sombras

en una estación

Este verano volví a la ciudad de la que me marché, y mientras esperaba el tren de vuelta, sentí que algo en mí se había roto, o que algo en mí se había reparado, supongo que las dos son la misma cosa. Las estaciones ya son de por sí melancólicas, y algunas veces me parece que no tienen identidad propia, que no existen, como no existen a veces los silencios, que ocupan humildes los espacios que dejan las palabras, aunque a veces son los ruidos los que interfieren, los que anulan los silencios. No sé. Esperaba el tren con mi mochila gastada de siempre, el sol pegaba con fuerza así que busqué un poco de cobijo y entonces vi, despojada de todo accesorio, neutra y oscura y perfectamente perfilada, una sombra que me dejó helado.

Que la observación de aquella sombra me produjera un impacto como el que me produjo no me sorprendió cuando lo pensé con más calma. En un momento de mi vida las sombras llegaron a fascinarme. Por supuesto que, de niño, temía los fantasmas con los que me amenazaban, pero hubo unos años en los que a todo momento las analizaba, y pensaba mucho en todo aquello que me sugerían. Supongo que nadie -a parte de cuatro matemáticos- se plantearía la pregunta: “¿tú qué eres más, de perímetros o de áreas?”, pero tengo claro que si fuera a mí a quien se lo preguntaran, me decantaría por el perímetro. La sombra es la expresión máxima de la idea de perímetro: su interior no tiene contenido, no es más que ausencia de luz, una disminución de color que no tiene vida propia. En cambio la forma de una sombra queda enteramente definida por su contorno, se podría decir que la sombra es casi exclusivamente perímetro. Recuerdo incluso que insistía en intercambiar las dos palabras, proponiendo que fueran sinónimas, y decía cosas como: “mira qué perímetro te ha dibujado el sol en el suelo”, o: “tendremos que dar la vuelta a toda la sombra del edificio”.

A la fijación con las sombras le debo mis primeras consideraciones geométricas, mis primeras preguntas matemáticas. Dada una sombra en concreto, ¿cuántas figuras diferentes podían provocarla? ¿Qué características compartían? A toda sombra que encontraba le analizaba los segmentos, los ángulos rectos, las simetrías, la suavidad o la ruptura de sus curvas. Jugaba a fijarme solo en la sombra, y solo después de un buen rato de imaginar posibilidades, contemplaba su origen para comprobar mis aciertos, y aún encontraba más preguntas. Si una sombra se mueve, ¿quién se ha movido, el objeto o la luz? ¿Puede una sombra inmóvil ser el producto de un cuerpo que se está moviendo? ¿Qué cuerpos y en qué posiciones tienen esa capacidad? ¿Con qué movimientos?

Pensaba también en los ciclos diarios que nos rigen, en sus contradicciones y similitudes. A medida que el sol iba desapareciendo, las sombras se alargaban, creciendo en tamaño pero no en inclinación, como si en lugar de crecer hacia el infinito decrecieran hasta el cero, hacia la noche completa, hacia la ausencia de sombras. Después, cuando el sol salía, el proceso se invertía y en todo lugar florecían sombras, sombras cambiantes e inspiradoras, de infinita riqueza y de infinitas pérdidas, pero que podían también desaparecer si el sol se colocaba en la vertical perfecta, como le sucedió a Eratóstenes con aquel pozo en Alejandría.

En todas aquellas conjeturas recuerdo que siempre sentía una especie de tristeza dulce, como una sensación de pérdida pero que me atraía. Un cuerpo esbelto, una escultura hermosa, un cuadro o un edificio con infinidad de detalles se convertían en solo una sombra, un perímetro, y todo su interior desaparecía, como si de todo lo que conforma nuestro cuerpo nos quedáramos solo con la piel. En el interior de las sombras había pérdidas de información, pero yo creía que había algo en ellas esperándome, como si existiera una verdad que desconocía y que había de adivinar o alcanzar. Supongo que me creía Platón en la caverna y me imaginaba el proceso inverso -el que de una sombra había de recuperar el objeto que la creaba- como si fuera un acto divino, pero que debía de haber la manera de encontrar.

Las sombras despertaron parte de mi apasionamiento matemático, pero no fue el único. La única persona con quien compartía estas inquietudes era Diana, uno de esos pocos amores con los que nos cruzamos y que nos funden, que nos hacen sentir verdaderamente vulnerables, expuestos a un torbellino de emociones, como si nos hubieran dejado, indefensos, en medio de un huracán. Diana y yo tuvimos una relación compleja, de idas y venidas y de dificultades, pero que los dos definíamos como inevitable, tanto como lo era el deseo que teníamos el uno de estar junto al otro, tanto como lo fue la felicidad que compartimos. Amé a Diana como nunca he amado a nadie, pero no tengo reparo en confesar que antes de enamorarme de ella me enamoré de su sombra, de una proyección que en un principio aún no era la Diana completa.

