polinomial o no polinomial, esa es la cuestión

Cuántas veces me habían salvado las matemáticas: de cuánto dolor, de cuánta ofuscación y de cuánto hastío, de cuánta aprensión o alejamiento del mundo me había refugiado en mi tarea diaria de enseñar matemáticas. Cuántas veces entraba en el aula abatido y salía de ella resarcido, aunque fuera un poco, o se tratase solo de un aplazamiento. El trato desenfadado con los alumnos, su predisposición natural al ánimo alegre pero, sobretodo, la certidumbre de estar propiciando en ellos aprendizajes, constituían siempre un bálsamo, una sanación o un principio de ella. El dolor en sus múltiples formas, las insidias y las tribulaciones, las preocupaciones a veces fatuas u obsesivas, las dudas y los arrepentimientos, los eventuales tormentos a que me veía sometido -con la frecuencia e intensidades más o menos habituales en una persona de mi edad y carácter- se atenuaban tan pronto como entraba en contacto con el proceso de ayudarles a razonar, de llevar a cabo estrategias para que profundizaran en sus ideas, para que aprendieran a comunicarlas mejor, o cuando observaba evidencias de su progreso. El reto intelectual era efectivo (cómo puedo generar pensamiento matemático en ellos, qué preguntas debo hacerles para que entiendan, para que desanuden sus errores y confusiones; cómo he de presentarles y tratar la asignatura para que se planteen preguntas, para que despierte en ellos la curiosidad matemática, para que disfruten de ella) pero no lo era solo por su dificultad y posterior gratificación, sino por la obligada cesión del foco de atención. Dejar de mirarnos el ombligo y de recrearnos en nuestros problemas es menos arduo si no nos queda otra, si, aunque solo sea durante una hora, hay que atender a las necesidades del otro, y además hacerlo resulta apasionante.

Sí. Fueron tantas las veces en las que sentí que enseñar matemáticas le devolvía el sentido a mi vida, a su zozobra a veces inexplicable, que nunca habría imaginado que serían precisamente ellas, las matemáticas, quienes me conducirían a la situación a la que me enfrento ahora.

No soy de los que registra en su memoria los nombres y apellidos de todos sus alumnos, pero el de Marcos Deverne lo recordaba: uno puede contar con los dedos de una mano los alumnos verdaderamente brillantes que han pasado por sus clases. Lo tuve en sus dos últimos años en el instituto, aunque siempre creí que le podríamos haber ahorrado uno de ellos, iba sobrado en dedicación y capacidades. Deverne formulaba preguntas interesantes (“profe, entonces las matemáticas son un convenio, ¿verdad?”, me dijo un día), y sus resoluciones a los problemas del curso no solo eran siempre correctas, alternativas a las habituales, más cortas o perspicaces, sino que a menudo se permitía el lujo de plantearse secuelas que también resolvía por sí solo. Tener a un alumno así en clase exige una dedicación estimulante -en aquellos dos años aprendí más matemáticas que en muchas de las asignaturas que cursé en la universidad-, pero el caso de Deverne era un poco más delicado. Según los informes de su tutor, en su familia había antecedentes peligrosos (se decía que el padre había pertenecido a una secta y que después se había suicidado, y que la madre experimentaba con drogas alucinógenas), y en las reuniones de profesores, tan habitualmente salpicadas de lugares comunes y de juicios simplistas, su comportamiento “raro” o “extraño” se solía atribuir a la sordidez de su historia familiar.

No digo que no fuera así, pero a mí siempre me pareció que su conflicto interno se representaba en el plano intelectual: que allí es donde nacían sus tinieblas, y que solo allí se esclarecerían. Sus ojos eran negros y profundos, su mirada era torva y concentrada, y en el tono de algunos de sus comentarios se detectaba un hastío y un pesimismo fulminantes, difíciles de rebatir cuando los expresaba. Sin embargo, a pesar de su aspecto también huraño y desaliñado, yo detectaba en él una remota ilusión -como una felicidad teórica, inalcanzable pero entrevista- cada vez que hablábamos de matemáticas, que comentábamos alguna de sus preguntas, o cuando nos ilustraba a todos con sus genialidades.

