yo maté a

j.m. deverne

Hay veces que nos abandonamos, que nos dejamos llevar hacia destinos que ya anticipamos que serán fatales. Sabemos que el camino que estamos a punto de tomar es el peor de los posibles pero aún así lo tomamos, como si no tuviéramos voluntad, o nuestra voluntad fuera otra cosa. Nuestra conciencia nos advierte del desastre pero hay algo que nos atrae -una inercia, un magnetismo irremediable- y terminamos dirigiéndonos hacia ese destino, conscientes, casi deseosos de colocamos en ese lugar que ya sabemos que nos va a ser dañino, quién sabe por qué ni para qué (ni si es que, tal vez, no era tan dañino, o no era tan desastroso). No sé, la verdad es que no lo sé. Yo me había adentrado en mis peores tinieblas, me había dejado arrastrar por completo, y había cometido un asesinato, había matado al hombre al que amaba y aún así asistí a su entierro, sabiendo que corría el riesgo de ser detenida.

Era diciembre. Llovía. Las nubes eran de un gris pesado, como si estuvieran cansadas. Entré en la recepción del tanatorio y busqué su nombre en la pantalla. Jean Marc Deverne, sala dos. Me reí. Le hubiera hecho gracia saber que le había tocado el número dos. Lo recordé explicándome la historia de su perro, al que había llamado Raíz de Dos, “pero no por el número raíz de dos, ese que elevado al cuadrado es igual a dos”, con aquel gesto de advertencia suyo, con el dedo índice muy erguido, “sino porque raíz es sinónimo de origen, y el dos sinónimo de dualidad, la dualidad entre el sí y el no, entre el uno y el cero, entre lo cierto y lo falso”, lo que demostraba que su perro era el origen de las matemáticas, una de sus tantas extravagancias, aunque al menos esta te sacaba una sonrisa.

Abrí la puerta de la sala pero no había nadie. Me extrañó. Pensaba que al menos encontraría allí a Alexei o a Martina, quizá también a Charlotte, pero la sala estaba vacía. Por un momento me sentí aliviada. De los entierros no solo detestaba la presencia asfixiante de la muerte -su recordatorio irrecusable- sino algunos de los comentarios que allí se producían, su hipocresía. Especialmente si la muerte era inesperada, de alguien joven o a quien faltaban aún años por vivir, o también si el muerto era alguien vital, de los que desprenden y contagian energía y ganas de vivir, entonces eran habituales los comentarios que ensalzaban la vida, que animaban a abrazar los valores de la bondad y de la ética, del amor más puro e incondicional, a dejarse de banalidades y a aprender a vivir con intensidad y pureza, “porque al fin y al cabo, de pronto un día nos vamos”. Me entristecía -y últimamente incluso me molestaba- escuchar todos aquellos tópicos, no tanto por su contenido, con los que estaba en esencia de acuerdo, sino por lo poco que comprobaba que duraba su efecto, y por lo tanto el poco convencimiento que los sustentaba. Tras pocas horas, a veces tras pocos instantes, a veces incluso durante el propio entierro, la mayoría de aquellos que habían estado haciendo aquellas proclamas vitales -incluida yo misma- volvían a desarrollar sus envidias, sus luchas egoicas, sus bajezas, sus confabulaciones y sus engaños -aunque fuera solo mentalmente- y se desplegaba de nuevo todo el arsenal de miserias del ser humano. Toda la retahíla de frases positivas se decían, pues, por decir, y más bien era todo una pose, un convenio social. Lo único que me consolaba era pensar que somos así, que el ser humano es capaz de las más altas cimas de amor y belleza pero también de vileza y dolor, y de que ambas caras forman parte de nosotros, se complementan y en última instancia nos definen.

