No sé 

tendríamos que mirarlo

Quizá sí hablé demasiado, me pasa aún cuando olvido lo sano que es callar. Conversar es uno de los mayores placeres de que disponemos, pero a veces hablamos para rellenar un espacio que no necesitaba ser rellenado. Lo hacemos porque queremos ser vistos, o para que los demás vean que les vemos, o porque nos da miedo el silencio, o sentirnos solos, o que se sienta solo el otro. Somos capaces de grandes conversaciones pero a veces habría que callar más, escuchar más y dejar que el discurso se despliegue por sí mismo, sin interferencias, sin direcciones ni indicaciones que creemos sutiles pero que lo desvían de su flujo natural y lo modifican, si es que no lo destruyen. Se habla también demasiado cuando se ofrece una ayuda que no se nos había pedido, y que no es tanto una ayuda sino una nueva oportunidad para proyectarnos en el otro -para creernos el otro-, un modo más de egocentrismo. Nos colocamos en situación de poder y a menudo impedimos que el otro vea y aprenda por sí mismo, y eso es también una agresión; sobreproteger es debilitar al otro, sembrarle una dependencia. 

Sí, hablé demasiado. Max me había preguntado: “¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Cómo voy a saber hacerlo si antes no me lo has explicado? ¿Cómo quieres que resuelva este problema si antes no me has enseñado a resolverlo?”. Encadenó así las tres preguntas, una tras otra sin apenas pausa, estaba indignado. Su queja no me resultó nueva en absoluto. Les pasa a menudo a los estudiantes que han estado mimetizando a sus profesores durante demasiado tiempo. Muchos llevan toda su vida académica limitándose a reproducir procedimientos que antes ya les han mostrado, y se sienten perdidos cuando se les cede la iniciativa y se les plantean problemas en los que, de entrada, no se sabe qué hacer. Me lo quedé mirando un instante en silencio pero sé que aquella pausa no bastó, que entonces y ahí hablé demasiado. Le dije: “Ese bloqueo que estás sintiendo ahora mismo: eso es precisamente lo que quiero que miremos”. Me miró entonces con ojos primero extrañados pero que en seguida sentí que se volvían opacos, y acto seguido frunció el ceño, arrugó los labios y volvió a mirar a su libreta, enfurruñado. No le había gustado mi respuesta.

No puedo hablar de Max sin sentir una especie de calor en el estómago, una presión que me aprieta en el diafragma y que me sube a los ojos en forma de alegría, de orgullo, de amor y a veces también de dolor y de culpa, es tanto lo que proyectamos en los hijos que a veces da vértigo. Max es el menor de mis dos hijos. Aquella tarde, mientras le ayudaba a hacer sus deberes, estábamos solos. Yo sabía perfectamente lo que le sucedía. Nunca antes había tenido profesores que lo expusieran a la incertidumbre de los problemas ricos, abiertos -de suelo bajo y de techo alto, les llaman ahora- y por muchas matemáticas que hubiera intentado yo inculcarle, ante aquel espacio de libertad se sentía a la deriva, como si, subido en una barca sin remos ni timón, se encontrase en medio del océano. Era también perfectamente consciente de que el bloqueo que se le reproducía en las matemáticas era un síntoma de algo más profundo y que ya se había incrustado a fuego en su inconsciente. Tenía catorce años y gran parte de las creencias internas que forman su carácter -si es que no todas- ya hacía tiempo que lo acompañaban, además de que eran evidentes. Tenía, sobre todo, un miedo terrible a ser comparado con Dan, su hermano mayor, y evitaba a toda costa dedicarse a lo mismo que él, es decir, rehuía exponerse a que se les pudiera comparar. Si, por ejemplo, Max estaba jugando con la pelota y Dan lo empezaba a hacer también, inmediatamente Max dejaba de hacerlo. Si hablábamos de algún tema concreto en el que Max estuviera interviniendo, si entonces lo hacía también Dan, entonces Max se callaba, e incluso a veces encontraba una excusa para marcharse. Teníamos nuestras hipótesis sobre cuándo y por qué había nacido aquel miedo en Max, pero no estábamos seguros. Quizá recibió un exceso de atención en sus primeros meses y no terminó de digerir bien la toma de conciencia de que había otro más -un hermano- en la familia, y además mayor, es decir con más privilegios, o al menos con un contacto de una índole más adulta con nosotros, sus padres. Hubo también unas semanas muy intensas en que Dan tuvo una enfermedad grave que casi lo hizo perder la vista, y quizá allí Max vivió alguna escena que le quedó marcada y trataba de evitar a toda costa. No lo sabemos, ni quizá lo sepamos nunca. Suelen confluir más de una causa y en más de un momento, además de que siempre hay factores incontrolables, genéticos, o simplemente desconocidos. La inercia del día a día y la intensidad de la crianza de dos niños, además, posterga -si es que no anula- cualquier análisis, de manera que toman más importancia la aceptación y la gestión de todos los sentimientos que ya se han generado que no su propio origen, sobre el que, además, poco puede hacerse ya.

