015 a 2017 con las siguientes tarifas: 10 por ciento en 2015, 11,5 por ciento en 2016 y 13 por ciento en 2017. Algo muy importante para la seguridad jurídica del contribuyente, es que esta norma fue rápidamente declarada exequible por la Corte Constitucional, en Sentencia C-551 de 2015, lo que no ocurrió en la presente oportunidad. Según la Sentencia, que cambió la jurisprudencia al respecto, la normalización de la reforma de 2014 fue una medida legítima que resultaba necesaria para el logro de las finalidades esenciales del estado social y democrático de derecho.

La normalización durante los años 2015 a 2017 fue muy exitosa. Se normalizaron un total de activos omitidos y pasivos inexistentes por $23,5 billones (prácticamente el doble de lo que se logró en esta oportunidad). La figura la utilizaron 16.479 contribuyentes (más del triple de los que se acogieron en esta oportunidad) y pagaron un impuesto de normalización de $2,9 billones (prácticamente el triple de los $1,1 billones recaudados en esta oportunidad). Del monto total recaudado entre 2015 y 2017, la mayor parte ($2 billones) correspondió al último año de vigencia de la norma (2017). Esto refleja que los contribuyentes esperan hasta último minuto para tomar la decisión, pese a que les resultaba más oneroso hacerlo en 2017, que en 2015 y 2016 cuando las tarifas eran menores.

Como nota curiosa, el 64 por ciento del impuesto por normalización se recaudó en la seccional de Bogotá y el 17 por ciento en Medellín. Es decir, el 81 por ciento de los capitales normalizados fueron declarados por contribuyentes residenciados en estas dos ciudades. Por cierto, no fueron los grandes contribuyentes quienes se normalizaron, pues la contribución de este grupo (que tiene una dirección seccional propia) fue solo 3 por ciento del total. Esto refleja que los grandes contribuyentes (cerca de 7 mil empresas) no son quienes evaden impuestos por la vía de la omisión de activos o el fenómeno de inflar pasivos.

Pero retomando la pregunta de los periodistas al director de la DIAN, y para comparar solo 2017 vs. 2019, ¿por qué este año normalizaron activos 4.771 contribuyentes mientras que en 2017 lo hicieron 9.954?

Más que decir que la anterior normalización estuvo mal hecha, cosa que evidentemente no tiene ninguna justificación, el que la norma no hay sido declarada exequible antes de su vencimiento probablemente afectó a algunos contribuyentes. Pero más allá de esto, el problema del director de la DIAN consiste en ver las oportunidades de normalización como una competencia, cuando deben verse como complementarias. Es un proceso continuo que permitió incorporar $23,5 billones al radar de la DIAN entre 2015 y 2017, y $13,5 billones en 2019. Esto es lo importante, fruto de los acuerdos de intercambio de información—negociados en el pasado y bien utilizados en la actualidad—, la mayor credibilidad en la capacidad de fiscalización de la DIAN—construida paso a paso en los últimos años—y la creación del tipo penal asociado a la evasión de impuestos, que fue uno de los hitos de la reforma tributaria de 2016.

Además, es muy posible que un porcentaje elevado de los contribuyentes que se normalizaron ahora sean los mismos que lo hicieron en 2015-2017. Más que una decisión de todo o nada, los contribuyentes optan por una estrategia donde se van normalizando gradualmente. Entre otras cosas, porque la norma para 2019 les permitió declarar activos (como acciones e inmuebles) a su valor comercial, si estaban declarados por su valor fiscal (el precio al que los habían comprado). Esto es lo que debieron haber hecho, sensatamente, quienes planean hacer negocios con esos activos en los próximos años.

En síntesis, se equivoca el director de la DIAN al ver esto como ejemplo de una confrontación con el pasado. Debe verse como una suma a favor del Estado, y por qué no decirlo, también a favor de los contribuyentes que tuvieron una oportunidad para legalizar su situación. Dado el intercambio de información que tenemos ahora con otras jurisdicciones, como los Estados Unidos, quienes no normalicen su situación corren el peligro de ser detectados y perder un porcentaje elevado de sus activos en el exterior, para no hablar de las sanciones de tipo penal ahora vigentes. Estas sanciones, por cierto, también fueron fortalecidas en la pasada reforma, lo que refuerza la tesis de la complementariedad más que la competencia.

P.D. He estado compungido con la muerte de Guillermo Perry. Estoy escribiendo sobre él. Solo menciono acá que mi primer trabajo, en 1985, fue ser su asistente en Fedesarrollo para preparar un libro titulado Diez Años de Reformas Tributarias en Colombia en el que muy generosamente --y de manera sorpresiva para mi-- me ascendió de ser su asistente, completamente ignorante de todos estos temas, a ser su coautor. Ese hecho refleja mucho de su personalidad, siempre dispuesta a enseñar e impulsar.

La guerra de las décadas

Diario El Tiempo20 de septiembre de 2019

No falta mucho para que concluya la segunda década del siglo XXI. La mejor forma de explicarle la realidad política colombiana a un extranjero es diciéndole que hay una guerra entre décadas. La mitad del país piensa que la primera década de este siglo fue mucho mejor que la segunda, mientras que la otra mitad piensa exactamente lo contrario.

Este es el debate que tiene dividido al país. Antioquia es más amiga de la primera década; Bogotá, de la segunda. Hay periodistas afines a la primera década y otros, a la segunda. Las familias también están divididas.

Pero alguien que mire las cosas con cierta distancia y un mínimo de ecuanimidad no va a encontrar ninguna evidencia para decir que una década fue inequívocamente mejor que la otra. De hecho, si le gustan las cifras, lo que le va a llamar la atención es que las dos décadas que han transcurrido del siglo XXI han sido las mejores que ha tenido Colombia en muchos años. Parte del secreto es que, contra lo que se piensa, una década construyó sobre la otra.

Es decir, la disputa entre décadas no deja ver lo que en realidad merece ser destacado: mirados en su conjunto, estos veinte años han sido extraordinariamente buenos.

Hay bastantes ejemplos que ilustran este punto. El inicio del milenio fue, en la línea del libro de Malcolm Gladwell, un punto de quiebre en nuestro país.

Tomemos el caso de estas cinco áreas determinantes para el progreso de cualquier nación:

Pobreza: durante los años 90, la pobreza osciló entre el 50 y el 60 por ciento de la población. Hoy es el 27 por ciento. Año tras año fue disminuyendo la población pobre, que hoy es superada por la clase media. La pobreza extrema también se ha reducido significativamente en el siglo XXI.

Salud: a finales de los 90, solo la mitad de la población tenía algún seguro de salud; hoy, prácticamente la totalidad de los colombianos está protegido con uno.

Educación: hasta finales de los años 90, solo uno de cada cinco bachilleres ingresaba a la educación superior; hoy, uno de cada dos.

Inflación: hasta los 90 –y por cerca de 30 años– vivimos en un país con inflación anual de entre 20 y 30 por ciento, mientras que en este siglo la inflación siempre ha sido de un dígito.

Seguridad: hasta los años 90 vivimos en un país muy inseguro, con unas de las tasas de homicidios más altas del mundo. Hoy tenemos muchos menos homicidios, y desaparecieron las acciones ofensivas y combates de las Farc. Dejamos de ser un caso anómalo en este campo.

La reducción de la desigualdad, el aumento de la inversión y el auge del turismo son otros buenos ejemplos. Lo que llama la atención en todos estos casos es que el progreso fue continuo desde el año 2000. El crecimiento económico fue prácticamente idéntico en la primera y en la segunda década, cada una con sus inevitables ciclos.

Pero, en el afán de desprestigiarse, las barras bravas de la primera década han construido una serie de mitos y leyendas urbanas que la mayoría de la población cree ciertas. Una dama repetía hace poco en un video, con bastante ira, que en la segunda se le entregó el país a la insurgencia, se asfixió a los empresarios, e incluso que el Gobierno ferió la venta de Isagén.

El observador que mire el ‘Doing Business’ del Banco Mundial notará que la carga de impuestos y contribuciones que pagan las empresas cayó desde 2010 y que los recursos de la venta de Isagén están en un fondo dedicado a financiar las obras de infraestructura, con las cuales este gobierno y los siguientes ganarán aplausos.

El problema con el choque de décadas es que, en medio de la desolación, y la espesa niebla que ha causado, los colombianos no logremos ver todo lo bueno que ha pasado en estos veinte años. La historia está llena de ejemplos de oportunistas que aprovechan esos vacíos para proponer sus tesis demagógicas. Ojalá que la próxima década no sea la del revisionismo, que lo único que traería, ahí sí, sería el verdadero retroceso.

¿Está en crisis la salud?

Diario El Tiempo6 de septiembre de 2019

No es exagerado decir que la crisis de la salud es una de las principales preocupaciones que tenemos los colombianos. Nos hemos acostumbrado a las ruedas de prensa en las que se anuncia la intervención de una EPS, las imágenes de los trabajadores de algún hospital público que reclaman el pago de sus salarios, o las entrevistas a los usuarios a los que se les ha negado algún servicio o, cuando menos, llevan meses esperándolo. Esto pasa todos los días. La salud está en ‘cuidados intensivos’ es lo que se oye a diario.

Al mismo tiempo hay otra verdad. Una verdad que no parece posible en ese mar de descontento. Colombia tiene uno de los mejores sistemas de salud de América Latina, y probablemente del mundo en desarrollo. Suena como una frase de cajón desconectada de la realidad. Pero lo interesante es que es absolutamente cierta.

¿Cómo reconciliar estas dos verdades? ¿Es posible que algo tan bueno coexista con algo tan malo? ¿Podrá una de las dos narrativas acabar imponiéndosele a la otra?

En cualquier escenario internacional abundan los elogios al sistema de salud colombiano. La razón es que Colombia ha logrado en muy poco tiempo darle aseguramiento al 98 por ciento de la población, con un amplio plan de beneficios que es igual para todos, y además con un sistema que permite cubrir los tratamientos no incluidos en dicho plan si los médicos lo recomiendan.

Muchos países avanzados, como Estados Unidos, todavía dejan a mucha gente sin un seguro de salud porque no logran ponerse de acuerdo en el nivel de solidaridad que esto requiere.

Y la verdad es que las cifras colombianas son impactantes. La cobertura universal se alcanzó en 2015. Pero, más impresionante aún, debido a una serie de decisiones judiciales, legales y, sobre todo, presupuestales, el plan de beneficios del régimen subsidiado –que reciben los colombianos de bajos ingresos– se equiparó al del régimen contributivo, que cubre a las personas con un empleo formal que aportan 4 por ciento de su salario a la salud.

Que cualquier colombiano tomado al azar pueda recibir la misma atención, incluyendo los tratamientos más avanzados, es algo digno de admiración en el mundo entero.

Llegar a este punto no ha sido fácil. No hace mucho, entre 2010 y 2012, cuando la cobertura no era universal y el plan de beneficios del régimen subsidiado era muy limitado, el aseguramiento en salud costaba aproximadamente 20 billones de pesos al año (en pesos de 2015). Este año costará 45 billones (también en pesos de 2015). Es decir, más del doble en menos de una década que no ha sido precisamente la de mayor holgura fiscal.

Además, este aumento tan significativo en los recursos asignados a la salud ocurrió justamente cuando –en virtud de la Ley 1607 de 2012– las empresas dejaron de pagar 8,5 por ciento del valor de sus nóminas para financiar la salud de los trabajadores. Esto se hizo para darle competitividad a la economía cuando los ingresos petroleros lo permitían. Lo admirable es que se haya podido sostener después de la caída del petróleo.

Es cierto que el sistema colombiano de salud es un ejemplo global. Y lo es también que está en crisis. Aunque el sistema es infinitamente mejor ahora que antes, las expectativas exceden con creces la capacidad. Prueba de ello es que, según la Defensoría, en 2018 se interpusieron 207.734 tutelas (34 por ciento del total), una cada 2,5 minutos, para asegurar la prestación de un servicio de salud. Esto quiere decir que los usuarios todavía tienen que apelar a una acción judicial para recibir un beneficio.

Entonces, ¿cuál es la solución? Esto se resuelve mejorando el funcionamiento de las EPS, que las hay buenas y malas, pero no cerrándolas ni interviniéndolas a todas. No es aceptable que una EPS cobre el doble por el mismo medicamento que otra, pero eso no quiere decir que haya que refundar y estatizar el sistema, como propone la izquierda en cada elección. Lo que hay que hacer es seguir perfeccionándolo, como afortunadamente se ha hecho hasta ahora. Así, la narrativa del éxito acabará imponiéndosele a la de la crisis, al revés de lo que ocurriría si regresamos al pasado.

