Lucille y lucía

Lucía y Lucille

No puedo demostrar que mantengo la cordura, pero tampoco lo contrario. De entrada los datos son anómalos, extraordinarios como mínimo. Todo lo que me está sucediendo se asemeja más a una ficción o a una invención casi onírica, y sin embargo, si he fiarme de mis sentidos -y hasta ahora se han comportado con absoluta normalidad- no puedo negar nada de lo que he vivido: ninguna percepción deja de ser real por el hecho de ser subjetiva, incluso si es relativamente insana.

Los datos son los siguientes. Desde hace un tiempo tengo una relación con Lucille, una profesora que entró en el departamento de matemáticas del instituto en el que trabajo. Los dos tardamos en verlo, pero a partir de un cierto momento nos vimos envueltos en un enamoramiento fulminante. No voy a relatar las bellezas de nuestro romance, todas las historias bonitas se parecen, especialmente las amorosas. Lo que me ha hecho plantearme mi propia cordura es un fenómeno de desdoblamiento, una paradoja que me ha hecho pasar de la estupefacción a un estado extraño de delirio consciente. Por motivos que ahora no vienen al caso Lucille tuvo que marcharse. Ahora vive en el extranjero y nuestra relación se limitó temporalmente a llamadas telefónicas y a conversaciones a través de whatsapp. Las relaciones a distancia son difíciles, hasta aquí no hay ninguna novedad, pero desde hace unos meses se ha producido el fenómeno, sin lugar a dudas la experiencia más perturbadora con la que me he encontrado nunca, sin duda también la más mágica. Al poco de marcharse Lucille entró en el departamento Lucía, precisamente su sustituta. Que sus nombres fueran tan parecidos fue solo la primera -y después de todo, la menos obvia- de todas las coincidencias entre las dos. No solo Lucía tiene los mismos rasgos que Lucille -la misma cara, el mismo pelo, el mismo andar, el mismo color de piel y de ojos, visten incluso la misma ropa, los mismos zapatos- sino que además habla y actúa del mismo modo en que lo hace Lucille. Es como si Lucía si fuera una doble de Lucille -o lo fuera Lucille de Lucía, o como si fueran hermanas gemelas- pero con un parecido demasiado perfecto, demasiado exacto, como si todo fuera en realidad una broma.

De hecho eso fue lo primero que pensé, que se trataba de una broma, que Lucía y Lucille eran la misma y que el resto de profesores eran cómplices. En un primer momento me divertí actuando como si yo también formase parte del teatro, pero a medida que pasaban las semanas me di cuenta de que aquello no era ninguna broma. No noté ninguna sutileza, ningún indicio en las conversaciones telefónicas nocturnas que mantenía con Lucille, que me contaba sus novedades en el extranjero como si nada, mientras que yo nunca osaba decirle nada. Por su parte, si los compañeros del instituto estaban llevando a cabo un teatro, sus actuaciones eran demasiado perfectas, afectaban además a demasiados profesores, luego era improbable que fuera una broma. Y respecto a Lucía, no solo su aspecto físico y su comportamiento eran exactamente los mismos que los de Lucille -lo era también el timbre de voz, lo era incluso su olor-, sino que las escenas que había vivido con Lucille (y que yo contribuía a reproducir) se fueron sucediendo con exactitud pasmosa, mientras Lucía no daba en ningún momento la impresión de estar actuando, es decir de ser en realidad Lucille.

Es fácil ver, a toro pasado, qué podíamos haber hecho o no hecho, qué errores podríamos haber subsanado y cuáles no, en qué acertamos y en qué no. Es muy común la figuración pasada, la consideración de posibilidades que nos hacen sentir más o menos culpables, más o menos arrepentidos, a veces también agradecidos. Supongo que en cuanto conocí a la nueva Lucille debería haber contrastado mi experiencia con ella, o con la propia Lucía, o con los compañeros del instituto, pero la verdad es que no lo hice. A día de hoy sigo sin habérselo explicado a nadie, y si no lo he hecho no es solo por el pudor o el reparo de confesar una situación de este tipo. Me parecía un prodigio asistir a la repetición exacta de todos los acercamientos, las atracciones y los contactos, de todas las mismas escenas por las que había pasado con Lucille, esta vez con Lucía. Se suele decir que el enamoramiento inicial pasa, que esa obsesión que nos ilumina y nos nubla se disipa al cabo del tiempo y -con suerte- progresa hacia un amor diferente, más sostenido y no tan fantasioso. Yo me encontré ante la posibilidad de volver a vivir un enamoramiento que me había arrebatado el alma. Tenía el privilegio de poder retroceder en el tiempo y repetir uno de los momentos más felices de mi vida, y la verdad es que no me pude resistir, no fui capaz de semejante renuncia.

