mis padres

El sol se pone en un silencio dulce. Se esconde detrás de misteriosas nubes, y forma un halo de ensoñaciones tersas. Sin duda mi padre, de no estar postrado inconsciente en la cama, miraría en dirección a la ventana y diría espléndido, el rosa del cielo está espléndido. Esta podría ser la escena de una película: la enfermera que acaba de marcharse, la madre y el hijo pendientes del padre, convaleciente, quién sabe si a punto del último suspiro. Miro a mi madre, que continúa leyendo su revista, y me parece que está ausente, igual de ausente que ha estado estos años, todos los años en que mi padre ha ido creando a su alrededor fantasmas, delirios abstractos que he ido siguiendo con la paciencia de un maestro. La habitación huele a hospital, a detención del tiempo. Mi madre se presentó ayer, por sorpresa, demostrando otra vez que tiene poderes, que todo lo que estuvo predicando quizá sea cierto. Les quiero, les quiero a ambos, pero sin duda es por él por quien siento más simpatía. Supongo que a nadie le satisfacen del todo los guiones familiares, que todos heredamos dolor y vacío, sea cual sea y de la intensidad que sea. Mis padres se amaron y me amaron. Él trabajaba, ella cuidaba de la casa y me criaba. Pero se divorciaron. Ella estudió meditación, se enamoró de otro hombre y se separó de mi padre. Al principio él pareció resarcirse, pero a su alrededor todo se fue desmoronando. Sus creencias y hábitos se fueron disipando en una evanescencia incoherente. O al menos así la entendí yo. Incluso las matemáticas, la pasión a la que había dedicado su vida, tomaron una forma diferente. Mi padre adoptó el discurso que había defendido mi madre -la conexión con el yo verdadero, la defensa a ultranza de la meditación diaria- incluso sabiendo que ya era tarde. Ella ya estaba lejos, terriblemente lejos, pero él se asió a las ideas que los separaron -ella tan mística, él tan racional- con una desesperación tierna, como si se hubiera vuelto a enamorar de ella.

Yo lo viví como un marchitamiento, la enfermedad como símbolo de la pérdida de cordura. Lo visitaba cada semana, y en cada visita me contaba sus progresos, sus lecturas. Entiendo poco de matemáticas, pero seguí el proceso casi al detalle. Mi padre había sido siempre un hombre práctico, de la rama de las matemáticas aplicadas, y consideraba que nada que no proviniera del mundo físico tenía sentido, todo lo demás no eran más que conjeturas, fantasías del raciocino humano. Se consideraba Aristóteles, del mismo modo en que consideraba a mi madre Platón, la del mundo de las ideas. Mi padre aplicaba fórmulas y demostraba teoremas, pero rechazaba toda construcción que no tuviera su origen en la naturaleza. Seguramente ese empecinamiento fue el que los separó, y supongo que, por eso, trató de repararlo. Releyó con avidez la historia de las matemáticas, y se dio cuenta de lo equivocado que estaba. Redescubrió a Cantor y empezó a hablar de los diferentes tamaños del infinito como si fueran objetos tangibles. Entrecerraba los ojos y formaba una pinza con los dedos, y susurraba el continuo, ¿puedes ver el continuo? Resplandece si te concentras. Yo lo escuchaba compasivo. Hablaba también del colectivo Lusitania, de la teoría de conjuntos, y empezó a sostener que sí era posible construir realidades con la mente. Nunca le había oído hablar en aquellos términos, pero hasta entonces solo fueron acercamientos tímidos, Aristóteles nombrando a Platón, buscándolo a tientas en la oscuridad.

