mantra asintótico

No digo que no hubiera propuestas interesantes en las Jornadas para el Aprendizaje de las Matemáticas que se celebró en Valencia este pasado mes de julio –todo lo contrario, las había, y muchas- pero solo fui capaz de encontrar una que propusiera un proceso de algún modo distinto al habitual: el de poner el foco en nuestra forma de ser y de relacionarnos con el mundo y con nosotros mismos, en lugar de dirigir los aprendizajes tan solo al ámbito matemático. Mientras que lo habitual es partir de situaciones o contextos reales (de la ciencia, de la sociedad o de la vida cotidiana, pero también exclusivamente matemáticos) para desembocar en aprendizajes principalmente relacionados con las matemáticas, es más difícil encontrar actividades con las que, partiendo de las matemáticas, se consiga un impacto claro en ámbitos más íntimos y personales, más cercanos a la psicología que al pensamiento. Dicho de otro modo, ¿nos limitamos a usar contextos y experiencias personales para, a partir de ellas, aprender matemáticas? ¿O podemos usar los aprendizajes matemáticos para mejorar en nuestros aspectos personales más profundos?

En este sentido, es cierto que todas las actitudes y habilidades que conforman la lista de competencias matemáticas son transferibles a muchos ámbitos de nuestra cotidianidad, pero, en general, el objetivo de la didáctica de las matemáticas es el de aprender matemáticas para pensar mejor, mientras que se incide poco en aspectos relacionados con la gestión de las emociones, que solo aparecen de manera tangencial o indirecta, o tan solo previa. No existen apenas actividades que, partiendo de las matemáticas, deriven de forma clara y directa en nuestro crecimiento personal, y, en mi opinión, esta debilidad es una poderosa oportunidad de progreso. Al fin y al cabo, el aprendizaje más importante debiera ser, sencillamente, el de la capacidad para ser felices, y sería hermoso que las matemáticas aportaran su granito de arena con mayor firmeza.

Que haya pocas actividades en esta línea puede en parte deberse a la propia naturaleza de las matemáticas, la ciencia considerada más exacta y racional y cuyo objeto son los patrones -con toda la amplitud que esta definición permite- pero que, de algún modo, podríamos llamar deshumanizados, en el sentido de que son patrones que en principio tienen poco o nada que ver con la personalidad y las emociones, o con la habilidad para ser felices. Parece pues natural delegar estos aprendizajes en otras materias como la Psicología, la Filosofía, la Ética o la Religión, y es por eso que la propuesta que descubrí en el congreso me pareció tan original.

La mujer que se ocupaba del stand donde se explicaba la actividad se llamaba Arvinda. Tenía el pelo largo y rizado y con mechones de canas distribuidos de un modo aleatorio pero que se diría intencionado: le salpicaban la cabellera con un blanco uniforme pero que no resultaba excesivo. Sus ojos eran oscuros, su piel muy morena, y llevaba un vestido granate amplio y un collar y unos brazaletes muy coloridos. Daba la clara impresión de ser de la India -después supe que ese era su origen- pero su nacionalidad era británica, su inglés tenía un fuerte acento de Londres. Cuando llegué le estaba hablando a Ricardo, un profesor al que casualmente conocía, y quedé atrapado de inmediato por sus palabras, confieso también que por su atractivo.