Aquella tarde, sin embargo, sentí que Max dejaba una puerta entreabierta, y empecé a pensar que quizá no había sido tan inadecuado mi comentario. Se quejaba sobre la forma de aprender (“¿Cómo quieres que resuelva este problema si no me has enseñado antes a resolverlo?”, había dicho) y eso ya era en sí una novedad, una necesidad de diálogo sobre los métodos de aprendizaje, un comentario inédito en él. Había también vuelto su mirada, enfurruñado, hacia la libreta, pero su expresión corporal no era de completa huida -como otras veces, en que su necesidad de levantarse y marcharse era incontrolable- sino que denotaba una cierta expectación, una apertura, aunque fuera mínima. Volví entonces a dudar sobre si hablar (arriesgándome a hacerlo demasiado) o si esperar. Yo le había dicho: “Ese bloqueo que estás sintiendo ahora mismo: eso es precisamente lo que quiero que miremos”, un señalamiento quizá demasiado directo. A Max las notas de matemáticas en la escuela no le iban mal, e incluso en alguna ocasión había conseguido entablar conversaciones matemáticas interesantes con él, pero nunca habíamos hablado en profundidad sobre su bloqueo. La realidad era que, llegados a cierto punto, Max evitaba seguir hablando de matemáticas, y estaba claro que el motivo era su hermano. Dan era excelente en matemáticas, de manera que, en cuanto Max tomaba conciencia de que entrábamos en un territorio en el que Dan destacaba, de pronto se negaba a continuar, se quedaba callado, respondía con monosílabos, alegaba estar cansado, o encontraba cualquier otra excusa para dejar de pensar y, a poder ser, para marcharse a su habitación. Si yo seguía, pues, insistiendo, aquella primera reacción negativa podía empeorar y quizá perdiese la oportunidad que parecía insinuarse. Esta vez sí, pues, decidí callar y esperar. Respiré, y dejé que todos mis pensamientos y sensaciones se disolvieran en aquella pausa tan esperanzadora. No sé bien por qué pero tenía la certeza de que, si esperaba lo suficiente, Max se abriría. Estuvimos un rato muy largo, allí sentados, simplemente respirando. Él miraba su libreta insistentemente (no había nada escrito en ella), y yo lo miraba a él. En aquel momento podía haberle hecho muchas preguntas que promovieran el diálogo terapéutico que yo deseaba tener, la conversación que lo ayudase a sanar su herida. Podía preguntarle: “Max, cariño, ¿por qué tienes tanto miedo a compararte con Dan?”, o podía dar rodeos y decirle: “Max, sabes que es bueno equivocarse, ¿verdad? ¿Que el error es la principal fuente de aprendizaje?”, o: “Max, ¿entiendes que cada uno tiene diferentes virtudes, y que no pasa nada?”, pero la verdad es que hubieran sido todas preguntas menores comparadas con la que me disparó él. Alzó la mirada y clavó sus ojos tiernos -pero concentrados- sobre los míos, y me preguntó: “¿Lo queréis más a él?”.

Me quedé de piedra. Uno conoce a sus hijos. Los ha visto nacer, crecer, desarrollarse y pasar de unir con dificultades palabras a formar sus primeras demandas elaboradas, sus primeras quejas y razonamientos complejos, sus primeros discursos. Lo abracé de inmediato, le di repetidos besos en la frente y en el pelo, y me lo quedé mirando. Max era un chico sensible y acostumbrado al lenguaje de las emociones, pero aún así me sorprendió su pregunta, no solo por la profundidad -tan directa y precisa, tan exactamente colocada en centro del asunto, el amor, la comparación entre hermanos- sino por la valentía, por la conciencia que demostraba tener. Sospechábamos que aquella era la creencia de fondo que sustentaba su miedo -lo queréis más a él- pero me rompió el alma escuchárselo decir a él. Negué con el cuello repetidas veces, y después no recuerdo bien lo que dije, la verdad es que estaba emocionado. Supongo que usé alguna de las fórmulas habituales, quizá “Max, cariño, eso no es verdad, sois nuestros hijos, os queremos a los dos por igual”, y aún después creo que intenté explicárselo mejor poniéndole a él en la situación de elegir a dos personas muy queridas, aunque, a decir verdad, tampoco lo recuerdo.

