sexo, drogas

y matemáticas

Yo no sé cómo lo hago pero siempre me enrollo con los hombres más raros. Cuando voy a una fiesta -en un local o una casa o en un concierto- parezco activar un radar inconsciente, y detecto a distancia a los más bizarros o extravagantes, a los que más se desvían de la norma -los que más desconcierto o desconfianza generan- y siempre termino la noche con el peor de todos ellos. Mis amigas me dicen: “chica, eres especialista en liarte con el más friqui”, y yo ya no sé si los atraigo sin darme cuenta, o si es que soy yo quien los busca. El guión, además, no suele fallar: sin necesidad de presentaciones ni prolegómenos, en cuanto me alejo un poco del grupo -me cansan el gregarismo y la endogamia de los círculos sociales-, el personaje en cuestión se me acerca, me pide un cigarro -o se pone a bailar a mi lado- y entonces me habla. No creo que sea porque yo haga nada especial, ni tampoco mi aspecto es especialmente llamativo; es como si se percataran de que soy uno de los suyos, de que no voy a juzgarles, de que podrán desahogarse o destaparse y comportarse libremente conmigo, y la verdad es que no les falta intuición: no hay nada que me aburra más que los patrones comunes y establecidos, tan predictibles y trasnochados, a menudo también tan machistas e insulsos.

Este talento para coleccionar perlas me ha llevado a escenarios muy variopintos. He pasado noches con tipos en un principio muy divertidos u originales, pero que después han derivado en experiencias sexuales decepcionantes. He conocido también a hombres brillantes en la cama pero con importantes taras en el comportamiento o en el habla, o cuyo personaje se desvanecía en cuanto entrábamos en la intimidad. He estado con introvertidos furiosos, con excéntricos de retorcidas vanidades, con encubiertos canallas, con depredadores de máscara bohemia, y con infinidad de artistas que, bajo el amparo de la creatividad, desarrollaban caracteres más parecidos a un estrambote que a lo que se entiende por persona cuerda. He cruzado, en definitiva, la frontera entre lo sano y lo desequilibrado en numerosas ocasiones, y de cada una de ellas guardo un recuerdo especial y específico -más o menos desdeñable, de historias con más o con menos continuación en el tiempo-, pero si he de elegir a uno de esos hombres, y decir cuál de ellos me produjo un efecto mayor y más profundo, sin duda me quedo con Marcos, con Marcos Deverne el matemático.

Yo soy la típica que estudió letras porque odiaba las matemáticas, porque los profesores que tuve me hicieron odiarlas. Tengo treinta y cinco años y a excepción de las habituales sumas, multiplicaciones y divisiones, nunca las he necesitado ni tampoco nunca me han interesado: soy lo que llaman una persona anumérica. Esta concepción, sin embargo, cambió sustancialmente cuando conocí a Marcos, un tipo en esencia sombrío, de mirada afilada e intimidante, pero con unos labios carnosos que me inquietaron y atrajeron con la misma intensidad. Besaba con ardor, con sed, como poseído por una gula inmediata y desaforada, como si hacer el amor fuera lo más perentorio, aunque para llegar a ello hubieran hecho falta dos botellas de vino y más de tres horas de conversación.

Lo conocí en el Groove de Tarragona. Yo estaba en la pista bailando y me tocó con un dedo en la espalda, en un gesto pueril pero inconfundible. No es para nada lo habitual -los hombres se acercan dominantes o graciosos o sutiles o interesantes, cada cual con su ristra de pretendidas originalidades pero todas sacadas del mismo manual de flirteo, aunque de diferentes capítulos- y me gustó que lo hiciera así: si la intención es llamar la atención, no hay nada más claro que un par de toques con la punta del dedo en el hombro. Cuando me giré y lo vi de frente pensé que era un alma ofuscada, un ser taciturno pero con un punto extraño de rabia. Por un momento dudé de su lucidez, pero bastó que dijera “¿has probado la pipa de Banach-Tarski?” para que entrara en su zona y cayera -una vez más- en las redes de mi propia inercia (“chica, eres especialista en liarte con el más friqui”), y terminara yendo con él a su casa, a pesar de las sombras que se le adivinaban; supongo que en eso soy un poco temeraria.