“La felicidad siempre está en otro lugar”, decía. “Nunca es esto que tenemos, nunca es esto que estamos haciendo, no es nunca el momento que estamos viviendo. No lo es nunca, o no lo es del todo, o no por demasiado tiempo”. Debí de llegar en el momento adecuado, porque parecía estar desarrollando una idea anteriormente insinuada o no comprendida y que merecía mejor explicación. “Es cierto que a veces experimentamos un placer instintivo, como un bienestar claro y que nos surge de dentro, y entonces de pronto aprobamos con entusiasmo -o con serena seguridad- aquello que estamos viviendo, pero lo habitual es que sean solo ráfagas, instantáneas efímeras que pronto nos conducen a nuevos anhelos, a nuevas preocupaciones”. Me miró entonces un segundo como preguntándome si la estaba siguiendo, y asentí con un gesto de la cabeza. “Pasado el momento de euforia (o de deliciosa calma), los hay que se preguntan cuándo se va a repetir, cuándo podrán volverlo a sentir. Están también los que evocan otras veces en que se ha producido una felicidad similar, o los que se angustian por el hecho de que su extinción sea inexorable o inminente, y entonces expresan una de las melancolías más prematuras que existen, la de echar de menos aquello que aún tenemos, el goce impregnado de pérdida. Los hay también que se inclinan por el análisis y pretenden dar con los motivos exactos con la buena intención de predecirlos y en el futuro provocarlos -todos lo hacemos un poco, vive en nosotros la previsión y el ahorro, el miedo a no sentirlo de nuevo- y otra gran mayoría necesita alardear de ello de inmediato, o jactarse -o simplemente compartirlo- como si la felicidad solo se pudiera vivir a través de los ojos de un tercero, nadie es del todo independiente de la mirada del otro. Habrá más variantes y posibilidades pero vienen a ser todas la misma”, y entonces, después de una pausa, concluyó: “Tenemos una tendencia inconsciente a la evitación de la felicidad. Somos incapaces de sostenerla en el tiempo”.

Me quedé pensativo un segundo, muy sorprendido pero también muy interesado. Era cierto que tenemos tendencia a evadirnos incluso de la felicidad pero me pareció que esto era consecuencia de nuestra incapacidad para vivir en el presente de pleno. Ocupamos la mente o bien en recordar el pasado -para revivir momentos felices y sentirnos mejor pero a menudo también para castigarnos con reproches o anhelos o juicios- o bien para proyectarnos hacia el futuro y en él formular conjeturas, posibilidades o deseos, por supuesto también miedos. Recuerdo que pensé: “¿Qué demonios hace un stand sobre mindfulness en un congreso de matemáticas?”, pero no dije nada y me quedé allí, observándola, expectante.

“Evitamos la felicidad del mismo modo en que nos movemos atrás y adelante en el tiempo. Nunca estamos del todo presentes”, dijo entonces, como si me hubiera leído el pensamiento. “Pero lo interesante es que la evitación de la felicidad es totalmente simétrica de la evitación del dolor, otro de los lugares donde nos cuesta mirar y de donde nuestra conciencia también tiende a huir”. Giró entonces sus dos manos sobre sí mismas, de manera alternativa, como si quisiera mostrar a la vez el dorso y el reverso, mientras decía: “Ante el dolor buscamos explicaciones, o nos quejamos y nos victimizamos, o asignamos culpables y nos protegemos en la ira para no quedamos nunca en él, para mirar hacia otro lado, no lo soportamos. La evitación de la felicidad es la antítesis, la perfecta simetría de la evitación del dolor”. Hasta ese momento solo me había mirado una vez a los ojos, pero esta vez los fijó sobre mí, atravesándome con aquella intensidad y con aquellas pestañas -me fijé entonces- largas y abarcadoras, como espirales a medio hacer y que parecían proponer direcciones misteriosas.

Me costó concentrarme pero entré en la idea. Aunque las dos fueran consecuencia de nuestra incapacidad para mantener la presencia por completo, tenía sentido pensar que la evitación de la felicidad era simétrica de la evitación del dolor, al fin y al cabo al dolor y a la felicidad se los podía considerar contrarios si se asociaba la felicidad con la idea de placer y de bienestar, y al dolor con el de la infelicidad, o incluso si se entendía la felicidad como la ausencia total de ningún tipo de dolor. Lo que no comprendía era la relación que esto había de tener con las matemáticas, pero no hizo falta que lo preguntase puesto que Arvinda ya se disponía a explicarlo.

