querida patro

Querida Patro,

Desde hace unos días una serie de recuerdos se ha instalado en mi conciencia. No sé por qué pero pienso mucho en nosotros, en el tiempo que compartimos en Tarragona. La mayoría de turistas se ha marchado de Cambrils y ya puedo soltar a Chica cuando la llevo a la playa. Durante esos paseos mi mente suele flotar entre ideas vagas e irrelevantes pero, últimamente, me sobrevienen con fuerza los recuerdos de aquella época. Ya sabes de qué años te hablo. Yo no entiendo por qué, Patro, pero se me aparecen casi como una advertencia, como un recordatorio inconsciente y necesario.

Por eso estoy aquí ahora, por eso te escribo esta carta. Fueron unos años fantásticos, estoy seguro de que estás de acuerdo. ¿Te acuerdas de cómo nos conocimos? Ioli y Mikel nos convencieron para participar en el Circo Mú, aquella propuesta extravagante y magnífica que nos llevó incluso a actuar en la Fira de Tàrrega. Yo no sé tú, Patro, pero yo a veces echo de menos aquella efervescencia en la que nos movíamos, aquellas ganas de hacer cosas y aquel poco miedo a llevarlas a cabo. Además Ioli y Mikel eran tan inspiradores… En aquella época tú trabajabas en el Viena y yo en la academia de repaso y en nuestras horas de ocio estábamos tan predispuestos que yo no sé si habría alguien más fácil de embaucar que nosotros, como aquella vez que Mikel nos convenció para grabarnos los cuatro fingiendo que habíamos tenido un accidente y seguíamos de fiesta sobre nuestro supuesto coche recién estrellado, un coche que había volcado en un punto inaccesible de la nacional 340, casi llegando a Torredembarra.

Ahora mismo, Patro, me estoy riendo mucho. Todavía recuerdo la cara de Ioli cuando le pusimos nombre a todas aquellas creaciones visuales. Qué arte, ni qué arte: vídeos chorras, eso es lo que hacemos, decíamos, y entonces aquella simplificación, aquella banalización intencionada nos encajaba perfecta con nuestro espíritu desenfadado, lejos de esa cuadratura que a veces aburre en el mundo del arte. Vamos con los vídeos chorras, decíamos, y entonces grabábamos otro, el que fuera que nos apeteciese en aquel momento, como aquel día que improvisamos una performance en el pasillo del piso de Ioli, con la cámara centrada en el marco de la puerta y nosotros pasando por ella, cada uno vistiéndose y actuando como le viniera en gana.

Fueron años muy creativos, Patro, alocados a veces pero creativos. Si no cómo explicas que para el cumpleaños de Ioli se nos ocurriera como regalo grabarnos desnudos haciendo una ofrenda simbólica con unas piedras. Libres, Patro, éramos libres y creativos, un contexto perfecto para enamoramos. Yo no sé cuánto tiempos estuvimos juntos, ya sabes que mi memoria es nefasta, pero sí guardo determinados recuerdos. ¿Te acuerdas de la ventana de la habitación donde dormíamos? No es muy corriente tener buenas vistas en el casco antiguo de Tarragona (ni tampoco nosotros las teníamos) pero aquella ventana ofrecía un plano vertical que a veces nos permitía observar la mismísima luna con las cabezas apoyadas en los cojines.

Entre el cosmos y la almohada, escribí una vez, yo creo que inspirado por aquella imagen. La poesía, Patro, la poesía fue uno de los hilos conductores de nuestra historia. Yo creo que en esos años andaba buscando algo (casi diría que una personalidad) y organizaba las noches de micrófono abierto, aquel festival de polipoesía, o ensayaba con Andrés y con Carlos en aquel local de detrás de la sala Trono. Teníamos, por así decirlo, una poca vergüenza genial, unas ganas terribles de expresar. Tú estudiaste en la escuela de arte de Tarragona y me enseñaste una manera de mirar al mundo que desconocía. Recuerdo tus vestidos, tu desparpajo en las noches del Groove o en aquellas fiestas que organizaba Andrés en la playa del Milagro. Creo que los primeros ratos a solas los pasamos apoyados en mi coche (el Volkswagen Golf que me vendió Héctor por seiscientos euros), pendientes de Golfo, aquel perro abandonado a las afueras de Sant Pere i Sant Pau que yo trataba de llevarme a casa. No sé, Patro, mi memoria sería incapaz de hilvanar una cronología concreta pero sí recuerdo que un día, vete a saber debido a cuál de mis estupideces, te dije: “Oye, que yo no estoy enamorado de ti”. Recuerdo que tú respondiste “yo tampoco” y entonces nos fuimos al Campo de Marte, perdimos el control de las emociones y después de aquella fiesta electrónica empezamos a decirnos Te quiero.