Un día llegó a clase con una copia de “Sobre el inconveniente de haber nacido”, de Emil Cioran, y lo dejó sobre la mesa con la portada visible, como una amenaza o un salvoconducto. Ese día hablábamos sobre la diferencia entre un axioma y un teorema, pero no debía de interesarle demasiado, o bien eran cuestiones sobre las que ya habría meditado por su cuenta, porque, de pronto, alzó la mano y preguntó: “¿Qué pasaría si desaparecieran las matemáticas, si todo el edificio lógico que la mente humana ha construido se derrumbara y se edificase uno nuevo y diferente, con otras reglas y funcionamientos; qué pasaría si saliésemos de nosotros mismos, de nuestras matemáticas y de nuestro pensamiento?”. Guardo el debate que se generó entonces como uno de los momentos más memorables de mi experiencia docente: estábamos más cerca de la filosofía -o quizá solo de la fantasía- que de las matemáticas, y quizá por eso todos los alumnos participaron con entusiasmo. Algunas de las aportaciones fueron graciosas (“el profe se quedaría sin trabajo”, “a lo mejor las nuevas matemáticas serían más difíciles todavía”, o “ojalá desaparecieran del todo, así no habría que sufrirlas más”), pero cuando uno de sus compañeros dijo: “no lo sabemos ni lo vamos a saber nunca”, me percaté que Deverne cambió la expresión de su cara, de pronto obnubilada y más profunda que de costumbre, y murmuró: “pues yo sí creo que es posible”.

Si todavía recuerdo aquellas palabras es porque, más de veinte años después, me produjeron la misma inquietud, el mismo oscuro interés de entonces al volverlas a escuchar salir de sus labios. Había anunciado su visita por correo electrónico, así que sabía que era él, pero al principio me costó reconocerle. Había engordado mucho, estaba calvo y envejecido, aunque calculé que aún tendría unos cuarenta años. Lo vi más oscuro en su conjunto, más obcecada y tenebrosa su mirada. Confieso que tuve una mala premonición nada más verle, pero me esforcé en ahuyentarla: al fin y al cabo en su petición había cordialidad (para explicar su visita había escrito: “profesor, me gustaría verle y comentar con usted unas cuestiones matemáticas que me preocupan”).

Deverne se sentó en uno de los sofás del salón, con los dos brazos apoyados sobre las rodillas. Estuvo, casi en todo momento, mirando en dirección al suelo, como si en lugar de mantener una conversación estuviera confesándose. Tardé poco en pensar que había perdido la cordura, o que su visión sobrepasaba mi capacidad. La perorata matemática a la que me sometió fue perfectamente cabal, pero a menudo se le escapaban frases, como deslizadas en medio de su discurso, o como si mantuviera en su mente dos conversaciones a la vez. Decía entre dientes cosas como “las matemáticas tienen que desaparecer”, o “ya basta de aceptar axiomas que no se pueden demostrar” entre otras que no comprendía, iracundas o apocalípticas o extravagantes, según el momento. Sin más preámbulos que “¿ha oído usted hablar del problema P=NP?”, me ilustró sobre una de las cuestiones abiertas por las que el Clay Mathematics Institute premiaba con un millón de dólares a quien resolviera, un problema que pertenece más al ámbito de la computación, pero cuyo tratamiento es fundamentalmente matemático.

Recordaba el enunciado del problema vagamente, pero las explicaciones de Deverne fueron concisas, y por un momento sentí que volvíamos a estar en el mismo aula, cuando él aún era mi alumno, o yo lo era de él. Fingí que no sabía nada del problema, y dejé que me instruyera. Con la lucidez y velocidad en el habla que aún le recordaba, dijo: “los problemas matemáticos y computacionales pueden clasificarse en problemas del tipo P, que son aquellos resolubles en tiempo polinomial, es decir, un tiempo aceptable para la capacidad de un ordenador; y los problemas NP, cuyo tiempo de resolución es demasiado grande incluso para una máquina”. La cuestión era pues relativa a los ordenadores, y el problema del millón de dólares consistía en saber si era posible que las máquinas resolvieran también con eficiencia los problemas del tipo NP, y por lo tanto que terminaran por ser capaces de resolver todos los problemas matemáticos abordables mediante algoritmos, es decir, la práctica totalidad de ellos. “Si un día alguien responde a la pregunta P=NP afirmativamente”, proseguía, “y demuestra que los problemas NP también son problemas del tipo P, entonces los matemáticos dejarán de ser necesarios, y por lo tanto podrán desaparecer”.