“La actividad que propongo está inspirada en la idea de la división, aunque confío en que se aprecie su verdadero alcance”, dijo. Nos mostró entonces una gráfica plastificada con un fondo verde. Era tan solo el primer cuadrante del habitual plano coordenado, y en él se podía apreciar la trayectoria de una curva que se enderezaba en su extremo izquierdo hasta ser casi vertical -pero sin llegar a serlo-, que descendía después con suavidad durante su parte central, y que en su extremo derecho se prolongaba hasta convertirse casi en horizontal, aunque tampoco lo conseguía del todo. Junto a la gráfica podía leerse la fórmula de la función de proporcionalidad inversa canónica, la más sencilla de todas, la que expresa cómo cambia el resultado de la división entre una cantidad fija -la unidad- y otra que va variando, en ese orden. Había visto aquella gráfica infinidad de veces pero me quedé fascinado con su observación como si fuera la primera vez que apreciaba su sencillez y su simetría, de pronto impregnada de una enigmática belleza.

“¿Y qué tiene esto que ver con el dolor, o con la felicidad?”, me animé a preguntar. Arvinda me miró con una expresión de profunda preocupación mientras asentía lentamente, parecíamos haber llegado al punto clave de su idea. “En esta gráfica puede visualizarse el problema más profundo del ser humano, y sus dos soluciones históricas”. Dijo esto mientras aguantaba con una mano la gráfica y con la palma de la otra se paseaba por ella, como si la acariciase. “La cultura occidental -el consumismo, el capitalismo- ha centrado sus esfuerzos en evadirse de las sensaciones negativas -el dolor- a base de obtener más placer: más cosas, más dinero, más éxito, más consumo, siempre más y a todo momento”, mientras señalaba el extremo derecho de la curva. “Esta solución sabemos que no es válida, todo aquello que nos duele y nos hace sentir mal no desaparece mediante este tipo de evitación, y más bien se generan unas ansiedades que resultan aún más dañinas: la solución inyectada de veneno”. Pausó entonces su discurso, como si permitiera que sus palabras se ordenasen con calma sobre nuestro entendimiento. Su mano viajó después con suavidad hasta el otro extremo de la gráfica, el que se inclinaba hacia la vertical, y siguió perorando. “En cambio, la solución de las culturas tradicionales orientales -el budismo, la cultura zen- consiste en eliminar la existencia del dolor suprimiendo los deseos, es decir a través de eliminar también el placer”. En aquel momento sentí que algo conectaba en mi interior. Las expresiones “suprimir los deseos” y “eliminar el placer” me hicieron pensar en las técnicas de meditación con las que se intenta alcanzar la transcendencia a través del silencio y la ausencia de pensamientos (el cese de la identificación con el ego y el cuerpo, o por lo menos su atenuación), un enfoque con el que estaba familiarizado y por lo que sentí una simpatía inmediata.

“Las dos opciones fracasan”, dijo entonces con renovada firmeza. “Una persigue alcanzar la horizontalidad y otra la verticalidad, pero como bien sabéis ninguna de las dos es capaz nunca de alcanzar su asíntota, de modo que ninguna es del todo satisfactoria”. Me sorprendió la potencia del símil -aunque tuviera más de poesía que de conexión real- y seguí escuchando, cada vez más seducido por su discurso. “Occidente quiere más, divide por más” dijo entonces, mientras punteaba el extremo derecho de la curva con un gesto de los dedos que parecía sugerir imposibilidad, de manera intermitente y con impotencia. “Pero dividiendo por más solo consigue cada vez menos, en eso radica su infelicidad”. En aquel momento Ricardo se anticipó y preguntó: “¿Pero entonces? Según lo que dices, ¿la solución correcta es la oriental, puesto que, al dividir por cantidades cada vez más pequeñas, consigue resultados cada vez más grandes?”, pero Arvinda negó con un movimiento lento del cuello, usando el mismo gesto de impotencia que había usado en el otro extremo de la gráfica. “La solución oriental parece en principio válida”, respondió, “pero no solo tampoco alcanza la verticalidad, si no que tiene otro problema aún mayor, y es que se trata de un método muy poco realista para el mundo en el que vivimos, tan lleno de estímulos y de tanta intensidad, con tantos placeres a nuestro alcance”.