Quizá me esté poniendo melancólico, Patro, disculpa si un mínimo de tristeza se me transparenta. Recuerdo el día en que me tratabas de convencer para que subiera a un escenario a reproducir los ruiditos que les dedicaba al Dos y la Chica (mis perretes, los verdaderos testigos de aquellos años). Recuerdo también las comidas que nos preparábamos en el piso del Carrer Sant Llorenç, los viajes a Reus en tu Nissan Vanette, o el día que nos propusimos sincerarnos al máximo (¿tú, de verdad, qué es lo que quieres?, nos preguntábamos) y desde la ducha nos terminamos gritando aquellas sentencias exactas que nos nacen del alma y que nos definen.

No sé, Patro. Las historias bonitas también se terminan, quizá por eso su lírica aumente. Supongo que de eso trata esta carta, de los recuerdos, del criterio que usamos para mantenerlos. Septiembre ya está aquí, el calor ha bajado y ya hace unos días que he empezado el curso. Puedes adivinar que ya he vuelto a mis rutinas de apuntes y de libros, de clases y de reuniones, con más matemáticas en la cabeza que literatura. Quizá también por eso, por mi regreso a las aulas, mi atención se ha centrado en un recuerdo irresistible, una anécdota que reconocerás en cuánto empiece a explicártela.

¿Recuerdas aquel día que estuvimos en aquella plaza (por lo demás, tan fea), de la calle Real de Tarragona? Ahora, cuando paso por ella, siempre la miro. Algún día incluso le he hecho un buen zoom con google maps. Es increíble cómo un lugar que ha sido escenario de momentos clave, se resiste a ser devuelto a un plano sumiso a la realidad. Tampoco fue esa la primera vez que jugábamos a las matemáticas: hubo un día que, bajando de no sé qué montaña, nos pusimos a teorizar sobre la diferencia entre tu personalidad y la mía. Mientras yo disfrutaba con el ascenso, con el crecimiento de aquel trayecto hacia lo grande, hacia el infinito, tú te entretenías en los pequeños detalles durante el descenso, centrada en lo minúsculo, en lo infinitesimal.

Sí, Patro, las cosas no son para siempre pero se me ocurre a veces que hay verdades que perduran, aciertos que no se mueven de la diana, como si fueran sentimientos matemáticos. Tú y yo en aquella plaza creo que estábamos esperando a alguien y no sé por qué se me ocurrió decirte que hiciéramos un experimento. Te dije “vamos a calcular el número Pi”. Patro, yo no sé si alcanzas a entender lo maravillosa que me pareciste en aquel momento. No te alarmaste, no te extrañaste, no pensaste “este tío es muy raro”, sino todo lo contrario, y de repente aquella plaza insulsa se convirtió en la tarima de nuestros delirios, en el lugar idóneo para explorarnos, aunque solo fuera mentalmente.

Me acuerdo perfectamente del procedimiento, lo he repetido tantas veces y con tantos alumnos que ya no siento ninguna vergüenza en contarles esta misma historia. Un día convencí a una chica para que calculásemos el número Pi, les digo, y entonces me miran con cara de hablar con un extraterrestre. Pero me da igual, Patro, ya lo sabes, me gusta generar en ellos esa idea de que estoy medio loco. Lo que no soy capaz es de recordar algunos detalles: ¿llevabas aquella melena morena y salvaje que lucías, o te habías cortado ya el pelo, como lo llevas ahora? No sé, Patro, lo que sí recuerdo es la excitación que crecía en mi pecho, la idea de que aquello podría tener más significados. ¿Nos acercaríamos al número Pi? ¿Cuánto nos acercaríamos? ¿Quién de los dos se acercaría más?

Patro, te imagino leyendo este relato. A estas alturas estoy seguro de que lo estás reviviendo. Se trataba de saber primero cuánto medía el perímetro del círculo (su longitud, lo que mide la línea que lo rodea) y, como no teníamos cinta métrica, usamos nuestros pies como unidad de medida. Nos pusimos los dos a caminar, pasito a pasito, recorriendo el círculo que había en aquella plaza, concienzudamente, como si fuéramos niños determinando un valor secreto y exclusivo. ¿Qué se yo, cuánto nos dio el resultado? Dos cientos, tres cientos pasos, ciento cincuenta, qué más da. Para cuando terminamos esa primera medición yo ya te había explicado que, para encontrar el número Pi, no era suficiente calcular la longitud del círculo, sino que tendríamos que medir también su diámetro (lo que mide la línea que lo corta por la mitad). Nos imaginamos entonces una sección que cortase el círculo en dos partes iguales, bromeando sobre la consabida metáfora de las dos medias naranjas, y nos pusimos de nuevo a medir, otra vez con los pasitos. Treinta, treinta y cinco pasos, cuarenta, quién sabe. Tampoco recuerdo si usamos fracciones (veintidós pasos y un tercio, trece pasos y un cuarto) o si tuvimos que aproximar a los decimales (catorce pasos coma cinco, trece pasos coma setenta y cinco).