No se nos prepara, a nadie, para una conversación así con nuestros hijos. La competición entre hermanos, la comparación, la envidia, los celos y, detrás de todo ello, una gestión sana de la autoestima y -me atrevería a decir que, en general- del amor. Se tarda a veces toda una vida en colocar con sabiduría toda la amalgama de sentimientos, de creencias y de pensamientos que, aunque conformen nuestra personalidad -y tengamos la falsa sensación de que somos eso-, son siempre susceptibles de análisis y por lo tanto de mejora, con suerte de aceptación. Aquella tarde con Max fue el inicio de unos meses en los que hubo mucha conversación y mucho trabajo personal y familiar -al fin y al cabo formábamos los cuatro un sistema dinámico, interconectado y afectado el conjunto por cada movimiento de sus elementos- pero como suele suceder con menores, a veces funciona mejor el uso de herramientas indirectas -juegos, metáforas- sobre todo si están poco desarrolladas la capacidades de identificación y de expresión de las emociones, si es que no son la misma. En el caso de Max, además, era complicado acceder a él con continuidad porque, a pesar de haberse atrevido a expresar su herida -lo queréis más a él-, su bloqueo persistía, y era habitual que de pronto volviese a cerrarse, y hubiera que postergar el trabajo durante al menos unos cuantos días, incluso a veces semanas.

Fue en una de esas fases cuando me di cuenta de que las matemáticas podían ser la herramienta perfecta. Había empezado un nuevo curso escolar y Max no progresaba en temas emocionales, pero cuando le preguntaba sobre las matemáticas que aprendía en el instituto, las conversaciones empezaron a cambiar. Pudo tener que ver su nueva profesora, que al parecer utilizaba un método más constructivista, más enfocado al aprendizaje basado en problemas que los anteriores. Ahora Max experimentaba más a menudo la sensación de enfrentarse a problemas sin solución ni inmediata ni estereotipada, es decir que por fin empezaba a resolver problemas, y los alumnos que trabajan así enriquecen su diálogo de manera rápida y visible, cualquiera que lo haya probado lo puede corroborar. Poco a poco fue calando en él, además, una mentalidad de crecimiento -la idea de que el factor determinante para el éxito en cualquier disciplina no son las capacidades previas sino el esfuerzo y el trabajo, las horas dedicadas-, en contraposición a la mentalidad fija, terriblemente dañina, que afirma que “o se es bueno en matemáticas, o no se es”, origen de tantos bloqueos como el de Max. De todas formas, aunque me hubiera gustado que fueran estos los motivos por los que Max empezó a crecer matemáticamente -me refiero a que fueran motivos puramente didácticos, o, mejor dicho, sin daños colaterales-, lo más probable es que no fuera así, es decir no fue solo por eso. Pasó que su hermano Dan empezó a obtener malos resultados en matemáticas, y que no solo dejó de destacar en ellas sino que además mostraba un desdén y un rechazo que a veces incluso rayaba lo desagradable. En su caso, sospecho que se produjo el efecto contrario al de Max. Suele suceder con los alumnos que han sido premiados en exceso por sus aptitudes y no por su trabajo (“qué listo eres” en lugar de “qué bien has trabajado”). Este tipo de alumnos, una vez se les ha hecho creer que son buenos en matemáticas -mentalidad fija- renuncia a correr el riesgo de equivocarse -y perder, por tanto, ese estatus- y en algunos casos abandona la asignatura para evitar pensar -es decir, para no exponerse a dejar de ser queridos- y entonces fingen desinterés o rechazo.

Ahora tenía, pues, un doble problema -otro bloqueo matemático, ahora también el de Dan- pero me pareció que sería un mal menor -o, mejor dicho, que sería más fácil de corregir- y que si me centraba en el bloqueo de Max, de forma indirecta podría resolver también el de Dan.