Dando tumbos

Diario El Tiempo23 de agosto de 2019

La semana pasada, después de una amplia derrota en las elecciones primarias en Argentina, el presidente Macri anunció un paquete de medidas económicas. En una sola alocución propuso subir los salarios, bajar los impuestos, congelar el precio de la gasolina y quitarle el IVA a la canasta familiar. Pareciera que el partido de gobierno colombiano lo estuviera asesorando.

La pregunta es si estas medidas populistas de último minuto servirán para impedir el triunfo del kirchnerismo en las elecciones de octubre. Sinceramente, no creo. Como tampoco que las banderas que ahora impulsa el Centro Democrático, como la prima salarial adicional, sean una estrategia efectiva para impedir que la izquierda gane las elecciones en 2022, lo que cada vez se ve con mayor preocupación. Si hay algo peor que ser populista, es pretender serlo: lo primero genera rechazo, mientras que lo segundo produce además desconfianza.

Lo que verdaderamente impulsa a los votantes a apoyar gobiernos serios y responsables es que los resultados económicos sean buenos. En el caso de Argentina ya es tarde para cambiar las cosas, pero en Colombia todavía estamos a tiempo.

Por eso resulta desconcertante la creciente desconexión entre la agenda que quiere impulsar el Gobierno en el Congreso y los problemas reales del país. Los proyectos de ley que ha priorizado el Gobierno, si bien pueden reforzar el discurso de ‘mano dura’, como el de la cadena perpetua, en poco o nada contribuyen a mejorarle el ingreso al colombiano de a pie.

Hay quienes dicen que esto es reflejo de la falta de mayorías en el Congreso. Pero también es verdad que el Gobierno ha mostrado poco interés en una agenda reformista. Sea lo uno o lo otro, lo cierto es que, con tantos asuntos pendientes en la agenda nacional, llama la atención del observador desprevenido que el Gobierno presente la ley de las TIC como uno de sus principales logros legislativos. No soy experto en la materia como para decir si es buena o mala, pero no la pondría en la lista de prioridades de un gobierno fresco, cuyo capital político debe ponerse al servicio de asuntos más estructurales.

Tampoco creo que los estímulos tributarios a la economía naranja sean la respuesta a los problemas de crecimiento. La gente intuye que el sector de las industrias creativas, interesante desde todo punto de vista, no tiene el peso suficiente para impulsar la economía. Y si trata de crear unicornios, sería bueno recordar que estos, por definición, son escasos.

La pregunta de fondo es qué hacer para crecer a más de 3 %. Y, más importante aún, qué no hacer, pues cada día aparecen nuevas propuestas que en vez de resolver los problemas los empeoran. Una de ellas, que no demorará en ganar tracción, es reducir la jornada laboral, como se debate hoy en Chile. En medio del vacío en la agenda del Gobierno y la abundancia de iniciativas de origen político perjudiciales para la economía, llama la atención la falta de propuestas específicas del sector privado, que ha optado por hacer pronunciamientos genéricos llenos de lugares comunes.

Con menos glamour que los anhelados unicornios, pero quizás con más pragmatismo, vivienda e infraestructura son los sectores llamados a estimular el crecimiento económico en el corto plazo. En el caso de la vivienda, los subsidios a la tasa de interés son la medida más efectiva para impulsar la demanda. Por ello no se entiende por qué el Gobierno acabó prematuramente con este programa para las viviendas de entre 100 y 350 millones de pesos, precisamente el segmento con mayor efecto multiplicador.

En el sector de infraestructura, así como en el minero-energético, el foco debe ponerse en la ley que modifica las consultas previas. En el caso de las 4G, el principal problema son los cierres financieros, especialmente ahora, cuando los bancos nacionales han dicho que no tienen apetito por este tipo de proyectos. La salida es que la Financiera de Desarrollo Nacional (FDN) aumente su exposición en los proyectos, pero mientras esta entidad no tenga presidente será muy difícil impulsar las medidas requeridas.

En resumen, hay mucho por hacer si en tres años no queremos dar los tumbos que hoy está dando Argentina.

Éxitos que pasan desapercibidos

Diario El Tiempo9 de agosto de 2019

Minouche Shafik, rectora del London School of Economics (LSE), le envió una carta pública hace pocos días a la doctora Sally Davies, la médica en jefe del Reino Unido, sobre lo que debe hacer el Gobierno británico para apoyar a los países de ingreso medio y bajo en la reducción de enfermedades no transmisibles, como las cardiovasculares, el cáncer y la diabetes. Estas patologías explican la muerte de 41 millones de personas por año, es decir, 70 % del total de muertes en el mundo.

Entre las causas de estas enfermedades, el tabaco ocupa un lugar protagónico: 8 millones de personas mueren por año como consecuencia de su consumo. Los más de mil millones de personas que fuman, una quinta parte de la población mundial mayor de 15 años, pierden en promedio una década de vida. Por ello, pocas intervenciones tienen la capacidad de salvar tantas vidas como el aumento de los impuestos al tabaco.

Lo interesante de la carta de la rectora del LSE es que pone a Colombia como el modelo por seguir a la hora de subir estos impuestos.

Gracias, en buena parte, al trabajo de Michael Bloomberg, el exalcalde de Nueva York que ha sido un abanderado del uso de impuestos para mejorar la salud, el Gobierno colombiano tomó plena conciencia de que los cigarrillos en nuestro país eran excesivamente baratos.

Tomemos los datos de 2016, cuando la cajetilla más vendida en Colombia costaba 2.726 pesos, equivalentes a 88 centavos de dólar, mientras que en el continente americano (desde Alaska hasta la Patagonia), su costo promedio era de 3,50 dólares. De hecho, nuestros cigarrillos eran los más económicos en todo el continente, con excepción de Paraguay, un país en donde los exportadores de tabaco dominan el mundo político y no quieren poner trabas a su actividad, que no es un modelo de buenas prácticas.

En Chile y Perú, nuestros socios en la Alianza del Pacífico, la cajetilla costaba más de 3 dólares. Pero, para no ir demasiado lejos, en ese mismo año, los cigarrillos costaban 4,20 dólares en Panamá y 5,20 dólares en Ecuador.

Es evidente que los precios en Colombia eran anormalmente bajos. Pero ¿por qué? La respuesta es obvia: un largo y exitoso lobby de las multinacionales del tabaco para impedir que subieran los impuestos al consumo de cigarrillos.

Desde que tengo memoria, las multinacionales –no solo en el caso del tabaco, sino también en el de los licores– pagaron expertos y estudios para argumentar que si aumentaban los impuestos, lo único que se lograría sería estimular el contrabando. El argumento que hizo carrera es que el Gobierno se dispararía en el pie y perdería ingresos fiscales. Esa tesis, que resultó falaz, dominó el debate en Colombia durante décadas.

Después de haberse aprobado la ley anticontrabando en 2015, la reforma tributaria estructural de 2016 finalmente tomó cartas en el asunto y elevó los impuestos por cajetilla de 700 pesos, un nivel irrisorio, a 2.253 pesos en la actualidad.

La medida resultó efectiva: el consumo se redujo un 34 % –de 674 millones de cajetillas en 2016 a 446 millones en 2018–, mientras que los impuestos recaudados –destinados en su totalidad a la salud– se duplicaron y llegaron a 1,14 billones de pesos en 2018. La salud de los colombianos mejoró por punta y punta: menos consumo de tabaco y más recursos para el sector.

Ahora bien, los cigarrillos todavía son muy baratos en Colombia (1,40 dólares frente a 3,88 en las Américas), lo cual indica que la tarea no ha concluido.

Por último, un nuevo reto es el causado por la epidemia de cigarrillos electrónicos, que, según la OMS, son utilizados por más del 20 % de los jóvenes en Estados Unidos. El llamado vaping, en apariencia saludable, en realidad es otra fuente de adicción a la nicotina, con olores y sabores para todos los gustos (incluyendo, por ejemplo, el crème brûlée). Más allá de la resolución de la Dian, expedida en 2017, que obliga a los cigarrillos electrónicos a pagar el mismo impuesto que los cigarrillos convencionales, es necesario actualizar la regulación para crear plena conciencia de que se trata de un producto perjudicial para la salud y cuyo consumo ya es un problema en nuestros colegios.

¿Está barato el dólar?

Diario El Tiempo26 de julio de 2019

Una amiga que hizo un doctorado en Ingeniería Forestal me dice que se siente muy mal cuando los amigos le piden consejos de jardinería. Y no porque crea que la están subestimando, sino porque no tiene la más remota idea de qué hacer con un jardín. A los economistas les pasa un poco lo mismo cuando les preguntan en qué invertir. ¿Cuáles son las acciones que van a subir de precio? ¿Cuáles van a bajar? ¿Vale la pena comprar finca raíz? Pero hay una pregunta que ningún economista puede evadir, y todo el mundo espera que pueda contestar, y es qué va a pasar con el precio de dólar.

En rigor, es una pregunta muy difícil de responder.

Hasta hace poco, siempre dije que el dólar fluctuaría alrededor de 3.000 pesos, cien o doscientos pesos hacia arriba o hacia abajo, un rango suficientemente amplio para no equivocarme. Y así ha sido, más o menos, desde 2015. Pero ya no creo que esa sea la respuesta correcta.

La razón es simple. La economía colombiana tiene dos grandes desequilibrios, y la tasa de cambio es la variable que más puede ayudar a corregirlos. No lo ha hecho, hasta ahora, pues hay factores que lo han impedido.

El primer desequilibrio es que las importaciones están creciendo mucho más rápido que las exportaciones, lo cual no es sostenible por mucho tiempo. El déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos rondará este año los 14.500 millones de dólares, que equivalen a un preocupante 4,4 por ciento del PIB, bastante por encima del 3,3 del PIB registrado en 2017.

El segundo desequilibrio tiene que ver con el crecimiento económico, que no ha logrado alcanzar su nivel potencial. A la demanda le falta un impulso, y el Gobierno no está en capacidad de darlo por razones de sostenibilidad fiscal. El bajo crecimiento se refleja en las cifras de empleo: hoy en día, 2,6 millones de colombianos quieren trabajar, pero no encuentran empleo. Y lo más preocupante es que el número de empleos ha caído en el último año.

Una economía con una gran brecha frente a su nivel potencial, con un desempleo al alza y donde, además, se registra un alto y creciente déficit externo necesita una moneda más devaluada. Esto no ocurre de manera automática, ni está garantizado que resuelva todos los problemas, pero en principio es lo que cabe esperar.

La pregunta es por qué esto no ha ocurrido. ¿Qué ha impedido que estos desequilibrios se reflejen sobre el precio del dólar?

En los últimos años se ha registrado una verdadera revolución en los capitales que nos llegan desde el exterior. Desde 2013, en neto han ingresado al país 35.000 millones de dólares de inversión extranjera de portafolio. Este es el tipo de inversión que llega a comprar títulos valores, principalmente los papeles que emite el Gobierno. Por ello, los extranjeros hoy tienen el 26 por ciento de los TES, cuando en 2012 prácticamente no los compraban. El punto de fondo es que esta llegada masiva de dólares, que impidió una mayor devaluación, no se va a repetir.

De hecho, el ritmo al que llegan estos capitales ya comenzó a disminuir, entre otras razones porque es difícil que en el futuro puedan obtener las mismas rentabilidades que lograron en el pasado, cuando las tasas de interés que pagaban los TES eran mucho más altas.

Con menos exuberancia en este frente, la posibilidad de una mayor devaluación está cada día más cerca. Si eso nos ayuda a reducir el desempleo, moderar el déficit externo y estimular el crecimiento económico sería algo bienvenido, especialmente ahora que la inflación está bajo control. El problema es que es imposible predecir cuándo va a ocurrir esto.

El Banco de la República podría anticiparse a esta situación reanudando las compras de reservas internacionales, lo que tendría un doble dividendo. Acumular más reservas es lo prudente para el momento en que los fondos internacionales decidan buscar otro destino. Pero además, si la tasa de cambio sube y las exportaciones responden, ganaríamos todos, en un momento en el que no hay muchos otros instrumentos para estimular la producción y el empleo.

Criptomonedas

22 de julio de 2019

Cada día me convenzo más del peligro de las criptomonedas. Y esto no solo porque algunas de ellas llevan meses circulando mensajes falsos, donde utilizan mi nombre para promocionarse y conseguir inversionistas incautos a los que les prometen rentabilidades exorbitantes, sino porque una lectura más detallada del asunto deja muchas preocupaciones.

