menos es más


Es cierto que perdimos la cuenta de las cañas previas, de los vermuts, de las botellas de vino durante la comida y también después de los chupitos y los gintonics, pero aún así nos mantuvimos lúcidos, difuminados y livianos pero sin embargo cabales y más intensos que nunca, como si todas las risas y los afectos y todos los bailes y conversaciones fueran lo más importante del mundo pero al mismo tiempo tampoco lo fueran y uno pudiera desconectarse y volverse a conectar sin ninguna pérdida. Algunas reuniones tienen ese guión sostenido y líquido, pasan muchas cosas y todas son dignas de relatar pero después no pesan, no se solapan o se molestan, y cuando lo hacen son un teatro espontáneo del caos, incomprensiblemente acompasado. Aquella comida con predictibles posibilidades de alargarse había sido negociada con mucha antelación, tenemos ya cuarenta años y hay que hacer uso del calendario, pero debieron de confluir los astros porque coincidimos todos en que había sido memorable. Ezequiel nos servía las copas con parsimonia, y mientras Lorena fracasaba en fotografiarnos a todos, Cristina y yo bailábamos swing escuchando a Diego decir que “si todo es tan simple entonces por qué”, para embarcarse después en una perorata que las demás voces nos impedían oír, mientras Marcelo afinaba la percusión con sus dedos gordos y expertos, Javi dudaba de si harían falta más botellas, y Juanjo y Belén lanzaban sarcasmos que solo interrumpían sus carcajadas.

Comimos, bebimos, bailamos y tocamos música, pero sobre todo nos dedicamos a hablar, no hay otra cosa que nos deleite más que la conversación recóndita o genuina, o si es trivial por lo menos profunda y comprometida. Para nosotros no hay buen debate que no tenga apasionamiento, razonamientos encendidos e impostergables, o como escribió Diego un día en el whatsapp: “discusiones que abran caminos o destapen miedos, que pongan a prueba, que nos inspiren o sean una incógnita”. En nuestro grupo hay además antropólogas, músicos, una filósofa, un abogado, un lector obsesivo de Rilke y una de Javier Marías -experta en colar “la espalda negra del tiempo” en cualquier tema- y no es extraño que hayan subidas de tono, indignaciones fingidas o pequeños incendios, aunque después nunca tardan en apagarse. Nos conocemos ya demasiado y en seguida los fuegos se atenúan y hay un regreso, una desaceleración y después una pausa, y entonces se cambia de tema, a veces también de lenguaje, y siempre hay alguien que da un giro cómico; por suerte el humor lo suaviza todo.

Yo lo viví como un enfriamiento, como una caída con forma de embudo. Habíamos quedado a las doce del mediodía y la reunión sufrió sus comprensibles variaciones, su inevitable descenso, como si el tiempo graduara su ondulación, cada vez más lenta. La intensidad de las primeras horas -algunos hacía tiempo que no nos veíamos- parecía lejana por la noche, y aunque Marcelo hubiera vuelto a servir comida, y Javi aún pensase en comprar más botellas, el encuentro llegaba a su fin. Algunos son padres y tenían que volver a sus hogares, a pagar a los canguros o agradecer a los suegros, y el resto mostraba también cansancio. Pensé: “nos hemos perdido la puesta de sol, podríamos haber ido a verla juntos, la playa está a solo cien metros, hubiera sido inolvidable”, pero me contuve de compartirlo. Se producían cada vez más silencios, satisfechos y calmos pero silencios, y Ezequiel preguntó la hora. “Las diez, podríamos ir recogiendo”, y alguien debió de hablar de Lucía, porque escuché que Belén la excusaba diciendo: “es normal, cuando uno empieza una relación se distancia un poco”.

Poco después, no recuerdo quién ni exactamente por qué, alguien dijo “menos es más”, y de repente volvió la energía al grupo. En ese momento se produjo una nueva explosión de verborrea, como si la evocación de Lucía mereciese unos últimos coletazos, y la frase “menos es más” fuera su detonante. Íbamos y veníamos de la mesa a la cocina recogiendo basura y fregando los platos y colocando sillas, y sin orden previo ni estructura de diálogo ni mucho menos de debate -más bien de lluvia de ideas- uno tras otro iba explicando su visión de la frase, como si tejiéramos versos improvisados, escuchándonos solo parcialmente. “Menos es más es el resumen del minimalismo, viene de la arquitectura, de un tal van der Rohe, es la primera entrada si lo pones en google“, dijo Katie en algún momento. Ezequiel no esperó a que acabara y, pisándole las últimas palabras, dijo: “menos, pero de calidad: menos superficialidad”, y sin apenas pausa añadió: “menos materialidad y más espiritualidad”. Entre Juanjo y Belén hilvanaron entonces una retahíla semántica donde “menos es más” tenía significados primero evidentes, como “menos paciencia más prisa”, o “menos distancia más cercanía”, y luego invirtiendo o contraponiendo, como en “más dinero más riqueza”, o “menos distancia menos lejanía”. A mí la sentencia me resultaba insuficiente, más parecida a un ejercicio de “rellene los huecos” que a una verdadera afirmación, y aunque el aforismo fuera brillante por su sencillez y sugerencias, tenía infinidad de interpretaciones, y por lo tanto no era ni válido ni riguroso. Usé entonces el registro matemático que reservo para cuando no se me ocurre otra cosa, y cuando supe que era mi turno dije “menos es más es una aberración inaceptable, cómo se puede afirmar que lo negativo es lo mismo que lo positivo, dos cosas opuestas no pueden ser la misma”, pero en seguida me di cuenta de mi rigidez, y exageré teatralmente mi postura: “me niego a escuchar vuestras blasfemias, pretendéis derrumbar el edificio de los números, hasta aquí podíamos llegar”.