Quizá la noche de sexo no fue la más memorable que he vivido, pero recuerdo que me gustó su ímpetu. Todavía en el Groove bailamos un poco (“bailas como una función de funciones”, me decía), y aun después, en su casa, bailamos otro poco. Se movía como a impulsos controlados, parecido a como bailan los negros con ese estilo casi genético tan suyo, aunque menos fluido y no tan rítmico. Cerraba los ojos y se balanceaba de un modo que no había visto nunca, pero de pronto se quedaba quieto, como si analizase sutilezas internas en la música y quisiera entenderlas o descifrarlas, para después proseguir con su vaivén roto y espasmódico, reconozco que excitante. En la cama se movía del mismo modo, pero también era así su manera de hablar, como si en todos los ámbitos siguiera un mismo patrón, y en lugar de dosificar o dar continuidad a sus palabras y movimientos, prefiriese el silencio y la inmovilidad, y cuando hubiera que salirse de ellos, tuviera que hacerlo a toda prisa para poder regresar lo antes posible.

Yo ya me había olvidado de ella, pero cuando estábamos vistiéndonos -descarté quedarme a dormir en su casa-, volvió a mencionarme la pipa. Cuando me había preguntado por ella en primer momento yo había respondido un escueto “no” y había continuado bailando como si nada, pero entonces, mientras me ponía el sujetador, me dijo: “bueno, entonces qué: ¿quieres probar la pipa de Banach-Tarski?”.

Me molestó un poco la manera en que lo dijo, como si todo lo sucedido hasta entonces -los bailes en el Groove y en su casa, las botellas de vino, la conversación y el sexo que tuvimos- no hubieran sido más que un una introducción molesta o burocrática, como un peaje necesario para poder cumplir con su verdadero deseo: fumar de esa pipa de la que yo no había escuchado hablar nunca.

Yo no soy consumidora de drogas. Por supuesto que he probado algunas -vivir ajeno a su presencia es casi un milagro si se sale de noche con cierta frecuencia- pero confieso que la descripción que me hizo de los efectos despertó mi curiosidad. Volví a tenderme a su lado en la cama, y dejé que me enseñara la pipa. La había sacado de un cajón de la mesita de noche, y la miraba con fijeza. “Esta pipa permite visualizar la paradoja de Banach-Tarski”, dijo entonces, “una paradoja que no es ninguna paradoja, porque en realidad es un teorema que ha sido demostrado, aunque para su demostración hay que aceptar el axioma de elección”. Yo no tenía ni idea de lo que me estaba diciendo, y pensé que se trataba, simplemente, de otra droga alucinógena más. Pretendí entonces ser más experta de lo que soy en el mundo de la psicodelia, y le dije “bueno, eso dependerá de cada persona, quizá otro fume de la pipa y en lugar de eso que ves tú, vea otra cosa”, pero su respuesta fue rotunda: “no, de ninguna manera, el único efecto que produce esta pipa es visualizar la paradoja de Banach-Tarski, nada más, absolutamente nada más”. No pude evitar reírme de su obcecación, pero al ver que le ofendió que lo hiciera (“¿te ríes?”, dijo, torciendo el cuello con firmeza), traté de suavizarlo, y poniendo mi mano sobre su muslo, le dije: “no sé, déjame probarla y te digo”.

No sé por qué dije aquello, si en realidad no tenía intención de probarla, pero después de decirlo me sentí empujada. Me miró con una interrogación obstinada y amenazante, como si en cualquier momento su peculiar forma de relacionarse, de hablar, de bailar y de hacer el amor fueran a tornarse violentas, y la verdad es que me asusté. Para ganar tiempo le pregunté: “¿dura mucho el efecto?” y pareció tranquilizarse, porque con voz más sosegada respondió: “no, apenas es un minuto, pero no te preocupes, no te va a pasar nada, y además es lo más hermoso que habrás visto nunca”. Lo dijo de un modo cálido, me pareció que sincero. Todos tenemos un tono de voz que está reservado para los sentimientos más profundos y espontáneos, podemos fingirlo pero hay un timbre concreto que solo nosotros y nuestros más íntimos reconocen, la voz -sin máscaras- de la emoción. Cuando dijo “es lo más hermoso que verás nunca” creí que lo hizo de esa manera, así que acepté probar la dichosa pipa.