Dijo “podrán desaparecer”, pero percibí su fonética un poco abrupta, como si hubiera rectificado al vuelo, o se hubiera contenido de decir otra cosa, quizá “los matemáticos tendrán que desaparecer”, en lugar de “podrán desaparecer”. Más tarde comprobé que su afirmación tenía sentido. Si se demostraba que P=NP, bastaría con usar los ordenadores para resolver cualquier problema computable, y la belleza o la originalidad de las demostraciones, el ingenio y la brillantez de que el propio Deverne era capaz, se verían sustituidos por el método informático (consistente en probar una por una todas las soluciones posibles hasta dar con la correcta), mucho más vulgar y rudimentario pero efectivo al fin y al cabo, una especie de triunfo, aunque fuera teórico, de la inteligencia artificial.

Me habló después de ciertos avances en la demostración, y sospeché que él mismo andaba cerca de conseguirla. Al parecer, existían los problemas NP-completos: aquellos problemas que, aun siendo del tipo NP, si alguien conseguía encontrarles una solución en tiempo polinomial, es decir, demostraba que eran problemas del tipo P, entonces el resto de problemas NP también lo serían, puesto que son reducibles o equivalentes a él. Uno de esos problemas es el problema del viajante (se tiene un cierto número de ciudades y un viajante quiere saber cuál es la ruta más corta que le permita pasar una vez por cada una de ellas), y aunque Deverne lo mencionó solo de soslayo, por su manera de hacerlo (recordé el lejano entusiasmo que brillaba en sus ojos cuando se le ocurrían ideas en clase y pedía permiso para explicarlas), intuí que no solo estaba familiarizado con él, sino que estaría cerca de encontrar la solución.

Mi primera reacción fue pensar que andaba detrás del millón de dólares, e hice caso omiso de todas las frases misteriosas que deslizaba. No tenía información sobre cómo le habría ido en la vida, pero su aspecto era aún peor que cuando era joven, y pensé que quizá había decidido aprovechar su talento para poner fin a a unas posibles dificultades económicas. Su discurso, sin embargo, dio un giro agresivo cuando terminó de hablar sobre el problema P=NP. En ese momento pareció retomar aquella otra conversación que flotaba en su cabeza, y dijo: “las matemáticas están listas para llegar a su fin”, y cuando lo hizo clavó sus ojos sobre los míos, con una mirada que me infundió un pánico inmediato. Cerró los puños con un gesto que me puso en guardia, e instintivamente me levanté de la silla. “Marcos”, le dije, tratando de apaciguarle e improvisando lo primero que se me ocurrió: “no se trata de acabar con las matemáticas: si alguien construye otras diferentes, las dos podrían convivir con normalidad”, pero no parecía escucharme. Se levantó él también del sofá como si estuviera imitándome, mientras decía: “usted y todos los profesores de matemáticas, todos los divulgadores matemáticos nos han inoculado su veneno, su falaz absorción de la realidad; nos han hecho creer que el mundo se rige por las matemáticas, que su supremacía y alcance están fuera de discusión”.

Aquella distorsión del pensamiento, aquel absurdo e incomprensible agravio me pareció exagerado, pero me asustó la forma en que lo pronunció. Me vino entonces a la cabeza la vieja historia de que su padre había pertenecido a una secta, y de que su madre había experimentado con drogas alucinógenas. “Las matemáticas son las culpables de todos los males de la humanidad”, dijo entonces, mientras se me acercaba con lentitud. Esta vez ya no obré instintivamente, sino que retrocedí en dirección a la puerta de mi casa, sin perderlo de vista un segundo, y con la intención de invitarle a marcharse: no me veía en condiciones de pelear con él, pero tampoco de tolerar más aquel tono, cada vez más amenazante. Abrí la puerta y le dije: “Marcos, tienes que irte, nuestra conversación se ha terminado aquí”, pero él seguía perorando, como si le hablara a un público imaginario, más allá de mí. Me coloqué detrás de la puerta, mientras con el brazo firme y la mano abierta le indicaba la salida -como diciendo “por aquí”, “sal”, “véte”- aun arriesgándome en vulnerabilidad, pues desde esa posición tenía menos margen de maniobra en caso de que hubiera de defenderme o escapar. Deverne parecía abducido por sus propias palabras y por un momento creí que no iba a seguir la dirección que le indicaba y que se iba a abalanzar sobre mí, pero finalmente dejó de mirarme, siguió hablando como si lo hiciera al aire, y se dirigió hacia la salida. Me tranquilizó brevemente pensar que su violencia parecía exclusivamente verbal, pero ya solo estaba atento a que franqueara del todo el umbral de la puerta, a que se marchase de una vez. Parecía un alma en pena cuando lo hizo, con pasos maquinales y lentos, pero aún al pasar junto a mí volvió a dirigirme la mirada, y susurró: “los matemáticos son las nuevas brujas y por lo tanto deben morir”. No quería alterarlo ni interrumpirle en su camino, así que no respondí: solo pensaba en cuándo cerrar la puerta. Ya en el exterior, continuó caminando unos metros, pero entonces se giró, y con un dedo en alto, en un gesto bíblico un poco ridículo o extemporáneo, gritó: “cuando demuestre que P=NP, me encargaré personalmente de terminar con todos los matemáticos, incluyéndole a usted, señor profesor”.