No se me escapó la sonrisa pícara que lució entonces Cristina. Supe que había llegado el momento en que me provocarían, que pondrían a prueba la supuesta supremacía que siempre le asigno a las matemáticas, a su incuestionable coherencia lógica. Como dije antes, su formación es más bien humanística; les divierte romper las cadenas de la ciencia. Conocen bien además mi obcecación, y es tradición que jueguen a alterarme. Dije: “la vaguedad de la frase impide tomarla en serio: menos es más podría entenderse como una igualdad numérica, como si los números negativos fueran igual que los negativos, una equivalencia inasumible; pero si se entiende como una igualdad entre operaciones, el esperpento es todavía menos aceptable, a nadie se le ocurriría enseñar a los niños que son lo mismo sumar que restar”. No sirvió de nada que tratase así de cerrar el tema, porque ya habíamos entrado en el formato dialéctico de la superposición de contenidos, y el torrente de ideas continuó fluyendo, mucho más ahora que yo había entrado al trapo. Recuerdo a Katie explicar un par de casos, propios de la psicología y de la pedagogía, en los que “menos es más” tenía lecturas muy sólidas, pero a mí me parecía que seguíamos girando en círculos, y lo único que había eran parejas de variables donde la disminución de una implicaba el aumento de la otra, lo que comúnmente se recuerda como magnitudes inversamente proporcionales, incluso cuando no son proporcionales. Sin embargo luego Lorena dijo: “cuando vas más rápido por la carretera se hace más estrecha, y cuando vas más lento parece más ancha”, y en ese par de variables sí me pareció advertir una diferencia. Después añadió: ”cuando te entretienes en recorrer a fondo un lugar pequeño, descubres rincones y detalles, te termina pareciendo más grande”, y en ese momento pensé en Lucía. Recordé el viaje que hicimos juntos en verano, una escapada de fin de semana a una comarca minúscula donde tuvimos, exactamente, la sensación que describía Lorena. El enfoque geométrico era una referencia o lectura indirecta de lo infinitesimal, del infinito pozo de contenido que existe también en los espacios más ínfimos; los tamaños del infinito, una de mis debilidades. Quise decir entonces “me gustaría saber qué diría Cantor al respecto”, pero no me dio tiempo, porque Juanjo barrió hacia su terreno, y dijo que “menos es más” era la reformulación de instancias más genéricas como “sí es no”, o “lo cierto es falso”, lo que, entre fingidos aspavientos, llamó “el feliz derrumbamiento de la lógica aristotélica”.

No pude evitar sonreír y concederle mi asentimiento, pero no sé cómo continuó el resto, porque me abstraje por un momento. Buscaba interpretaciones -o más bien combinaciones- puramente algebraicas, pero no tuve demasiado éxito. En cuanto que un número positivo y su opuesto sumaban cero, se podría casi leer que “menos es más”, pero eso era “menos y más suman cero”, luego no funcionaba. Del mismo modo, recordé también el famoso verso aritmético de “menos por más es menos”, o también el hecho de que “valor absoluto de menos es más”, o de que “menos elevado a potencia par es más”, pero todas aquellas variaciones me parecieron inertes, y pensar en la cantidad de combinaciones me aburrió. Quise entonces conectarme de nuevo con el resto, pero alguien debía de haber cambiado de tema, porque vi que Ezequiel venía hacia mí con su abrigo en la mano. O bien me había ensimismado más tiempo del que creía, o bien el fin de la conversación había sido repentino -o ambas cosas- porque habían empezado las despedidas. Ezequiel me abrazó, y mientras lo hacía me dijo: “las matemáticas son un convenio, y nosotros hemos convenido en que tenemos que vernos más”. Volví a reírme y le besé sonoramente, pero mientras buscaba mi abrigo y mis guantes, escuché que Cristina volvió a mencionar a Lucía, aunque esta vez con disimulo, como si no quisiera que yo la escuchase.