Así que por un momento me sentí aliviada al no ver a nadie en la sala. Me senté. Había llegado cinco minutos antes de la hora del sepelio. El aire me pareció entonces liviano, demasiado liviano, como si la muerte de Deverne no fuera importante, o no lo fuera lo suficiente. Fui entonces consciente de lo significativo de que yo fuera la única asistente al entierro. En un primer momento me había extrañado, pero pensándolo mejor, me pareció lógico que así fuera. Las personas que no se esfuerzan por amar a los demás, que solo dedican tiempo a sí mismos y a sus cosas, terminan solas. Ahuyentar al prójimo es difícil pero se puede lograr, y está claro que Deverne lo lograba. Yo sabía que no tenía familia, pero esperaba ver algún viejo amigo suyo, alguien de la universidad, o al menos alguno de sus compañeros matemáticos, aquellos con los que se reunía en el sótano de su casa, un grupo de descerebrados -no se me ocurre otro modo de definirlos- con unos planes matemáticos tan delirantes como peligrosos, tan inconscientes como para seguirlo y aún alentarlo en sus neurosis. Quise salir un momento de la sala, pero en la puerta un hombre vestido de uniforme gris y con un chaleco negro me preguntó si conocía al difunto. Asentí con un gesto de la cabeza. Me indicó entonces que entrase de nuevo, que tomase asiento porque iban a empezar. Fue entonces cuando lloré su muerte por primera vez. Lo hice con delicadeza, como si tratase de dosificar el dolor. No fue un llanto intenso, no me alteré. Fue como si me estuviera desangrando por los ojos, lágrima a lágrima, mientras mi respiración proseguía con normalidad. Sentía, sin embargo, que tenía que darle permiso a cada lágrima para abandonarme, como si en cada una de ellas hubiera un ajuste de cuentas entre mi sentimiento de culpa y mi conciencia, entre mi amor por él y la sensación de pérdida. Hasta aquel día había estado en entierros de amigos, de familiares y de compañeros de trabajo, de personas cercanas a mí o a mis cercanos, pero no fue hasta aquel día que no dialogué, cara a cara, con la muerte. Era extraño y sórdido, era desconcertante pero al mismo tiempo era un descanso estar allí sola, la única asistente al entierro del hombre al que amaba pero al que había asesinado, no accidentalmente ni en un arrebato, sino de un modo totalmente consciente, clavándole un cuchillo en el abdomen. Más que el propio día en que lo maté, más que los terribles minutos posteriores, cuando observaba su cuerpo ya muerto y me convencía de que sí, de que había hecho lo correcto, más que en todos los momentos en los que había visitado aquellos recuerdos, fue entonces, sola, absolutamente sola en aquella sala fúnebre y desolada, cuando fui consciente no solo de su muerte sino también de la mía propia, de lo poco que somos y significamos, de cuánto vacío nos rodea y nos puebla.

El silencio era turbador. Recuerdo que mi corazón latía con mucha fuerza. Sentía que me iba a explotar, que me iba a romper la caja torácica e iba a salirse de mi pecho. Pensé: “has sido capaz de infringir el mayor daño que se le puede infringir a una persona”, y esta vez sí, lloré con fuerza. Hasta entonces había dañado a seres queridos, a muchos. Me esforzaba por perdonarme, me decía: “no sé si es posible pasar por la vida sin hacer daño a nadie”, pero en aquel momento me derrumbé y me sentí un monstruo. Antes de matar a Deverne había sido infiel, había mentido, había odiado y confabulado, había engañado y hecho sentir mal, a conciencia, a muchas personas. Revisaba mi pasado y solo encontraba egoísmo, inmadurez y maldad, como si encontrase un goce frío, magnético, en permanecer en un territorio de riesgo, de dolor, tan preocupada de amarme a mí misma como para no prever el daño que provocarían en los otros mis actos.

La ceremonia fue sencilla y corta. Un músico tocaba el violoncelo y el hombre uniformado leyó unas palabras. No sabía quién había organizado el entierro, supongo que cuando nadie responde del difunto se actúa de oficio, quizá si yo no hubiera estado allí no se habrían molestado. Seguí llorando. La melodía del violoncelo se me clavaba en el cuello, y pensé que hay belleza, también, en el dolor. Me esforcé en salvar a Deverne, pero al final supe que era imposible, que su única redención era la muerte, su única salida era el abandono. Intenté de nuevo perdonarme, hacer las paces conmigo misma. Me dije: “sí, lo mataste, pero hiciste lo correcto”, y repasé por enésima vez todo cuanto había sucedido.