Lo que vi entonces fue un verdadero prodigio de la geometría. Durante los preparativos lo describió como “el más espléndido truco de magia que pueda existir”, y después de una pausa, añadió: “de magia matemática”. Poco después de la primera y única calada, en efecto, mis incrédulos ojos asistieron a un proceso digno del mejor de los efectos especiales cinematográficos. “Lo que estás viendo es la paradoja de Banach-Tarski”, dijo al cabo de poco, como si narrara en directo lo que yo estaba visualizando. “Es un teorema que demuestra que cualquier esfera puede despedazarse y reensamblarse en dos esferas distintas, las dos del mismo volumen que la inicial, un hecho totalmente contrario a la intuición”. Al principio sus palabras me resultaron confusas, y yo solo veía una pequeña esfera verde -me pareció que era un guisante, pequeño y perfectamente esférico- pero en seguida empezó el espectáculo. Marcos dijo “una de las versiones del teorema es que uno puede romper un guisante en múltiples trozos, y volverlos a configurar para que formen el Sol, sin añadir ni quitar nada”, mientras, en efecto, yo veía cómo el guisante se desmenuzaba, sus minúsculos fragmentos se redistribuían, y poco a poco se volvían a unir entre ellos, cada vez más relucientes, hasta formar un astro gigante y resplandeciente que supuse que era el Sol. Pensé: “es verdad que es lo más hermoso que he visto nunca, he asistido al nacimiento del Sol, a su formación a partir de un guisante”, pero en el mismo instante en que terminé de pensarlo la visión desapareció, como si haberla explicitado la hubiera desprovisto de toda su magia, y desvelar su truco la hubiera disipado.

“¿Qué te parece?”, me preguntó entonces, aunque yo aún no era capaz de articular palabra. “Lo que has visto es un teorema que está demostrado, que es cierto”, continuó, “pero ya te avisé: tampoco le des mucha importancia porque para demostrarlo hay que aceptar el axioma de elección, y los axiomas son solo un convenio”. Yo seguía sin entender ni una palabra de todas aquellas matemáticas tan abstractas y alucinógenas, todavía estremecida por la experiencia. Aquella visión, sin embargo, no solo me causó estupefacción entonces: lo sigue haciendo cada vez que la recuerdo. A veces tenemos dificultades para discernir entre lo que hemos vivido y lo que nos han contado o hemos leído, entre lo que hemos dicho y hemos soñado y hemos deseado, incluso lo que hemos solo considerado. Las construcciones mentales son todas de la misma naturaleza, viven en el mismo lugar -la mente- y su esencia es la misma -son pensamientos-, pero lo que vi aquella noche se mantiene en mi memoria como un evento de otra índole. Es sin lugar a dudas el recuerdo más vívido de que dispongo, y cada vez que lo evoco siento que puedo incluso tocarlo. El filtro que hace que tomemos como reales nuestras percepciones aparece y desaparece, del mismo modo en que el presente se mezcla con el pasado y con la figuración futura, pero algo especial -o, efectivamente, mágico- debía de tener aquella pipa, porque cada vez que pienso en ella -lo hago a menudo, aunque siempre a solas-, siento que vuelvo a asistir -sin ninguna pérdida de realismo- al inverosímil fenómeno de la conversión de un guisante en el mismísimo Sol.

No recuerdo mucho qué más sucedió ni de qué más hablamos -supongo que el azoramiento nubló mi conciencia y borró los recuerdos superfluos-, aunque sí retuve que había heredado la pipa de su padre. No debimos de cambiarnos los teléfonos porque no lo encontré en mi agenda, ni tampoco aparece en las redes sociales, así que no he vuelto a verle más. Respecto a las matemáticas, para mí siempre habían sido un terreno gris y prohibido, cuadriculado y desagradable, pero conocerlo a él y fumar de su pipa me hizo cambiar la perspectiva. No digo que ahora me haya vuelto una lectora asidua de sus avances -ni mucho menos: sigo sin entenderlas lo más mínimo- pero cuando alguien habla de ellas o veo un artículo en la prensa, ya no reacciono con aquel rechazo que les tenía, y ahora pongo atención -o si es en la prensa leo la noticia completa-, con la discreta esperanza de que alguien mencione la paradoja de Banach-Tarski, o de que alguien me explique qué demonios pasa con el axioma de elección. Aunque si he de ser del todo sincera -y habré, finalmente, de volver a darles la razón a mis amigas-, lo que en verdad me apetece es cruzarme de nuevo con aquel tipo sombrío y bizarro, aquel ser taciturno y con un punto de rabia, de mirada afilada y desafiante, el del baile excitante y el sexo impetuoso, el misterioso y oscuro Marcos Deverne, Marcos Deverne el matemático.