A Daniel Gabarró, gracias por esta y por tantas ideas profundas y amorosas
Esto que voy a contar ahora me da un poco de vergüenza, no porque sean pensamientos muy íntimos -que también- sino porque sospecho que pueden provocar algo de sorpresa, o quizá incluso de controversia. Me encantan los semáforos. O, mejor dicho, me encanta lo que significan los semáforos. O mejor aún, me encanta lo que para mí significa el momento en que esperamos a que el semáforo se ponga en verde. Ya está, ya lo he dicho. Confieso que adoro los semáforos, esa es mi filia, y a pesar del miedo que he mencionado, me gustaría explicar bien esta idea, porque quizá pueda resultarle útil a alguien.
Todo empezó hace pocos meses, cuando me mudé a Barcelona. Yo vivía en Cambrils, una ciudad más bien pequeña -un poco más de treinta mil habitantes- por la que me movía a pie o en bicicleta, y si había de ir a otra ciudad lo hacía en furgoneta. Aunque me desplazaba a menudo, la frecuencia con la que esperaba en semáforos era más bien baja, o, mejor dicho, lo era mucho en comparación con Barcelona. Casi como una premonición de cómo iban a cambiar mis necesidades, justo antes de mudarme la furgoneta se estropeó fatalmente, y decidí comprarme una moto. Ya en Barcelona, de pronto me vi efectuando a diario trayectos no solo con muchos semáforos, sino que además vividos con mucha presencia, puesto que, con la moto, serpenteando entre los coches, es fácil colocarse en la primera fila de la parrilla de salida, de manera que no solo es más visible el objeto-semáforo, sino también el cruce de direcciones que regula, un espacio amplio y claro que por un momento queda suspendido en el tiempo.
En aquellos momentos de espera, en primera fila y con vistas privilegiadas a ese vacío que propone toda intersección entre varios caminos, mis pensamientos empezaron a tomar direcciones insospechadas, supongo que uno tiende a llenar el vacío del tedio con lo primero que se le ocurre. Las primeras semanas las dediqué a integrar la rutina de observar los semáforos en su completitud, algo que no había hecho nunca antes. Fueron los inicios del proceso, por llamarlo de algún modo. Poco a poco me descubrí quedándome embobado observándolos, tanto que más de una vez me despertaba de un susto el claxon impaciente de turno. En aquellas breves sesiones de enajenación benigna percibía pequeños discursos en la luz y en sus cambios, como si tuvieran vida propia. La ambigüedad del ámbar, inseguro como una contradicción, o la imposición del rojo, infalible y firme como una puerta que se cierra. Asistía al cambio de colores como si fueran eventos magníficos e irrepetibles, y cuando se abría el verde me parecía que un soplo de aire regeneraba el ambiente. A veces me perdía también en imaginaciones de índole más geométrica, y jugaba a construir las formas que lo subyacen, como si pudiera ver su esqueleto de curvas y superfícies, de cables y de chips, e imaginaba el vacío metálico de su interior frío y silencioso, un universo propio encerrado en aquellas paredes cilíndricas y gastadas, seguramente aburridas de ser siempre el mismo sostén, la misma estructura.
Esta adoración, sin embargo, por mucho que aunara poesía y matemáticas, estaba solo orientada al objeto, así que no duró demasiado tiempo. Supongo que me cansé de ver siempre la misma geometría, y empecé entonces a fantasear con nuevas teorías. Tampoco es que pensara nada demasiado original. Si alguien ha circulado regularmente por la calle Aragón o por la Gran Vïa de Barcelona, es muy probable que haya experimentado con el inevitable juego de encadenar semáforos en verde. Fueron precisamente diseñados con esa intención, pero me resultaba imposible no formularme preguntas. ¿Cuántos se pueden encadenar seguidos? ¿Cuál es la velocidad óptima para hacerlo? ¿Existe una ruta circular que permita encadenarlos infinitamente? ¿Cuándo existe y cuándo no? Por lo visto ya existen ciudades que comparten los datos de sus semáforos en tiempo real, y, como era de esperar, se han creado también por tanto dispositivos que predicen cuáles son esas rutas óptimas. Inevitable también preguntarse, ¿cómo funcionan esos algoritmos? La mayoría de soluciones informáticas suelen superar las dificultades teóricas con la denominada fuerza bruta de su exhaustividad y velocidad de análisis, y se limitan a rastrear todas las posibilidades hasta que encuentran la óptima, una manera de proceder poco elegante desde el punto de vista de la estética matemática pero que suele funcionar, a no ser que el problema sea un problema cuyo tiempo de resolución crezca de manera exponencial, como el famoso problema del viajante y todos los problemas denominados del tipo NP. En aquellas pausas semafóricas me gustaba imaginar cuál sería ese modelo matemático, bello y simple, que respondiera a estas preguntas con elegancia. ¿Serían grafos? ¿Grafos cuyos nodos-semáforo variasen de estado a cada segundo, en función de si estuvieran en rojo o en verde? ¿O ecuaciones diferenciales? ¿O quizá bastase con árboles de posibilidades que contemplasen los diferentes semáforos accesibles a cada momento, y que calculasen la viabilidad de cada elección de semáforo, de un modo muy parecido a cómo lo hacen los algoritmos que juegan a ajedrez?