Nouriel Roubini, el famoso doctor “Doom” (porque vaticinó la fatalidad de la Crisis Financiera Global de 2008-2009), es quizás el economista que más ha hablado y escrito sobre el tema, cada día con mayor vehemencia, para destapar lo que él considera es el fraude más grande de nuestra época. En un foro reciente en Taipéi, acusó de estafador a @CryptoHayes, el líder de @BitMEXdotcom. El video del acalorado encuentro solo fue difundido después de que Roubini interpuso una acción para que se liberara, pues resulta que el personaje había financiado el evento y condicionado a los organizadores a no difundir los materiales sin su aprobación. Esto de por sí ya genera sospechas. Es claro por qué no quería que se difundiera pues Roubini lo acusa de matón, evasor de las prácticas KYC (know-your-client o conozca-su-cliente) y lavador masivo de dinero. Hayes, por cierto, se refiere a sus clientes como “apostadores degenerados”.

Roubini denuncia que Hayes, escondido en el paraíso fiscal de las Seychelles —donde además no aplican las normas financieras de regulación prudencial que son hoy un estándar global—, utiliza relaciones de apalancamiento de 100 a 1 lo que significa que su empresa solo tiene un dólar de capital por cada cien dólares de la criptomoneda que emite. En otro video (ver a partir de 2:30:00), en un foro en Francia hace dos semanas, Roubini va aún más allá y señala al mismo personaje promotor de criptomonedas como “empujador de drogas” que generan la adicción de los apostadores y que actúa sin ningún control o censura.

Para los que quieran leer, recomiendo el artículo titulado el Gran Cripto Robo, publicado la semana pasada. No he visto que ninguno de los diarios colombianos lo haya recogido, pero valdría la pena que lo hicieran para recomendárselo a tantas personas que preguntan si vale la pena invertir en criptomonedas. Después de leerlo creo que una persona con la más mínima aversión al riesgo puede concluir que cuenta con suficiente ilustración para mantenerse lejos de este juego, que más que una ruleta es una verdadera pirámide que se derrumbará estrepitosamente.

Pero los lectores deben estar desconcertados, pues el asunto ha tomado más notoriedad después del anuncio de Facebook de que pondrá en circulación su propia criptomoneda, llamada Libra.

A raíz de este anuncio ya hubo un debate en el Congreso de los Estados Unidos y se han pronunciado varios banqueros centrales, como el respetado Mark Carney, gobernador del Banco de Inglaterra. En Colombia nadie ha dicho nada.

En un estupendo artículo, Andrés Velasco y Roberto Chang —dos economistas latinoamericanos— destapan con argumentos puramente técnicos por qué el proyecto Libra es un despropósito.

Su argumento es que Libra es una caja de convertibilidad, que se parece mucho a la que Argentina tuvo entre 1991 y 2001. Esto quiere decir que la Libra estará respaldada por una canasta de monedas duras, invertidas en activos seguros. Como cualquier banco central, Facebook recibirá los rendimientos de esas inversiones y no pagará intereses a los tenedores de la Libra. Esta es una prerrogativa asociada a tener el monopolio del dinero, hasta ahora en cabeza de entidades públicas como lo son los bancos centrales. El problema es que Facebook es una empresa privada.

Pero eso no es lo más grave. Como en cualquier caja de convertibilidad la tentación es grande a devaluar la moneda frente a los activos que la respaldan. Si, hipotéticamente, las Libras en circulación llegaran a un monto equivalente a un billón (un millón de millones) de dólares (lo cual no es exagerado dado que en Estados Unidos el valor de M2 —el agregado monetario más utilizado— supera los 14 billones de dólares) una devaluación de 1% representa una utilidad de 10.000 millones de dólares para Facebook. ¿Resistirán esta tentación los promotores de la nueva criptomoneda?

Y hay otra perla para sumarle a las preocupaciones. Si la Libra toma fuerza en Colombia tendríamos un caso de “libralización” y ya no de dolarización, que es algo que hemos tratado de evitar con éxito a lo largo de los años. El que nuestra economía no esté dolarizada y ojalá nunca “libralizada” es un activo que debemos cuidar con mucho celo. Precisamente por eso es que nos pudimos acomodar al choque externo con una fuerte devaluación que redujo las importaciones sin un gran costo en el nivel de vida. Ecuador, en contraste, al no tener moneda propia no pudo devaluar y tuvo que reducir las importaciones por medio de una prolongada recesión. Argentina tiene su propia moneda, pero la economía está tan dolarizada que la devaluación se tradujo en más inflación, pues los precios de muchos bienes y servicios se fijan en dólares.

Perder el control de nuestra propia moneda tiene otro costo: la política monetaria deja de ser efectiva. Si lo que se utiliza es la Libra y no el Peso, el Banco de la República puede bajar las tasas de interés sobre los créditos en pesos sin que ello logre realmente estimular la demanda. La tasa de interés pasará a estar determinada desde el exterior, en función de otras variables que nada tienen que ver con la situación económica del país.

En suma, como escribió el premio Nobel Joseph Stiglitz, “solo un tonto le confiaría a Facebook su bienestar financiero”. ¿Además de los datos personales de 2.400 millones de usuarios activos mensuales, le vamos a dar a Facebook el control de nuestras transacciones financieras, quitándole al Banco de la República la posibilidad de controlar la inflación y regular el ciclo económico?

Urge que la Junta Directiva del Emisor opine sobre la materia y, en asocio con los bancos centrales de otros países similares como los de la Alianza del Pacífico, se pronuncie clara y categóricamente en contra del proyecto Libra y otras criptomonedas que tienen una ortografía aún más dudosa.

Goleadas que cuestan

Diario El Tiempo12 de julio de 2019

“Perder es ganar un poco” fue la frase célebre del profesor Maturana, convertida por Tim Harford en el best seller de 2011 titulado Por qué el éxito siempre comienza con el fracaso. Como con tantas cosas nuestras, con un buen mercadeo y una buena casa editorial, nuestro profe se le habría podido adelantar 20 años a Mr. Harford.

Reflexionando sobre el mal papel de la Selección Colombia en el Mundial de Estados Unidos, hace exactamente 25 años, a la frase de Maturana habría que añadirle otra: ‘Ganar por goleada es perder... mucho’. El legendario 5-0 frente a Argentina, con el que clasificamos en ese entonces, nos salió caro. Al sentirse campeón, el equipo se confió y se durmió en los laureles. Pero la realidad era otra bien diferente: no teníamos la preparación ni la experiencia necesarias para estar en las grandes ligas. Y, para empeorar las cosas, la goleada nos confundió y de la falsa confianza pasamos a la indisciplina. En conclusión, el resultado del equipo durante el Mundial no pudo ser peor. Y, muy al estilo nuestro, antes de jugar el primer partido en Estados Unidos, ya los jugadores tenían colgada la Cruz de Boyacá.

En política pasa un poco lo mismo. No me refiero a que otorgar la Cruz de Boyacá antes de tiempo sea una mala idea, como ocurrió con el senador Macías, quien la recibió por adelantado, sin que su gestión como presidente del Congreso haya sido la más destacada. Me refiero a que en política, como en el fútbol, ganar por goleada debe ser motivo de preocupación más que de celebración.

Como regla general, cuando en el Congreso hay unanimidad hay que leer entre líneas. Si se aprueba alguna iniciativa con un número apabullante de votos a favor y sin un solo voto en contra, más que aplaudir el consenso habría que prender las alarmas. Mejor dicho, cuando los proyectos de ley ganan por goleada es porque el fantasma del populismo anda rondando por ahí.

En la legislatura que acaba de concluir se tramitaron varios proyectos que fueron votados sin oposición alguna. Fueron aprobados con goleada, en comisiones y plenarias, dos proyectos de ley de gran calado. Nadie se opuso a la ley que crea una prima adicional para los asalariados o a la que reduce los aportes a salud de los pensionados de 12 a 4 por ciento.

Tampoco hubo votos negativos en dos actos legislativos. El primero de ellos le asigna a la Contraloría General de la República, por derechas, el 0,5 por ciento del Presupuesto General de la Nación, lo que en la práctica equivale a duplicar su presupuesto. ¿Está tan desfinanciada la Contraloría como para que todos los congresistas cierren filas alrededor de esta causa? No creo.

El segundo acto legislativo con votación unánime es el que aumenta las regalías a los departamentos y municipios productores de hidrocarburos y minerales “sin que se reduzcan los porcentajes que reciben los demás departamentos”, es decir, donde todos ganan y nadie pone. ‘Más gasto y menos ahorro’ parece ser la consigna en la que se ponen de acuerdo todos los parlamentarios.

Algún investigador tendrá que estudiar si los proyectos que obtienen más votos a favor y ninguno en contra son al mismo tiempo los más costosos para la economía. Pero todo parece indicar que así es.

¿Significa esto que el populismo es inatajable en nuestra democracia?

Afortunadamente, no, por varias razones. Como ninguno de estos proyectos ha terminado su trámite legislativo, todavía hay tiempo para que el Gobierno ataje goles, así le cueste políticamente.

Como último recurso para enfrentar proyectos populistas y costosos está el acto legislativo 03 de 2011, que incorporó el criterio de sostenibilidad fiscal a nuestra Constitución. Este es el verdadero antídoto a la práctica de aprobar iniciativas que suenan bien frente al electorado, y que ningún congresista quiere votar en contra, pero que a la postre terminan siendo perjudiciales para todos porque no hay con qué pagarlas.

Pero lo ideal es no tener que llegar hasta allá. Si ganamos los partidos, pero no por goleada, a la larga nos iría mejor.

Más papistas que el Papa

Diario El Tiempo28 de junio de 2019

Nada más difícil que reducir el gasto público, sobre todo en un país como Colombia, donde, contra lo que generalmente se piensa, el Estado no es particularmente grande. Recortar es bastante popular frente a la opinión calificada, pero duro a la hora de la verdad, pues el problema del Estado colombiano no es de sobrepeso sino, más bien, de falta de músculo.

Difícil o no, la dieta después de que se desplomaron los ingresos fiscales con la caída de los precios del petróleo resultó efectiva: el gasto en funcionamiento e inversión del Gobierno Nacional se redujo de 16,8 % del PIB en 2013 a 15,6 % del PIB en 2018, que equivale a más de 12 billones de pesos de hoy. Pero esto ya es historia patria.

Hoy, las preocupaciones son otras. Se acaba de publicar el marco fiscal de mediano plazo, que traza la ruta de lo que será el manejo fiscal de la actual administración. No se viene un gran apretón del gasto: del 15,6 % del PIB en 2018 se espera bajarlo a 15,4 % del PIB en 2022. Esto es pragmático, pues reducir el gasto en adelante requiere recortar subsidios que tocan fibras muy sensibles social y políticamente. Por esa misma razón no creo en el ajuste más drástico que el Gobierno propone entre 2023 y 2029, pero eso es ya futurología.

Sin embargo, aunque el gasto cae poco en este cuatrienio, el Gobierno proyecta reducir fuertemente el déficit, de 3,1 % del PIB en 2018 a 1,6 % del PIB en 2022, en línea con la regla fiscal.

Para lograrlo necesita un aumento en los ingresos. ¿Pero cómo? ¿No han dicho todos los economistas que la reforma tributaria de 2018 va a reducir los ingresos del Gobierno a partir del año entrante? ¿Acaso el Gobierno no acaba de afirmar que no habrá más reformas tributarias?

Aquí es donde entra en escena la creatividad, mezclada con un poco de audacia y suerte.

La suerte proviene de las utilidades del Banco de la República. Al Gobierno se le apareció la Virgen con un cheque de 3 billones de pesos por año, cuando hasta hace poco lo que había era pérdidas. Pese que hay quienes han opinado en contra, contablemente son un ingreso del Gobierno y es correcto registrarlo como tal.

La audacia tiene que ver con las privatizaciones. Aquí, el problema tampoco es contable: es técnicamente correcto tratar la utilidad en la venta de activos (el valor de venta en exceso del valor en libros) como un ingreso del Gobierno. Pero es audaz porque el Gobierno está contra el tiempo si quiere enajenar activos como ISA o Ecopetrol para cuadrar la caja este año y el entrante. La experiencia enseña que se trata de procesos largos y contenciosos. Y, más allá de esto, al no ser una estrategia sostenible a la cual se pueda recurrir todos los años, las privatizaciones generan más preguntas que respuestas.

Pero lo verdaderamente audaz es suponer que hoy se pueden vender activos para convertirlos en plata de bolsillo y tener así con qué pagar las cuentas del Gobierno. El caso de Isagén, donde los ingresos de la venta se utilizaron para capitalizar la Financiera de Desarrollo Nacional y apalancar el programa 4G, y no para financiar el Gobierno, sentó un precedente.

