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espirituales

No recuerdo a Itxaso tan vehemente, tan clara y rotunda como aquella vez en aquel restaurante de Cambrils. Mientras mirábamos la carta habíamos estado charlando sobre temas sin importancia. Para entrar en materia le pregunté: “bueno va, dime en qué estás”. Ese era nuestro código para tratar los temas urgentes, los más acuciantes. “Me he dado cuenta de que la psicología es violencia”, disparó. Fingió entonces una expresión de amenaza, como de agresividad contenida. “Sí, violento, ¿hasta qué punto no es violento intervenir en los problemas de los demás?”, prosiguió. Arqueé una ceja. “Sí, violencia, ¿hasta qué punto no se puede considerar violencia colocarnos en posición de poder y proyectarnos, vertiendo en el asunto del otro todo lo nuestro, demasiado de lo nuestro, mucho más de lo que en realidad había?”. Era obvio que se refería a su ámbito profesional -la psicología, el carácter y las neurosis, las terapias- pero me pareció entrever que quizá el argumento fuera extrapolable a la enseñanza, no solo de las matemáticas. “Es violento”, repitió. “Es violento y es un abuso pero nos encanta, nos parece incluso que es bueno, que nos lo debemos los unos a los otros, y por eso lo practicamos en cuanto podemos. Miramos, nos cuentan o intuimos, nos hacemos una idea -por fuerza solo superficial- de cuál es la situación del otro, de dónde y cómo está el problema del otro, y en seguida desplegamos nuestro curtido mapa de caminos y de soluciones -el que con nuestras experiencias hemos ido confeccionando- y entonces señalamos y dirigimos, influimos con nuestros consejos y nuestras preguntas, con nuestras palabras. Lo que te pasa es esto, ¿has pensado en aquello otro?, yo creo que este enfoque te puede ser útil. Se puede ser más o menos sutil pero siempre hay una intervención, una modificación y por lo tanto una pérdida, un daño. Lo curioso es que nos sentimos bien porque creemos que obramos de un modo correcto. Pensamos que, al proponer soluciones o iluminar caminos le facilitamos al otro el trabajo, que lo estamos ayudando, sin darnos cuenta de que el efecto es terrible. Creyéndonos útiles estamos perpetuando su incapacidad, su dependencia de nosotros, y le atrofiamos la autonomía, la autenticidad. Olvidamos que cada uno de nosotros es el resultado exacto de aquello que hemos ejercitado, y que no tenemos derecho a negarle al otro la oportunidad de crecer por su cuenta. Es sutil, es silenciosa (por aceptada y popular, la usan a diario padres y madres y educadores), pero es violencia, es abuso. Impedirle a alguien que desarrolle una capacidad no es más que otra forma de mutilación, y lo peor de todo es darse cuenta de quién sustenta todo el tinglado”. Hizo entonces una pausa y me miró con fijeza. Me invitaba a que terminase la frase pero yo me quedé callado, todavía impresionado por su arenga. “El deseo egocéntrico, el narcisismo y la vanidad de creernos dioses, eso nos pasa”, sentenció. “Nos creemos salvadores y jugamos a resolver los problemas ajenos cuando la verdad -o la causa- es que somos incapaces de resolver los propios”.

Un silencio afirmativo penetró en mi conciencia. No podía estar más de acuerdo. Quizá su razonamiento fuera un tanto extremo, pero lo sentí como propio de inmediato. Me di cuenta también de que mis sospechas de conexión con la educación no eran triviales. Cuántas veces no me había contenido -o había rectificado al vuelo- mi intervención pedagógica cuando me daba cuenta de que, con señalarles a los alumnos de un modo demasiado explícito un camino determinado, tras la apariencia de progreso se evidenciaba que, a la larga, ayudar demasiado no ayudaba en absoluto, y que, cuanto más dirigidos eran mis consejos, tanto más superfluos y poco duraderos eran sus aprendizajes, mientras que, si reflexionaba mejor, si cuando me hacían preguntas me quedaba un segundo más en silencio, y en lugar de darles instrucciones demasiado directas les formulaba preguntas provocadoras, de las que invitan a la reflexión sobre el propio pensamiento, entonces sí, conseguía generar en ellos un aprendizaje más visible y auténtico, en apariencia más lento pero definitivamente más autónomo.