Estas divagaciones matemáticas, sin embargo, no solo tampoco me llevaban a ningún sitio sino que, además, pronto sentí que me producían rechazo, un rechazo hacia mí mismo. Fue entonces cuando lo vi claro. Aquello era puro egocentrismo. Más allá de rodeos y adornos matemáticos, todas mis cavilaciones tenían el propósito último de que yo me beneficiase del sistema de los semáforos, de que yo encontrase una ruta en la que yo circulase con los semáforos en verde por el mayor tiempo posible, siempre a costa de que fueran los demás -los otros- los que interrumpiesen su marcha y me esperasen a mí. Lo sé, no hay nada de malo en pensar de esa manera, lo hacemos todos a diario y en algunos casos de manera constante, pero en aquel momento me resultó violento, no sé si es que en aquella época estaba intentando poner menos el foco en mí mismo, o quizá fue solo por el propio efecto del semáforo en rojo, que, por su propia función, prácticamente te fuerza a poner la atención en los otros vehículos y transeúntes, como en un ejercicio de empatía impuesta. No lo sé. El caso es que de pronto pensé en los semáforos de un modo más amplio, y me pregunté por su significado más profundo. ¿Para qué sirven? ¿Cuál es su sentido último?
No quiero darle lecciones a nadie -sobre todo de circulación vial- pero la verdad afloró en mí como un descubrimiento de orden psicológico. Los semáforos regulan el tráfico porque facilitan una circulación ordenada, pero hay algo simbólico más allá de su función. El semáforo es el instrumento mediante el cual los peatones y los vehículos se paran, interrumpen su ruta y esperan a que la prosigan los otros, es decir que, por un momento, le ceden el espacio y el tiempo a los otros. No sé si me explico. Lo que quiero decir es que, más allá de que evita colisiones y embotellamientos, el semáforo facilita que unos a otros nos miremos, nos esperemos y nos respetemos. En definitiva, que nos veamos. “Los semáforos son el lugar donde ver al otro”, recuerdo que pensé, un lugar donde dejamos de mirarnos el ombligo y, aunque solo sea por un momento, soltamos nuestro habitual egocentrismo y ponemos la atención en el otro, en el prójimo.
No sé cómo explicar la transformación que aquella idea produjo en mí, el cambio de mirada que representó. De estar impaciente calculando cuándo se pondría en verde y me tocaría a mí circular, de pronto pasé a celebrar que el semáforo se pusiera en rojo, porque así podía dedicarme a mirar al otro, a ver a los otros. Mi experiencia ahora ya no era matemática ni egocéntrica sino humana y empática, en cierto modo profundamente amorosa, puesto que estaba más centrada en dar que en recibir. Y así ha seguido siendo desde entonces. Todavía me siguen despertando del ensueño las bocinas impacientes de turno, pero ahora es por motivos muy diferentes. Para mí ahora el objeto-semáforo es un instrumento que me sirve para ver a los otros, porque ahora es a ellos a quienes observo y ya no al semáforo. Les miro, sonrío, y les digo, con el pensamiento: “Mírate, ahí estás, tú, y tú, y tú también, ahí vas por el paso de cebra o subido en tu coche o en tu moto atravesando esta calle, quizá estés volviendo a tu casa tras un día largo, o a recoger a tu nieta del colegio con su mochila llena de dibujos, o quizá llegas tarde a una cita, más nervioso que de costumbre. Te veo, te estoy viendo y te reconozco, yo estoy aquí parado pero no solo porque el semáforo lo dicte sino porque me reconforta esperarte, me alivia soltar el lastre de pensar siempre en mí mismo y en mi prisa y en mi rumbo, y me gusta dejar que seas tú ahora quien circule. Ahora es tu momento, yo ya tendré el mío de aquí un rato, ahora te toca a ti, y mientras te miro y te veo te deseo un buen camino, peatón, conductor de coche o de moto, te deseo un buen día: te deseo lo mejor”.
De verdad recomiendo practicar esta disciplina en los semáforos. Entiendo que pueda parecer extraño, y que resulte difícil tener estos pensamientos amorosos hacia personas desconocidas, pero eso es precisamente lo que convierte a este ejercicio en una práctica verdaderamente útil. Si se observa bien, se puede ver que esta mirada amorosa hacia los desconocidos tiene algo de libertad y de pureza que no es tan habitual como pensamos. A un desconocido, por el propio hecho de ser un desconocido, no le exigimos nada, no esperamos nada de él. Es más fácil entonces aceptarlo en su totalidad, porque aún no conocemos -ni probablemente conoceremos- esa totalidad, de manera que nos podemos permitir esa aceptación sin juicios, porque no hay riesgos, no hay pérdidas: no hay vínculo. Esta forma de amar -en una plena aceptación- es, curiosamente, mucho más difícil con las personas con las que ya tenemos un vínculo, puesto que proyectamos en ellos multitud de carencias y de resortes, fruto natural de todo contacto entre personalidades. De un modo más o menos inconsciente, con nuestros cercanos ponemos en juego expectativas, juicios y condiciones, y si estos tienen la suerte de comportarse como nos viene bien, les querremos y aceptaremos y conviviremos con ellos, pero si no, empezarán los conflictos. En cambio con los desconocidos esto no pasa, en los semáforos no pasa. Es cierto que aprendemos a querer a medida que queremos a las personas que más queremos -valga la doble redundancia- pero gracias a los desconocidos también podemos aprender a amar mejor. Y por eso los semáforos son un buen entrenamiento. Los semáforos pueden dejar de ser un mero obstáculo en nuestras ajetreadas vidas y pasar a ser un lugar de momentáneo reposo donde tomemos nota mental de cómo es amar sin condiciones, de cómo se siente ese tipo de amor puro y libre y que ve y acepta en su totalidad, que cede el espacio y el tiempo, y desea, sinceramente, lo mejor, sin proyecciones ni exigencias ni expectativas. Esta es, en resumen, mi propuesta. Que los semáforos sean el lugar para entrenarnos a amar mejor. Que los semáforos sean gimnasios del amor.