El número Pi es exactamente cuántas veces es más grande el perímetro de una circunferencia que su diámetro. ¿Qué tontería, no?, recuerdo que te decía. Qué idea tan simple, pero que da pie a un número tan interesante. Igual que diez es cinco veces más grande que dos, o doce es cuatro veces más grande que tres, el “maravilloso descubrimiento matemático de la civilización humana” era que, sencillamente, para cualquier círculo, el perímetro de una circunferencia es un poquito más de tres veces más grande que su diámetro. Tantas veces más grande (oh, maravillosas matemáticas, te decía yo), como el mismísimo número Pi.

El problema, Patro, es que en el colegio siempre nos dijeron que Pi era tres coma catorce quince y después infinitos decimales más (todos diferentes), pero nunca nos explicaron (al menos yo no lo recuerdo, y creo que tú tampoco lo recordabas) que esos decimales se fueron afinando progresivamente porque alguien se preocupó de medir, cada vez con más precisión, lo mismo que medíamos tú y yo.

Quiero pensar que en ese momento te dejaste seducir por la idea de que nuestra misión de encontrar el número Pi emulaba la misma que llevaron a cabo egipcios, hebreos, mayas y árabes, como si fuéramos protagonistas de uno de los capítulos más fundamentales de la historia de las matemáticas. Y sí, todo aquello era cierto, y a mí de verdad me apasionaba que pudiéramos compartir esa experiencia. Pero Patro, lo que nunca te dije es que yo estaba muy pendiente de cuánto darían nuestros cálculos, como si intuyese que podría extraer de ello conclusiones significativas sobre nosotros.

Cuando ya teníamos nuestros pares de mediciones apuntados saqué el móvil (¿te acuerdas?, era una de aquellos Nokia con los que jugábamos a la serpiente), y entonces llegó el momento del cálculo definitivo. Se trataba de dividir la longitud del círculo entre su diámetro (eso significa dividir dos números: saber cuántas veces es más grande el uno que el otro). Recuerdo que a mí me dio tres coma seis, un resultado insoportablemente lejos del número Pi, algo que me decepcionó profundamente. Tres coma seis no está del todo mal considerando la imprecisión de nuestro método, pero está también terriblemente lejos. En ese momento recuerdo pensar en que mis pasos habrían sido demasiado imprecisos, y me arrepentí de no haber seguido el proceso con mayor delicadeza.

Pasamos entonces a realizar la división entre tus dos mediciones y entonces, Patro, fue delicioso comprobar que a ti te había dado tres coma dieciséis. Tres coma dieciséis era una aproximación finísima, Patro, no solo coincidiste con el primer decimal sino que estabas a poco menos que dos centésimas de Pi. Pensarás, estoy seguro, que siempre he sido demasiado estricto en estas cosas, que las exigencias de mi ego representan la peor de mis jaulas. Pero fue así, Patro, fue tanta la decepción de mi resultado como la admiración por el tuyo.

Ah, Patro, yo no sé por qué esta anécdota me sugiere tantas cosas. Meses después yo aprobé las oposiciones y me marché a l’Empordà. Fue allí cuando empecé a explicar esta historia a mis alumnos, a explicarles que, cuando vi lo cerca que estuviste del número Pi, pensé que eras la mujer de mi vida. Es cierto que nunca hubiera sido posible acertar exactamente (el número Pi tiene infinitos decimales no periódicos, es imposible cazarlo), pero tú estuviste tan cerca, Patro, tan sensiblemente cerca, que de eso no consigo olvidarme.

Todos estos años mi mente ha insistido en comparar aquella búsqueda del número Pi con la búsqueda del amor. La analogía es muy clara, Patro, tú también habrás revisado tus anteriores relaciones. Te habrás fijado también en la nuestra. La perfección, esa exactitud del universo teórico de los matemáticos, no existe. Pero aquellos valores, aquellas relaciones que se le acercan tanto, que rozan con tanta delicadeza los decimales de su sentimiento, resisten en nuestra memoria como un regalo numérico, como una aproximación irrepetible.

En fin, Patro, comparaciones que se me ocurren mientras recuerdo esa época, esos años libres y creativos. De todas formas, ya me conoces, no debes hacerme demasiado caso. Además, voy terminando, no quiero entretenerte en el pasado demasiado tiempo. Dime, ¿este fin de semana qué haces? ¿Te apetece vernos? Empiezan las fiestas de Santa Tecla, ¿por qué no vamos a Tarragona? Podríamos grabar un vídeo chorra, emborracharnos un poco y bailar hasta tarde. Podríamos incluso volver a aquella plaza, volver a buscar el número Pi, y reírnos muy fuerte de cómo lo hicimos, de qué cerca estuvimos de encontrarlo, de qué imposible, de qué increíble sería hacerlo.