Por último está la creatividad. Nadie ha comentado el artículo 245 del Plan Nacional de Desarrollo, que autorizó al Gobierno a pagar gastos corrientes de la salud con TES. No me refiero al de deudas viejas de la nación, como las sentencias, sino al pago de cuentas que corresponden a gastos de este año. Al pagarse directamente con TES, no se registran como gasto ni aumentan el déficit fiscal. Se estima que el Gobierno utilizará esta figura en un monto cercano a los 3 billones de pesos.

Esta mezcla de audacia, creatividad y suerte es la que le permite al Gobierno anunciar que va a sobrecumplir las metas fiscales y lograr en 2019 y 2020 un déficit inferior al que le fija la regla fiscal.

Si el objetivo es impresionar los mercados, no creo que se logre. Nadie va a agradecer ser más papistas que el Papa, especialmente si para lograrlo se tiene que incurrir en prácticas non sanctas.

Viajes presidenciales

23 de junio de 2019

Si hay algo que necesita Colombia es más presencia internacional en todos los escenarios posibles. Son tantos los estereotipos y caricaturas que se han tejido sobre nuestro país a lo largo de los años, y que se siguen alimentando –con series como Narcos, por ejemplo– que todo lo que se pueda hacer para mostrar una visión más equilibrada de nuestra realidad es poco. Nadie puede hacer mejor esa tarea que el propio presidente de la República, quien, en razón de su investidura, abre más puertas y convoca más atención que cualquier otro colombiano, por lo menos en círculos oficiales y empresariales. Y si se trata del presidente Duque, una persona que genera empatía y tiene experiencia en el escenario internacional, el país queda muy bien representado.

Por eso, los viajes presidenciales a los grandes foros económicos, como Davos, a las cumbres internacionales, o las invitaciones oficiales de otros gobiernos, siempre deben ser bienvenidos.

Dicho esto, hay unas reglas básicas que deben ser observadas. La primera de ellas es que las comitivas deben ser muy pequeñas. Además de ser lo responsable económicamente, es lo que esperan los anfitriones (por ejemplo, en Davos el presidente sólo puede ingresar al recinto acompañado de dos personas). Afortunadamente en esta materia los gobiernos han aprendido y ya no se ven los viajes al exterior con comitivas exageradas, tan características de otras épocas. En los organismos multilaterales hay incluso una máxima: a mayor el tamaño de la comitiva de un país, menor su nivel de desarrollo.

Una segunda regla de oro es que los viajes deben ser muy cortos. Una semana es mucho. Deben ser de máximo tres o cuatro días, a excepción de los viajes a Asia que normalmente duran una semana y de los cuales un presidente hace uno o máximo dos durante su gobierno.

Otra regla de oro es que debe haber plena coordinación entre lo que el presidente dice en el exterior y lo que los demás funcionarios dicen en el país. Esta semana, para citar un ejemplo, la vicepresidente Ramírez se fue lanza en ristre contra los diálogos que adelanta el régimen de Maduro con los delegados de Guaidó en Europa, justamente cuando el Presidente Duque se reunía con el presidente Macron para hablar de las posibles salidas a la crisis venezolana, entre ellas la vía diplomática que explora la Unión Europea. Ese tipo de descoordinación es inentendible e inaceptable, sobretodo porque la política exterior la debe manejar el propio Presidente, de la mano del Canciller.

La última regla de oro es para mí la más importante. Un presidente nunca debe ausentarse durante la semana en que termina la legislatura. La razón es obvia: como los colombianos dejamos todo para última hora, justamente es en esa semana cuando se decide la suerte de muchas leyes en el Congreso. Es el sprint final en el que hay que asegurar que ciertos proyectos se aprueben y otros se hundan.

Se puede hablar mucho de las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso, pero llegada la hora de la verdad nadie puede reemplazar al presidente. ¿Por qué? Primero, porque se requiere una gran coordinación al interior del Ejecutivo ¿Quién pone orden al trabajo de los ministros donde cada quien quiere ir de primero en el orden del día para luego desentenderse de todo lo demás? ¿Quién tiene la autoridad para llamar a los presidentes de Senado y Cámara para fijar inequívocamente las prioridades del Gobierno?

Hay quienes dirán que estamos en la era de las comunicaciones y que para eso existen los teléfonos celulares. No es cierto. Como dice el adagio, la cara del santo hace el milagro y son muchas las reuniones que se dan en la Presidencia de la República en esa recta final de la legislatura, donde un comentario o sugerencia del presidente a los líderes de las bancadas o a los ponentes de un proyecto de ley, hace toda la diferencia.

Pero hay un tema más de fondo. Según la Ley 5a, el Presidente de la República es el único que puede citar a sesiones extraordinarias al Congreso, función que no queda en cabeza del ministro delegatario cuando sale del país.

Esto quiere decir que si por alguna razón faltan días u horas para terminar el trámite de un proyecto de ley, sólo el presidente puede resolver el problema. Esto pasó esta semana cuando faltó tiempo para realizar la conciliación de la ley anticorrupción. Es curioso que muchas veces el amago de expedir el decreto “llamando a extras” es suficiente para terminar a tiempo.

Por todas estas razones ausentarse del país en esa semana, como la que acaba de pasar, no fue una buena idea.

Separándonos del lote

Diario El Tiempo14 de junio de 2019

Descontentos con las rentabilidades en Estados Unidos, y más ahora que la Reserva Federal se prepara para bajar las tasas de interés, los inversionistas internacionales están buscando su próximo destino. Quieren países medianamente grandes, bien manejados, predecibles y estables. La realidad es que no hay muchos candidatos, y Colombia tiene todos los ingredientes para ser uno de ellos.

Empecemos por la región. Todas las economías grandes de América Latina tienen algún pero. Tal vez, la única excepción es Argentina, en el evento de que Macri sea reelegido, pero eso está por verse. Aun así, Argentina tendrá que honrar sus compromisos con el FMI y hacer un ajuste fiscal tremendo, frente a lo cual los mercados tendrán un cierto escepticismo, o por lo menos cautela. Brasil y México, cada uno por razones diferentes, no despiertan entusiasmo. Perú tiene un serio problema de gobernabilidad, y las oportunidades de inversión en Chile son hoy en día más escasas y menos rentables.

Por una suma de malas decisiones y malos resultados, tampoco están interesados en Turquía, hasta hace poco un destino favorito y –por ende– competidor nuestro.

Colombia tiene las condiciones para ser el destino que está buscando el capital internacional. Entre otras razones porque la paz, pese a su politización interna, es un factor positivo para los mercados, por lo menos mientras no nos encarguemos de deshacerla.

Mejor dicho, la cancha está abierta para jugar uno de nuestros mejores partidos. Pero nos faltan unas decisiones. No me refiero a las grandes estrategias ni a cambios en la alineación. Me refiero a decisiones tácticas y rápidas, pues esto se va a decidir en los próximos seis meses.

La primera de ellas es que la Corte Constitucional revise la ley, sancionada por el Presidente en enero pasado, por medio de la cual nuestro país adhiere a la convención de la Ocde. Solo cuando ello ocurra seremos miembros plenos de dicha organización y comenzaremos a ver los beneficios de estar ahí. Uno de ellos es que los grandes fondos de inversión dedicados exclusivamente a países Ocde nos pongan en sus radares. Esto es particularmente relevante para el sector de infraestructura. Pero mientras no seamos miembros formales, no hay nada en firme.

Una segunda decisión táctica tiene que ver con el metro de Bogotá. Aunque en el papel se espera que la actual administración adjudique el contrato antes de las elecciones de octubre, en la práctica es muy posible que ello no ocurra. Si el relevo en la alcaldía significa demoras o, peor aún, retrocesos, pagaríamos un costo en actividad económica y credibilidad. Lo ideal es que los candidatos a la alcaldía se pongan de acuerdo en no utilizar el proyecto para hacer proselitismo.

La tercera decisión tiene que ver con el Congreso. No habrá forma de cumplir con las metas fiscales de 2020 sin un fuerte apretón de gasto. Como la ley de financiamiento introdujo normas que reducen los ingresos fiscales a partir del próximo año, el ajuste va a requerir echarles tijera a ciertos subsidios, pese al costo político. Si las cifras fiscales no son creíbles, hasta ahí llegaría nuestra aspiración de ser destino privilegiado de la inversión extranjera.

Por último, además de necesaria, la reforma pensional se ha convertido en un hito para los analistas, las calificadoras y los mercados en general, tal y como lo fue la reforma tributaria estructural de 2016, que elevó el IVA al 19 %. Pero, en el caso de las pensiones –y a diferencia de los impuestos–, no existen los consensos mínimos, ni dentro del Gobierno ni por fuera de él, para asegurar el éxito de una reforma. Por ello, el Gobierno debería dedicar los próximos meses a construir un acuerdo técnico mínimo, indispensable para iniciar el debate político. Esto, en sí mismo, daría un mensaje positivo y mostraría avance.

Como se ve, no estoy hablando de reformas estructurales, sino de un conjunto de decisiones puntuales, en manos de múltiples instancias que van desde la Corte Constitucional hasta los candidatos a la alcaldía de Bogotá.

Para ponerlo en términos ciclísticos, tenemos con qué despegarnos del lote y perfilarnos como un excelente destino para los inversionistas. Pero también es cierto que si nos descuidamos, aparecerían otros punteros.

El palo no está para cucharas

Diario El Tiempo31 de mayo de 2019

No hay frase más trillada que esa que muchos le atribuyen a Einstein y según la cual “si seguimos haciendo lo mismo, no podemos esperar resultados diferentes”. Aplicada a la coyuntura colombiana actual, llevamos meses atrapados en una conversación nacional sobre las objeciones a la JEP y el caso Santrich, y, en medio de un país polarizado, los resultados económicos han decepcionado, cuando todos esperábamos un repunte.

El palo no está para cucharas. Los aranceles anunciados por Trump a los productos mexicanos, hasta que el gobierno de Amlo haga algo para controlar la inmigración, son un acto de campaña que representa una amenaza para nosotros. En las elecciones en EE. UU., más temprano que tarde, el problema de las drogas entrará en escena, y, en ese campo, mientras sigamos en un debate interno sin ponernos de acuerdo sobre unos puntos básicos, tenemos una gran vulnerabilidad.

O pensemos en Brasil, donde se esperaba que con la llegada de Bolsonaro la economía experimentaría una recuperación. Ocurrió todo lo contrario. El crecimiento durante el primer trimestre fue de un mediocre 0,5 por ciento, por debajo del ritmo que traía en los últimos dos años. Esto es un campanazo, pues muestra que el capital político con el que arranca un nuevo gobierno no necesariamente se traduce en crecimiento si no viene acompañado de reformas tangibles y concretas.

Es decir, tenemos retos y no podemos esperar milagros. Este no es un problema del Gobierno, es de todos.

Un punto de partida, como lo ha planteado el Gobierno, es construir un pacto nacional. Pero no para insistir en las mismas ideas que nos tienen atrapados en la situación actual. Un pacto para hacer ajustes, de parte y parte.

El primer problema es la falta de gobernabilidad. Es un hecho que al Gobierno no le están saliendo bien las cosas en el Congreso, bien sea porque no le aprueban sus proyectos o porque cuando se los aprueban, vienen con normas que el propio Gobierno no comparte. Por ejemplo, si las cosas siguen como van, se aprobará el acto legislativo que le da al Congreso autonomía sobre el manejo del 20 por ciento del presupuesto, lo que sería el peor retroceso en el manejo fiscal colombiano. La única esperanza es que el senador Enríquez Maya no lo incluya en el orden del día de la Comisión Primera durante un par de semanas.

Cuando un gobierno no tiene las mayorías en el Congreso, aquí y en cualquier parte del mundo, debe construir una coalición. Tanto así que en las democracias parlamentarias, si el partido ganador no logra armar una colación mayoritaria se hace necesario convocar nuevas elecciones, como ocurrió esta semana en Israel. Nadie se rasgó las vestiduras en Alemania, ni acusó de corrupta a la canciller Merkel, cuando después de ganar las elecciones –pero no las mayorías en el Parlamento– hizo un acuerdo con los socialistas, a cambio de una representación de ese partido en sectores claves, como el Ministerio de Finanzas.

¿Por qué en Colombia el Presidente insiste en gobierno de partido, cuando su partido no le asegura las mayorías en el Congreso? ¿No sería mejor para el país un gobierno con representación de otros sectores políticos?

Pero el asunto no solo depende del Gobierno. Hay sectores moderados y de centro que leen el desgaste de la actual administración como una oportunidad para las próximas elecciones. Se equivocan. Si a este gobierno no le va bien, perdemos todos. Lo único que se logra es posicionar a las alternativas populistas de izquierda.