Tuve que respirar un segundo, o, mejor dicho, tuvimos que hacerlo Ricardo y yo, pues en aquel momento noté que me lanzaba una mirada furtiva de extrañeza y prudencia, supuse que se le estaría haciendo difícil aceptar todo aquello. De pronto también Arvinda me miró y me encontré con los ojos de ambos fijados sobre mí como si esperasen una reacción, y me sentí casi obligado a intervenir. Arqueé las cejas y decidí pensar en voz alta. “Entonces, si lo he entendido bien”, dije, “la propuesta occidental consiste en dividir por cantidades cada vez más grandes. Se centra en obtener cada vez más placeres, más felicidad... Pero no es una solución válida, no solo porque el resultado es cada vez más pequeño, sino porque nunca termina de ser horizontal del todo”, y señalé entonces el extremo derecho de la gráfica. Vi que Arvinda sonreía mientras asentía, así que me animé a terminar el razonamiento, confiado de que lo había entendido bien. “Pero la propuesta oriental tampoco es válida”, proseguí, “porque, cuando divide por cantidades más pequeñas -creyendo que, reduciendo el deseo, va a reducir también el dolor y aumentar la felicidad-, aunque obtiene resultados cada vez más grandes, no solo no consigue ser completamente vertical sino que además no es realista por la naturaleza de la sociedad en la que vivimos, demasiado sobrecargada de estímulos y placeres como para que un contexto de renuncia como el que propone sea verdaderamente factible”. La última parte de la frase fue de mi cosecha pero debió de gustarle porque vi que sonreía de nuevo con complacencia. En cambio a Ricardo se lo veía nervioso. Preguntó: “¿Y cómo se aplica esto? ¿Y sobre todo, para qué sirve?”. Arvinda lo miró con dulzura. “La idea es mantener la presencia, ese es el objetivo, la presencia plena, completa”, respondió. “No se trata de querer dirigirse ni a un extremo ni al otro, sino de ser consciente de ambos para aprender a quedarse en el centro”, y puso la mano con suavidad sobre la zona central del primer cuadrante, allí donde la curva tenía su zona estable. Arqueé las cejas todavía fascinado, impaciente por ver a dónde derivaba todo aquello. “El dolor y el placer son las dos lugares donde es más difícil sostener la presencia”, prosiguió, y nos miró a ambos como si lo que acababa de decir fuera una obviedad. “Y esa es la idea. Así de fácil de decir y así de difícil de conseguir. Si aprendemos a sostener el dolor, y aprendemos también a sostener el placer, seremos mucho más capaces de mantener la presencia”.

Aunque no estuvieran del todo cerradas, sus ideas me seguían pareciendo razonables, pero la pregunta continuaba siendo obvia. ¿Qué tenían que ver las matemáticas con todo aquello? ¿Y cómo se llevaba a cabo aquella actividad? Fui yo, esta vez, quien se lo preguntó, y entonces Arvinda nos dedicó una mirada en la que, por primera vez, detecté algo de inseguridad, como si hubiéramos llegado al momento más difícil de su persuasión. “Para este punto hace falta un poco de fe, o mejor dicho, de voluntad”, dijo entonces, con un tono de voz totalmente acorde con la expresión de su cara, más circunspecta y concentrada que hasta hacía un momento. “Se trata de una técnica meditativa para desplazarse hacia las dos asíntotas para después volver al centro. En primer lugar se aprende a mantenerse en el dolor, y esto se consigue mediante el desplazamiento voluntario de la mente a dos lugares muy concretos”. No podíamos estar más atentos, tanto Ricardo como yo. “Se trata de efectuar divisiones de una cantidad fija -la unidad- entre números cada vez más grandes mientras se evocan también de manera voluntaria recuerdos e imágenes que tengamos asociados con el dolor”. Parpadeé unas cuantas veces, estupefacto. Arvinda prosiguió. “Después se repite el proceso pero ahora dividiendo la unidad entre cantidades cada vez más pequeñas, mientras se le proponen a la mente evocaciones que la transporten a la felicidad”.