Miré a Itxaso preocupado, se la veía nerviosa. Sopesé compartir con ella mis pensamientos, pero preferí no desviar el foco. “¿Todo esto lo has pensado después de algo en particular?”, le pregunté. Me miró con seriedad y asintió. “Tengo un paciente que se quiere suicidar”. Me quedé de piedra, no solo por el hecho en sí, sino porque nunca antes me había hablado de sus pacientes, no al menos de aquella manera. “De hecho, quiero pedirte un favor. Quiero que hables con él”. La miré aún más sorprendido. “Quiero que supervises el contenido matemático de sus teorías. Quiero que valides si sus delirios tienen sentido desde el punto de vista matemático. Muchas de las cosas que dice se me escapan y necesito a alguien que me diga si tienen sentido”. En aquel momento el camarero llegó con la botella de vino. Nos lo dio a probar y nos sirvió. Tomé mi copa y bebí de ella con lentitud, sin proponer ningún brindis, tal y como hubiera hecho si la situación hubiera sido la habitual, una cena de amigos que se encuentran y se ponen al día. “Tienes que ayudarme”, insistió. Respiré, me dejé invadir por el aroma del vino, y durante unos segundos me quedé en silencio. La proposición me había cogido por sorpresa, pero estaba claro que aceptaría, e Itxaso lo sabía. Gran parte de mi afición a la psicología era debida a la infinidad de conversaciones que había tenido con ella durante años, y la posibilidad de tener una charla de contenido matemático con uno de sus pacientes era casi un homenaje a nuestra amistad y a todas aquellas conversaciones, a nuestra pasión en común. Asentí, le dije que podía contar conmigo, y nos pasamos el resto de la cena hablando de su paciente.

Se llamaba Jean Marc. Su cuadro era obsesivo y con una episódica pulsión auto-destructiva. Que yo hablase con él no iba afectar al tratamiento, pero para Itxaso era importante discernir si el motor de su obsesión era coherente desde el punto de vista académico (y por lo tanto tenía un cierto sustento en la realidad), o si, por el contrario, predominaban la invención y la fantasía. Por mi parte, cuanto más sabía del caso más deseos acumulaba de conocerlo, y empecé también a fantasear. ¿Supondrían sus teorías algún tipo de enfoque innovador dentro de las matemáticas? ¿Y si se trataba del nuevo Ramanujan y yo podría ser su Hardy? Pocas veces tiene un matemático una oportunidad así, y, aunque bien podría todo derivar en una decepcionante exploración -tan solo vagamente matemática- de una mente insana y por lo tanto incoherente, la posibilidad me resultaba cada vez más atractiva, no solo por el aspecto matemático sino por el terapéutico. ¿Podrían ser las matemáticas el camino a su sanación? ¿Podría resolverse el problema de su deseo de suicidarse desde sus matemáticas, fueran las que fueran?

Guardo el recuerdo de mi primera y única entrevista con Jean Marc en un lugar privilegiado de la memoria. Sin saber que eran autolesiones era difícil adivinar el origen de las heridas y magulladuras que poblaban sus brazos, puesto que, al conversar, tenía un tono elevado que más bien lo hacía parecer un monje o un estudioso, pero que no parecía albergar sufrimiento. Su manera de gesticular era cautivadora, como si pudiera tocar con sus dedos todo aquello que sus palabras referían. Su mirada era oscura y penetrante, muy atenta a su interlocutor, y cuando hablaba no se equivocaba en la dicción de una sola sílaba. Parecía que su discurso ya estuviera redactado de antemano en su cerebro y exponerlo fuera un ejercicio mecánico. Los primeros minutos recuerdo tener dificultades para escucharlo sin pensar en el análisis de Itxaso. Bipolaridad. Periodos intensos de hundimiento y tormento, arrebatos de cólera y de histrionismo pero después lucidez y euforia desbordantes. Itxaso me había adelantado, también, que su ambivalencia se manifestaba en un discurso metafísico colocado en un indefinible lugar entre la religión y las matemáticas, y que esa sería la excusa que usaríamos -yo me haría pasar por un matemático interesado en su teoría religiosa, lo cual no era del todo mentira- para que pudiera entrevistarlo sin que se extrañase demasiado.

