una peligrosa y apasionante operación

Se le puede a uno caer una maceta en la cabeza mientras pasea distraídamente por el barrio, resbalar después con el bordillo por culpa del aturdimiento y consiguiente tambaleo, y terminar sufriendo, además de la fractura de cráneo, un esguince en el tobillo y una luxación de muñeca en la caída, provocando la insolente mofa de un grupo de niños que, casualmente, lo conocen a uno y es muy probable que conviertan el accidente en una fuente pública y duradera de escarnio. Se puede también tener la desafortunada lucidez numérica como para no comprar el número de lotería de la empresa, argumentando lo despreciable de la probabilidad de premio, y comprobar después con íntimo escándalo cómo el número resulta ganador del sorteo de navidad, generando no tanto comentarios hirientes cuanto la ingrata envidia de ver en el prójimo la felicidad de la que uno carece. Se puede también comprobar con irrefutable evidencia la escasa inteligencia propia, al pensar que nos quedaríamos sin entrar en casa por haber cerrado el coche con las llaves de éste y las de aquella dentro, ser denunciado y después increpado por un vecino que nos ha confundido con un ladrón al vernos tratar de escalar a nuestro balcón por el suyo, para finalmente darnos cuenta de que teníamos las llaves en el bolsillo. Puede marcharse uno de la gasolinera sin poner ni una sola gota de gasolina en el depósito después de haber pagado por ella, y se puede salir a tirar la basura de camino al trabajo y encontrarse en la puerta de la oficina todavía con la bolsa en la mano. Se pueden recoger las heces del perrito al que uno pasea sin advertir que la bolsa está rota y se le han manchado los dedos, y se puede comprar con incomprensible urgencia un libro que, llegados a casa, comprobamos que ya teníamos. Se puede tener toda la mala suerte del mundo, se puede uno equivocar de la más ridícula o estúpida manera, y se puede carecer de picardía, de reflejos, o de memoria, pero, sin lugar a dudas, no hay más absurda manera de caer en el esperpento que dividir por cero.

Dividir por cero es como lanzar un dado de seis caras y esperar a que salga un siete. Es como esperar a que nuestro banco nos perdone la hipoteca porque somos muy buena gente, o como apostar un millón de dólares a que nuestro Windows no va a colgarse nunca. Simplemente, no es posible. Dividir dos números es obtener la razón que hay entre ellos, saber por cuánto hay que multiplicar al segundo para obtener el primero. Pero no hay número que sea múltiple del cero, aparte de él mismo. Así como catorce entre siete es dos porque siete por dos es catorce, o quince entre cinco es tres porque cinco por tres es quince, cuatro entre cero, tres entre cero, o cualquier otro número que no sea cero dividido entre cero, es una pregunta que no tiene respuesta porque cualquier número multiplicado por cero es también cero, como bien sabía el propio Bart Simpson.

Pero dividir por cero no es solo un despropósito y un absurdo, una tarea estéril por carente de sentido. La dramática verdad es que dividir por cero es la más terrible de las amenazas, pues, de ser posible su cálculo, todo el sistema sobre el que se fundamentan nuestros más básicos procedimientos se derrumbaría, y el mundo tal y como lo entendemos desaparecería ante nuestros incrédulos ojos, como si dejaran de existir las vacaciones, como si la palabra amor desapareciera del diccionario, o como si la totalidad de los gobiernos mundiales decidieran el cese absoluto de la producción de chocolate.

Solo hay que observar el funcionamiento de las fracciones para entender la magnitud del descalabro. Si se pudiera dividir por cero, tendría sentido imaginar fracciones con un cero en el denominador. Podríamos considerar entonces la fracción con un uno en el numerador y un cero en el denominador como un objeto plausible, con el que podríamos trabajar. En virtud de una conocida propiedad que permite a las fracciones multiplicarlas por un mismo número tanto en el numerador como en el denominador, entonces multiplicando por dos obtendríamos que la fracción “uno entre cero” sería igual a la fracción “dos entre cero”, pues tanto uno por dos es dos, como cero por dos es cero. Puesto que habíamos permitido que la división por cero fuera posible, tendríamos entonces la igualdad de dos fracciones con un mismo denominador, luego los numeradores serían también el mismo, es decir que uno sería igual a dos, o lo que es lo mismo, dos sería igual a uno.