Arqueé las cejas y volví a parpadear con incredulidad. ¿Efectuar divisiones? ¿Esa era, al final, la manera de contactar con el dolor y con la felicidad? Recuerdo que en un primer momento me pareció ridículo y tuve tentaciones de reírme, pero de pronto pensé que igual podría funcionar. Recordé que existen técnicas de meditación que trabajan mediante la visualización de determinadas imágenes, no sería pues extraño que funcionase con las ideas del dolor y del placer. Respecto a las divisiones, sabía también que algunas escuelas de meditación usan estrategias de preparación que en principio no parecen tener relación con el objetivo del trabajo, y en algunos casos se recitan mantras (frases en sánscrito de las que a menudo ni siquiera se conoce el significado) que se repiten una gran cantidad de veces para cansar o despistar a la mente para así después acceder al inconsciente con mayor facilidad, con la idea de que el cansancio anula las resistencias. Quizá pues tuviera sentido acompañar las proyecciones sobre el dolor y la felicidad con operaciones matemáticas repetitivas e insulsas basadas en divisiones (“mantras matemáticos”, pensé), así que me relajé y seguí escuchando.

“¿Lo que estás diciendo es que dividir entre números cada vez más pequeños sirve para situarse en el placer? ¿Y que dividir entre cantidades cada vez más grandes sirve para situarse en el dolor?”, preguntó entonces Ricardo, visiblemente más escéptico que yo. “No exactamente, son solo un acompañamiento”, respondió Arvinda. En aquel momento Ricardo dejó claro que abandonaba el barco. Dejó caer el peso de la cabeza hacia un lado, como fingiendo saturación tras un exceso de información mientras bufaba con lentitud, dando a entender exasperación o hastío, también con algo de insolencia. Negó repetidas veces con movimientos lentos de la cabeza, y dijo: “Lo siento pero no me lo trago, el resto de ideas son muy bonitas pero esto no tiene ningún sentido”. Miré entonces a Arvinda, preocupado por si la afectaría de algún modo, pero su sonrisa era de comprensión, casi diría que de afecto, no sería la primera vez que se enfrentaba a reacciones así. Ricardo me miró mientras se giraba, y se quedó un momento quieto antes de marcharse -pensé que quizá esperaba que lo acompañara- pero en su lugar me volví hacia Arvinda y le dije: “A mí me gustaría probar la actividad, si funciona conmigo igual la pruebo con mis alumnos”.

Lo que viví entonces fue un verdadero viaje interior. En cuanto Arvinda y yo nos quedamos solos, me explicó cómo llevar a cabo el entrenamiento, así lo llamó. “Lo primero”, dijo, “es alcanzar un estado meditativo placentero, no hace falta que sea muy profundo, basta con sentirse en calma. Ojos cerrados, respiración pausada”. Este era el campo en el que, por mi experiencia, me sentía cómodo, aunque sabía que sería precisamente el que más les costaría a mis alumnos. Cerré los ojos, dejé que mi respiración se relajara por sí misma, y esperé a que continuase con su guiaje. “Imagina que tienes algo, lo que quieras, un pastel, un trozo de papel, un terreno, no importa. Solo es necesario que sea algo sencillo de dividir: que se pueda repartir fácilmente en partes iguales”, dijo entonces. No sé por qué pero me imaginé uno de los cordones de mis zapatos. “Ahora divídelo en dos partes, y después en tres, y después en cuatro. Hazlo con calma, quiero que te concentres en la forma que tienen cada una de esas partes, observa cómo cambian de tamaño”. Obedecí y visualicé el cordón, extendido y colocado en posición totalmente horizontal. Me imaginé entonces cómo lo doblaría sobre sí mismo para obtener la mitad, y con mucha lentitud, seguí imaginado cómo lo haría si en lugar de dos partes lo dividiera en tres, y después en cuatro. Arvinda inspiró entonces de un modo profundo -lo supe porque lo hizo de un modo sonoro- y dijo: “Ahora quiero que identifiques una imagen dolorosa de tu conciencia, un lugar al que te cuesta mirar”.

