yo al cero,

tú al infinito

Los números, la última de sus obsesiones fueron los números, o, mejor dicho, los números grandes. De esto en principio no habría por qué extrañarse (al fin y al cabo era un matemático, qué otra cosa podría obsesionarle, si no eran los números), pero para mí fue una sorpresa, puesto que, hasta entonces, todas las ideas matemáticas que había compartido conmigo -que no eran pocas- eran abstractas y en parte muy filosóficas, si es que no completamente. En contra de la creencia habitual, yo había descubierto que existían unas matemáticas que, más que ocuparse de propiedades exclusivamente numéricas, trataban sobre asuntos relativos a la verdad, a la lógica y al funcionamiento del pensamiento humano, o que atañían a la geometría y a los patrones de la naturaleza, pero de un modo en que los números aparecían solo instrumentalmente, como sucede en otros ámbitos del conocimiento. Me formé una imagen de él casi mística, sin duda idealizada, e interpreté que, para él, las matemáticas eran el medio para alcanzar ese mundo platónico de las ideas perennes e inmutables. Por muy adustos que me resultasen a veces los temas de los que me hablaba, lo tenía, en definitiva, por un romántico (y supongo que, en parte, fue por eso por lo que me enamoré de él), hasta que entonces llegaron los números, su dichosa obsesión por los números grandes, y el encantamiento se deshizo tan rápido como había nacido.

Leí una vez que todo hombre termina aniquilado por una idea. No sé si será esa la idea que termine aniquilándolo a él, pero fue la que nos aniquiló a nosotros, o a lo que sea que fuésemos él y yo juntos. Sin ningún tipo de prolegómeno, un día me dijo: “estoy buscando el número más grande que existe”, y recuerdo que se ofendió porque me lo tomé en broma. Me reí y le respondí: “sí, claro, el infinito” con voz humorística, pero su rostro se oscureció por completo. Quise arreglarlo poniéndome seria, y le dije que, por lo poco que sabía, ese número no existía: que si alguien propusiera un número máximo, el más grande de todos, cualquiera podría encontrar uno mayor, solo habría que sumar uno a ese aspirante a divinidad numérica para que su trono se desvaneciera como el vaho. No debió de gustarle tampoco esa último giro poético, porque respondió: “estúpida, me refiero al número más grande jamás concebido por el ser humano, sin artimañas ni jueguecitos, un número que provenga de una idea auténtica, no una derivación ni una composición de otras”. Evidentemente, me molestó que me llamase estúpida, pero más allá del enfado sentí que aquello fue una revelación. Basta una grieta minúscula para que las relaciones frágiles terminen rompiéndose, y supongo que este fue nuestro caso. Yo ya había comprobado que era un tipo peculiar, no sé si definirlo como caprichoso o excéntrico, pero su estado de ánimo era inestable, su disponibilidad para vernos impredecible y, sobretodo (y eso fue lo que hizo frágil la relación), era evidente que yo me había enamorado más de él que él de mí, es decir que, de algún modo, él se había apoderado de mí. Tardé más de lo que me hubiera gustado en darme cuenta de esa asimetría, pero por mucho que ya conociera su susceptibilidad y temperamento, llamarme estúpida fue el principio del fin.