Empecé pues a vivir una doble vida, o mejor dicho, una repetición parcial de ella. Siempre hay un momento en que los enamorados suelen recordar sus primeras fases, como en una retroalimentación o una construcción de cimientos: recuerdas el primer beso que nos dimos en aquel parque, en esta esquina nos dijimos te quiero, cómo te indignaste aquel día por aquella tontería. Yo ahora vivía la maravillosa y desconcertante experiencia de estar viviendo esas escenas de nuevo con Lucía, al tiempo que, por la noche, las rememoraba con Lucille por teléfono. Eran recuerdos que por lo tanto ahora evocaba por partida doble, es decir su recuerdo era doble puesto que los estaba viviendo por segunda vez, y aunque no dejaba de ser una situación perturbadora, la incredulidad se convirtió en un deseo de exprimir más la experiencia, de ver hasta dónde podía llegar el delirio, de saber cuánto más de real podría tener aquel segundo enamoramiento, aquella réplica exacta de una felicidad ya vivida.

Más allá de lo relativo a mi cordura (hay alguna disfunción en mi cerebro que me está haciendo revivir una porción del pasado mientras el resto transcurre en un presente ajeno y paralelo), la duda que más me atormentaba era la posibilidad real de que Lucille y Lucía fueran la misma persona. De entrada la respuesta parecía ser que no (no hay dos personas iguales, cada persona es un mundo, se suele decir), pero eran tan continuas y flagrantes las muestras de que sí, de que las dos Lucille -o las dos Lucía- eran exactamente la misma, que al cabo de poco empecé a planteármelo desde otro punto de vista.

Que las preguntas que me formulo tienen su espejo o su representación, incluso a veces su explicación en las matemáticas, es un hecho que ya no me sorprende y que interpreto como natural, al fin y al cabo las matemáticas son el lenguaje de una parte del pensamiento humano, tiene sentido que sean capaces de dar respuestas, incluso en ámbitos que no tienen mucho que ver con ellas. Un día, mientras estaba dando una clase de álgebra, me quedé absorto frente a una igualdad que había en la pizarra. Las dos minúsculas rayas horizontales y paralelas del símbolo de la igualdad me hipnotizaron por completo, yo creo que incluso los alumnos se dieron cuenta de que algo me pasaba, de que estaba viendo algo más allá o a través de ellas. A un lado de la igualdad se podía leer “dos por tres” y al otro “seis” pero recuerdo que yo veía a Lucille a un lado y a Lucía al otro, pensando si era posible que fueran iguales. No sé cuánto tiempo estuve embobado, concentrado en aquella igualdad, ni tampoco recuerdo cómo acabé la clase, pero sí recuerdo que al salir me azoró una pregunta, o acaso era un deseo. Pensé: “si en matemáticas usamos tan a menudo la expresión de que una cosa es igual a otra, y por lo tanto se admite que haya dos cosas iguales, ¿por qué no podrían serlo Lucille y Lucía, por qué no han de serlo Lucía y Lucille?”.

Indagué entonces en el concepto de igualdad matemática. Cuando decimos que dos por tres es igual a seis, parece que digamos que son la misma cosa, que la multiplicación entre el dos y el tres y el número seis son lo mismo, la misma entidad u objeto, pero lo cierto es que no es así. Su valor es el mismo, se refieren a la misma cantidad, pero no es más que eso: una referencia que apunta a un lugar común. A lo sumo son expresiones equivalentes, es decir que en lugar de igualdad habría que hablar de equivalencia. Por poner un ejemplo mundano, a dos por tres se lo puede interpretar como el cálculo de cuántos caramelos tengo si tengo dos bolsas con tres caramelos en cada una de ellas. Está claro que tengo seis caramelos, pero ese otro seis podría representar seis caramelos que quizá estén en una tercera bolsa, o que no estén en ninguna bolsa, y ni siquiera tendrían por qué ser los mismos caramelos.

Este primer tipo de igualdad no era tal, pero aún había más ejemplos de inconsistencia, o al menos de la inadecuación matemática a lo que entendemos por igualdad en su sentido estricto. En otras ocasiones escribimos, por ejemplo, equis cuadrado igual a nueve, lo que llamamos ecuaciones. En ese caso hacemos más una pregunta que una afirmación: buscamos cuánto debe valer equis para que se cumpla esa igualdad -esa equivalencia-, una condición que no todo número cumple, luego hay mucha menos identidad en una ecuación que en una igualdad, a pesar de que usamos el mismo símbolo.