Pero el pacto nacional no solo debe ser de gobernabilidad. Debe estar edificado alrededor de tres principios fundamentales: la defensa de los acuerdos de paz, la sostenibilidad fiscal y el impulso al crecimiento económico incluyente.

Hay quienes sostienen que el pacto no es viable, pues la polarización es una estrategia calculada por sectores cercanos a la Casa de Nariño de cara a las elecciones de octubre. De ser así, lo único que hay que decir es que el Gobierno, y no necesariamente su partido, sería el gran perdedor.

Primero lo primero

26 de mayo de 2019

Estamos tan acostumbrados a criticar todo lo que ocurre en nuestro país que muchas veces no somos conscientes de nuestros propios logros. La política que se ha adoptado en Colombia para el desarrollo integral de la primera infancia es un caso de éxito, y así se reconoce internacionalmente.

La importancia de la inversión en la primera infancia está ampliamente documentada en la literatura económica. Raquel Bernal, reconocida economista colombiana, ha hecho contribuciones importantes a la evaluación y diseño de estos programas. En su último trabajo, realizado con Sara Ramírez del Minhacienda y publicado en World Development, muestra que los niños y niñas que reciben atención integral logran reducir en una tercera parte la brecha que existe en el manejo del idioma y las habilidades verbales (por ejemplo, el número de palabras que utilizan) frente a los de estratos socioeconómicos altos. Y esto para no hablar de otros efectos también muy positivos.

Esta semana tuve la oportunidad de participar en un Congreso Internacional sobre Calidad Educativa en la Primera Infancia realizado en Lima, patrocinado por diversos gobiernos y organismos internacionales. Me llamó la atención que los organizadores quisieran oír los planteamientos de un exministro de Hacienda, pero como lo dijeron ellos mismos, el éxito de Colombia en esta materia es atribuible a la confluencia de tres ingredientes: un plan bien diseñado, una buena coordinación entre las entidades responsables y, por último, el respaldo presupuestal, sin el cual el plan sería un documento de buenas intenciones.

Por cierto, hace poco en un foro en la Universidad de Columbia también tuve la oportunidad de escuchar a Janet Currie, profesora de Princeton y autoridad en esta materia, referirse en términos muy elogiosos a la experiencia colombiana. Destacó que nuestro país ha experimentado con diferentes modelos para atender a la primera infancia y tiene buenos datos. La variedad de programas, desde los Hogares Comunitarios hasta los actuales CDIs (Centros de Desarrollo Infantil) con costos y condiciones muy diferentes, es una mina de oro para el investigador y una fuente de experiencias para quienes en otras regiones y contextos quieren avanzar en esta materia. Es decir, Colombia es visto como un país serio, que experimenta, evalúa y, sobre todo, toma decisiones de política pública en función de la evidencia.

En esa misma línea, los participantes en la conferencia de Lima dejaron muy en claro que veían a Colombia como referente, en particular por la estrategia “De Cero a Siempre”, adoptada en 2011 y hoy convertida en política de Estado por medio de la ley 1804 de 2016. Hay que destacar el liderazgo de la Primera Dama que puso su foco y empeño en esta iniciativa. La creación de la Comisión Intersectorial fue un acierto pues le dio institucionalidad a la coordinación necesaria entre diversos sectores y agencias del gobierno que no siempre reman para el mismo lado. Además, la Comisión tiene dientes pues decide sobre el uso específico de la parte del impuesto de renta que pagan las empresas destinado a la primera infancia.

El compromiso presupuestal con estos programas fue evidente. Pese a que, desde 2015, por cuenta de la crisis petrolera la inversión publica cayó, los recursos asignados al ICBF aumentaron de $2,9 billones en 2010 a $6,3 billones en 2018. De este presupuesto, la parte que va a los programas para la primera infancia se multiplicó por cuatro, al pasar de $1 billón en 2010 a $4 billones en 2018. El Ministerio de Hacienda, dentro de la política de Austeridad Inteligente, tuvo claras las prioridades. También ayudó que, desde 2013, como parte del consenso político para desmontar los impuestos a la nómina, la ley le dio al ICBF una garantía fiscal excepcional pues se estableció que su presupuesto debe crecer, como mínimo, dos puntos por encima de la inflación cada año. Esa garantía vale oro en los momentos de estrechez fiscal, como los que tuvimos desde 2014.

Así se llegó a una cobertura de 1,3 millones de niños y niñas que hoy se benefician de la atención integral, más del doble de lo que había en 2010. Para este fin, a finales de 2018 se habían construido 257 CDIs. El Plan de Desarrollo sancionado ayer busca llevar el programa de atención integral a 2 millones de menores, con lo cual nos acercaríamos de la cobertura plena. Hago votos para que con el liderazgo de la Primera Dama se logren estos objetivos, que nos deben unir a todos los colombianos.

Desastres

Diario El Tiempo17 de mayo de 2019

Hay quienes sostienen que ya no existen los desastres naturales, pues en realidad todos los desastres son causados por los seres humanos. Esto, aunque es una exageración, no deja de tener algo de cierto, pues –para quienes creemos en la evidencia científica– las avalanchas, inundaciones y sequías se han agudizado con el cambio climático. Pero aun los más agnósticos estarían de acuerdo en que las pérdidas asociadas a los desastres dependen de nuestra propia preparación y capacidad de preverlos.

Esta semana se reunieron en Suiza, como lo hacen cada dos años, cientos de autoridades de todos los países del mundo que tienen precisamente la responsabilidad de reducir los riesgos de desastres. La principal conclusión es que la dimensión del problema es de tal magnitud, tanto para países ricos como pobres, que ya no es responsabilidad exclusiva de un puñado de funcionarios al frente de los organismos que manejan emergencias.

Han entrado en escena los ministerios de finanzas, como un actor protagónico.

Y hay buenas razones para ello: los desastres naturales son ahora de tal magnitud y frecuencia que pueden comprometer la estabilidad económica y fiscal de cualquier país. Lo más complejo es que los desastres ya no vienen solos. Es decir, hoy por hoy, es más probable que un país tenga que enfrentar –al mismo tiempo– sequías, inundaciones y tsunamis.

Hay dos formas de enfrentar este problema. La primera es atacar las causas, como el cambio climático. Esto significa reducir las emisiones de carbono, para lo cual no hay nada más efectivo que los impuestos a los combustibles fósiles, como lo hizo Colombia en 2016. También hay que diversificar la matriz energética, hoy excesivamente expuesta al riesgo de una sequía en nuestro país. Para ello, hace muy bien el Gobierno en promover la subasta de fuentes renovables no convencionales, como la energías solar y eólica, pese a que hay muchos intereses creados que tratan de impedir que esto ocurra.

Pero la segunda forma de estar preparados para los desastres es teniendo los recursos para enfrentar sus consecuencias. Esta es la función de los ministerios de Hacienda. En el pasado, los desastres se enfrentaron con impuestos temporales que, por cierto, a la postre se volvieron permanentes. Ese mecanismo es hoy altamente cuestionado, pues refleja imprevisión y genera problemas en otras áreas de la economía.

Hay mejores opciones. Por ejemplo, Colombia cuenta con una línea del Banco Mundial que permite desembolsar 250 millones de dólares cuando se declare una emergencia asociada a un desastre natural. Este mecanismo es bueno, pues ofrece recursos en el momento que se necesitan, pero no deja de ser una deuda que hay que repagar. Lo realmente deseable es recibir un pago como ocurre con los seguros.

Un buen ejemplo, adoptado por Colombia, y que hoy es referente en el mundo, es la emisión de los llamados ‘bonos catastróficos’, con los cuales los inversionistas que compran los bonos pierden el capital si llega a ocurrir un desastre. Como parte de una transacción realizada con los demás países de la Alianza del Pacífico, recibiríamos hasta 400 millones de dólares en caso de presentarse un terremoto de cierta intensidad. El paso siguiente es emitir un bono similar para cubrirnos de riesgos de carácter climático, como la Niña.

Sin embargo, nada nos blinda tanto como tener una mejor infraestructura. Las APP, como las 4G, pueden ayudar mucho en este sentido. En este caso, el Gobierno paga por la prestación de un servicio, así que le corresponde al inversionista construir la infraestructura con las especificaciones adecuadas y, por supuesto, asegurarla.

En cuanto a las obras públicas a cargo del Estado, el foco debe estar en reforzar la infraestructura existente, lo cual genera menos votos pero salva más vidas.

Una noticia positiva sobre la infraestructura

12 de mayo de 2019

El viernes pasado en la conferencia anual que organizan los estudiantes latinoamericanos de la Escuela Harris de Políticas Públicas de la Universidad de Chicago se habló mucho de infraestructura. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y las firmas calificadoras hicieron presentaciones sobre el estado del arte y los retos hacia adelante. A lo largo de la conferencia se enfatizó que todos los países de la región le están apostando fuerte a la infraestructura para enfrentar las mediocres perspectivas en materia de crecimiento económico. Es decir, lo que es un lugar común en el debate colombiano, también lo es en los demás países de América Latina. La gran conclusión de los analistas es que para pasar del dicho al hecho es indispensable tener un marco institucional sólido en el sector de infraestructura. Y pocos países lo tienen.

Pero hubo algo que me llamó poderosamente la atención. El BID mostró un cuadro en el que Colombia aparece como el país en América Latina y el Caribe que tiene el mejor arreglo institucional para desarrollar la infraestructura, incluso por encima de Chile. No creo que los colombianos seamos conscientes de lo importante que es esto.

Existen varios índices para medir las capacidades de los países para atraer inversión al sector de infraestructura. Por ejemplo, Infrascope (del Economist Intelligence Unit), evalúa la capacidad de los países para implementar las denominadas Asociaciones Público-Privadas (APPs) de una manera sostenible. Para ello, analiza las cinco etapas del ciclo de vida de un proyecto típico: 1) marco legal y regulatorio; 2) marco institucional; 3) madurez operativa; 4) clima de negocios e inversión; 5) facilidades de financiamiento. Su puntaje va de 0 (peor) a 100 (mejor). Según la última medición de este índice (2018), Colombia tiene el mejor puntaje en la región (76).

Un aspecto clave de los proyectos de infraestructura, tanto los que se hacen por obra pública como las APPs, es la contratación. Desde 2015, el Banco Mundial compara la calidad de dicha contratación a través del Índice BPP (Benchmarking Public Procurement) en 180 países, también entre 0 (por) y 100 (mejor). Aunque la región está lejos de los países con el mejor desempeño en esta materia, Colombia aparece como el país mejor clasificado en América Latina.

El Fondo Monetario Internacional también tiene su propia medición, denominada PIMA (Public Investment Management Assessment), que se concentra en la dimensión institucional.

Este índice ha sido adaptado y expandido para América Latina por el BID y se concentra en cuatro etapas en los proyectos de infraestructura: identificación, selección, implementación y evaluación. En este no estamos en el lote puntero, pero sí en el segundo grupo.

Estos resultados están en línea con los de Infracompass, que es una iniciativa del G20 a través del Global Infrastructure Hub (GIH) que identifica las áreas de política y las prácticas que deben mejorar los países para que las aspiraciones en infraestructura puedan convertirse en realidad, donde Colombia aparece altamente calificado en la planeación del sector.

Como está claro, América Latina todavía tiene mucho que mejorar para ponerse al nivel de las economías avanzadas, pero es estimulante que Colombia ocupe un lugar destacado en la región. Eso nos debe motivar para seguir avanzando en un sector donde, por un lado, los demás países nos ven como modelo y, por otra parte, el financiamiento está fluyendo, gracias entre otras razones, a la oportuna creación y capitalización de la Financiera de Desarrollo Nacional. Esta es una apuesta al desarrollo que tiene los ingredientes para que nos salga bien como nación.

Anexo el cuadro que presentó el BID:

Socialismo y neoliberalismo en crisis

Diario El Tiempo3 de mayo de 2019

El mundo vive una interesante paradoja. Aunque la polarización política es hoy una constante, las ideologías tradicionales están en crisis. Esto es particularmente cierto en América Latina, donde socialismo y neoliberalismo están moribundos.

Empecemos por el primero. Aunque hace ya 30 años, Francis Fukuyama, en su ensayo El fin de la historia vaticinó la derrota del socialismo-marxismo por el liberalismo democrático, cosa que efectivamente ocurrió en buena parte del mundo, en América Latina logró sobrevivir más de la cuenta gracias a la revolución bolivariana de Hugo Chávez.

Tres décadas después de la caída del muro de Berlín, y ante la peor debacle económica de nuestros tiempos y el sufrimiento del pueblo venezolano, el socialismo estatista, intervencionista y fiscalmente irresponsable está, afortunadamente, en su máximo desprestigio.