Aquella indicación me cogió por sorpresa. Si me había propuesto voluntario para poner a prueba la actividad estaba claro que me iba a tocar trabajar a ese nivel, pero supongo que no había sido del todo consciente. Respiré profundamente e hice un rápido repaso mental. “Tómate tu tiempo en detectar qué dolor quieres transitar”, dijo entonces, y recuerdo que pensé que quizá esta sería también una de las partes más difíciles para llevar a cabo con los alumnos, menos entrenados en este tipo de cosas. Barajé distintas posibilidades -la muerte de seres cercanos, mi propio miedo a la muerte, el desamor, los celos, las traiciones- pero tardé poco en tenerlo claro. El miedo a la soledad. El abismo que subyace a la sensación de absoluta soledad, la idea de que no haya nada -nadie- más que uno mismo, nadie a quien amar o por quien ser amado, ese dolor fue el que me propuse transitar. “Cuando lo tengas identificado”, dijo entonces (una vez más, como si me hubiera leído el pensamiento), “dirígete hacia él, pero hazlo con lentitud, con la misma lentitud y la misma calma con la que sigues dividiendo la misma unidad entre cada vez más partes”.

“El mantra asintótico”, pensé esta vez, y seguí sus indicaciones. Me concentré en dividir entre cada vez más partes -dividí el cordón en cinco, en seis partes, pero por algún motivo salté entonces a dividir entre diez- mientras ahondaba en la idea de soledad y me la imaginaba con más solidez. Para hacerlo visualicé que estaba solo, en una playa, de noche, completamente desnudo. No hacía frío pero estaba a punto de hacerlo, si no me abrigaba no sobreviviría a la noche. Las fracciones de cordón eran minúsculas, mi sensación de abandono en cambio crecía. “Todas esas partes tan pequeñas”, dijo, “todo ese dolor que no queremos ver”. Pensé entonces en mis padres, y pensé también en mi hermano. El cordón se iba desmenuzando en fracciones cada vez más indistinguibles, mientras mis padres y mi hermano me miraban en absoluto silencio, la verdad es que daba un poco de miedo. Al cabo de poco ya estaba dividiendo en veinte, treinta, en cuarenta y cincuenta partes. Percibía que el hilo de cordón era cada vez más fino -cada vez más cercano a la nada- pero aún lo podía diferenciar del vacío, hasta que entonces vi cómo mis padres y mi hermano dejaban de mirarme. Los tres a la vez -en un mismo gesto- se giraban, y entonces entraban en el agua como si el mar fuese su casa, desapareciendo entre sus olas como espectros nocturnos que regresan a la oscuridad del mundo de las sombras.

Me sobresalté y sentí una punzada en el pecho, o quizá fue en el estómago. “No dejes de dividir”, dijo entonces, “no dejes de mirar”, y me esforcé por no explotar en llanto, tuve ganas de hacerlo pero me reprimí. Sentía la presión de todas las evitaciones habituales -quería pensar en otra cosa, buscaba compensaciones, señalaba culpables, tenía tentaciones de refugiarme en la ira- pero me ayudó a anclarme la visualización de la playa. Ahora ya no había nadie en ella, definitivamente había empezado a hacer frío, y el hilo de cordón era tan pequeño que costaba distinguirlo de cualquiera de los granos de la arena. “Quédate ahí”, dijo entonces, “no te vayas a ningún lugar”. Le hice caso pero y de pronto ya no pude reprimir más las lágrimas y las dejé brotar con libertad. Debió de darse cuenta porque entonces dijo: “Muy bien, sigue mirando, sigue transitando”, mientras seguía en la imagen de la playa. Era de noche, estaba solo y los granos de arena estaban fríos. Estaban también fríos los trozos del cordón, que ahora estaban esparcidos en el suelo, ya indistinguibles de la arena.

