MI HIJA,

SUS OJOS

A veces quisiera volver a cuando aún no le habíamos dado la noticia, a aquella calma, a aquellas tardes en las que solo teníamos que preocuparnos de si iríamos al parque o a la playa, de qué haríamos para cenar o de qué película miraríamos. Entonces Lidia tenía siete años, hablaba por los codos y era enérgica como su madre. Yo las miraba a las dos y a veces sentía que me fundía. Un sentimiento me subía desde el estómago y me invadía el pecho y entonces Diana, que ya sabía, que compartía mi amor y también mi dolor, me miraba, me sonreía como solo ella sabe sonreír, y si estaba cerca me cogía la mano y me la apretaba de una manera que aún conseguía emocionarme más. Yo entonces disimulaba porque Lidia ya volvía, la veíamos correr y gritar desde lejos, y cuando ya estaba cerca respiraba un segundo y con el aliento cortado nos contaba historias sobre cerezos o sobre dinosaurios, o venía con Rulfo, su amigo del alma, y los dos nos hacían reír con sus chistes absurdos, inventados y deliciosos como lo es la infancia de una niña feliz. Nosotros ya lo sabíamos pero Lidia todavía no, aquella niebla que nuestra hija notaba en los ojos para ella solo era una molestia, exámenes y visitas a la oftalmóloga que supongo que no comprendía. Sabíamos que su enfermedad aún era leve, que la niebla de Stargadt era solo un diagnóstico lejano y que aún había tiempo de prepararla, si es que es posible preparar a una niña de siete años para decirle que va a quedarse ciega.

Sí, quisiera volver a cuando aún no le habíamos dicho nada pero no me hace bien desear el pasado, la única forma de superar los miedos es enfrentarse a ellos. Lidia asimiló la noticia con lentitud, sin ira ni sobresaltos, como si la hubiera estado esperando. Su cuerpito de niña se fue encogiendo -los hombros caídos, los brazos inertes- y nos miró a los dos con unos ojos que no olvidaré nunca. Se la veía triste pero serena, como si hubiera tomado conciencia desde un lugar diferente al nuestro. Su comportamiento varió poco, tan poco que a veces parecía ser ella quien nos consolara a nosotros. Continuaba tan alegre como siempre, y aceptó sin ninguna queja las clases de Braille y las de piano, y apenas si mostró reticencias cuando le dijimos que nos mudábamos a una casa que nos sería más práctica a todos.

Yo sentí que había encontrado una misión. Me dije que la mejor forma que tenía de ayudar a mi hija era enseñarle lo que más conocía, un universo maravilloso al que podía acompañarla. Si le enseñaba las suficientes matemáticas antes de que se quedara ciega, aunque después perdiera la vista, le podría mostrar un mundo donde no necesitaría los ojos, solo era cuestión de educar sus otros ojos, los ojos matemáticos. Las matemáticas iluminarían un lugar que la niebla de Stargadt no podría oscurecerle, y yo podría ayudarla a realizar por sí sola los viajes abstractos a los que conduce el conocimiento matemático: sus espacios, su geometría precisa y estética, su riqueza, sus sorpresas y el placer de descubrirlas, de resolver sus problemas, de explorar y crecer en su pensamiento. Aunque perdiese el de la vista, con las matemáticas tendría acceso a “ver” en un universo infinitamente rico, y solo tendría que añadir el resto de sentidos en su mente.