En el contexto de las expresiones algebraicas la igualdad no era tanto una falacia como un abuso del lenguaje, pero desde el punto de vista geométrico el problema era aún mayor. Cuando comparamos dos segmentos, por ejemplo, y decimos: “la longitud de este segmento es igual a la de este otro”, también cometemos una imprecisión. Comparamos longitudes mediante unidades de medida: decimos “este segmento mide tres centímetros y este otro también, luego su longitud es la misma”, pero esta afirmación esconde un problema de fondo mucho más grave, una grieta intolerable desde el punto de vista filosófico. Para que los dos segmentos midan lo mismo habría que asegurar que la unidad de medida que hemos usado -el centímetro en este caso- sea el mismo en uno de los segmentos que en el otro, pero tampoco podemos estar seguro de ello, puesto que ese centímetro de referencia es en sí otro segmento, y para que dos segmentos sean iguales debe cumplirse que tienen los mismos puntos. El problema, sin embargo, no es solo que no podemos contar hasta el infinito esa cantidad de puntos, sino que estamos comparando conjuntos, conjuntos de puntos en este caso, y cuando decimos: “un conjunto es igual a otro si todos sus elementos son los mismos”, a pesar de parecer una obviedad, ni siquiera en matemáticas podemos asegurar que es así. A esta afirmación se la conoce como el axioma de extensión, y eso es lo que es: un axioma, es decir que no se sabe si es verdad y se acepta como cierto sin demostración, luego es un convenio, un prejuicio, una elección subjetiva y por lo tanto inválida fuera del modelo matemático.

Así que esta vez las matemáticas no me ayudaban demasiado, y a pesar de su fama de exactas, no podían sostener la igualdad estricta entre Lucille y Lucía. Me daba cuenta, sin embargo, de que había algo extraño en mi empecinamiento en que sí eran la misma. Yo pretendía darle el mismo valor a una experiencia replicada en el tiempo, desproviéndola de su unicidad (y por lo tanto de su autenticidad). Aún así yo amaba a Lucille, la extrañaba y deseaba tener cerca, y Lucía era quien llenaba aquella ausencia. Escuchamos canciones repetidas veces, asistimos a segundas ediciones de fiestas que nos gustaron, volvemos a hacer el amor con la misma persona: la repetición podía chirriarme desde la razón, pero yo aún me resistía a abandonar la idea.

Llegó entonces el día en que Lucía había de marcharse al extranjero. Si se habían estado sucediendo todas las escenas vividas con Lucille, era lógico que llegara también este momento. Tampoco me sorprendió que el vuelo de Lucía fuera el mismo día en el que volvía Lucille, a estas alturas del delirio ya estaba curado de espantos. Inmediatamente después de despedirme de Lucía y observarla dirigirse hacia la zona de embarque, vi aparecer a Lucille. En aquel momento las dos realidades paralelas intersectaron, y tuve una intensa sensación de mareo, como cuando uno ha bebido y le parece que ve doble. Lucille y Lucía pasaron la una junto a la otra, tanto que casi creí que chocarían. No se reconocieron -ni siquiera se miraron- y vi cómo la espalda de Lucía se alejaba mientras la expresión de Lucille indicaba que me había visto, acercándose a mí con una sonrisa radiante.

Recibí a Lucille con una efusividad simétrica a aquella con la que me despedí de Lucía, y mientras la abrazaba aún veía a Lucía, a lo lejos, desaparecer entre el gentío. En aquel momento cerré los ojos y consideré todas las posibilidades, todo el abanico de caminos que podrían darse. Quiza ahora viviese con Lucille lo mismo que con Lucía (es decir por tercera vez lo vivido con Lucille), y quizá entonces rememorase con Lucía los recuerdos por teléfono, del mismo modo que lo había hecho con Lucille. Podría ser, por el contrario, que las escenas que viviera a partir de ahora con Lucille fueran nuevas, y solo rememorase con Lucía las suyas, las que para ella serían primeras pero para mí primeras y segundas, mientras con Lucille viviría unas terceras. Podría incluso suceder que Lucía viviera con otro alguien lo que había vivido conmigo, y al relatármelo por teléfono le sucediese a ella lo que me sucedió a mí con Lucille y después con ella. Podría también suceder que el fenómeno de desdoblamiento se terminase, o que yo terminase con Lucía, o con Lucille, o alguna de las dos -o las dos- terminasen conmigo. En aquel momento Lucille debió de pensar que mi abrazo era demasiado largo, se apartó un poco y me preguntó: “¿estás bien?”. Yo estaba aturdido, y solo era capaz de mirarla. Tenía la necesidad de decirle que la quería, que a pesar de haberle sido infiel con ella misma la quería, pero tampoco esta vez dije nada. Ella o ellas debieron de entender, o acaso fui yo quien dejó de intentar entenderlas, de distinguirlas o de igualarlas, porque entonces Lucille me besó en una mejilla, Lucía me besó después en la otra, y finalmente las dos me besaron en los labios.