En primer lugar, puesto que ahora Dan rehuía las matemáticas, pude trabajar con Max sin que este las evitase, y terminaron por ser visibles los progresos. De pronto su antigua queja (“¿Cómo voy a resolver este problema si no me has enseñado antes a resolverlo?”) se había convertido en una demanda, y ahora resultaba que aquel era el tipo de problemas que le gustaba resolver. Tanto era así que si yo le planteaba preguntas mecánicas en las que solo se trataba de desenmascarar qué procedimiento había que usar y entonces usarlo, es decir, los ejercicios de práctica repetitiva que pueblan los libros y apuntes de internet -precisamente aquellos que mejor se le daban a Dan- entonces Max me decía: “papá, me aburro, esto no es un problema-problema, esto es un ejercicio”, casi con desprecio. En cambio, si le proponía problemas reales, auténticos y abiertos -de aquellos que ni siquiera un buen resolutor de problemas sabe, de entrada, cómo se resuelven- entonces había algo muy sutil que se activaba en él, una especie de resistencia a abandonar, como si ahora sí tuviese la certeza de que de que había algo ahí, de que valía la pena seguir pensando.

El momento álgido de aquella transformación se produjo una tarde memorable, o al menos yo la recuerdo así. Es verdad que tanto Max como Dan se movían, cada uno a su manera, en el terreno de las comparaciones, pero en ese momento decidí no intervenir, consideré prioritario abrirle el camino a Max y después ya me ocuparía de Dan. Max estaba trabajando en un problema concreto, el problema de la mesa de billar. En una mesa de billar con forma rectangular lanzamos una bola desde la esquina inferior izquierda. Lo hacemos con una inclinación de 45 grados respecto a la pared horizontal de la mesa (y por lo tanto también de 45 grados respecto la pared vertical), es decir la bola sale disparada en la dirección de la diagonal natural. Después de un poco de exploración se puede uno formular diversas preguntas, dos de ellas bastante llamativas. ¿Qué forma dibuja la trayectoria de la bola? Y en segundo lugar, ¿en qué agujero acabará? Se observa enseguida que las respuestas a estas preguntas dependen de las dimensiones de la mesa de billar, ¿pero cómo? Es decir, ¿para qué dimensiones de la mesa pasa una cosa, y para cuáles pasa otra? ¿Cuántas posibilidades hay? ¿Existe algún patrón? ¿Alguna forma fácil de expresarlo? ¿Se pueden hacer predicciones? ¿Clasificaciones? Este problema apenas necesita conocimientos previos, tan solo la idea (bastante intuitiva) de que el ángulo de incidencia -en condiciones ideales- es igual al ángulo de reflexión, es decir que, cuando la bola rebota contra alguna de las paredes lo hace incidiendo en 45 grados y reflejándose también con 45 grados (aunque una extensión del problema es analizar qué pasa si el ángulo de lanzamiento inicial de la bola no es de 45 grados sino de cualquier ángulo en general). Aquella tarde yo estaba sentado a la mesa con Max, pero Dan estaba en la misma habitación, haciendo sus deberes. Max leyó el enunciado del problema en voz alta y entonces se produjo la sorpresa. Dan llevaba ya un tiempo con una actitud pasiva, casi de menosprecio hacia las matemáticas pero, en esta ocasión, de manera inesperada, se levantó de su silla, se acercó hasta nuestra mesa y, casi invadiéndola por completo, dijo: “Este problema es muy fácil. Hay que multiplicar la base por la altura y entonces la bola se cae por el mismo agujero por el que ha salido”. Max y yo nos miramos casi aturdidos. Se hizo entonces un silencio que me pareció larguísimo, o quizá tuve esa sensación por la intensidad del esfuerzo que tuve que hacer para no intervenir, para no hablar demasiado. Max y yo llevábamos ya un tiempo analizando problemas de este tipo, problemas en los que hay que conversar, hacer pruebas, bloquearse y desbloquearse, equivocarse, ir, volver y volver a venir, un proceso que es creativo y caótico, el proceso auténtico de la resolución de problemas. La respuesta de Dan era demasiado rápida, no tenía ningún sentido (“Este problema es muy fácil. Hay que multiplicar la base por la altura y entonces la bola se cae por el mismo agujero por el que ha salido”, había dicho), pero fue perfecta, exactamente lo que Max necesitaba. En aquel momento yo podría haber dicho: “Dan, cariño, ¿no quieres meditar mejor tu respuesta?”, o quizá en tono más pedagógico: “¿Quizá antes de afirmar nada deberíamos analizar un poco el problema? ¿Hacer algunas pruebas y ver si podemos sacar algunas conclusiones?”, pero decidí esperar. Dan terminó su sentencia y volvió a su silla. Observé entonces de reojo a Max. Primero me pareció que estaba a punto de decir algo, pero pasaron unos segundos y entonces supe que algo cambió en él. La posición de sus brazos y de sus hombros y la expresión de su rostro de pronto se relajaron, y con un tono de serenidad y de seguridad en sí mismo como nunca antes le había oído, dijo: “Pues no sé, tendríamos que mirarlo”.