Pero si eso es cierto del socialismo, también es un hecho que el neoliberalismo perdió fuerza, después de haber sido el paradigma para seguir. Tuvo su apogeo en los años noventa, empaquetado en el llamado Consenso de Washington. Este decálogo de recomendaciones del FMI y la banca multilateral a los países en desarrollo sirvió para hacer reformas necesarias, como la apertura e independencia del banco central, pero se quedó corto como una estrategia de desarrollo.

La crisis del modelo neoliberal tuvo su origen en el mundo desarrollado a raíz de la gran recesión global de finales de la década pasada y del aumento de la concentración del ingreso y la riqueza que la precedió en buena parte de los países avanzados. A raíz de ello, la banca multilateral y el FMI perdieron confianza en sus recomendaciones y cambiaron de estrategia, empezando por darles mayor libertad a los países para escoger su propia ruta. Algunos, como Colombia, desde un comienzo habían adoptado lo conveniente del Consenso de Washington, como la estabilidad macroeconómica, incluyendo el control de la inflación y la disciplina fiscal, pero se habían apartado al añadir políticas que difícilmente pueden calificarse como neoliberales.

Por ejemplo, el Consenso de Washington no decía nada sobre la necesidad de reforzar la capacidad del Estado para reducir la desigualdad, o la creciente utilización de empresas estatales –como Ecopetrol– para impulsar el desarrollo de ciertos sectores. Poco aceptable para el neoliberalismo habría sido crear un banco público, como la Financiera de Desarrollo Nacional (FDN), para apalancar el desarrollo de la infraestructura. Y mucho menos priorizar la importancia de la sostenibilidad ambiental, algo que no aparece ni por las curvas del modelo neoliberal, en donde, en teoría, el mercado es capaz de responder todas las preguntas, cosa que evidentemente no ocurre.

El que el neoliberalismo haya dejado de existir, o no haya existido del todo en países como Colombia, no impide que se siga explotando políticamente, como cuando López Obrador, el día de su posesión, dijo que haría “todo lo necesario para abolir el régimen neoliberal”, y nuestros políticos de izquierda deciden no votar el Plan Nacional de Desarrollo (PND) porque representa la “continuidad de las políticas neoliberales de las últimas administraciones”. De hecho, el PND no es ni neoliberal, ni socialista ni tiene ideología alguna. Es un compendio de artículos que solo se pueden interpretar individualmente, unos buenos y otros muy malos.

Pero, si el neoliberalismo y el socialismo dejaron de existir, ¿ahora qué viene? El peligro es que pueden ser reemplazados por el populismo y la lucha de clases como herramientas de movilización política. Frente a esto, el único antídoto es la democracia deliberante y participativa, en la que el conocimiento se abra espacio frente a las respuestas siempre simples de las ideologías.

Secretaría general

26 de abril de 2019

“Servir al Presidente” (“To Serve the President”) es el título de un libro publicado por Brookings hace algunos años en el que se analiza el papel central que juega el Jefe de Gabinete o “Chief of Staff” en el gobierno de los Estados Unidos. Alguna vez le oí decir a Donna Shalala, ex-rectora de la Universidad de Miami, que su éxito para haber durado los ocho años en la Administración Clinton como secretaria de Salud era haber visitado todas las semanas al “Chief of Staff”.

En Colombia, curiosamente, poco se ha escrito por parte de politólogos o expertos en administración pública sobre su homólogo, el Secretario o Secretaria General de la Presidencia. Un cargo de enorme trascendencia para el gobierno, y por ende para el país. El asunto no es menor, precisamente ahora que el Presidente Duque se prepara para hacer un relevo.

Aunque en el papel el Secretario General es la persona que administra la Presidencia, en la práctica sus funciones van mucho más allá de ser el director de un Departamento Administrativo. Su principal función es mantener compacto al gabinete lo cual requiere de grandes habilidades interpersonales. Para ello debe asegurarse que la información fluya en todas las direcciones, lo cual es cada día más complejo y exigente por la cantidad de temas y la ubiquidad de las redes sociales. Pero las cosas no paran ahí, también debe tener conocimiento sobre los temas de fondo, especialmente aquellos que hacen parte del núcleo de la agenda del gobierno y, reflejar naturalmente, las preferencias del presidente.

Hay un código no escrito sobre lo que debe hacer un buen secretario general, pero también sobre lo que no debe hacer. La primera regla de oro es que no debe salir de la Casa de Nariño. Cuando la gente dice que los presidentes están atrapados en una jaula de oro eso realmente no es cierto. El que está atrapado en la jaula es el secretario general pues es quien está de turno 24/7. El secretario general no está para viajar con el presidente ni para salir en fotos. Está para cuidar la casa.

La segunda regla no escrita, aunque en otros países como Chile y México sí es un asunto formal, es que el secretario general debe liderar el comité de agenda, con el ministro del Interior y el ministro de Hacienda. La palabra clave en un gobierno es coordinación. Son muchos los frentes que hay que atender, el tiempo de los funcionarios es un recurso muy escaso, así que hay que delegar y distribuir tareas, además de unificar el mensaje.

Con todo, la función más difícil de un secretario general es la de limar asperezas al interior del gobierno. Como en toda actividad humana, y más en un deporte de contacto como es el ejercicio de la política, en los gobiernos es natural que haya conflictos. Estos surgen de responsabilidades compartidas donde las personas no tienen siempre la misma visión, o de decisiones de un funcionario que invaden la órbita de otros, lo cual es cada día más frecuente por la interdependencia de los temas. Además de ser el amigable componedor por excelencia, el secretario general debe tener mucho carácter pues otra función es ser el ‘malo de la película’ para reclamar y confrontar a quien no este dando los resultados esperados y, por supuesto, de tiempo en tiempo pedir las renuncias correspondientes.

Lo que hace particularmente difícil encontrar la persona ideal es que, como se ve, requiere un perfil muy elevado, pero al mismo tiempo discreto y silencioso hacia el exterior. Es decir, tiene la máxima cercanía al presidente y cuenta con más información que cualquier otro miembro del gabinete, lo cual lo hace muy poderoso. Pero no debe ostentar ese poder pues rivalizaría con el propio presidente. En resumen, la dificultad en encontrar la persona ideal es que además de tener un alto nivel debe estar dispuesto a sacrificar sus aspiraciones personales, por lo menos mientras esté en el cargo.

A lo largo de los años he tenido el privilegio de trabajar con extraordinarios secretarios y secretarias generales de la presidencia que han ayudado a definir el perfil del cargo y su trascendencia para Colombia. Ojalá ellos, algún día, escriban sobre sus propias experiencias. Mientras ello ocurre simplemente le deseo el mayor de los éxitos al presidente Duque para identificar la persona que ocupará el cargo. Su gobierno se juega mucho con esa decisión.

Café y política

Diario El Tiempo19 de abril de 2019

“Colombia es café o no es” fue la frase que acuñó el senador antioqueño Ñito Restrepo al filo del siglo XIX, y hoy sigue vigente pese a que la economía se ha diversificado y el café ya no pesa tanto en nuestras exportaciones. Aunque en el país económico el petróleo es el protagonista, en el país político el café sigue reinando.

Las 600.000 familias cafeteras representan cerca de 2 millones de votos y son capaces de inclinar las elecciones en una u otra dirección. El mejor ejemplo son las últimas elecciones, pues el presidente Duque no estaría en la Casa de Nariño sin el voto cafetero. Fue ese voto el que le permitió contrarrestar los malos resultados en Bogotá y las regiones Caribe y Pacífico.

Hace 30 años, el politólogo de Harvard Robert Bates explicó con elocuencia cómo ese voto cafetero, tradicionalmente de centro, había sido el artífice de las instituciones económicas colombianas. Los cafeteros fueron los grandes defensores de la estabilidad macroeconómica del país. Los gobiernos, tanto liberales como conservadores, le respondían al electorado cafetero manejando la economía con pragmatismo, ahorrando durante las épocas de bonanza para tener con qué sobrellevar las destorcidas del mercado. Por eso, según Bates, Colombia se manejó desde el centro, ajena a las modas, bien sea que vinieran de la escuela de Chicago o de la Cepal.

Pero las cosas han cambiado. Las preferencias de los cafeteros han evolucionado, y la institucionalidad cafetera así lo refleja. En la medida en que la producción de café ha migrado hacia departamentos como Huila, Cauca y Nariño, con mayores niveles de pobreza, el votante cafetero hoy tiene más necesidades económicas y reclama un mayor aporte del Gobierno. Sus representantes en las instituciones cafeteras –elegidos a voto limpio– no vienen a Bogotá a hablar de la estabilidad macroeconómica. Vienen a pedir ayuda del Gobierno. Y, como en cualquier democracia, no se reeligen si no logran resultados.

Esta situación se vuelve explosiva cuando los precios internacionales están por el piso, como ocurre ahora.

El primer paso debe ser mejorar los precios internacionales del grano. Pero pensar que esto se puede lograr retirando el café de Colombia de la Bolsa de Nueva York es un error. Estaríamos cediendo el mercado a nuestros competidores, y nadie puede asegurar que por fuera de la bolsa nos van a pagar más. De hecho, puede ocurrir todo lo contrario.

Si se trata de mejorar el precio internacional, hay que romper el paradigma actual y volver a crear un frente de productores que actúe coordinadamente. No es fácil, pero tampoco imposible.

Una alternativa quizás más prometedora es aplicar las tecnologías financieras, como el blockchain, a la cadena del café, eslabón por eslabón, desde la finca hasta el punto de venta al consumidor. Siempre será mejor que se sepa que el caficultor recibe solo el 3 por ciento del precio final pese a ser el eslabón más importante de la cadena. La información será la gran aliada de los caficultores, en un mundo más interconectado y preocupado por la sostenibilidad ambiental y social. Y si algo tiene la caficultura colombiana, es que puede dar ejemplo en estas materias.

Después de la caída en la bolsa, es bueno que se visibilice que quien produce ese café no logra cubrir costos. Hoy por hoy, el consumidor no tiene la más remota idea de que esto está ocurriendo.

Volviendo al país, el riesgo es que el café deje de ser el factor que aglutina las fuerzas políticas alrededor del centro. Esto puede ocurrir si los cafeteros se inclinan hacia las propuestas populistas, como resultado de expectativas infundadas o de promesas incumplidas.

El Gobierno, y en especial su partido, tiene una gran responsabilidad para evitar este escenario. Algunos de sus líderes siguen prometiendo soluciones que no tienen viabilidad. Es mejor hablar con claridad y comprometerse con lo que se puede. Lo contrario es exponerse a que los caficultores, desencantados y descontentos, muevan la balanza política hacia los extremos. El partido de gobierno en vez de inflar las expectativas debe ayudar a matizarlas.

Cambios energizantes

14 de abril de 2019

Esta semana se realizó la conferencia anual del Center on Global Energy Policy de la Universidad de Columbia, que según Daniel Yergin, el afamado ganador del premio Pulitzer y autoridad mundial en temas energéticos, se ha posicionado en muy poco tiempo como uno de los principales centros globales de discusión y análisis del sector.

El punto de partida de cualquier conversación sobre este es tema es, sin duda, el espectacular aumento en la producción de hidrocarburos en los Estados Unidos. No solo por lo que ha significado para la economía, especialmente en las zonas productoras, sino por la influencia que ejerce sobre la política exterior norteamericana. Un buen ejemplo son las sanciones a Venezuela, que hace unos años habrían sido impensables por el temor a afectar la oferta mundial de crudo. Hoy ya no. La cómoda posición de los Estados Unidos como exportador neto le ha dado grados de libertad adicionales, lo cual se refleja en su actitud frente a otros países, como Rusia e Irán.

Esto va de la mano del papel que tendrán las grades petroleras americanas, las llamadas supermajors, que hoy se encuentran en plena expansión. Esta semana se anunció la compra de Anadarko –una empresa mediana con importantes bloques en el off-shore colombiano—por parte de Chevron, que ilustra cómo avanza la consolidación en un sector que cada día requiere más capital. Después de una década en la que las compañías llamadas “independientes” jugaron un papel protagónico, especialmente en los no convencionales, ahora vendrá una nueva fase dominada por las grandes.

Esto no es necesariamente malo pues estas compañías tienen un mayor escrutinio por parte de sus accionistas y diversos grupos de interés, lo que exige mejores prácticas en todos los frentes. Un buen ejemplo son las iniciativas para ser carbono-neutrales en la producción de petróleo, algo en lo que varias empresas, entre ellas Ecopetrol, están comprometidas.

Pero lo que queda claro es que el mundo sin hidrocarburos no es todavía imaginable. En Estados Unidos, por ejemplo, circulan 100 millones de vehículos, de los cuales apenas 1 millón –es decir el 1%– utiliza la electricidad como fuente de energía. Y de ese total, la mitad se encuentra en California, un estado con una conciencia ambiental extraordinaria que además otorga grandes incentivos a las energías limpias.