La primera tesis de solidez que compartió conmigo fue que no existen la multiplicidad o la separatividad, y que hay una única unicidad que lo sustenta todo, un único todo del que todo lo que existe es parte. “Nuestro problema es un problema de conciencia de unidad”, decía. “Vivimos nuestra vida fragmentada, cuando lo cierto es que se trata de una única realidad”. Itxaso me había aconsejado que no tuviera reparos en preguntar por cualquier idea que no comprendiera o en la que quisiera ahondar, Jean-Marc estaba siempre dispuesto a explicar sus teorías, tal y como pude comprobar. Por fragmentos se refería a que diferenciamos entre individuos, entre objetos y sujetos, a que entendemos la realidad como si estuviera hecha de múltiples elementos que se relacionan entre sí pero que son esencialmente diferentes. Esta visión fragmentada, según Jean Marc, es un error de nuestra percepción, una consciencia insuficiente de lo que en realidad sucede. Me di cuenta de mi predisposición a darle sentido a sus teorías, porque pensé en una hipotética teoría de conjuntos con un único conjunto, o donde no existiera la relación de igualdad (o donde todos los elementos la cumplieran) y la idea me pareció extrañamente atractiva. Al parecer, sin embargo, todavía no íbamos a hablar de matemáticas. “Piensa en qué siente una madre cuando ve por primera vez al hijo que acaba de dar a luz”, dijo. “¿Crees que es muy diferente lo que siente una madre de lo que siente otra?”. Sin dejarme tiempo a responder, me siguió preguntando. “O piensa en lo que sientes cuando estás enamorado. ¿De verdad crees que son sensaciones muy diferentes las que sientes tú de las que siente otro enamorado?”. Me dio más ejemplos. “Pasa lo mismo con cualquier sensación o idea. Piensa en la ira. O en la sensación de plenitud física cuando haces deporte, o en la claridad que te ilumina cuando una idea te alcanza a través de la intuición. Piensa en cada una de esas cosas. Cada uno de nosotros la gestionará a su manera y la pasará por el filtro de sus modos y de sus pasados concretos, pero en esencia, ¿no te parece que compartimos cada una de esas sensaciones, que tu ira es mi ira, que tu plenitud física es la mía, que tu intuición está hecha de lo mismo que la mía?”. Sin darme tiempo a responder, añadió: “¡Pues claro que son lo mismo! ¿Si no cómo explicas que existan el cine y la literatura, que nos emocione a todos el arte y la belleza, que tengamos empatía, que nos comprendamos como nos comprendemos los unos a los otros? Porque estamos hechos de lo mismo. La verdad es que todo lo que vivimos en nuestras experiencias particulares son manifestaciones concretas de una misma unidad que nos engloba a todos, y esa única unidad es Dios”.

Por mucho que Itxaso me hubiera advertido de que lo habría, el giro religioso me sorprendió. Aquella era una idea de Dios muy diferente al habitual concepto antropomorfo de las religiones tradicionales, sobre todo occidentales. Al parecer Jean Marc repetía palabra por palabra las enseñanzas de Antonio Blay, un psicólogo que había introducido en España, a finales de los años setenta, un marco teórico para la psicología que mezclaba conceptos del hinduismo y de la cultura zen y que tuvo una buena acogida en el mundo terapéutico, no solo porque no entraba en contradicción con las tesis de la psicología y del psicoanálisis, sino porque ofrecía métodos no solo para desvelar el inconsciente sino para reeducarlo, principalmente basados en la meditación y la autosugestión. “En esencia, todos los seres humanos estamos hechos de amor, de inteligencia y de energía”, decía, “y el sentido de nuestra existencia es desarrollar todo lo que podamos esos tres focos”. Decía esto mientras abría las manos y las colocaba como si sostuviese un globo enorme e imaginario entre ellas. “Esos tres focos son potencialmente infinitos, porque provienen todos de una misma fuente, una fuente superior e infinita. Hay una misma e infinita inteligencia de la que todos somos parte, una misma e infinita energía de la que todos participamos, y un mismo e infinito amor del que todos somos representaciones, y lo más hermoso de todo es que esas tres fuentes son en realidad la misma”.

