Toni,

las dudas

“Qué poco aceptable parece afirmar que son lo mismo el hacer y el no hacer, cuántos matemáticos, cuántos amantes del rigor y la lógica se echarían las manos a la cabeza si hubieran de tolerar semejante absurdo, cómo iban a ser lo mismo una cosa y su contraria, y sin embargo qué poco se diferencian. Decidí no decidir, me quedé inmóvil, me mantuve pasivo son actitudes tan activas como la más enérgica de las acciones. El hecho de no hacer, esa necesaria, casi insolente paradoja. Parece que uno ha vivido con más fuerza cuando ha llevado a cabo un gesto, cuando finalmente se ha movido o ha expresado, cuando ha hecho, y le damos poco valor al silencio y a la quietud, a la inmovilidad consciente. Le damos poco valor y olvidamos que hay en ella una satisfacción de otra pureza, un éxito que se produce en soledad, la victoria íntima que se celebra con uno mismo”.

Estaba de pie mientras pensaba esto, y recuerdo que tuve el deseo de sentarme. Quise hacerlo con lentitud, recreándome en el gesto. Quería saborear el acto de pasar de hacer a no hacer, de decir a no decir. Mi idea inicial era enviar un mensaje con el teléfono móvil. Había escrito: “Toni, tengo una duda, necesito que me ayudes”, pero lo borré con una sonrisa en los labios. Pensé en él. Me imaginé contándole por qué había decidido borrar el mensaje y lo vi asintiendo, acariciándose la barbilla con los dedos. Después, probablemente divagaríamos. De entre las cosas que se hacen y las que no se hacen, ¿cuáles hay más? En un momento y lugar concreto, ¿hay más cosas que están pasando o que no están pasando? ¿Y si cambiásemos “hacer” por “decir”? ¿La pregunta sería la misma? ¿Y la respuesta? Pero sobretodo, ¿tendría sentido formularles una pregunta así a los alumnos? ¿Con qué objetivo lo haríamos? ¿Estaríamos enseñando matemáticas? ¿Cuáles?

La última vez que lo había visto nos habíamos citado en una terraza, y como en tantas otras ocasiones, después de algunos prolegómenos, nos pusimos de lleno con la última de mis dudas, la duda fresca y acuciante que tuviera en ese momento. Nunca tuve a Toni de profesor, pero le considero uno de mis maestros. Su erudición y manera de hablar -concisa, con la medida justa de introducción y delicadeza, de contundencia elegante cuando necesaria- se quedaban cortas al lado de su calidad humana, que se transparentaba en su porte tranquilo, en su mirada atenta y en la suavidad de su verbo. ¿Cuántas veces había respondido a mis demandas con una paciencia y una empatía cálidas, acogedoras, entrando de lleno en mis preocupaciones, evidenciando que se había tomado la molestia de reflexionar sobre ellas en profundidad? La variedad de dudas que le había planteado era extensa. Profesionales, pedagógicas, personales e incluso amorosas, y en sus aportaciones había siempre una idea de fondo, la misma que defendíamos que era la óptima para la enseñanza: la idea de provocar que fuera el alumno quien descubriera, quien progresara, quien resolviera por sí mismo. La creencia errónea de que las matemáticas consisten en identificar protocolos, en aplicar reglas y encontrar soluciones únicas a problemas cerrados debía dejar paso a un enfoque distinto, más profundo y complejo, también más difícil de enseñar pero que producía aprendizajes más profundos y transferibles, el famoso ambiente de resolución de problemas, enseñar a pensar matemáticamente. Toni aplicaba esta metodología también a lo personal, y en sus consejos yo siempre leía entre líneas un mensaje de: “descúbrelo por ti mismo, podría ser que hubiese peligros y también progresos en este camino y en este otro, pero lo mejor será que lo descubras por ti mismo”. Al fin y al cabo, si me hubiera ofrecido soluciones explícitas, no solo no me serían propias, sino que no hubiese aprendido nada durante el proceso.

Esta dinámica en las conversaciones -prolegómenos diversos, un rato de charla sobre matemáticas y pedagogía, y entonces análisis y discusión de mis dudas- se fue repitiendo hasta que, ese día, Toni varió su discurso. Por primera vez vi que dejaba de lado su prudencia, y que traía consigo una idea de más peso. Noté que se preparaba para una intervención más directa porque frunció el ceño y unió las manos como si estuviera rezando. “Conoces el teorema de Pitágoras, ¿verdad?”, me preguntó. Estaba claro que la pregunta era retórica. “¿Recuerdas que el origen del teorema, que su nacimiento histórico no es el teorema que todos conocemos, sino su recíproco?”. Asentí con un gesto de la cabeza. Hacía mucho que habíamos hablado sobre ello. El enunciado habitual, el de los libros de texto y las páginas de internet -el que de una manera u otra llegaba a los alumnos- afirmaba que, si un triángulo es rectángulo (es decir si uno de sus ángulos es recto), entonces los lados del triángulo cumplen la famosa condición: el cuadrado del lado mayor coincide con la suma de los cuadrados de los otros dos lados. El catálogo de demostraciones, de visualizaciones e interpretaciones, de extensiones y generalizaciones del teorema era muy amplio, pero se hacía poco hincapié en que la propiedad que establece el teorema surgió, al parecer en el antiguo Egipto, de la necesidad de construir ángulos rectos, en una época en que no se disponía de las herramientas que tenemos ahora. Más que concluir la famosa relación entre la hipotenusa y los catetos, la conclusión primigenia -el objetivo original- era obtener un ángulo recto para poderlo usar en delimitaciones y construcciones.