Los vehículos eléctricos son todavía demasiado caros e imprácticos pues las baterías duran poco y no hay suficientes puntos de cargue disponibles (5.000 en todo Estados Unidos). Además, el gobierno tiene que subsidiar toda la operación a un costo excesivo por tonelada de CO2 ahorrada.

La gran expectativa está en la innovación, algo en lo que trabajan las universidades dedicadas a la investigación, para el desarrollo de baterías que permitan acumular más energía y que tarden menos tiempo en cargarse. Los profesores de Stanford y Columbia que participaron en la conferencia dicen que en cinco años tendrán la batería que permitirá masificar los vehículos eléctricos. Pero no estamos ahí todavía.

Y hablando de innovación, hoy todas las miradas están puestas en el desarrollo de tecnologías para capturar y almacenar CO2. Más que la misma reducción de emisiones, esta posibilidad es vista hoy como la verdadera solución al calentamiento global. Aunque hay mucho entusiasmo al respecto, no se puede bajar la guardia en la reducción de emisiones pues por ahora es la única alternativa viable para frenar el aumento de dos grados centígrados en los próximos 50 años.

En esa línea, hoy el mundo aplaude el ejemplo de países de ingreso medio alto como Colombia que han adoptado el impuesto al carbono, mientras que países avanzados como Estados Unidos no lo han hecho. Los países emergentes hemos asumido el reto de tener matrices energéticas más balanceadas, estimular las fuentes renovables no convencionales y penalizar la emisión de carbono. Este es un campo en el que Colombia, y otros países de la región como Chile, pueden dar algunas lecciones a los gobiernos de países “avanzados”.

Contrasentidos

Diario El Tiempo6 de abril de 2019

Imagínese una empresa que tiene dos unidades con contabilidades diferentes, cada una con sus propios procesos de presupuestación y ejecución. En la primera unidad, la empresa siempre da pérdidas porque los ingresos no alcanzan a cubrir los gastos. En la otra hay unos grandes excedentes, no solo porque los ingresos son altos sino porque la capacidad de ejecución es baja.

El problema es que cuando los bancos evalúan el negocio, solo miran el área deficitaria y le asignan una mala calificación a toda la empresa. La situación es tan preocupante que la asamblea de accionistas decidió, por estatutos, ponerle un tope decreciente en el tiempo a las pérdidas de dicha área.

Esto es un contrasentido, pues a las dos áreas fusionadas les iría mucho mejor.

El mayor problema es que la empresa se llama Estado colombiano.

La primera unidad es el Gobierno Nacional, cuyo déficit será este año cercano a $ 27 billones, o 2,7 % del PIB. Existe un compromiso legal de reducir ese déficit a 1,4 % del PIB en 2022. Sin embargo, como no está claro de dónde surgirán ingresos adicionales o qué gastos se pueden recortar, las calificadoras tienen dudas de que esta meta se pueda cumplir.

De hecho, hay rumores que podrían bajar la calificación soberana de BBB a BBB- que, aunque todavía es grado de inversión, significaría tasas de interés más altas para toda la economía y además un serio problema para el sector empresarial porque ese sí –por efecto dominó– perdería el grado de inversión. Lo que esto significa es que un importante grupo de inversionistas que hoy compran papeles de las empresas colombianas dejaría de hacerlo.

Este es un escenario que debe evitarse a toda costa.

La segunda unidad del Estado, que es de las regiones, se llama Sistema General de Regalías (SGR). Está nadando en recursos: tendrá disponibles entre 2019 y 2020 nada menos que 30 billones de pesos, para de ahí en adelante recibir un estimado de $ 9 billones al año. Estas cifras contrastan con su capacidad de ejecución. En buenos proyectos, bien estructurados y de alto impacto regional, el sistema no logra invertir más de $ 5 billones al año, que es lo que en promedio ha hecho desde que se creó.

En sana lógica, la unidad superavitaria debería asumir algunos programas que hoy están a cargo del área deficitaria. En concreto, el SGR debería pagar ciertas inversiones que son eminentemente territoriales y hoy corren por cuenta del Gobierno Nacional. Un buen ejemplo es el llamado PAE o Plan de Alimentación Escolar, que tiene un costo anual de $ 1,1 billones. Pero hay muchos más, como las universidades y la atención a la primera infancia, entre otros.

Muchos economistas no están de acuerdo en que las regalías, provenientes de recursos no renovables, se utilicen para cubrir gastos recurrentes. Estas preocupaciones son infundadas. Primero, porque en la distribución de las regalías se puede establecer que estos programas tengan un tope (digamos de $ 3 billones al año) y sean los primeros en recibir recursos, lo cual asegura que siempre tendrán financiamiento. Segundo, porque con mayor nutrición, educación y salud se construye capital humano, que es una buena forma de invertir los recursos de las industrias extractivas.

Pero el asunto no es técnico, sino político. Esto requiere una reforma de rango constitucional. El Gobierno acaba de radicar una, pero con otro propósito: aumentar las regalías directas que reciben los productores.

¿No es más importante asegurarles a todos los niños y niñas de Colombia su alimentación y atención integral, al tiempo que se consolida la calificación BBB de la nación, antes que duplicar o triplicar las regalías que reciben unos pocos departamentos? Vale la pena que el Congreso le dé un buen debate a lo que acaba de radicar el Gobierno.

Cambios a la Regla Fiscal

31 de marzo de 2019

El viernes pasado se conoció el acta del Comité Consultivo de la Regla Fiscal que sesionó la semana anterior. En plata blanca, después hacer las sumas y restas tanto de los mayores gastos por la migración de Venezuela como de los ingresos petroleros adicionales que tendrá el gobierno este año, el Comité autorizó un mayor déficit fiscal durante 2019 y 2020, frente a la trayectoria que se había definido en su reunión de hace un año.

En concreto, el déficit del gobierno ya no será 2,4% del PIB este año, sino 2,7% del PIB, esto es $3 billones más. Para 2020 se acordó un déficit de 2,3% del PIB, marginalmente mayor que el fijado hace un año. Las metas fiscales no cambiaron para 2021 y 2022, año en el que el déficit fiscal deberá haberse reducido a 1,4% del PIB.

El mayor espacio fiscal para 2019 le debió haber llegado como una bocanada de aire fresco al gobierno. La razón es simple: en el trámite en el Congreso, el presupuesto se adicionó en $14 billones sin contar con los recursos para ello. A renglón seguido buscó las fuentes a partir de la ley financiamiento que, como es bien sabido, no logró obtener los recursos que se buscaban. Es decir, por incrementar el presupuesto, el gobierno acabó desfinanciándolo. Claro que el daño habría podido ser mayor si las partidas incorporadas al presupuesto hubieran sido los $25 billones que el nuevo equipo dijo, en un comienzo, le faltaban al presupuesto.

Debido a que la ley de financiamiento se quedó corta, el Ministerio de Hacienda tuvo que aplazar la mayor parte de los $14 billones adicionados. El Comité Consultivo le tiró un salvavidas al gobierno pues ahora podrá proceder a descongelar partidas a un mayor ritmo. Es decir, la decisión del Comité ayudará a cubrir el faltante que dejó el trámite de la ley de presupuesto y su apéndice, la ley de financiamiento.

Tal vez lo que más llama la atención de este episodio es que las decisiones actuales contrastan con las del gobierno anterior, al que la entonces oposición, calificó de derrochón e irresponsable. Hay que recordar que entre 2012 y 2018 cumplió al milímetro con la Regla Fiscal y el único momento en el que el Comité se apartó de la metodología adoptada fue en 2016, pero no para hacer más laxa la meta como ocurrió ahora, sino para hacerla más estricta. En la recta final, el déficit fiscal bajó de 4% del PIB en 2016, un año en el que no hubo ingresos petroleros, a 3,1% del PIB en 2018.

Pese a esto, el mayor espacio fiscal para este año no es una mala idea. Haciendo caso omiso de la estrategia utilizada por el gobierno para llegar a este punto, hay que decir que la decisión del Comité de tolerar un poco más de déficit en 2019 no es necesariamente cuestionable. No creo que un déficit este año de 2,7% del PIB, y no de 2,4% como estaba previsto, haga daño. Ahí no está el problema.

El problema es otro. Donde las calificadoras se van a detener es en la estrategia de mediano plazo. La senda aprobada el viernes pasado establece que el déficit fiscal debe bajar de 2,7% del PIB en 2019 a 1,4% del PIB en 2022, justo cuando los ingresos del gobierno caerán en 0,8% del PIB por cuenta de los menores impuestos a las empresas aprobados en diciembre pasado. Si se cae la sobretasa al sistema financiero, como seguramente ocurrirá, la disminución de ingresos fiscales podría ser aún mayor.

Esto significa que para lograr los objetivos el gobierno tendría que reducir el gasto en cerca de 2% del PIB, lo cual no es viable pues significaría acabar con la totalidad de la inversión pública. Como el discurso da para todo, el gobierno podrá decir que lo logrará con medidas de austeridad, pero las calificadoras, que conocen bien la realidad, saben que eso no es posible.

El gobierno debe plantear su estrategia, que de seguro tendrá que considerar nuevas fuentes de ingresos, en el Marco Fiscal de Mediano Plazo que por ley se debe presentar el 15 de junio. Pero la prudencia sugiere que es mejor hacerlo antes, y pronto, con el fin de evitar reacciones por parte de las calificadoras y los mercados que hoy miran con escepticismo la posibilidad de cumplir con la Regla Fiscal en los próximos años.

América Latina, en problemas

Diario El Tiempo22 de marzo de 2019

En septiembre de 2010, el semanario The Economist publicó un suplemento especial sobre la situación de América Latina. El tono no podía ser más positivo. La región culminaba una década de oro en prácticamente todos los países, tanto aquellos gobernados por la izquierda como por la derecha. Tal era la euforia que la carátula llevaba el mapa del hemisferio occidental con el Cono Sur apuntando hacia arriba, con el siguiente mensaje: “El patio trasero de nadie. El surgimiento de América Latina”.

Eran otros tiempos. Hoy, las perspectivas son menos eufóricas, por no decir que un tanto lúgubres. Por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional considera que las perspectivas de crecimiento para América Latina durante los próximos cinco años son apenas la mitad en comparación con el conjunto de economías emergentes y en desarrollo. Con un crecimiento esperado de solo 2,5 % por año, nuestra región crecerá menos que África, el Medio Oriente y Asia, que se espera crezca a un 6,4 %, no solo por el efecto de China e India, sino también por países como Indonesia, Malasia, Filipinas, Tailandia y Vietnam.

Y eso no es lo más grave. Resulta que este menor crecimiento no parece ser un fenómeno coyuntural, sino que tiene raíces profundas. Los técnicos han concluido que en prácticamente todos los países de la región el crecimiento “potencial”, es decir ese crecimiento que es sostenible y que no genera presiones inflacionarias, ha caído en aproximadamente un punto porcentual. Esto quiere decir que, por ejemplo, si Chile antes podía crecer al 4 % por año, ahora solo lo podrá hacer al 3 %. O Perú, que antes crecía al 4,5 %, en adelante ya no logrará nada mejor que 3,5 %. Este efecto se repite de país a país con sorprendente coincidencia, Brasil y Colombia incluidos.

Pero ¿qué pasó? ¿Por qué América Latina perdió fuerza? La explicación convencional es que bajaron los precios de los productos básicos que exporta la región. Esto es cierto, pero no es suficiente. De hecho, los precios de los commodities son hoy menores que hace cinco o diez años, pero siguen siendo mucho más altos que los de los años noventa, cuando la región crecía más rápido. Hay algo más.

Un factor importante son las perspectivas de la economía china, cuyas importaciones se están desacelerando a un ritmo preocupante. Después de crecer a tasas de dos dígitos, ahora solo lo hacen al 6 % y se espera que en cuatro años solo crezcan al 4 %. Esto es grave porque China es el principal mercado de destino para un amplio grupo de países latinoamericanos. Y esto es lo previsto en un escenario sin guerra comercial. Si dichas tensiones aumentan, China crecerá menos y tratará de exportar a otros países lo que no pueda vender en Estados Unidos, presionando los precios de sus productos a la baja, en detrimento de nuestra industria.

Otro factor potencialmente negativo para América Latina es la llamada cuarta revolución industrial. La robotización y la inteligencia artificial tienden a reemplazar los trabajos menos calificados, de los que tenemos más, antes que los más calificados. Esto quiere decir que estamos expuestos a perder puestos de trabajo a un mayor ritmo que las economías avanzadas.