Aquella visualización era solo una creencia, pero había que reconocer que era bonita, una espiritualidad o religiosidad agradable, fácil de aceptar. No se me ocurría mucho que objetar, así que volví al supuesto inicial. “Si estamos todos hechos de agua, ¿significa eso que todos somos agua?”, le pregunté. Me senté mejor en la silla y precisé mi pregunta. “Quiero decir, ¿que compartamos sensaciones o características demuestra que somos en realidad lo mismo?”. Me miró entonces con una sonrisa perspicaz y me dijo: “Itxaso me ha dicho que eres matemático”. Al decir esto me pareció que sus ojos se volvieron más oscuros, más concentrados. Asentí con un gesto lento de la cabeza y me preguntó: “¿Entonces habrás leído Planilandia?”. Sonreí con ternura: pues claro que lo había leído. Me lo había recomendado la profesora de matemáticas que tuve en el instituto. Era un libro corto, escrito por un maestro de una pequeña escuela de pueblo en la Inglaterra del siglo XIX. La intención del libro era de crítica social, pero su lectura y análisis representaban un hermoso ejercicio de visualización geométrica. El autor relataba cómo sería la vida dentro de un mundo de solo dos dimensiones, una recreación de cómo sería nuestra percepción geométrica si no pudiéramos movernos de la superficie, por ejemplo, de una mesa, ni tampoco pudiéramos ver nada más allá de ella. El personaje protagonista es un cuadrado que vive atrapado en el plano hasta que un cubo -que proviene de las tres dimensiones- lo ayuda a escapar y le enseña las maravillas dimensionales de las que había sido privado viviendo en Planilandia. Juntos descubren entonces Rectilandia y Puntilandia (los mundos de una y de cero dimensiones), una fábula que conduce a la pregunta de si existen más dimensiones de las que conocemos -pero que no somos capaces de percibir- y por lo tanto a plantearnos si no somos nosotros, los habitantes del espacio de tres dimensiones, poco más esclavos que aquel cuadrado de Planilandia, igual de ignorantes o limitados, solo que con una dimensión más.

Había usado ideas del libro infinidad de veces en mis clases, y me sentí casi halagado cuando vi que Jean Marc lo iba a hacer ahora conmigo. “Piensa en un toro, en una superficie tórica”, dijo. “Ya sabes, el clásico flotador, el donut de la topología”. Se agachó, sacó una libreta de una maleta que había cerca de sus pies y la abrió por la última página. “Cuando corta con un plano, ¿qué se obtiene?”. No había especificado la posición exacta ni del plano ni de la superficie tórica, así que respondí: “depende de la inclinación”. Sonrió y dijo: “tienes razón, tienes razón”, e hizo entonces un dibujo. La pregunta me pareció bonita y sentí deseos inmediatos de llevarla al aula. La intersección bien podía ser un punto, una circunferencia, uno o dos óvalos (¿o habría más?, ¿y serían elipses?), dos circunferencias concéntricas o, finalmente -y ese era el ejemplo que había dibujado- podrían ser dos circunferencias de igual tamaño, totalmente alejadas y distintas, sin ningún punto en común. Me quedé pensando en si habrían más preguntas y posibilidades, pero Jean Marc interrumpió mis pensamientos. “¿Te das cuenta?”, me preguntó. “¿Ves las dos circunferencias? Un habitante de Planilandia afirmaría que se trata de dos objetos distintos, cuando tú y yo sabemos que no es así”. Le concedí una sonrisa, aunque me sentí decepcionado. La visualización geométrica era interesante, y era cierto que, lo que en una dimensión se percibe como dos objetos distintos, pueden ser partes de un mismo objeto en una dimensión superior, pero me pareció que, como razonamiento para demostrar una supuesta unicidad universal, dejaba mucho que desear. “Se trata de que somos manifestaciones de una misma cosa. Lo que nos parecen elementos diferentes son solo expresiones concretas y parciales de un mismo objeto superior, como intersecciones de una misma figura, de una misma unidad que vive en dimensiones superiores”. Asentí con lentitud y lo miré fijamente. Aquel sustento matemático para apoyar su teoría de la unicidad divina seguía sin convencerme, y no pude evitar expresárselo. “Planilandia, como metáfora, está muy bien, Jean Marc, pero, sinceramente... No creo que demuestre nada”.