Cerré la puerta y me quedé esperando en el recibidor. Me sentía más tranquilo ahora que la amenaza física había desaparecido (al cabo de poco miré por la ventana pero ya no estaba en la calle, se habría marchado por fin del todo), pero un miedo cerval me invadió por completo. Regresaron entonces a mi cabeza todos los comentarios que mis compañeros del instituto habían hecho sobre él (“este chico un día va a volverse loco, si es que no lo está ya”, “no me extrañaría que un día matase a alguien o se matase a sí mismo”), y corrí hasta el ordenador para buscar más información sobre él.

No encontré nada relevante, así que leí con urgencia sobre el problema P=NP. Internet no es el mejor lugar para encontrar los avances más recientes, pero en un artículo de una revista científica, el autor sugería que la solución al problema andaba cerca de conseguirse. Mi miedo ya no era de índole tan visceral o inminente, pero lo sentía crecer como un maleficio o una profecía fatal. A menudo creemos que solo observando a la gente podemos pronosticar sus futuras acciones (pensamos que somos capaces de ver en sus rostros de hoy lo que harán mañana, lo creí yo mismo durante un tiempo después de leer Tu rostro mañana, de Javier Marías), pero el caso de Deverne era impredecible. En cualquier caso, no podía descartar la posibilidad de que fuera, en efecto, capaz de cumplir sus amenazas, de modo que ahora, de aquella sórdida e inesperada manera, me encontraba pendiente de si el problema P=NP se resolvía afirmativamente, y de si aquel ex-alumno brillante y psicópata sería o no capaz de cometer un asesinato.

Con la esperanza de librarme del mal augurio, durante unos días intenté demostrar yo mismo que P no era igual a NP, pero cedí en el empeño no solo por la dificultad del problema, sino porque terminé perdiendo la fe, o mejor dicho, porque nunca dejé de tenerla. Las matemáticas han demostrado a lo largo de su historia una intachable solvencia para resolver cualquier problema con el que se han cruzado, y conseguir una solución en tiempo polinomial para el problema del viajante no parecía un reto tan imposible o inalcanzable. Precisamente por la fe que tengo en las matemáticas, no era capaz de contradecir mi convencimiento de que, si el problema aún no se había resuelto, era solo una cuestión de tiempo, y de que tarde o temprano alguien daría con la idea feliz.

Quizá sí fui en este caso capaz de ver un rostro mañana, el rostro mañana de Marcos Deverne. Hoy he leído en el boletín electrónico de la Sociedad Matemática que, finalmente, un autor anónimo ha demostrado que P es igual a NP, no cabe duda de que ha sido él. Yo no sé qué sienten los enfermos terminales cuando se les comunica que van a morir, dicen que tras sucesivos repasos a su trayectoria atraviesan fases de negación, de ira, de miedo, de tristeza y finalmente de aceptación. Mi vida depende ahora de una persona desequilibrada, de un matemático con unas ideas tan extravagantes como inquietantes, tan estrambóticas como extrañamente coherentes. Yo me resisto a aceptar que este es mi fin, que todo lo que me queda por hacer se va a ver truncado por los delirios de un perturbado, por mucho que sean ciertos, o quizá, geniales. No puedo saber con seguridad qué va a suceder, pero tampoco puedo descartar el peor escenario: quizá no me quede ya tiempo y mi verdugo esté listo para pasar a la acción, el arma cargada, la lanza afilada o el veneno ya a punto. En incontables ocasiones fueron las matemáticas las que me salvaron de mis tormentos, pero ahora me tengo que salvar yo de ellas. Se trata, en definitiva, de él o de mí, de elegir entre sus matemáticas o las mías. Voy a tener que matar si es que no quiero morir.