Como el panorama no es alentador, cabe entonces preguntarse qué hacer. Lo primero es reconocer que no estamos en condiciones de abundancia. Eso debe atemperar muchos de nuestros debates internos. Las llamadas reivindicaciones, deudas históricas o aspiraciones tienen que modularse. Lo segundo es impulsar una agenda reformista, que no es sinónimo de beneficios tributarios. Esta agenda implica, por ejemplo, seguir dándole competitividad a la mano de obra, bajando aún más los impuestos sobre la nómina y dándole la máxima prioridad a la calidad de la educación por encima de otros propósitos loables.

Una reflexión adicional tiene que ver con las industrias extractivas, muy criticadas y, en algunos casos, con razón, como puso en evidencia la tragedia en Brumadinho, en Brasil. Pero hay una realidad inobjetable: tenemos recursos mineros y energéticos en abundancia, y debemos aprovecharlos cada día con estándares más altos de transparencia y responsabilidad social y ambiental. Ahí está una primera oportunidad para mejorar los lúgubres escenarios de crecimiento que hoy tiene nuestra región

Malos hábitos

Diario El Tiempo22 de febrero de 2019

Nada más difícil que liberarse de un mal hábito. O, como lo dijo Dostoievski en una de sus muchas frases célebres, “la segunda mitad de la vida del hombre está hecha de nada más que los hábitos adquiridos durante la primera mitad”. Los gobiernos, por cierto, también adquieren malos hábitos. El actual, afortunadamente, está todavía a tiempo de evitar uno que le puede hacer mucho daño. Es el hábito de anunciar una cosa y hacer otra.

El libreto es más o menos el siguiente. Un funcionario del alto Gobierno, normalmente con responsabilidades económicas, anuncia una medida necesaria, correcta y, casi que por definición, impopular. La reacción política no se hace esperar, encabezada por el partido de gobierno. El Gobierno cita una reunión de su bancada en la que los parlamentarios dicen que no apoyan la medida, pues es inconveniente y, por supuesto, impopular. Terminada la reunión, el Presidente anuncia que la medida no va, o que por lo menos hay que ponerla en el congelador, y los ministros regresan a sus despachos con la tarea de buscar otras fórmulas. Lo interesante es que es entre el primero y el último acto trascurren horas o a lo sumo unos pocos días. Esto ha pasado con el IVA, los subsidios de la energía eléctrica, la venta de activos, reforma pensional y otras medidas a las que inicialmente se dice que sí, pero después que no o, por lo menos, que por ahora no.

Alguien debe estar pensando que esta estrategia tiene un dividendo político, pues de lo contrario no se haría así. En sana lógica, el Gobierno se debería reunir primero con su bancada, acordar lo que haya que acordar, y después hacer los anuncios. Pero los estrategas políticos deben estar recomendando que lo mejor es que los funcionarios del Gobierno propongan las medidas impopulares, para que luego el partido o el Presidente las hundan. Alguien pensará que así se gana respaldo en las encuestas. Nada más equivocado. Si algo quiere el electorado es consistencia y no bandazos. Lo que termina pasando es que el Gobierno y su partido muestran poca coordinación y el Gobierno se queda ‘con el pecado y sin el género’.

Además, descabezar las medidas necesarias y responsables porque son impopulares no es lo que debe hacer un gobierno. Criticarlas es un lujo que se puede dar la oposición, algo que en su momento el actual partido de gobierno supo aprovechar muy bien. Pero una cosa es gobernar y otra, criticar.

Pero, más que un juicio de valor sobre lo que debe hacer o no hacer el Gobierno por razones políticas, el asunto es de conveniencia para el país. Si el Gobierno se guía por lo que resulta popular, es decir, por aquello que da un mayor dividendo en las elecciones de octubre próximo, se va a equivocar.

La historia está llena de casos de medidas que inicialmente no gustan y generan rechazo, pero con el tiempo se ven de otra manera. La austeridad fiscal es un excelente ejemplo. En un libro que acaba de publicarse, el profesor Alberto Alesina, de Harvard, muestra cómo las estrategias de austeridad inteligente, como la que adoptó Colombia, pese a ser impopulares, generan expansiones económicas que a la postre le dan un dividendo político. Mejor dicho, las cosas no son como aparecen a primera vista, y los gobiernos son los responsables de poner la mira no en el hoy sino en el mañana.

Pensar que se puede gobernar solo a punta de medidas populares es un gran error.Basta con mirar a Venezuela, el mayor desastre económico de nuestros tiempos, donde queda probado el punto que la mayor impopularidad posible es la que surge de la suma de subsidios, precios regulados, aumentos exagerados del salario mínimo y otras medidas que, en su día y hora, resultaban populares.

Volviendo a Colombia, con el foco puesto en el mediano plazo –y no en el cortoplacismo de las elecciones de octubre–, el Gobierno debe acabar con el mal hábito de dar reversa cada vez que su partido le reclama. Claro, esto no será posible mientras el partido no acepte la dura realidad de que gobernar es más difícil que criticar.


Coherencia 1, demagogia 0

Diario El Tiempo08 de febrero de 2019

En medio de los acalorados debates que acaparan la atención en nuestro país, el Ministerio de Hacienda publicó hace ocho días una cifra que pasó completamente desapercibida, incluso en los medios especializados. Al presentar su plan financiero, el Gobierno anunció que el déficit fiscal fue 3,1 % del PIB en 2018. Esto significa que se cumplió cabalmente con la Regla Fiscal, tal y como ha ocurrido año a año desde 2012, cuando entró en vigor este mecanismo que le impone un techo al déficit del Gobierno.

Es especialmente importante que esto haya sido así, entre otras razones porque al tratarse de un año electoral, más que en una ‘doble paternidad’ de dos gobiernos que tienen que compartir la responsabilidad, las finanzas públicas pueden caer en una cierta orfandad propicia para las recriminaciones. Lo que muestra es que hubo compromiso, tanto de la administración saliente como de la entrante, en lograr una reducción del déficit que, por cierto, no era fácil en un año en el cual los que salen quieren cerrar con broche de oro y los que llegan, ‘picar en punta’.

Para el logro de la meta de déficit fue indispensable que, en marzo pasado, en plena recta final de gobierno, el consejo de ministros, con algo de dolor pero con mucha responsabilidad, aprobara congelar más de dos billones de pesos en partidas que ya tenían aprobadas los ministerios. Esto permitió que los gastos del Gobierno en 2018 fueran los más bajos desde 2012. O, para ir más atrás y tener un punto de comparación, los gastos del Gobierno el año pasado fueron un punto del PIB –10 billones de pesos– menores que los de 2009. Por eso, quienes digan que en Colombia no hubo ajuste del gasto lo tienen que hacer a punta de discursos y no de cifras.

El cumplimiento de la regla fiscal muestra que, más allá de los acalorados debates que caracterizan el país político, en el país económico hay una cierta continuidad y coherencia. Las metas, y hasta cierto punto las estrategias, se comparten, así haya tácticas y estilos diferentes. Esto se debe, en parte, a que existe un grupo de funcionarios que trascienden los gobiernos, se han formado para el manejo técnico e idóneo de la economía, sin color político. Pero lo más importante es que esto le conviene al país.

Cuando el país político quiere tomar las riendas del debate económico, las cosas generalmente salen mal. Esto le ocurrió, por ejemplo, al partido de gobierno. Sus voceros en el Congreso persistieron en su estrategia llena de demagogia, aunque ya habían ganado las elecciones y estaban gobernando. Se dispararon un tiro en el pie al cacarear, sin una cifra, que la economía estaba en una profunda crisis. Los mismos empresarios le pidieron a la Casa de Nariño que interviniera para que dejaran de hablar de la debacle económica. Y con toda razón. Los niveles de confianza de los consumidores cayeron en picada desde agosto, y en diciembre ya mostraban un nivel preocupante. Aparentemente, el llamado de atención de los empresarios tuvo efecto, pues tanto el discurso politiquero como el pesimismo se han moderado.

Por cierto, en el documento divulgado por el Gobierno la semana pasada se proyecta un aumento del gasto público para este año, lo que invalida por completo la tesis según la cual el Gobierno gastaba en exceso. Ojalá los ingresos permitan financiar ese mayor gasto y el Gobierno pueda cumplir sus metas, incluyendo la regla fiscal, que es bastante exigente.

Y hablando de la regla fiscal, algo que ya tienen cerca de 90 países, el FMI y el Banco Mundial consideran que la regla colombiana es una de las mejores, lo cual también les hace homenaje a todas las personas que trabajaron en varios gobiernos en su diseño y adopción. Esto no quiere decir que sea perfecta, pero sí que cualquier cambio hay que pensarlo muy bien. Entre otras razones, porque algo que contribuye a su prestigio es que en Colombia la regla fiscal se cumple, no como en otros países, notablemente los europeos, donde es un saludo a la bandera. Colombia, desafortunadamente, no se puede dar ese lujo.

Y después de Maduro, ¿qué?

Diario El Tiempo25 de enero de 2019

Puede ser pensar con el deseo, pero las marchas del jueves pasado en Venezuela me dejaron con la idea de que el fin de la era Maduro está cerca. Las imágenes de los ríos humanos son impactantes, pero quizás aún más impresionante fue la actitud de la Policía, que no reprimió la protesta, sino que –como se ve en un video en Barquisimeto– la apoyó.

La cohesión que ha mostrado la oposición, dividida y fracturada en el pasado, es la principal razón para el optimismo. Cerrar filas alrededor de Juan Guaidó, personaje poco conocido por fuera de Venezuela hasta hace unas semanas, ha sido decisivo. También lo es el respaldo internacional. Por ejemplo, el BID, en cabeza de su presidente, indicó que está dispuesto a apoyar financieramente el nuevo gobierno, lo cual es audaz dado que algunos de sus miembros –como México y Bolivia– todavía respaldan a Maduro.

El Gobierno colombiano, aunque esperó a que Estados Unidos hiciera el guiño, hizo lo correcto. Reconocer a Maduro es apoyar una dictadura opresiva que ha causado la peor crisis humanitaria que se haya vivido en América Latina. Y no solo eso, como se evidencia en las investigaciones adelantadas por la Uiaf en nuestro país, se trata de una dictadura corrupta dispuesta a robarse los recursos del pueblo.

Pero si el fin de Maduro se acerca, es imperativo pensar qué viene ahora. La población, desnutrida y enferma, requiere un programa humanitario de emergencia. Pero también es urgente la reconstrucción del aparato productivo que está en ruinas. Hace mucho tiempo no se invierte. Las fábricas pasaron a ser bodegas desocupadas.

La Venezuela de después de Maduro va a requerir grandes cantidades de recursos. En un trabajo realizado el año pasado estimamos que en un tiempo muy breve se necesitarán, por lo menos, 60.000 millones de dólares para importar alimentos y medicamentos, al igual que materias primas y maquinaria para poner en marcha el aparato productivo.

Por mucho tiempo, el Gobierno le dio prelación a pagarles a los acreedores y no a alimentar al pueblo. Ahora serán los acreedores quienes tendrán que esperar. La China, por ejemplo, no podrá recuperar todo lo que le ha prestado a Venezuela. Pero tampoco lo harán los especuladores de Wall Street que han comprado bonos del Gobierno o de PDVSA con enormes descuentos, esperando a hacer una utilidad cuando la situación se normalice. Sería inaceptable que los recursos del rescate económico se utilicen para pagar deudas.

Colombia debe ocupar un papel activo en el programa de reconstrucción económica de Venezuela. La principal razón es que un millón de personas que salieron de Venezuela están en Colombia. Pero no solo eso, tenemos un interés estratégico: si a Venezuela le va bien, a Colombia le va bien. Y tenemos cómo hacerlo. Por ejemplo, Ecopetrol cuenta con los recursos humanos, tecnológicos y financieros para recuperar campos maduros venezolanos. El sector privado colombiano también mirará con interés oportunidades de inversión en Venezuela, y nuestra banca de desarrollo cuenta con los recursos necesarios para financiarlas, una vez la situación económica y política muestre una mínima estabilidad.

El esperado cambio político en Venezuela no significa que los flujos migratorios vayan a dar reversa en el futuro cercano. Los venezolanos que se encuentran hoy en Colombia seguramente se van a quedar, y su rápida asimilación hay que apoyarla sin ambigüedad. En el largo plazo, a Colombia le conviene incrementar su fuerza laboral, cuyo crecimiento se redujo considerablemente durante la última década.

El Gobierno debe impulsar desde ya, con la banca multilateral y la comunidad internacional, el rescate económico y social de Venezuela, estando plenamente preparados para el día después, que ojalá esté cerca.