pitágoras, asesino

No me lo puedo creer, Pitágoras. ¿Qué has hecho? Estoy volando, estoy cayendo por el precipicio. Mi momento está a punto de llegar pero de repente mi conciencia se ilumina. Te rendí pleitesía, te adoré como a un ídolo. ¿Cómo he podido ser tan ingenuo? Te creí justo, comprometido con el conocimiento. Llegué a pensar incluso que serías la semilla de lo que, algún día, llamarán método científico. Pero no, Pitágoras. Tú, ante el primer contratiempo, has tomado el camino más corto, y por eso ahora caigo hacia mi último cuadrado.

Ya solo soy un dardo exiliado a punto de estrellarme. Pero debes saber que derrumbar un castillo de naipes es fácil. Basta con destruir uno solo de ellos, por mucho que sean de piedra. Sabes de qué te hablo, Pitágoras, sabes a qué me refiero cuando te acuso de necio, de matemático nefasto. Ignoro dónde estarás de aquí a poco, en qué isla recóndita habrás buscado refugio. Tendrás la ilusión de que podrás renovar tu engaño, quizá incluso la brisa te haga soñar de nuevo, pero tardarán, lo sabes, tardarán muy poco en encontrar mis apuntes y entonces sabrás, entonces todo el mundo sabrá (y ese es mi consuelo), que eres mediocre como el vino gastado, además de un triste asesino.

La primera vez que te escuché hablar en público me parece ahora lejana, casi ajena. La tetraktys, ¿recuerdas? Nos hablabas de la tetraktys con un discurso apasionado. Cómo la defendías, Pitágoras, qué increíbles propiedades le atribuías entonces a aquella simple estructura (aquel triángulo de cuatro pisos con uno, dos, tres y cuatro puntos gruesos, formando una pirámide perfecta de esferas minúsculas). Yo creo que fue así como me sedujiste. El uno era la mónada, la unidad, la divinidad origen de todas las cosas; el dos representaba el desdoblamiento de la unidad, el principio de la dualidad; el tres los niveles del cuerpo, del alma y del espíritu; y el cuatro los elementos: tierra, fuego, aire y agua. Ah, Pitágoras, cómo te cambiaba la expresión de la cara cuando nos mostrabas cuánto sumaban todas las cifras de la tetraktys. Uno más dos más tres más cuatro suman diez, nos decías, y después las dos cifras del diez, el uno más el cero volvían a sumar uno y entonces alzabas los brazos clamando al cielo, casi gritando, ¿lo veis?, todo vuelve a sumar uno, todo vuelve a la unidad divina, he aquí la expresión de la perfecta armonía.

En aquel momento te creí. Era hermoso pensar que los dioses se expresaban a través de los números y que su belleza máxima se materializaba en la geometría. Pero ahora lo pienso y me doy cuenta de cuánto nos subestimabas. Pitágoras, ¿qué clase de truco barato era ese? Tú me formaste como matemático, yo asistí a tus clases y devoré con ansia todas las pizarras que llenabas en las rocas del claustro. Aprendí cálculos, demostraciones, construcciones. ¿Nunca pensaste que tardaría poco en formarme un criterio propio? Esa patraña de la tetraktys no es más que una ridícula casualidad numérica. Hay tantas combinaciones de números que dan tantos resultados diferentes. Cualquiera es capaz de juntar números y encontrarles sorpresas curiosas, eso es la aritmética, un ovillo de suertes, un caos de piedras moldeables como el barro. Pero no, Pitágoras, todos te creímos. Tu aura de sabio nos anulaba el espíritu crítico y nos limitábamos a progresar bajo tus órdenes, admirando al gran líder, el de los teoremas de Euclides, de Diofanto y de Hipatia. Pero dime una cosa, Pitágoras, ¿qué vas a hacer cuando todo el mundo lo sepa, cuando todos descubran que la principal conjetura de tu escuela es mentira?