Lidia se convirtió en mi mayor proyecto pedagógico, la alumna total, puesto que pasaba con ella mucho más tiempo del que paso con mis alumnos, luego podía incidir mucho más en su forma de pensar. A todos los padres nos surge un deseo genuino de enseñar a nuestros hijos lo que consideramos importante, lo que hará de ellos mejores personas, lo que les hará felices, lo que les abra unas puertas que quizá no hayamos abierto nosotros, o les descubra caminos que sí conocemos y que no queremos que se pierdan. A través de problemas sencillos, jugando con su éxito para generar un clima de confianza, conseguí que manejase el vocabulario geométrico que me pareció más fundamental. Mientras aún podía ver me esforcé en que usase con normalidad palabras como punto, segmento, polígono o recta, que comprendiera y usara los conceptos de perpendicularidad y paralelismo, o que usase distancias y ángulos para expresar lugares geométricos como la mediatriz, la circunferencia, la parábola o la elipse. La precisión con la que hablaba de matemáticas permitía, después, que cuando era yo quien le describía formas, ella pudiera dibujarlas y por lo tanto imaginarlas. El paso a las tres dimensiones no resultó complicado, y Lidia tardó poco en hablar con soltura de poliedros, de simetrías y rotaciones, a familiarizarse con la esfera, con secciones planas de figuras sencillas, con intersecciones de cuerpos geométricos, con las superficies regladas e incluso con algunos clásicos de la topología.

Hasta aquel momento lo veía todo como un juego: aprendía Braille, aprendía piano y aprendía geometría, y lo absorbía todo sin dificultades. Era como si la estuviéramos preparando para un gran viaje, pero también sabíamos que aún era una niña. Aunque ocupábamos su agenda todo lo que el sentido común nos dictaba, respetábamos siempre las visitas de Rulfo, que se presentaba en casa sin previo aviso. Lidia sabía que cuando Rulfo aparecía todo lo demás se postergaba, porque entonces les permitíamos jugar en al jardín, les acompañábamos al parque si hacía buen día, o les dejábamos solos si preferían irse a la habitación a leerse cuentos, a jugar a representarse obras de teatro, o a escribir en la libreta de Lidia las cosas que haría antes de perder la vista.

Rulfo era un niño con una sensibilidad y una madurez sorprendentes. De él fue de quien Lidia sacó la idea de que hay que encontrar lo que es esencial en la vida, aquello que está más allá de los sentidos, aquello que es realmente importante. Era igual de amante de la literatura que ella, tocaba la guitarra y hacía duetos con ella al piano, siempre canciones que miraban en tutoriales, que ensayaban en la habitación de Lidia y después nos representaban en el salón. A veces la energía de los dos se enarbolaba como un torbellino, y aquella sensibilidad que desarrollaban juntos se volvía salvaje, y rompían los vasos con los que jugaban a películas, o aparecían con las suelas de los zapatos llenas de barro y manchaban el piso entero. Cuando había que reprenderles nos miraban con cara de buenos, como si no hubieran roto jamás un plato, y utilizaban siempre la misma técnica: nos cantaban sus canciones favoritas pero cambiando la letra por la palabra perdón repetidas veces, hasta que Diana y yo no podíamos evitar reírnos.

Cuando cumplió los diez años, Lidia nos dijo que le estaba muy agradecida a Rulfo, porque gracias a él finalmente sabía qué era lo esencial en la vida. Nos había hablado antes de su búsqueda: nos preguntaba a menudo si esto o aquello lo considerábamos esencial y formulaba sus propias conjeturas, pero esta vez afirmaba haber llegado a una conclusión. Diana y yo nos miramos expectantes. La niebla de Stargadt se había casi adueñado de sus ojos, la oftalmóloga nos había dicho que se estaba acelerando el proceso y que no le quedaba demasiado tiempo. Continuamos un rato en silencio, esperando a que nos desvelara su descubrimiento, pero entonces cambió de tema, no de pronto sino con naturalidad, como quien explica una anécdota sin importancia y después pasa a otra cosa. Nos lo dijo como si diese por sentado que, como adultos que éramos nosotros ya lo sabíamos, y tan solo nos comunicase que ahora ella también lo sabía.