No sé cuánto me mantuve en trance, cuántas lágrimas derramé, cuánto rato estuve atravesando el fantasma. Mi sensación es de que estuve así horas, aunque debieron de ser solo unos minutos, quién sabe, quizá solo fueron unos segundos. Arvinda me dijo que abriera los ojos cuando sintiera que ya era suficiente, y lo hice cuando ya empezaba a hacerse de día. Salía el sol, desaparecía la sensación de frío, y la idea de un nuevo día resultaba fresca, esperanzadora. Al final, pues, no había tanto riesgo como parecía, y el miedo a morir en la noche se había desvanecido con tan solo observarlo y no huir de él, con seguir dividiendo el cordón en cada vez más partes, por pequeño que fuese el resultado. “Ya no distingo el resultado de la nada”, dije entonces, con los ojos abiertos. Miréa Arvinda, vi que sonreía, y poco a poco fui detectando una sensación clara de satisfacción y de ligereza, como si una vieja preocupación hubiera quedado resuelta.

“Y bien”, dijo entonces, “ahora que has entrenado sostener el dolor, tendrás que hacerlo también con la felicidad”. La propuesta otra vez me cogió por sorpresa, pero otra vez acepté el juego con gusto. Ahora se trataba de dividir entre cantidades cada vez más pequeñas -más cercanas a cero- y observar su resultado al tiempo que imaginaba estímulos placenteros -de felicidad- y me quedaba en ellos. Después de barajar varias posibilidades, para esta parte del ejercicio me situé en la posición del amor sereno, esa inconfundible y deliciosa sensación de amar y de saberse amado -de desear y de saberse deseado- pero que sucede en un contexto de calma, de paz, de plena aceptación y respeto mutuos.

Por su parte, aunque ahora la idea matemática era menos visible, se le podía también dar un significado. Dividir la unidad entre una mitad es dos, dividirla entre un tercio es tres, etcétera. Seguí operando de esta manera hasta que al cabo de un rato -por comodidad- pasé a dividir entre fracciones con la unidad en el numerador pero con potencias de diez en el denominador. Dividí la unidad entre una décima parte -y el resultado era diez- y después entre una centésima parte -y el resultado ahora era cien- hasta que tuve conciencia plena de cómo los resultados iban creciendo, diez veces más grandes cada vez, diez veces más largos, con una lista de ceros cada vez más extensa.

Mientras seguía dividiendo con lentitud y observaba el crecimiento de los resultados, me mantuve centrado en la idea del amor pacífico, en aquella sensación de placer sostenido y constante, latente. “No te vayas de ahí, quédate en esa paz”, dijo entonces, y por primera vez pensé que quizá sí fuera realmente capaz de ver a través de mi mente. Mi estómago pareció que levitaba y sentí que mi pecho se henchía como inundado de un amor no demasiado agudo pero sí muy regular, como si la intensidad de un escalofrío hubiera sido repartida a partes iguales por todo el torso. Sonreí, emocionado, pero pronto volví a detectar las habituales evitaciones -el aburrimiento, la huida y el anhelo de algo más, el exceso de cuestionamiento y análisis, el miedo al compromiso, la insaciabilidad-, toda esa serie de sabotajes con los que la mente nos impide mantenernos en la calma. “No te marches de ahí, continúa dividiendo, manténte en la felicidad”, dijo entonces, mientras yo me esforzaba en mantener claros en mi mente todos los miles, los millones, los millones de millones en que se habían convertido los resultados de las divisiones, al tiempo que me mantenía también ahí, en aquel remanso de paz y de amor, en aquella humilde y serena felicidad.

Perdí de nuevo la conciencia del tiempo, enfrascado en aquella lucha interior. Aquella felicidad era absolutamente deliciosa pero me daba cuenta de que tenía una continua tendencia a desplazarme hacia otros lugares, y había de esforzarme por quedarme allí. Arvinda dijo: “A veces parece más difícil mantenerse en la felicidad que en el dolor, ¿verdad?” y pensé definitivamente que tenía algún tipo de poder visionario. Asentí con los ojos todavía cerrados, hasta que a partir de un cierto momento sentí que aquellas cifras desorbitantes me rodeaban y me absorbían, del mismo modo en que me absorbía aquella sensación de serenidad y amor, que parecía brotar de mí pero al mismo tiempo parecía engullirme.