Debió de disgustarle lo que dije -o cómo lo dije- porque en aquel momento dio signos de nerviosismo. Cogió la libreta y la cerró con un gesto abrupto. Al levantarse, sin embargo, se le cayó al suelo. Quedó abierta por la mitad, y de ella cayeron algunos papeles sueltos. Fueron pocos los segundos que tuve para mirar el contenido de aquellas páginas (cerró de nuevo la libreta, visiblemente aturdido), pero suficientes para saber que lo que en ella había escrito eran matemáticas, que era lenguaje matemático y que el contenido era complejo. No parecían garabatos sino el cuerpo de una exposición extensa y detallada. Más que en la visualización geométrica de Planilandia, supe que era en aquella libreta donde estaría explicada su teoría matemática, y me quedé pensando en cómo saber más de ella. Debió de leerme el pensamiento, porque dijo: “¿Quieres razonamientos? ¿Quieres teoría, quieres matemáticas? Porque las tengo, te puedo asegurar que las tengo”, mientras señalaba la libreta. “¿Ah, sí?”, le pregunté, y abrí ligeramente las palmas de las manos, como invitándole a que las compartiera. “Cuéntamelas”, añadí. Estaba de pie frente a mi, y por un momento sentí algo cercano al miedo. No es que diera la impresión de llevar a cabo ningún gesto violento, pero era evidente que estaba tenso. Nos mantuvimos la mirada un buen rato, hasta que finalmente se sentó. “Estoy trabajando en una teoría de conjuntos alternativa”, dijo entonces, más calmado. Abrí los ojos y sentí que el corazón me latía con más fuerza. Mis fantasías de estar delante de un genio de las matemáticas por descubrir se reactivaron. Pensé en la Mengenlehre de Cantor, en la paradoja de Russell, pensé también en Peano y en Frege, pensé en el histórico momento de la reconstrucción de la teoría de conjuntos y de la lógica, y por algún motivo pensé también en la profesora de Religión del instituto donde trabajo. Quizá sobreactué un poco, pero le dije: “si alguien es capaz de cargarse otra vez la teoría de conjuntos, me gustaría verlo con mis propios ojos”.

Sonrió, aunque vi que miró el reloj de su teléfono móvil, no debía de quedarnos demasiado tiempo. “La estructura básica de la teoría de conjuntos es considerar que existen conjuntos distintos, y que dentro de los conjuntos hay elementos que también son distintos”. Asentí tratando de ocultar mi impaciencia, por fin entrábamos en materia. “Se define después la idea de relación, y se definen muchas relaciones posibles entre esos elementos, del mismo o de distintos conjuntos”. Volví a asentir, aunque era incapaz de adivinar a dónde quería llegar. “Es decir que se definen primero lo que son los conjuntos y sus elementos, y después se define lo que son las relaciones entre ellos”. En efecto, esa era la estructura o el orden de las definiciones, pero no le veía ninguna alternativa posible. “¿Y qué propones?”, le pregunté. “Hacerlo al revés”, respondió. “En mi teoría de conjuntos parto de la base de que hay un único conjunto: de que existe un único conjunto con un único elemento”. Pensé entonces en Puntilandia -el universo con un solo punto, de dimensión cero- pero preferí no interrumpir sus explicaciones. “Mi teoría consiste en definir las distintas relaciones que puede tener ese elemento consigo mismo, de manera que lo que antes llamábamos elementos ahora son solo manifestaciones o representaciones parciales de esas relaciones”. Arqueé las cejas y me apresuré a repetir sus palabras para comprenderlas. ¿Reducir la teoría de conjuntos a una teoría con un único elemento de un único conjunto? ¿Dejar de hablar de relaciones entre elementos distintos para hablar de relaciones distintas de un mismo elemento consigo mismo? ¿Qué alternativa era esa? Y sobretodo, ¿para qué ese cambio, para qué ese esfuerzo? “Nuestras percepciones nos engañan”, siguió diciendo. “No es cierto que eso que llamamos sujeto sea diferente de eso que llamamos objeto, ni es cierto que se relacionen en cuanto que entidades distintas. No existe diferencia entre individuos. Somos conciencia, eso es todo lo que somos, y además todos somos la misma. No nos damos cuenta pero nuestra conciencia forma una única unidad”. Aquellas palabras debían de tener mucho sentido para él y su espiritualidad, pero en aquel momento desviar el discurso de las matemáticas me confundió, y así se lo hice saber. “A percepciones distintas, axiomáticas distintas”, dijo entonces. “Más que ver el mundo como si estuviera hecho de muchos fragmentos”, prosiguió, “se trata de verlo como si fuera un sistema dinámico, un sistema único y dinámico en su totalidad”. Miré el reloj, y vi que volvía a mirarlo él también. “Hoy se nos ha acabado el tiempo, pero el próximo día te lo mostraré al detalle”. Se levantó entonces de la silla para ponerse el abrigo, mientras yo todavía masticaba sus palabras. No era la primera vez que oía hablar de la posibilidad de entender el mundo como un sistema dinámico de relaciones internas, pero me chirriaba la idea de unicidad. Si solo existía un único elemento de un único conjunto, ¿cómo demonios se construirían entonces los números? Pero, suponiendo que fuera posible, ¿cómo podría una teoría así ser compatible con la existente, con la actual? Me quedé mirando a Jean Marc y me dio la impresión de que había algo mecánico en sus gestos al cerrar la entrevista. Me imaginé que los habría repetido infinidad de veces, solo que en presencia de Itxaso en lugar de la mía. En aquel momento no sabía que no volvería a verle, así que le dije: “estaré encantado de estudiar esa teoría contigo”, y finalmente nos despedimos.