Me sorprende que no fueras capaz de anticiparte. Estabas ahí conmigo mientras yo me acercaba tanto a la demostración que lo invalidaría todo, ¿cómo no pudiste darte cuenta? Recuerdo tu paciencia educativa, la manera en que me animabas a seguir trabajando. Pero no lo entiendo, de verdad que no lo entiendo. Debió de ofuscarte tu obsesión por la geometría, porque mientras yo trazaba mediatrices, dibujaba arcos y medios círculos no advertiste nada. En cambio, cuando aparecí con fórmulas algebraicas (tu talón de Aquiles), recuerdo tus ojos en ese instante definitivo, la primera vez que osé discutir lo indiscutible. En ese momento me di cuenta de que algo se había roto en tu perfeccionismo viejo de mesías. Por primera vez miraste con atención mis papeles y entonces tu rostro oscureció.

-¿Qué os sucede, Pitágoras? -recuerdo preguntarte.

Pero no. No respondiste nada, cambiaste el tono por completo y me dedicaste tu habitual sonrisa complaciente. Fue ahí, Pitágoras, fue justo en ese momento cuando empecé a sospechar que algo iba mal, y fue por eso que aceleré mis investigaciones.

Ahora lo pienso y me río. Me parece un contrasentido de una fatalidad irónica, de un humor excelente. En la entrada de tu escuela pitagórica tenías dibujada una enorme Q, el símbolo con el que se indican los números racionales (esos que se pueden expresar como fracciones). Aún te recuerdo afirmar, entre músicas y poemas, que el mundo se regía enteramente por números racionales, que los números racionales lo definían todo, lo dibujaban todo, lo eran todo: que esa era la pureza del mundo, la religión numérica a la que teníamos que aferrarnos. La idea era bonita, no te lo voy a negar. Los números racionales son los que se pueden expresar como fracciones: un tercio, dos quintos, doce partido por veintitrés. Los números racionales son hermosos, perfectos, son divisiones, proporciones que dan lugar a números muy concretos, predictibles en sus decimales.

Sí, era hermoso pensar que el universo lo dibujaban la élite de los números, solo aquellos cuyos decimales terminan (uno coma dos, cuatro coma veinticinco, cero coma trescientos doce), o como mucho, son periódicos (uno coma tres, tres, tres…, dos coma seis, seis, seis….). Pero las ideas hermosas, si son falsas, se desvanecen con sencillez casi violenta. Un cuadrado, Pitágoras, me bastó con un cuadrado para minar la estructura de tu castillo de naipes. Tantas rectas paralelas, tantos segmentos hilvanados, tantos papiros ensuciados con geometría compleja y resultó que con un solo cuadrado cavé la tumba de tu propia mentira. Te das cuenta, Pitágoras, ¿qué hay más simple que un cuadrado? Solo eso me hizo falta. Dibujé el cuadrado unidad (un cuadrado cuyo lado mide un centímetro, o un metro, o un kilómetro), y entonces consideré su diagonal. Qué sencillo, qué evidente, qué decepcionante. Desde entonces la llamé «la descorazonada diagonal del cuadrado unidad» porque no tiene corazón, como tu vanidad, como tu deseo de ser adorado, como tu ambición desmedida.

No te puedes imaginar lo gracioso, lo absurdo que me resulta ahora pensar en que, precisamente, aplicando tu maldito teorema pude demostrar que la diagonal del cuadrado unidad mide tanto como la raíz de dos. Recito en mi mente mi razonamiento y por algún extraño motivo me parece que lo hago con tu voz. El famoso teorema que lleva tu nombre (y que después supimos que ni siquiera es tuyo) demostraba que, para cualquier triángulo rectángulo, la hipotenusa al cuadrado es igual a cateto al cuadrado más cateto al cuadrado. Siguiendo ese razonamiento, la diagonal de un cuadrado de lado uno, mide exactamente raíz de dos.