No pasó mucho tiempo hasta que rompimos. En otras relaciones yo había detectado que se acabarían por el número y la intensidad de las discusiones, pero en este caso el indicador fueron los números grandes, su aparición en nuestras conversaciones. Como en tantos otros temas de los que me hablaba, antes de entrar en materia tenía que instruirme con nociones básicas, así que primero me habló del gúgol (de donde le viene, al parecer, el nombre a google), un número que consiste en un uno seguido de cien ceros, pero que no cumplía sus expectativas, puesto que él andaba buscando un número que tuviera un origen concreto, ya fuera físico o matemático, pero que no proviniese de otro por adición o multiplicación, como bien me había hecho saber de aquella desagradable manera la última vez. Un día le pregunté si la cantidad total de átomos que hay en el universo podía ser un buen ejemplo, y aunque temí que volviera a responderme con desaire, esta vez se mostró atento, de nuevo intenso y pedagógico. Me dijo que sí, que ese era un buen ejemplo porque era tangible o identificable con una idea genuina, pero que había números mucho más grandes, como el último primo de Mersenne conocido, un número de más de veintitrés millones de dígitos, y que había sido descubierto ese mismo mes de enero. Había retomado su habitual apasionamiento matemático, pero yo ya no lo escuchaba del mismo modo. Me sentía cada vez más lejos de él, hasta que al fin le pregunté abiertamente por nosotros. “¿El amor?”, dijo, “el amor es la perversión de Edipo y de Electra, es el pánico al abandono, una escandalosa necesidad de sentirse acompañado”. Me repugnó escucharle hablar en aquellos términos: no lo esperaba tan frío y tan duro y me entraron ganas de enviarlo a la mierda allí mismo. Quise preguntarle qué opinaba del afecto, de compartir la belleza del mundo con otro ser vivo, pero perdí los nervios y le dije: “¿se puede saber qué demonios tienes en contra del amor?”. Hasta entonces nuestras citas habían consistido en escuchar música, en conversar sobre matemáticas y en hacer el amor, y nunca habíamos hablado de emociones. Visiblemente nervioso, dijo: “sí, el amor, las caricias y los abrazos, pero entonces también las obligaciones, el declive, la pérdida de la libertad y la anulación del ser, la podredumbre y finalmente la muerte”. Abrí los ojos horrorizada, pero también recuerdo sentirme aliviada. Vi confirmadas mis sospechas sobre su incapacidad para amar, o al menos para amarme a mí, y ya solo esperaba a que dejara de hablar para decirle que habíamos terminado. Aun siguió perorando un rato sobre el amor (lo definió como una de las grandes contradicciones del ser humano, dijo: “el amor es un péndulo errático que oscila indeciso entre la soledad y el prójimo”), pero a mí cada vez se me hacía más difícil escucharlo. Sus palabras me produjeron una tristeza que conocía, la vieja añoranza propia de la soledad, la anticipación del duelo que ahora me esperaba, el desencanto, en definitiva. Pensé: “mientras él busca un número cada vez más grande, entre nosotros el número es cada vez más pequeño”, y no pude evitar reírme de mi propia ocurrencia. “¿De qué te ríes?”, me preguntó, pero yo negué con un gesto de la cabeza, lo miré desafiante, y le dije: ”bueno, entonces, ¿qué? ¿cuál es el número más grande que existe?”.

Cuando recuerdo lo que sucedió entonces tengo una mezcla de sensaciones. Por una parte me enerva su incapacidad emocional, pero por otra siento algo cercano a la ternura. Dijo: “si en un hipercubo de dimensión n se conectan cada par de vértices, se obtiene un grafo completo cuyas aristas se pueden colorear de rojo o de negro”. Era evidente que yo no iba a comprender nada de lo que estaba a punto de explicarme, así que me acerqué a él, y esperé a que terminara para besarlo por última vez. Su expresión era seria, concentrada, con esa luz que brillaba en sus ojos cuando hablaba de matemáticas. Podía sentir el calor de su aliento sobre mis labios. Dijo: “el menor valor de n para el que toda manera de colorear las aristas, necesariamente genere un subgrafo completo, de un solo color y que tenga cuatro vértices que formen un plano, ese número se conoce como el número de Graham”. En ese momento lo interrumpí, le di un beso tierno y prolongado, y quiero pensar que él también se dio cuenta de la poesía del momento, porque en lugar de decir “el número de Graham es el más grande que existe”, se relajó y participó del beso.

No nos dijimos nada más, y cada uno se fue por su lado, Él se marchó en su cruzada infinita hacia el número más grande, mientras yo me esfumaba hacia el más pequeño. Como en una cuenta atrás, vi cómo los dos era la última vez que estábamos juntos, como nos habíamos dado un último beso, hasta que al fin sentí que alcanzaba el cero, la ausencia completa de su vida en la mía. Él se dirigía al infinito y yo al cero, o quizá era al revés, y yo aspiraba a números más grandes, a afectos más grandes y amores más grandes, mientras él se precipitaba en su soledad y vacío, cada vez más huraño y solitario. De todas formas, si él era el infinito y yo el cero, o si él era el cero y yo el infinito, tampoco creo que importe demasiado, al parecer -según las matemáticas- el uno y el otro son muy parecidos, si es que no son la misma cosa.