Su sombra era una ascensión de suavidad sinuosa. Las líneas que viajaban desde sus pies hasta sus piernas, desde sus caderas hasta sus pechos, desde los dedos de sus manos hasta sus brazos y hasta sus hombros, parecían sacadas de una pintura precisa, hecha de funciones exactas y sin saltos, continuas y elegantes. Su espalda y su cuello se elevaban hacia las facciones de su rostro con una sutileza diferente a la de las otras sombras que yo había observado. Su cuello, el mentón y sus labios pequeños, sus pómulos e incluso a veces sus pestañas, dibujaban un perímetro en el que esta vez sí creía ver su interior, y por una vez no tenía aquella sensación de pérdida. Se suele decir que el enamoramiento es ciego, pero yo recuerdo sentir lo contrario. Aquel acto divino con el que yo fantaseaba -el proceso inverso de recuperar la forma de un cuerpo a partir de su sombra- en ella me parecía verdaderamente posible, y tenía la sensación de que, más que volverme ciego, el amor me abría los ojos.

De tanto que la observaba, que la comparaba con ella y la estudiaba, pronto me convertí en un experto en su sombra, y era infalible en reconocerla a partir de ella. Desde la última vez que nos habíamos visto no había pasado tanto tiempo, así que aquella tarde, mientras esperaba el tren en la estación, estuve seguro de que aquella sombra era la de Diana.

El primer impulso fue el de girarme, pero en lugar de hacer eso me quedé quieto. Calculé que estaría a pocos metros, y me recorrió la espalda y el pecho un escalofrío conocido. Eran las sensaciones que me producía Diana, ocultas en algún lugar, pero que ahora me envolvían de nuevo, como si todo lo que sentía por ella me sacudiera en lo más profundo. La sombra se mantuvo inmóvil durante un instante, pero después empezó a moverse. Si aún me quedaban dudas de que era ella, después de aquellos movimientos ya no tuve ninguna. Era Diana, Diana estaba a mi lado. Quizá esperaba el mismo tren que yo -o quizá el siguiente- y no se habría dado cuenta de que yo estaba allí, o lo había hecho y estaba esperando a que la reconociera.

La verdad es que no sé por qué me quedé helado, por qué no me volví hacia ella para reconocerla, para abrazarla y hablarle y descubrir de nuevo el interior de su perímetro. Mi viaje había sido fugaz y no había contactado con nadie, pero si había alguien con quien hubiera querido encontrarme era precisamente Diana. Estuve absorto en mis pensamientos, desordenados e intensos y relacionados todos con ella, pero entonces llegó el tren, y la sombra de los vagones anuló la suya.

En aquel momento tuve una de esas revelaciones que nos indican con claridad clamorosa qué sentimos, qué es lo que realmente queremos. Demasiado a menudo creemos que son las palabras las que tienen contenido, que el silencio y la ausencia de pensamientos son estériles, y no es extraño que nos equivoquemos: una mente que ignora los sentimientos no es más que un conjunto de matemáticas inútiles. Había sido yo el que me había marchado, argumentando miedos y dificultades, víctima de mi propio personaje, huidizo, seguramente cobarde, o quizá solo incapaz de querer. Ahora, en la estación, con Diana a un lado y el tren al otro, me encontré de nuevo con el dilema de siempre, y me di cuenta de cuánto me había mentido, de qué poco fiel le había sido a mí mismo. De pronto todos los relatos que me había contado me parecieron falsos, y una emoción que me subió del estómago me azoró por completo. Me quedé inmóvil, pero esta vez de un modo consciente. El tren se marchaba y yo no me subía en él: fueron pasando los vagones, uno tras otro hasta que desapareció el último. Cuando finalmente la vía volvió a quedar vacía, me giré y vi que la sombra de Diana seguía allí. Quise centrarme exclusivamente en la sombra, pero ella estaba demasiado cerca. Vi entonces sus pies, las uñas de sus dedos pintadas de rojo, sus inconfundibles sandalias, sus tejanos cortos. Seguí recorriendo su silueta: sus piernas y sus brazos deliciosos, sus pechos, sus hombros esbeltos, su cuello perfecto, hasta que entonces vi que sonreía. El sol quedaba justo detrás suyo, de modo que por un momento no la distinguí de su sombra. El área y el perímetro se solapaban, el interior y la sombra se confundían, como si aquel acto divino con el que tanto soñaba por fin se produjera. Finalmente había conseguido que una sombra y su origen se fundieran, y recuerdo que me sentí desnudo, aunque también recuerdo que no tuve miedo. Quizá hasta entonces había deambulado de estación en estación, sin tomar conciencia de mis decisiones, pero ahora estaba decidido. Aún no sabía cómo reaccionaría ella, y ni siquiera sabía qué palabras le diría, pero ahora estaba decidido. Respiré hondo y me acerqué a ella.