En aquel momento recuerdo que yo estaba intensificando mi trabajo matemático con ella. Su resolución de problemas y su manejo del vocabulario geométrico era excelente, mucho mayor que el de una niña de su edad, y de pronto me pareció que era momento de introducirla al álgebra. El uso de variables y fórmulas no solo le permitiría ahondar en muchos de los problemas aritméticos con los que ya se enfrentaba, sino que le daría acceso al ámbito de las funciones y al de la geometría analítica, herramientas muy poderosas y que le abrirían aún más puertas dentro del universo matemático. En mis ensueños me imaginaba a mi hija capaz de dibujar en su mente elementos geométricos de cualquier tipo. Si desarrollaba lo suficiente su capacidad de abstracción podría representar y apreciar trayectorias dadas en su forma paramétrica, funciones de varias variables e incluso de variable compleja, o comprendería y contemplaría las fórmulas y las gráficas de los fractales o de las superficies diferenciales.

Conseguí que aplicara en problemas sencillos el razonamiento prealgebraico, pero en el momento de formalizar y usar el lenguaje simbólico, empezó a mostrar desgana. Temí que el salto que le proponía fuera excesivamente difícil para ella y para su edad, y que estuviera sufriendo el habitual bloqueo que se siente por las matemáticas, pero más que resistencia o imposibilidad de progreso, lo que sentí es que a Lidia dejaron de gustarle aquellos ratos en que se sentaba con su padre a hablar de matemáticas y a resolver problemas. La oscuridad en sus ojos era casi completa, y supongo que la inminencia de la ceguera le sacudió el ánimo. Una tarde, mientras intentaba que relacionase las olas del mar con las razones trigonométricas, me formuló una pregunta ineludible, no solo por su contenido sino por el modo en que la formuló. Se dirigió a mí con una tranquilidad que no le había percibido antes, como si, a pesar de solo tener diez años, quien me hablase ya no fuera la niña que aprendía geometría sino la adulta que vivía en ella y que ya empezaba a mostrarse.

Dijo; “¿papá, tú qué crees que es lo esencial en la vida?”. Inmediatamente pensé en Diana, pensé en el día en que nació Lidia, y por algún motivo también pensé en mis padres. Todas las veces que había pensado en la pregunta de Lidia, en la reflexión de Rulfo, todas las veces que había hablado con Diana se condensaron en aquella mirada, en la mirada de Lidia, comprensiva y tierna, terriblemente profunda. Vi que intentaba enfocar sus ojos hacia los míos pero que no era del todo precisa, los desplazaba vagamente entre mi cuello y mis mejillas. Quizá su ceguera ya era completa y yo aún no me había dado cuenta, pero aquel leve desenfoque me dejó sin habla. Pensé: “tú, mi amor, para mí lo esencial es que tú seas feliz”, pero en lugar de eso acaricié su pelo con una mano, mientras con la otra me frotaba los ojos, que se me habían humedecido. Le dije: “dímelo tu, cariño”, y mientras lo dije supe cuál iba a ser su respuesta. Supe que Lidia había entendido que más allá de los sentidos lo único que importa en la vida son los vínculos, el amor que sentimos y que cuidamos, entregarse a querer y a dejarse querer por quienes nos quieren y a quien queremos, y pensé incluso que quizá lo había entendido mejor que yo. Sin necesidad de buscarla con la mirada me cogió entonces la mano con la que me había secado las lágrimas, y sonrió. Corrigió la posición de su cuello y de sus ojos y entonces sí, enfocó a los míos y me dijo: “papá, te quiero, te quiero mucho”, y se subió a mi regazo y apoyó su cabeza sobre mi pecho. No hizo falta que lo añadiera, porque supe que ella también lo estaba pensando. No, las matemáticas no eran esenciales. La abracé, la besé en el pelo y en la frente repetidas veces, hasta que entonces sonó el timbre de casa. Sonó una sola vez, un único timbrazo larguísimo e inconfundible. Era Rulfo. Lidia me miró un segundo, volvió a sonreír, y después saltó de mi regazo y se fue a abrir la puerta.