Para mí aquello fue un éxito mayúsculo y representó un punto y aparte, puesto que inició un cambio definitivo en la actitud de Max. Su respuesta era adulta, madura, y resumía aprendizajes profundos sobre qué son las matemáticas, cómo trabaja el pensamiento y en qué consiste la resolución de problemas, o por lo menos cuál es una actitud sana para enfrentarse a ellos. “Pues no sé, tendríamos que mirarlo”, había dicho, diciendo, entre líneas, “no, no sé la respuesta, no la puedo saber si no lo miro y lo analizo antes con calma, así que mirémoslo, hagamos pruebas y observémoslas con detenimiento y busquemos en ellas patrones y conclusiones”, dándole más importancia a la profundidad que a la velocidad. Decía, en realidad, “no lo sé pero eso es, precisamente, lo que quiero: no saber y así poder indagar, descubrir, ir sabiendo cada vez un poco más, aprender”, un alegato involuntario en favor de la perseverancia, de la disposición a asumir riesgos y la tolerancia al bloqueo, al error.

Después de aquello, Max y yo analizamos algunas líneas de respuesta que surgen en el problema del billar. Dan nos escuchaba atentamente, aunque se esforzaba en disimular. Este análisis fue uno de los momentos matemáticos que más empoderó a Max, tanto que a veces uso detalles que se produjeron aquel día como ejemplo para otras dificultades. “¿Recuerdas cómo lo enfocamos con el problema del billar? Hoy podríamos pensar algo parecido”, le digo a veces, y entonces nos miramos con complicidad. Estaba claro, además, que esta confianza adquirida en el terreno de las matemáticas le estaba sirviendo de trampolín para superar sus miedos en relación a Dan, y cada vez mostraba menos resistencia a ser comparado con él. Supongo que todo el tiempo que compartimos, hablando y buscando juntos las soluciones de los problemas, fue la materialización de ese amor que había demandado -lo queréis más a él, querédme un poco más a mí- mientras que las matemáticas fueron el campo de pruebas en el que por fin empezábamos a abrirnos el uno al otro, el espacio en el que una parte bloqueada de su autoestima se empezó a desarrollar.

Por su parte, el hecho de que Dan presenciase un ejemplo rico de resolución de problemas -aunque de un modo indirecto y pasivo, sin ser él el protagonista- sé que le va a ser beneficioso. Después de haber visto el progreso de Max, además, tengo la seguridad de que él también va a superar su bloqueo. Al fin y al cabo, la resolución de problemas es una de las actividades más elevadas del pensamiento, es inherente a su naturaleza, su máxima expresión; lo extraño debería ser que no nos gustase. En su centro, además, hay una característica que es común a otro de los grandes motores que nos mueven -el deseo- y es que ambos son insatisfacibles. Si hay algo efímero por definición es la satisfacción tras un deseo cumplido, y lo mismo pasa con la resolución de problemas. Intentamos resolver uno -lo deseamos- y nos enfrascamos en sus procesos de resolución -queremos materializar nuestro deseo, el deseo de resolverlo- pero, en cuanto lo hemos resuelto, nos damos cuenta de que la satisfacción en seguida se difumina, y tardamos poco en plantearnos otro -nunca se acaban las secuelas y las variantes- del mismo modo en que nunca se acaba nuestro deseo. Así que sí, estoy seguro de que Dan también va a cambiar su actitud hacia las matemáticas. Con amor y con calma se irá desvelando su esencia -su potencial- como sucedió con Max y como creo que, en realidad, nos debería suceder a todos. Somos mentes resolutoras de problemas, del mismo modo en que somos seres deseantes. No podemos hacer nada contra nosotros mismos.