Salimos de casa de Juanjo y cada uno subió al coche con el que volvía. Te llamo esta semana, suerte con el tema de la hipoteca, besos muy fuertes para tus padres, el finde que viene nos vemos en Barna. Las despedidas albergan promesas de continuidad, una última muestra del segmentado afecto que las agendas nos dictan, pero son también una porción de abandono, un anticipo de la soledad que nos subyace a todos, tengamos la vida que tengamos. Mi casa está solo a quince minutos de la de Juanjo, así que rechacé la oferta de volver con el coche de Katie, y volví paseando. Cuando llegué a la playa pensé de nuevo en la puesta de sol que nos habíamos perdido. El mar se fundía ahora en el horizonte en una oscuridad opaca, tampoco acogía la sensación de frío. Pensé: “menos visibilidad, más amenaza”, y rememoré los últimos minutos de la reunión, especialmente la intervención de Juanjo. “El feliz derrumbamiento de la lógica aristotélica”, esas fueron sus palabras. La única alternativa que yo conocía a la lógica binaria era la “lógica difusa”, un modelo equivalente al probabilístico, donde las cosas no son solo ciertas o falsas, sino que existen más posibilidades, tantas como números reales entre cero y uno, infinitas por lo tanto. Aceleré el paso para entrar en calor, y me dije a mí mismo que en cuanto llegara a casa lo buscaría en internet, pero al cabo de poco mis defensas debieron de debilitarse, porque entonces sentí que se cerraba el embudo.

Supongo que ya no me quedaba más en qué pensar, que mi mente se vació, o se cansó de ejercer voluntad. La figuración de Lucía me bloqueó entonces el estómago y el pecho, y un estremecimiento me atravesó el cuello y humedeció los ojos. Los labios finos que yo había besado, el timbre risueño de su voz transparente, su mirada y sonrisa también transparentes, los veía y oía como si fueran reales, no era posible evitarlos más tiempo. Hasta entonces el viento había estado acompañándome, en dirección a favor, empujándome hacia delante, pero en ese momento paró por completo. El silencio me pareció entonces perfectamente audible. El apagado del viento había aumentado la sensación de vacío, y mientras sacaba las llaves para entrar en el edificio, pensé “menos ruido, más atención”, y después: “menos distracciones, más Lucía”.

Subí a casa, entré en el baño y me lavé la cara. Me miré en el espejo, e imaginé los segmentos que unían los puntos de mi cuerpo con los que se proyectaban sobre el vidrio, y pensé de nuevo en la dichosa frase. Una simetría era otro ejemplo de “menos es más”, en cuanto que un objeto y su simétrico son equivalentes -o intercambiables- a través de ella, pero estaba claro que tampoco esta vez sería capaz de tirar del hilo, porque todo me recordaba a Lucía. Más de una vez nos habíamos dicho -o más bien era yo quien se lo decía a ella- que los dos nos hacíamos de espejo, que algunos rasgos de nuestra personalidad eran comunes. Recordé también que, refiriéndose al erotismo de la insinuación, dijo “menos es más”, y aún después lo había vuelto a repetir, esta vez con intención diferente, cuando trató de frenar mi insistencia. Salí del baño y me quedé en medio del pasillo, inmóvil, y allí tuve un último recuerdo. Cuando ya se había terminado todo entre nosotros, en uno de esos análisis tardíos e inútiles, dijo también “me echabas de menos, pero también de más”, y entonces supe que el embudo se había cerrado del todo, y que ya no había más -ni tampoco menos- por donde rascar.

Decidí que no había opción mejor que ir a dormir. Antes de hacerlo, abrí el teléfono para ver los mensajes del grupo. Aún seguían las bromas sobre “menos es más”, pero Lucía no había dicho nada. Maquinalmente, abrí su ventana como si fuera a escribirle, pero en lugar de hacerlo miré su foto de perfil. Ella y su novio se besaban, y detrás de ellos había rocas, un cielo gris, probablemente una playa del norte. Cerré el teléfono, me puse el pijama y me metí en la cama. Cogí el libro que había en la mesita y me puse a leer. Era “Todas las almas”, de Javier Marías. Extrañamente, me concentré en la lectura, pero cuando leí “la espalda negra del tiempo”, vi cómo las líneas de la página se alabeaban y desordenaban, se contorneaban y mezclaban, y se convertían en círculos cada vez más pequeños, como en una espiral o como en un embudo, o como en un viaje hacia el centro de una simetría; la señal inequívoca de que me dormiría en seguida. Dejé el libro sobre la mesita, apagué la luz, me coloqué en posición fetal, y cerré los ojos. No sé con qué pensamiento me quedé dormido, supongo que “menos es más”, “el derrumbamiento de la lógica aristotélica”, o la enésima evocación de Lucía. A la mañana siguiente miré el calendario. Faltaban dos meses para la primavera.