Deverne y sus acólitos había elaborado un plan matemático, que llegué a comprender e incluso a compartir, pero que al final dio un giro imprevisto y se les fue de las manos. Primero establecieron que la relación entre las matemáticas y los males de la humanidad era directa. Me costó entenderlo -yo no tenía ninguna formación matemática- pero he de confesar que su discurso no me parecía absurdo. Como lenguaje de una parte del pensamiento, tenía sentido que las matemáticas fueran fieles a la esencia humana. Su tesis se centraba en los axiomas, esas verdades de las cuales toda teoría matemática depende, verdades tan obvias que no se tiene demostración, pero que se aceptan como ciertas, convenios subjetivos por tanto. Deverne y los suyos estaban obsesionados con el axioma de elección, un axioma de la teoría de conjuntos que tenía una consecuencia que consideraban clave. Al parecer, gracias al axioma de elección era cierto que todo conjunto era ordenable: que toda serie de elementos -del tipo que fueran- se podía dotar de un orden. Esto significaba que se podía establecer siempre que cualquier cosa era mayor -o menor- que otra, como cuando se ordenan los números. Su teoría era que aquella propiedad era la representación matemática de la característica que más hacía sufrir al ser humano: esa necesidad o tendencia a desear siempre obtener valores mayores o menores en determinadas variables: más amor, menos dolor, más felicidad, menos soledad. Esa propiedad matemática era el reflejo del principal mal de la humanidad -el anhelo perpetuo e insatisfecho-, y su propuesta era que, si se cambiaban las matemáticas, si se discutían y cambiaban esos axiomas tan nucleares de las matemáticas (el axioma de elección y los axiomas de Zermelo-Frankl de la teoría de conjuntos), entonces se podrían crear unas nuevas matemáticas (del mismo modo en que se habían creado nuevas geometrías cuando se había puesto en duda el axioma de las paralelas de Euclides) y que esas nuevas matemáticas podrían cambiar la esencia del ser humano.

No se podía negar que en su estrambótico idealismo había una intención sanadora, tremendamente ambiciosa, casi utópica: cambiar las matemáticas para cambiar el ser humano. A partir de cierto momento, sin embargo, el grupo de Deverne perdió la cabeza. La reinvención de los axiomas de la teoría de conjuntos debía de ser una tarea demasiado compleja para sus conocimientos o para su impaciencia, y supongo que ante la frustración de verse incapaces de semejante revolución teórica, su discurso se radicalizó. En las reuniones a las que pude asistir empezaron a hablar de la comunidad matemática como los verdaderos culpables, señalándolos a ellos, a los matemáticos (y no a ella, la teoría matemática) de un modo enfermizo y cada vez más violento, hasta que un día Deverne anunció con orgullo que había cometido el primer asesinato.

Como es natural, me asusté. Deverne animó a los suyos, y pronto Charlotte y también Martina comunicaron que también habían cometido asesinatos, siempre matemáticos de primer orden, figuras importantes de la divulgación, investigadores o profesores con cierta fama. Mis sentimientos por Deverne cambiaron, pero nunca dejé de verlo con compasión. En nuestras conversaciones me daba cuenta de que su anhelo salvador se había convertido en una ofuscación que lo impedía ver con claridad todo el dolor que estaba provocando, pero detrás de aquella sórdida obcecación aún conseguía ver su cara amable, la sensibilidad y el entusiasmo que me enamoraron de él. Estaba convencida de que en su lucha proyectaba heridas de su personalidad, quizá traumas de su infancia, y durante un tiempo creí que aún había esperanza de que recuperara la cordura.

Desistí el día en que vi en las noticias que una joven matemática había sido asesinada. Nos resulta más fácil identificarnos con una víctima cuando nos parecemos a ella, y aunque yo no tenía nada que ver con las matemáticas, me pareció que aquella chica podría haber sido yo. Le confronté a Deverne la injusticia, el terrible daño que estaba infringiendo, pero la reacción que obtuve me fue helando el alma progresivamente. Tenía el semblante frío, apenas respondía a mis preguntas, y su expresión era la de un hombre que ya no era dueño de sus actos, pero que además sufría por no ser capaz de controlarlos. Cuando hablaba de la necesidad de acabar con los matemáticos para así poder construir unas nuevas matemáticas delante de sus acólitos, lo hacía con firmeza, con una convicción casi seductora, pero en aquel momento, a solas conmigo, lo que vi fue un hombre hundido, incapaz de ahuyentar su propia sombra, un niño perdido en sus neuras, víctima de su propio personaje. “Suponte que terminas con todos los matemáticos y las matemáticas de la faz de la tierra”, le dije. “¿Crees que así, por arte de magia, vas a cambiar cómo piensa y cómo actúa el ser humano?”. Me miró entonces con ojos iracundos, pero que no cuadraban en absoluto con la expresión de su cuerpo. Tenía la cabeza y los hombros caídos, y daba la impresión de estar abatido, como impotente. Seguí insistiendo y le dije que el principal aprendizaje del ser humano es la aceptación, no solo de su naturaleza, de sus virtudes y también de sus defectos, sino de su insatisfacción, de la imposibilidad de satisfacer nunca la totalidad de sus deseos, y que esa aceptación incluía sus matemáticas, que no eran más que una consecuencia de su esencia. Me escuchaba con atención pero en cuanto mencioné la palabra matemáticas vi que negaba con un gesto lento de la cabeza, como si le fuera tedioso escuchar aquello, o yo fuera incapaz de comprender sus objeciones, que prefería guardarse para sí. Le pregunté: “¿Qué? ¿No tienes respuesta? ¿Qué pasa si tu estúpido plan no funciona?”.