Cuando abrí los ojos noté que estaban humedecidos, debía de haber llorado sin darme cuenta. La miré y le dije: “Ya no distingo los resultados del infinito” y noté cómo posaba su mano sobre mi espalda. La sentí cálida, muy cálida, con una temperatura inusualmente alta. Esperé un poco más para abrir los ojos, y cuando lo hice me sentí en una profunda calma, como si me hubiera acabado de despertar de un sueño profundo, reparador.

“Muy bien, ya has puesto a prueba el entrenamiento”, dijo entonces. “Te has colocado en el interior profundo de tus dos asíntotas. Ahora estás mejor preparado para sostener la presencia”, y me sonrió abriendo las dos manos en una expresión que daba a entender que esto era todo, que esa era la actividad. Me quedé en silencio, sin reaccionar. Vi entonces que recogía la gráfica de proporcionalidad inversa y la volvía a colocar, visible, en la mesa central del stand, y escuché las voces de un grupo de profesores que se acercaban. Sentí un poco de pudor y me levanté de la silla algo nervioso. Le di las gracias pero me quedé tímido, no supe qué más decir. Miró entonces en dirección a los profesores que se acercaban y después a mí con complicidad -dando a entender que ahora tenía que atenderlos- y con el dedo índice le hice el habitual gesto de postergación, de que ya hablaríamos después. Bajé hasta la planta baja donde se celebraba el congreso, entré en la primera conferencia que encontré, me senté en la última fila y me quedé allí, pensativo.

Y sin embargo aquella fue la última vez que vi a Arvinda. Hay pasiones que duran poco, euforias que mueren con rapidez, y los únicos hábitos que mantenemos son aquellos que nos gratifican, aquellos de los que obtenemos beneficios. Cuando volví a subir, al día siguiente, su stand ya no estaba. La busqué, pero no encontré rastro de ella en internet. Podía preguntar a la organización pero de pronto preferí no hacerlo, pensé que si habíamos de encontrarnos ya lo haríamos, como se suele decir. Lo que sí hice fue seguir explorando su actividad. Dejé que acabara el congreso, esperé a regresar a mi casa, y cuando volví a mis rutinas la convertí en una práctica habitual. Hace aproximadamente tres semanas que la hago, cada tarde, al despertarme de la siesta. Primero elijo un dolor y me voy a su asíntota mientras repito sus mantras matemáticos -sus aproximaciones al cero mediante divisiones- y después elijo un placer y me voy a su otra asíntota, y entonces sigo dividiendo y transitando -de camino al infinito- con la confianza en que así me estoy entrenando para mantener la presencia, y por lo tanto aprendiendo a ser más feliz.

No sabría decir si las pequeñas mejoras que he percibido en mí son debidas a su ejercicio de meditación. Yo quiero pensar que sí, que de algún modo consigo estar más consciente, más conectado con la realidad, más presente en todo lo que hago y sucede a mi alrededor. No lo sé, supongo que los efectos no son tan inmediatos, o tan evidentes. En cualquier caso siento que es un trabajo positivo, y cada vez tengo más claro que lo quiero aplicar con mis alumnos. No será fácil pero seguro que con un buen gancho les podré convencer. De hecho ya tengo incluso pensada la frase estrella, el slogan que les habrá de seducir. Cuando lo considere oportuno -o bien cuando trabajemos las fracciones, o bien cuando estemos con las gráficas, o si no en un momento inopinado, como instrumento de conexión- voy a plantarme en medio de la clase, y sin la menor intención humorística, les voy a decir: “Chicos, chicas... Coged las calculadoras... “. Y después de una pausa dramática: “Porque hoy vamos a aprender a ser felices”.