¿son necesarias las matemáticas?


Es bueno a veces dejar que todo se tambalee: que los cimientos que creíamos rígidos y resistentes se desmoronen, y que todo aquello que estaba fuera de discusión de pronto sea tan solo hipótesis, elección subjetiva y por lo tanto prejuicio. La semana pasada participé como jurado en una liga de debate por equipos para estudiantes, y no puedo negar que lo que allí escuché me hizo dudar de mis propias creencias. La invitación me llegó a través de la asociación de profesores de matemáticas a la que pertenezco, y el tema sobre el que se debatía era: “¿son necesarias las matemáticas?”.

De entrada, defender el sí parecía una postura cómoda. Bastaba con recurrir a los lugares comunes de la divulgación matemática (diciendo que constituyen una herramienta esencial para el pensamiento humano, que sin ellas el progreso actual no hubiera sido posible, que son infinitas sus sus conexiones con el resto de ámbitos del conocimiento), y, en el caso de que un exceso de racionalidad las hiciese parecer insensibles a las emociones o al arte, se podía subrayar la belleza de sus manifestaciones y representaciones, e incluso apelar al habitual mantra de que “son el lenguaje con el que se expresa el universo”.

Al no especificar “para qué” han de ser -o no- necesarias las matemáticas, la pregunta era lo suficiente ambigua como para generar buen debate. La intención de los organizadores parecía haber sido hacer aflorar la histórica polarización académica entre las letras y las ciencias, y era presumible que los equipos que hubieran de defender la postura del no se concentrasen en darle valor a todo aquello a donde las matemáticas, en principio, no llegan, como el ámbito artístico y de la sensibilidad, el emocional y a menudo el lingüístico, el de una parte de las ciencias sociales, o el de la filosofía. Si esas parcelas del conocimiento humano fueran suficientes para nuestra existencia, entonces, valga la redundancia, a la humanidad le bastaría con las humanidades, y por lo tanto las matemáticas no serían necesarias.

Con algunas variaciones y matices, los argumentos presentados -tanto para el sí como para el no- fueron más o menos los previsibles, y los elementos que hacían decantar la balanza para un equipo o el otro fueron la oratoria y la agilidad en el debate, las otras dos competencias -a parte de la línea argumental- que se tenían en cuenta en las valoraciones.

Cuando entré en la sala donde iba a disputarse la final pensé que iba a presenciar una réplica de los debates de las fases previas. Después del sorteo para ver quién defendía qué postura, los miembros del jurado tomamos asiento, y entraron los dos equipos. El equipo que defendía el sí era un grupo de cinco chicos, según supe deportistas de élite de un instituto privado de la capital. La complexión de los cinco era igual de atlética, e iban todos vestidos con camisa blanca y pantalones oscuros. Su aspecto adulto e uniformado era imponente, mientras que al otro lado, el grupo que defendía el no estaba formado por tres chicas y un chico, luego debían de haber sufrido una baja. Eran de un instituto de un pueblo de pocos habitantes, iban vestidos de un modo informal (cada uno a su manera), y la impresión que me transmitieron fue de inseguridad, quizá porque su aspecto era más infantil que sus rivales, seguramente uno o dos años menores que los otros.

He de confesar que presagié una victoria clara del equipo que defendía el sí, sobre todo después de su introducción inicial. Era evidente que alguien les había escrito sus discursos -seguramente alguno de sus profesores- pero aún así los defendieron con verdadera solvencia. Desde el punto de vista de la ciencia y de la tecnología, de la sanidad y del progreso, las matemáticas eran absolutamente necesarias, y hasta aquel momento, era justo afirmar que el equipo de los deportistas de élite -los encamisados del instituto privado de la capital- era el que mejor defendía esa postura.

Las chicas y el chico del equipo del no empezaron el debate con timidez, quizá intimidados por la presencia y la dialéctica de sus contrincantes. A medida que fueron interviniendo, sin embargo, la balanza empezó a decantarse de su lado. Cuando uno de los chicos del sí dijo: “las matemáticas son la ciencia más objetiva que existe”, una de las chicas levantó la mano, y lo dejó sin palabras. “¿Objetivas, dices? No hay nada más subjetivo que las matemáticas: están todas ellas basadas en axiomas, y los axiomas son solo convenios”. El silencio que se hizo en la sala fue compacto, como el que se percibe justo después de un ruido abrupto. El chico del sí trató de replicar, visiblemente alterado. ”Las matemáticas son exactas, no tienen errores”, pero la chica del no se saltó las normas (para interpelar al oponente que tuviera la palabra, este tenía que dársela explícitamente), y le dijo: “ni son exactas, ni es verdad que no tengan errores. Las matemáticas se fundamentan en la deducción y en la inducción. La deducción depende, en última instancia, de unos axiomas cuya verdad no se puede demostrar, mientras que la inducción consiste en pensar que si una cosa ha sucedido un gran número de veces, entonces tiene que volver a pasar. Estarás de acuerdo conmigo en que nada de esto tiene validez filosófica”.