Entonces tuvo aquella profecía onírica. Experimentó, durante el día, exactamente lo que había soñado la noche anterior. Para entonces el tratamiento ya era intenso, así que pudo deberse a la medicación, pero sin duda aquel sueño marcó el principio de lo que ahora sucede. Veo que mi madre le acaricia la mano, y me pregunto si son imaginaciones mías, o se le han movido los párpados a mi padre. Era ella la que decía que uno puede atraer a su vida lo que desea, que basta con conectar con la propia esencia, con el verdadero deseo del yo más profundo, afirmaciones que mi padre tildaba de ridículas, y que recibía con los ojos cerrados, ciego ante el debilitamiento de su matrimonio. Mi madre me mira. Me sonríe, y yo no puedo evitar emocionarme. Fue mi padre el obtuso, el que no comprendió el crecimiento de mi madre, pero él fue después el que terminó vencido, infeliz y obsesionado por reparar el pasado. A partir de entonces todo fue un descenso. En uno de sus libros descubrió que habían existido los “adoradores del nombre”, una especie de escisión del catolicismo que practicaba un mantra de evocación divina, consistente en repetir el nombre de Dios para hacerlo presente. Cada vez hablaba de un modo más incongruente, hasta que un día lo encontré, de rodillas, pronunciando el nombre de mi madre repetidas veces. Hacía semanas que aquel libro se había convertido en su única lectura, así que lo decidí leer yo también. Al parecer, a aquella secta pertenecieron unos cuantos matemáticos que, del mismo modo en que creían reproducir la existencia de Dios a través de nombrarlo en sus plegarias, defendían la validez de construir objetos matemáticos a través también de nombrarlos, a través de su mera definición formal, el contraataque platónico en las matemáticas de aquel momento, por lo visto demasiado aristotélicas, la escuela rusa y la alemana contra la francesa, demasiado naturalista. En ese pasaje tan concreto de la historia de las matemáticas mi padre encontró una luz con la que guiarse. Si las matemáticas replicaban la creencia de que Dios podía existir con tan solo nombrarlo, entonces es que mi madre tenía razón, y era posible que la meditación basada en materializar los deseos más profundos funcionara. Las matemáticas les habían primero separado, pero ahora mi padre había encontrado en ellas la llave para el acercamiento.

A mí todo aquello me parecía un exceso, una complicación innecesaria, típica de mis excéntricos padres. Pero a él se lo veía un poco más fuerte, así que no había otra opción que apoyarle. Dejó de leer, y a partir de entonces meditaba cada noche. Yo le preguntaba en qué consistían, exactamente, sus meditaciones, y él respondía el pasado, hijo, estoy tratando de atraer el pasado. Era pues evidente que ahora trataba deliberadamente de reproducir la experiencia de aquel sueño premonitorio. Cuando yo le insinuaba mis dudas, él afirmaba que, puesto que ya le había sucedido una vez, aunque hubiera sido un sueño y no a través de una voluntad consciente, tenía que ser posible conseguirlo de nuevo, solo había que encontrar la manera. Yo lo escuchaba con la sensación de estar hablando con un fanático, un niño poseído por teorías inverosímiles. Decía que no bastaba con tener un deseo, pensar fuertemente en él y esperar al día siguiente a ver si se materializaba: había que conectar antes con la verdadera esencia, porque si no solo se estaba perdiendo el tiempo. Un día le dije que su discurso se parecía cada vez más al de mi madre, y la expresión de la cara le cambió por completo. A partir de entonces ya solo me hablaba con monosílabos. No me cupo duda de que ahora tramaba algo más elaborado, que dirigía sus fuerzas hacia un objetivo más claro, hasta que entonces tuvo la recaída, hubo que ingresarle, y a la mañana siguiente apareció mi madre.

Hay veces en que uno sabe, sencillamente sabe. Las certidumbres nos abrazan, nos alcanzan como vientos o como mareas, como nos abraza la luz del día o la oscuridad de la noche. Yo sé que mi padre ha evocado a mi madre en sus plegarias, que la ha nombrado para crearla, que ha usado artificios matemáticos para atraerla. Ella, sin lugar a dudas, ha conectado con ese canal incorpóreo, y por eso ha venido, por eso vino ayer hasta aquí, sin que hiciera falta avisarla de nada. Mi papel, por mucho que me cueste aceptarlo, ha terminado. Mis padres me explican, explican gran parte de lo que soy y por qué lo soy, pero no puedo hacer otra cosa que alejarme. Salgo de la habitación e inmediatamente respiro más tranquilo, más larga y profundamente. Escucho y sostengo mis sensaciones, y me doy cuenta de no que tengo miedo. Solo hay dos posibilidades, igual de tristes, igual de bellas. Aunque siga inconsciente, mi padre tiene que haber advertido que mi madre está ahí con él, acariciando su mano con ternura. O bien eso va a despertarlo y sanarlo, o va a permitir que se vaya en paz. Los dos caminos me parecen válidos. Me siento en la sala de espera y cierro los ojos. Estoy cansado, estoy muy cansado. Medito y rezo por que todo termine, por que todo se resuelva de la mejor manera, sea cual sea. Platón y Aristóteles están ahí dentro reunidos. Si habrán de ser uno o permanecer separados, tiene que dejar de representar un tormento.