Raíz de dos, Pitágoras, entiendo que aún te asuste pensar en ello. La raíz de dos es lo que mide la diagonal del cuadrado unidad y hasta ahí, Pitágoras, todo está bien, todo es hermoso, todo podría seguir como siempre y el mundo se podría seguir rigiendo por números racionales; no pasaría nada y tu escuela seguiría viva, y seguramente yo también. Pero no, Pitágoras. Un matemático de verdad debe ser valiente ante sus descubrimientos, por mucho que vayan en contra de su creencias. Está clara, pues tu cobardía. Tú, en cuanto te diste cuenta de la veracidad de mi demostración, decidiste que la esconderías al mundo, como si fuera posible esconder la verdad.

Porque resulta que es irracional, Pitágoras, la raíz de dos es un número irracional, y estoy seguro de que va a convertirse en uno de los más célebres de la historia. Quizá ni siquiera te importe pero debes saber que no me resultó demasiado difícil demostrarlo. La raíz de dos es un número irracional porque no puede expresarse como una fracción, y el razonamiento es tan simple, es una reducción al absurdo tan efectiva y exacta, tan rápida y hermosa que ahora me sabe mal no conservar la vida para gritártela a la cara. Lo peor, sin embargo, es su inmediata conclusión, esa que tanto te esfuerzas en esconder: si absolutamente todo el universo (como tú decías) se rige por números racionales, ¿cómo puede ser que la diagonal de un simple cuadrado sea un número irracional?

Me das una lástima infinita. La afirmación bandera de tu escuela resulta que es falsa y me imagino que el miedo al fracaso te ha superado. Aún así, Pitágoras, no lo entiendo. ¿Qué sentido tiene que te empecines en ocultar algo que, tarde o temprano, alguien más va a descubrir?

De todas formas, ya no puedo hacer nada. Mi tiempo se acaba y de una forma inútil pero inevitable, mi mente revive nuestra última escena.

-Vamos a pasear -Me has dicho.

Estábamos todavía en la escuela, te has acercado a mí y has posado tu mano sobre mi hombro.

-Eres mi alumno preferido y este descubrimiento que has hecho vale la pena una buena charla.

Tenías el gesto preocupado y yo aún creía que seríamos cómplices, que hablaríamos de los números irracionales, de qué hacer con el nuevo concepto del mundo que se nos abría. Qué estúpido he sido. Caminábamos por el sendero que lleva a los acantilados y yo pensaba que juntos elaboraríamos una estrategia conjunta, un nuevo enfoque. Si el universo no era completamente racional, si no era verdad que toda la naturaleza se expresa en números racionales, ¿qué haríamos? ¿Cambiaríamos la inscripción de la puerta? ¿Cambiaríamos de ideales? ¿Qué les diríamos a los alumnos, a los seguidores, a los escribas? ¿Cómo se vería afectada nuestra reputación?

Pero no, Pitágoras, tú tramabas otro destino para mí. No sé en qué momento hemos cambiado de ruta y en lugar de seguir el camino circular que regresa a la escuela, hemos llegado, de repente, al borde del abismo, al gran precipicio frente al mar. Yo debía de estar distraído pensando en raíces y cuadrados, porque tampoco sé cuándo ha sido que te has colocado detrás mío, ni cómo tus manos se han encontrado cómodas en mi espalda. De lo siguiente hace ya solo unos segundos. He notado una fuerza rápida, consistente, un empujón largo y firme y que no he podido contrarrestar.

¿Qué más puedo añadir? Mi voz se apaga, voy a morir. Estoy a punto de estrellarme contra las rocas, empujado por mi propio maestro. Caigo por el precipicio, cinco, seis segundos, y en las retinas se me aparece el cuadrado unidad, la última imagen de mi conciencia. Ya está, Pitágoras, tu crimen ya es un hecho, por fin caigo sobre las piedras en un impacto brutal. En la primera de las rocas mi corazón estalla, y siento como si una diagonal me dividiera el alma en dos partes. Es la descorazonada diagonal del cuadrado unidad, que me parte el corazón en dos como lo haría la raya de una fracción imposible, esa fracción que no existe, que no puede existir porque es irracional, irracional como la raíz de dos, irracional como esta muerte, irracional como este mundo del que me despido.