Dicho así, la conclusión parece salvable con alguna astucia. Pero sus consecuencias serían devastadoras. Si dos fuera igual a uno nuestro sistema numérico se iría al garete, pues cada vez que nos pusiéramos a contar, cuando llegáramos al dos deberíamos volver al uno, una frustración inasumible. En los restaurantes no habría segundo plato, las bolsas de patatas fritas solo llevarían una patata dentro, no existirían las ofertas de dos por uno, o en los partidos de críquet solo jugaría un equipo, con el agravante de que cada equipo estaría formado por un solo jugador, y habría una sola persona entre el público, sin duda el colmo del aburrimiento. Pero estos ejemplos son insuficientes para dar medida del desastre. Si dos fuera igual a uno no existiría el diálogo, y la comunicación verbal se vería reducida a un triste monólogo que, además, constaría de una sola palabra, con una sola letra, y de un solo fonema. Es casi gracioso imaginar a esa única persona sumida en un eterno y monótono soliloquio. Pero llevando el supuesto a sus extremos la comedia se volvería tragedia. Comprobaríamos con horror como no habría nadie en el mundo más que esa persona, o peor aún, que en todo el universo no habría nada más que una sola cosa, quién sabe cuál y de qué tipo y forma, aunque es seguro que no tendría partes, y sería un todo unificado e indivisible. Ese elemento sería afortunado porque sería el único que existiría, pero sería también profundamente desgraciado, pues no conviviría con nada ni por supuesto con nadie, lo más parecido a lo que debe de sentir el vacío. Este escenario sería la personificación de la más total de las soledades, pero sería también el apagado definitivo para el resto de nosotros, ni más ni menos que el fin de nuestra existencia.

Si los satánicos o cabezas de sectas fatalistas supieran de estas propiedades, sin duda cambiarían su discurso, y afirmarían que la división por cero es el anticristo, el verdadero fin del mundo. La sociedad haría también uso del recurso, y se podrían dar casos de amenazas de muerte expresadas como “soy capaz de dividirte por cero”, titulares bélicos como “la división por cero arrasó el campo de batalla”, o confesiones depresivas y casi espectrales como “me siento dividido por cero”. Pero más allá de estos ejemplos forzados o extravagantes, como bien podrán intuir los aficionados o sensibles al descubrimiento de reversos, detrás del drama de la división por cero hay escondidas sorpresas que, a primera vista, quizá no habíamos advertido.

La división por cero es efectivamente imposible, pero si uno se pregunta qué pasa cuando se divide por algo que está muy próximo a cero, entonces se despliega ante nosotros un exuberante universo de riquezas, como si abriéramos una caja de Pandora que solo contiene milagros. Si jugamos con ayuda de una calculadora, y procedemos a dividir un mismo número por cantidades cada vez más pequeñas, observamos como el resultado crece. Dividir algo entre cada vez menos partes provoca que esas partes sean cada vez más grandes, como si empezáramos partiendo un pastel entre veinte amigos, pero después lo hiciéramos entre diez, y después entre cinco y después entre uno solo, el sueño del avaro y del goloso. Pero la imagen del pastel refleja poco el alcance del fenómeno, pues aún podemos dividir entre números decimales como el cero coma cinco, el cero coma dos, o como el cero coma cero, cero, cero, cero, cero, cero, uno. Los resultados entonces empiezan a tomar valores desorbitados, y no es extraño que tarden poco en sobrepasar la capacidad de nuestra calculadora.

Dividir por cero es el despiadado cataclismo que causaría la destrucción del universo, pero este proceso de acercamiento a él nos conduce directamente a la idea del infinito, un concepto tan sugerente como misterioso, obviamente también el de más ilimitadas posibilidades. Quién no ha soñado alguna vez con ver incrementado indefinidamente el saldo de su cuenta bancaria, con prolongar las vacaciones hasta duraciones inconmensurables, o con sanar el hambre del mundo y la codicia de los gobiernos aumentando hasta el infinito las reservas mundiales de alimentos, en especial las de chocolate.

Los iniciados en el cálculo de límites suelen expresar este acercamiento mediante “constante entre cero es igual a infinito”, una igualdad inquietante, pues relaciona el todo y la nada con sencillez apabullante. La constante en cuestión puede ser cualquier cantidad, otra lectura infinitamente rica. Cualquiera de nosotros puede verse involucrado en esta relación: a todos nos ha sobrevenido la más honda de las tristezas, y también el más arrebatador de los entusiasmos. “Constante entre cero es igual a infinito”, o su hermana “constante entre infinito es igual a cero” es la formulación definitiva de que el todo vive dentro de la nada y de que la nada vive dentro del todo, como cuando alguien decide poner un fatal ingrediente en un plato que, de no haber sido así, hubiera resultado delicioso, como cuando el humor de un buen amigo nos rescata de la miseria, o como cuando, para justificar que no hemos llegado a tiempo para acabar un trabajo, decimos que, inexplicablemente, nuestro Windows se ha colgado y hemos perdido el archivo.

La división entre cero es pues una idea que inicialmente se nos presenta absurda. Después descubrimos que la mera posibilidad de su existencia aniquilaría la casi totalidad del universo, y aun después apreciamos que nos conduce a percepciones inverosímiles o contradictorias, como la idea del infinito, o de que el todo está en la nada, y viceversa. No sé qué pensará quien lea estas reflexiones, pero a mí me parece que en la división entre cero está la clave para el conocimiento definitivo, para sus estancias más desconocidas, más inaccesibles, también las más apasionantes. Puedo conceder que sus conceptos sean abstractos, que quizá sean demasiado filosóficos y por lo tanto poco aplicables a la cotidianeidad. Pero si de una cosa estoy seguro, es de que si un día Bill Gates decide lanzar una versión de Windows que lleve por nombre “División entre cero”, de ninguna de las maneras pienso instalármelo, digan lo que digan sus campañas de marketing.