La primera vez que supe que el teorema de Pitágoras no nació como se lo conoce y que el original merecía ser su recíproco, recuerdo que sentí compasión por Pitágoras. Si no hubo suficiente con ensombrecer su reputación con la atribución del supuesto asesinato del descubridor de la irracionalidad de la raíz de dos, o con las dudosas prácticas de su escuela (señalada a menudo como la primera secta de la historia), o con la falsa autoría de su teorema, había ahora que añadir otra mancha en su expediente. El teorema que llevaba su nombre debería haberse enunciado al revés, y haber pasado a la historia como que, si un triángulo cumple la consabida condición numérica de sus lados, entonces el triángulo es rectángulo, y por lo tanto se tiene un ángulo recto.

Es verdad que Euclides se tomó la molestia de demostrar las dos direcciones del teorema, y que en la demostración del recíproco se usa la validez de la versión popular, pero parece evidente que el origen histórico fue el recíproco. Así lo sugieren las inscripciones que se encontraron en la tabla Plimpton, y se supone que ese era el método que usaban los antiguos egipcios para construir ángulos rectos. En virtud (del recíproco) del teorema de Pitágoras, se construían triángulos con tres longitudes que se supiera que cumplían los requisitos (lo que después se acordó en llamar ternas pitagóricas), una técnica que aún hoy en día se utiliza con triángulos que miden 3, 4 y 5 (o 30, 40 y 50), perfectamente aplicable con cuerdas en un aula de un instituto.

Me extrañó. Esperaba de Toni su habitual y medida reflexión acerca de la duda que le había planteado, y me quedé en silencio, pensando. Ya habíamos discutido en alguna ocasión la manera de introducir el teorema de Pitágoras a los alumnos mediante ese enfoque, pero no entendí el porqué de su observación en aquel momento. Intuí que pretendía hacerme ver que mi manera de razonar en cuanto a mis dudas era la inversa, o la recíproca, supongo también que la incorrecta, pero aún así no conseguía atar cabos. “Lo siento”, desistí al fin, “no te entiendo”, y esperé a que continuase hablando. Las reflexiones que compartió entonces conmigo me sorprendieron e impactaron en la misma medida. Nunca antes le había escuchado hablar de asuntos tan personales, pero su visión me resultó igual de iluminadora que la pedagógica. Dijo: “hay un error grave en esperar obtener beneficios que provengan del exterior. Hacemos cosas, vamos a buscar a personas, nos dirigimos de una manera u otra a lo que nos rodea con la intención de que los estímulos que nos esperan ahí fuera produzcan cambios sustanciales en cómo nos sentimos en nuestro interior”. Arqueé las cejas todavía sin comprender. ¿Dónde estaba el problema? ¿Acaso no era así? Aguardó un momento en silencio, como si me dejase espacio para masticar sus palabras. Había empezado diciendo que “hay un error grave” en la dirección que después había explicado, pero a mí me seguía pareciendo que esa era lo habitual, que era obvio que nos dirigimos a los estímulos del exterior para que repercutan en nuestro interior. ¿Qué proponía? ¿Una especie de recíproco, como con el teorema de Pitágoras? ¿En qué consistía esa otra dirección? A veces, cuando Toni me lanzaba alguna de sus preguntas o reflexiones, me anticipaba a la idea de trasfondo que me intentaba transmitir y me apresuraba a verbalizarla (y entonces él sonría como lo haría Sócrates), pero esta vez no fui capaz. “Cuando tienes una duda”, prosiguió, “cuando no sabes bien si hacer una cosa o hacer otra o si decir algo o no decirlo, la pregunta que te formulas, el indicador último que utilizas para resolver tu duda es la valoración de cuál de las opciones te va a hacer sentir mejor”. Volví a asentir, aunque de pronto entreví su intención. “En un lado tenemos el hacer cosas, si quieres, también, el tener cosas” dijo entonces, abriendo y alzando su mano izquierda, “y en el otro tenemos el sentirse bien”, alzando la otra al otro lado. Teníamos la suficiente confianza como para no temer equivocarme si pensaba en voz alta, así que me aventuré a una conjetura. “Entonces, en lugar de pensar qué debo hacer para sentirme bien, ¿debería pensar primero en cómo me siento? ¿En cómo sentirme bien? ¿En sentirme bien?”. Asintió con lentitud y entrecerrando los ojos, pero yo aún no lo tenía claro. “Si me siento bien, ¿entonces hago cosas?”. Lo miré interrogativamente, dando a entender que no sabía progresar. Volvió entonces a abrir la mano y a colocarla lejos, a su izquierda, y dijo: “esto es resolver tus dudas”, y después, repitiendo el gesto con la otra mano al otro lado, dijo: “y esto es sentirse bien”. Me miró un instante, miró alternativamente a un lado y al otro, y finalmente me volvió a mirar.