Aquella noche cené con Itxaso. Le dije que, en mi opinión, las matemáticas de Jean Marc tenían indicios de tener sentido matemático, pero que necesitaba más sesiones para profundizar en el contenido de su libreta. Me miró entonces con los labios fruncidos y negó un par de veces con la cabeza. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Tengo una mala noticia. Esta tarde me ha llamado Jean Marc”. Por un momento me asusté. “No, tranquilo, no me ha llamado para decirme que se va a suicidar”, se apresuró a decir. “Pero me ha dicho que no lo vamos a volver a ver. Que se marcha de la ciudad y que prefiere dejar de hacer terapia”. Abrí los ojos por completo, aquello era una jarra de agua fría en toda regla. Al parecer los motivos que aludía eran vagos, de manera que no podía descartarse que estuviera mintiendo, que se tratase de uno de sus episodios, o que, a su manera, aquella fuera una despedida y en realidad sí estuviera planeando suicidarse. Durante un tiempo estuvimos tratando de encontrar su paradero en internet, repasando las esquelas e investigando a través de los pocos datos personales que tenía Itxaso, pero terminamos por abandonar en el empeño y finalmente dimos su rastro por perdido.

Yo viví aquella pérdida como un duelo, y me costó mucho tiempo quitármelo de la cabeza. Investigué incluso en los libros que había escrito Antonio Blay, e hice algunas consultas a amigos del departamento de lógica de la universidad donde estudié. Si hubiera sabido que aquella era la última vez que iba a verlo, creo que me hubiera abalanzado sobre aquella libreta, porque ahora lo único que podía hacer eran conjeturas sobre aquella teoría que no llegó a explicarme nunca y que cada vez me fascinaba más. Había charlado con él apenas cincuenta minutos, y aunque nada de lo que recordaba era del todo consistente, tampoco nada era del todo absurdo, y esa incertidumbre me corroía y me atraía a partes iguales. Sentía como si las matemáticas hubieran perdido una oportunidad de oro, y a menudo pensaba en tratar de reconstruir yo mismo aquella teoría, al fin y al cabo no me parecían ideas tan descabelladas. Si las matemáticas son el lenguaje del pensamiento humano, ¿no deberían ser nuevas, las matemáticas que le sirvieran de lenguaje a una nueva forma de pensar? ¿No podría una nueva teoría de conjuntos darle un sustento matemático a una espiritualidad diferente a la de las religiones habituales? ¿No podría una nueva axiomática proporcionarle un marco teórico a una manera diferente de percibir el mundo, más en contacto con lo espiritual que con lo material, un mundo que, más que estar hecho de sujetos, de objetos y de relaciones distintas, es un único y cambiante sistema dinámico, conectado en su totalidad?

Esta incertidumbre, sin embargo, venía acompañada de otra más dolorosa. Según Jean Marc, el suicidio era la única manera que una persona de su generación tenía para sentir por completo esa totalidad divina, la única forma de tocar -de un modo consciente- esa unidad superior, de convertirse en ella, de serlo en su totalidad. “La conciencia de unidad será el siguiente paso de la evolución humana”, decía. “Tarde o temprano llegaremos, será un crecimiento fisiológico, evolutivo. Nuestras conciencias habrán crecido lo suficiente como para aprehender esa divinidad interior, y entonces el proceso será natural, mucho más de lo que ahora parece”. Se suicidaba, pues, por prisa, por incapacidad para esperar, un motivo que encajaba a la perfección con su trastorno de compulsión. Jean Marc no podía permitirse esperar a que los cerebros primitivos de su generación estuvieran lo suficiente avanzados como para alcanzar ese contacto con esa realidad superior, y el único modo que tenía era morir y volver a nacer, puesto que también creía en la reencarnación.

