Me perdí en un poliedro. Primero pensé que se trataba de una alucinación, pero en seguida comprendí que había algo más, que aquello era real. El espacio que nos rodeaba era inmenso, infinito, pero aquella construcción geométrica era muy concreta. No era capaz de saber de qué poliedro se trataba, qué significaba ni por qué se había formado, pero de pronto entendí. Eran mis luces y mis sombras, que habían llegado a una especie de eclosión creativa, como si todas sus luchas internas hubieran colapsado en un máximo insoportable y todas las tensiones cristalizasen en una composición de caras y aristas y vértices verdaderamente fantástica. Era un poliedro hermoso, aunque también inquietante. Sus caras parecían polígonos pero no lo eran, y tampoco seguían ningún patrón. Había triángulos, pentágonos, semicírculos, había curvaturas e irregularidades. Yo lo sentía frágil y lo intentaba sostener con cuidado pero el poliedro giraba, como si no se dejase apreciar desde un único ángulo. Había algo de onírico en la lentitud de sus rotaciones, así que cerré los ojos. Me di cuenta entonces de que, en efecto, no se trataba de una visión sino de una vivencia: el poliedro estaba dentro de mí y yo estaba dentro de él. Recuerdo también que el tiempo parecía haberse difuminado, porque en el interior del poliedro estaba toda mi vida, la presente, la pasada y quizá también la futura, y no se distinguía ningún orden, ninguna estructura. Quizá aquel poliedro fuera solo un conjunto de garabatos geométricos, un desvarío de simetrías y reflejos, sofisticados pero absurdos, pero más bien parecía una representación o una proyección completa en sí misma, así que busqué un vértice de acceso y clavé mi atención en él. ¿Quién era, aquel dolor tan latente, tan tangible y tan viejo, que parecía haber estado ahí siempre y no haber desaparecido nunca? Me detuve en el vértice y escuché. Los reflejos diédricos me intimidaban, pero insistí y me quedé. Percibí entonces un grupo de voces que lloraban, más compungidas que irritadas, como si ya hiciera mucho que hubieran superado la ira o la huída, y ya solo expresaran un dolor puro, derrotado y vacío. No fue fácil mantener la entereza. El poliedro me mostraba mis peores caras y sufrí. Sufrí al ver cómo había perdido amigos, parejas, afectos. Me mostró todas las veces que había sido miserable, egoista, incluso perverso. Me mostró todo el dolor que había provocado, cuánto me había alejado del amor, me mostró una soledad indeseada, amarga. Intentaba entonces mirar hacia otro lado pero no era posible, yo estaba dentro del poliedro y sus aristas bloqueaban mi mirada y me devolvían una y otra vez a la misma realidad, a aquella oscura y fría sensación de soledad y aislamiento, de arrepentimiento. No sé cuánto duró aquel momento, pero se me hizo eterno. Fue como hurgar en una herida en su totalidad, como si no pudiera quedar ninguna escena por resolver. La infancia, la adolescencia, la edad adulta, los años que aún me quedaban por vivir: en todas las épocas había motivos para entristecer, lazos que se habían rotos, luces que se habían apagado o que nunca se habían encendido. Pasé por todas aquellas estancias, revisé y lloré todas y cada una de ellas, hasta que de pronto sentí que ya era suficiente. El viaje a las profundidades de la oscuridad no tenía final, pero sobre todo, su existencia era el reverso de un universo mucho más amable, igual de inabarcable, y del que era su opuesto. De los vértices surgieron entonces rayos de luces que se ensanchaban y dispersaban en multitud de direcciones, hasta explotar en infinidad de caras, luminosas y felices, hechas de gozo y de alegría. Sonreí, aliviado. Eran las caras del amor, los vértices y las aristas del amor que sí había dado y había recibido, y que tambíen vivían en el poliedro. No podía haber sido de otra manera, en realidad. Al fin y al cabo, si el poliedro era en sí una totalidad, ¿cómo no iba a abarcar también los enamoramientos, las amistades y las lealtades, la compasión y la ayuda, la camaradería, la despreocupación, la música y el baile, o la risa? Volví a emocionarme, esta vez de alegría. Leí poemas, relatos, novelas que había escrito. Volví a sentir besos que no recordaba, momentos felices que había olvidado. Era la vida, en su estado amoroso y armónico. Me quedé ahí mucho tiempo, fascinado por cómo brillaba el poliedro, hasta que entonces vi que en su brillo se percibían imperfecciones, pequeñas manchas de oscuridad. Al bucear en ellas vi que asimismo, muy en el fondo, detrás de su oscuridad, también contenían luz. Aquello solo podía significar que la pureza total no existiría nunca, que no puede existir nunca del todo. El poliedro era un maravilloso lienzo geométrico sobre el que se dibujaban todas las luces y las sombras pero las rotaciones y las simetrías las mezclaban, las contraponían y las reflejaban de un modo sutil e inquietante. Eran las tensiones opuestas, que no podían vivir las unas sin las otras, y sobre las cuales yo me iba moviendo, sin excesiva conciencia. Si era cierto que todo aquello que hacemos responde a una solución más o menos parcial a determinado conflicto entre contrarios, entonces el poliedro me los estaba mostrando todos a la vez. Eran las contradicciones, las inevitables paradojas sobre las que se sustentaban todas las aristas, todos los vértices y todas las caras de todo poliedro, por supuesto también el mío. Eran los extremos opuestos -y también adyacentes- de un juego constante e imposible de contrastes y de equilibrios, de decisiones y por tanto de errores y de aciertos, y por supuesto de aprendizajes. Me perdí en aquel poliedro, pero ahora sabía dónde me había perdido. Dejé que la vivencia fuera perdiendo intensidad, y me limité a mirarla, sin juicio, mientras seguía viendo más vértices inconexos, más aristas alabeadas, más caras inverosímiles. La variedad de puntos de vista era inacabable. Por fin me relajé. Poco a poco pude ir cerrando los ojos, poco a poco los pude ir abriendo.