Me es imposible olvidar lo que sucedió entonces. Deverne respondió: “Si no se pueden cambiar las matemáticas, entonces el ser humano está condenado, y la única forma de salvarlo será volver a empezar”. Me quedé pensativa. Lo recordaba haberme hablado en alguna ocasión de lo que llamó “otro de los grandes axiomas de la vida: la insistencia en desear seguir viviendo”, en una especie de defensa del suicidio que nunca terminé de comprender. Le dije: “¿Qué estás tratando de decirme, Jean Marc?”. Noté que le sorprendió que lo llamara por su nombre, pero no se dejó ablandar y me miró desafiante. Dijo: “la única forma de volver a nacer es morir”. En aquel momento me di cuenta de que, más que de salvar a la humanidad, Deverne hablaba de salvarse a sí mismo, como si en toda aquella teoría grandilocuente tan solo estuviera tratando de exorcitar sus fantasmas. No sabía qué decir, así que puse una mano sobre su rodilla, pero me la apartó con violencia. Algo contradictorio debió de pasarle por la cabeza en aquel momento, porque después de aquello se levantó, dudó un momento de si dirigirse en una u otra dirección, hasta que finalmente se fue hacia la cocina y después volvió con un cuchillo en la mano. Yo no podía estar más asustada, más alterada y nerviosa. Me acercó el cuchillo por la empuñadura, y me dijo: “toma, si no quieres que siga matando, tendrás que matarme tú a mí”.

He pensado mucho en cómo se gestaron mis actos, qué pasó por mi mente, por qué no fui capaz de contenerme, cuáles fueron los ingredientes que intervinieron en mi decisión. Hay veces que nos abandonamos, que nos dejamos llevar hacia destinos que ya anticipamos que serán fatales. Sabemos que el camino que estamos a punto de tomar es el peor de los posibles pero aún así lo tomamos, como si no tuviéramos voluntad, o nuestra voluntad fuera otra cosa. Nuestra conciencia nos advierte del desastre pero hay algo que nos atrae -una inercia, un magnetismo irremediable- y terminamos dirigiéndonos hacia ese destino, conscientes, casi deseosos, y nos colocamos en un lugar que ya sabemos que nos va a ser dañino, quién sabe por qué ni para qué (ni si es que, tal vez, no era tan dañino, o no era tan desastroso). En los ojos de Deverne había una firmeza irreductible, una convicción como nunca antes le había visto. Volvió a repetirme aquellas palabras, aquella sentencia. “Si no quieres que siga matando”, pero no le di tiempo a terminar la frase. Supongo que la idea había nacido el día en que supe de su primer asesinato. Estuve segura de que si no lo mataba sería él quien continuase matando a inocentes, pero he de confesar que en gran parte lo hice porque lo quise liberar a él. Su desequilibrio no parecía tener marcha atrás, había dejado de tener esperanzas en que recuperase la poca cordura que le conocía, e interpreté que me estaba pidiendo que lo hiciera. No sé, la verdad es que no lo sé. Cogí el cuchillo y se lo clavé en el abdomen. Me adentré en mis peores tinieblas, me dejé arrastrar por completo y ahora estaba, sola, en su entierro.

Cuando terminó la ceremonia advertí que el músico y el hombre uniformado se quedaron mirando en dirección a la puerta. Yo había dejado de llorar. Me giré y vi que un par de policías se acercaban a mí. Me sentí entonces en paz, con la conciencia tranquila, y no solo supe que no tenía fuerzas para alterar aquella calma, sino que tampoco lo deseaba. Aún hube de transitar y digerir el proceso -el juicio frío y protocolario, una condena de doce años-, pero eso también lo fui capaz de sostener. A fuerza de días y de noches de repetidas cadencias, de circulares e insistentes pensamientos, lo que un día nos parece una frontera infranqueable termina por desvanecerse en niebla, en ausencia de peso y de relevancia, en la infinita trivialidad de todo cuanto hacemos, decimos o pensamos. Por muy profundos que sean -o que nos parezca que sean- nuestra aflicción o dolor o nuestro tormento, existe siempre la cantidad de tiempo para que se conviertan en obligada complacencia. Tarde o temprano nos convencemos de que nos hemos sobrepuesto, y aceptamos todo cuanto nos rodea y sucede. El pasado no tiene remedio, no lo tiene tampoco el ser humano, ni lo tienen tampoco sus matemáticas.