A los chicos de camisa blanca les costó reaccionar, hasta que uno de ellos preguntó: ”¿y qué? ¿qué pasa si no tienen validez filosófica?”. Por su gesto mientras esperaba respuesta, parecía que estaba verdaderamente interesado. La chica, esta vez sí, alzó la mano y, cuando tuvo la palabra, sentenció: “desde nuestro punto de vista, si las matemáticas no sirven para responder a las preguntas que de verdad nos importan, entonces no las necesitamos. Podemos concederos que nos han sido y nos son muy útiles, pero no necesarias”.

El equipo del sí no se dejó impresionar tan rápido y uno de los refutadores inició un contraataque. Dijo: “habéis dicho que las matemáticas son lo más subjetivo que existe. ¿Podéis explicarnos entonces por qué todos los patrones que se observan en la naturaleza se pueden representar y comprender mediante las matemáticas?”. Tres de los integrantes del equipo del no habían hecho ya intervenciones brillantes, pero la que aparentaba tener menos edad no había hablado todavía. Tomó la palabra y dijo: “no es ninguna sorpresa que el mundo se comporte según las matemáticas, si son precisamente las matemáticas el lenguaje que hemos elegido para describirlo”.

El silencio que se produjo en la sala volvió a ser perfectamente audible. Si el debate hubiera terminado aquí, aún hubiera tenido algunas dudas sobre quién era el ganador, pero al equipo del no aún le quedaba munición. En su turno de refutaciones, otra de las chicas preguntó a sus contrincantes: “¿Podéis explicar qué pasó con las paradojas de Russell? ¿Pensáis que los axiomas de Zermelo-Frankl resolvieron el problema? Las matemáticas de la actualidad están construidas sobre un conjunto de afirmaciones que no se sabe que son ciertas. Continuamente se usa el axioma de elección, se abusa de él y se producen espejismos como la paradoja de Banach-Tarski, como si el infinito fuese algo que podemos tocar. Las matemáticas están resquebrajadas de base, ¿por qué no admitís que no son más que otro tipo de fe?”.

El equipo del sí no contestó la pregunta, y se limitó a seguir con su línea argumental. Por su parte, el equipo del no siguió escarbando en la brecha que había abierto. La chica que expuso la conclusión dijo: “nosotros no nos conformamos con pasar por la vida como si fuera un pasaje, una serie de escenas en las que participamos y en las que solo se trata de ser lo más felices y vivir de la forma más cómoda que podamos. Nosotros aspiramos a saber cuál es el sentido de la existencia, aspiramos también a saber qué es verdad y qué es mentira, y las matemáticas, lo sentimos mucho, no nos responden a estas preguntas”.

En aquel momento recuerdo intercambiar una mirada de asombro con otro miembro del jurado. Estaba claro que la pregunta del debate era rica y que había multitud de matices y argumentaciones, pero se había acabado el tiempo de las intervenciones. El equipo del no demostraba un conocimiento de las matemáticas mucho mayor que el equipo del sí, y, de alguna manera, no solo había usado argumentos más originales y ricos, sino que había también dinamitado los argumentos del contrario desde su punto de vista, así que, en mi opinión, el equipo del no había de ser el justo vencedor.

Por desgracia, tuve que abandonar la sala antes de que se produjeran las deliberaciones por una urgencia familiar. Anoté mis valoraciones, se las di al presidente del tribunal, y me marché excusándome. No sé, pues, cuál fue el veredicto final, aunque tampoco lo he consultado. A decir verdad, no es que no me importe (ya he dicho por qué equipo tengo predilección), pero me gusta pensar que el debate ha quedado abierto. Solemos pensar que las preguntas deben responderse, que nuestras ideas deben estar justificadas, que las cosas son ciertas o son falsas, que existe algo parecido a la verdad absoluta. Competimos, discutimos, nos atacamos y nos defendemos, y nos cuesta aceptar que nuestras creencias se tambaleen: que los cimientos que creíamos rígidos y resistentes se desmoronen, y que todo aquello que estaba fuera de discusión de pronto sea tan solo hipótesis, elección subjetiva y por lo tanto prejuicio.

Yo no sé si las matemáticas son o no necesarias, ni tampoco sé cuál sería el ganador del debate, si en lugar de dos equipos de estudiantes, participaran en él todos los sabios y las sabias de nuestra historia, todos los enfoques del conocimiento humano. Algo me dice, sin embargo, que, por fortuna, no saldríamos de la duda: del vacío que subyace a todo aprendizaje. Lo dijo Sócrates a su manera hace muchos años, y lo dijo Massimo Recalcatti a la suya hace muchos menos: el conocimiento no es un vacío que ha de llenarse, es un vacío que ha de abrirse.