En ese momento comprendí. El recíproco de “si resuelvo mi duda me sentiré bien” era: “si me siento bien resolveré mi duda”. Tenía todo el sentido del mundo, pero me mantuve en silencio, todavía asimilando. “Estás partiendo del punto erróneo, de la verdad errónea”, prosiguió, con tono calmado. “Primero debes sentirte bien, y después verás claro qué debes hacer”. Esta vez fui yo quien puso las manos en posición de oración. “Las dudas que crees que te esperan ahí afuera no son más que proyecciones de las que hay dentro de ti. Estás rodeado de espejos, de recíprocos del teorema de Pitágoras esperando a que los leas en la dirección correcta”.

Después de aquello solo quedaba sonreír. El bueno, el sabio de Toni. Me vinieron entonces a la cabeza ejemplos que parecían confirmar su enfoque. Acudir al amor con la esperanza de encontrar en él un bienestar que no se ha procurado uno antes, en soledad; depositar en el otro una responsabilidad que debe antes recaer en uno mismo; obtener la autoestima en resultados académicos, profesionales, competitivos o de imagen o estatus social. De pronto todo me parecían ejemplos válidos, direcciones erróneas, fracasos garantizados de antemano por el mismo motivo. Toni tenía, pues, razón, y a las dudas había que atacarlas desde otro lugar. Antes que resolverlas ahí fuera había que desactivarlas desde el interior, pero ahora la pregunta era obvia. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo sentirse bien sin necesidad de acudir al exterior?

Guardo el recuerdo de la exposición que hizo entonces como si fuera un decálogo de buenas prácticas psicológicas. Polya, Puig Adam, Mason, Alsina o Aubanell hubieran firmado ser los autores de un homólogo pedagógico al discurso que siguió entonces. Toni me habló sobre la calma auténtica, sobre la reflexión sincera, sobre el conocimiento y gestión de las emociones, sobre el análisis objetivo, sano y honesto de nuestros patrones, de nuestro carácter, de su origen y ramificaciones, de sus proyecciones. Había muchas maneras pero todas iban en la misma dirección: la sanación consciente, el compromiso real con la adquisición y mantenimiento de un mayor grado de coherencia, de conciencia. El trabajo interior era el lugar al que había que dirigirse de buen principio, antes de andar a buscar nada a nuestro alrededor. Estaba claro que las interacciones con los otros -y con lo otro- nos proporcionaban oportunidades, pero si no estábamos atentos a elegir bien el foco donde poner nuestros esfuerzos, caeríamos siempre en la misma rueda de frustraciones, como teoremas ciegos ante la importancia de sus recíprocos.

Recordé sus palabras y me senté con lentitud. Quería saborear el acto de pasar de hacer a no hacer, de decir a no decir. Mi idea inicial era enviarle un mensaje. Había escrito: “Toni, tengo una duda, necesito que me ayudes”, pero lo borré con una sonrisa en los labios. Pensé en él. Me imaginé contándole por qué había borrado el mensaje y lo vi asintiendo, acariciándose la barbilla con los dedos. Alguna vez habíamos hablado sobre la metáfora de la muerte del profesor: el momento en que el alumno deja de necesitarlo, su desaparición simbólica, el verdadero éxito pedagógico. Supongo que el aprendizaje estaba calando porque ni siquiera recuerdo la duda que pretendía plantearle. Me mantuve inmóvil. El hecho de no hacer, esa necesaria, casi insolente paradoja. Parece que uno ha vivido con más fuerza cuando ha llevado a cabo un gesto, cuando finalmente se ha movido o ha expresado, cuando ha hecho, y le damos poco valor al silencio y a la quietud, a la inmovilidad consciente. Le damos poco valor cuando resulta que hay en ella una satisfacción de otra pureza, un éxito que se produce en soledad, la victoria íntima que se celebra con uno mismo. Me quedé observando el teléfono. En otro momento estaría dudando entre escribir o no hacerlo, entre escribir una cosa o escribir otra, pero entonces sentí que no había duda posible, que se había esfumado por completo. Tecleé: “Toni, ¿cómo estás? ¿Te apetece quedar para tomar un café?”, y después respiré profundamente, con la calma y el gozo que producen las dudas resueltas.