La posibilidad de que se hubiera suicidado, por lo tanto, existía, y durante un tiempo Itxaso y yo conversamos mucho sobre ello. Mi apuesta -o mi corazonada, o quizá solo mi deseo- era que sus teorías matemáticas eran ciertas, y que no solo tendrían sentido sino que serían una genialidad, solo que demasiado avanzada para nuestro tiempo. Por esa credibilidad, digamos, teórica, que le concedía, creía también en que terminaría cumpliendo su palabra, por mucho que me doliera. Itxaso en cambio lo dudaba, y sospechaba que había un gozo insano, un patrón de indefinición patológico que usaba el suicidio como horizonte y la obsesión matemática y religiosa como sustento para no desbloquear una neurosis que lo atormentaba en el inconsciente, y a la que no había conseguido llegar mediante la terapia.

No supimos, sin embargo, nunca. No supimos ni sabemos, ni tampoco sabemos si sabremos nunca. De Jean Marc y de su libreta, de su teoría de conjuntos y de su idea de religión nos quedaron solo las preguntas. Será cierta su teoría o será falsa, se habrá suicidado o seguirá vivo, qué hubiéramos podido hacer para evitarlo, para sanarlo. De todas estas preguntas -irresueltas, casi olvidadas- hay una que aún nos acompaña, una que aún nos corroe. ¿Habría, en realidad, que haber hecho nada? El suicidio parece la peor de las soluciones, pero quizá en el caso de Jean Marc no lo fuera tanto. Quizá las preguntas de Itxaso siguen vigentes y al final sea cierto que la psicología es violencia. Quizá Jean Marc ya había trazado su camino y la única opción posible, la única opción auténtica era dejar que lo recorriera. O quizá es que intervenimos demasiado en los problemas de los demás, o quizá es que lo hacemos de manera incorrecta. Nos colocarnos en posición de poder y proyectamos, vertemos en el asunto del otro todo lo nuestro, demasiado de lo nuestro, mucho más de lo que en realidad había. Miramos, nos cuentan o intuimos, nos hacemos una idea -por fuerza solo superficial- de cuál es la situación del otro, de dónde y cómo está el problema del otro, y en seguida desplegamos nuestro curtido mapa de caminos y de soluciones -el que con nuestras experiencias hemos ido confeccionando- y entonces señalamos y dirigimos, influimos con nuestros consejos y nuestras preguntas, con nuestras palabras. Lo que te pasa es esto, ¿has pensado en aquello otro?, yo creo que este enfoque te puede ser útil. Se puede ser más o menos sutil pero siempre hay una intervención, una modificación y por lo tanto una pérdida, un daño. Lo curioso es que nos sentimos bien porque creemos que obramos de un modo correcto. Pensamos que, al proponer soluciones o iluminar caminos le facilitamos al otro el trabajo, que lo estamos ayudando, sin darnos cuenta de que el efecto es terrible. Creyéndonos útiles estamos perpetuando su incapacidad, su dependencia de nosotros, y le atrofiamos la autonomía, la autenticidad. Olvidamos que cada uno de nosotros es el resultado exacto de aquello que hemos ejercitado, y que no tenemos derecho a juzgar cuál es el camino que debe seguir cada uno, ni a negarle al otro la oportunidad de crecer por su cuenta, por muy terribles que nos parezcan sus acciones o consecuencias. Este afán de intervención es sutil, es silencioso (por aceptado y popular, lo usan a diario padres y madres y educadores) pero es violencia, es abuso, y lo peor de todo es darse cuenta de quién sustenta todo el tinglado. Ni las matemáticas ni la psicología resolvieron el deseo de Jean Marc de suicidarse, porque quizá no había nada que resolver. La frustración, la impotencia que sentíamos Itxaso y yo, quizá no solo tuviera que ver con Jean Marc. El deseo egocéntrico, el narcisismo y la vanidad de creernos dioses. Eso nos pasó a Itxaso y a mí, y quizá nos pase, también, un poco, a todos. Nos creemos salvadores y jugamos a resolver los problemas ajenos cuando a menudo la verdad -o, mejor dicho, la causa- es que somos incapaces de resolver los propios.