LUCILLE Y LAS MATEMÁTICAS


Para Alex

Hay amores que no desaparecen. El tiempo los difumina, los aleja y los oculta, y la intensidad que un día nos hizo temblar se ve sepultada por la acumulación de experiencias. Resulta incluso inverosímil que lo que ahora vemos de un modo entrañable e inofensivo, hubo un momento en que nos hirió el alma, que nos la zarandeó por completo. La memoria olvida y, a no ser que dirijamos la mirada hacia ellos, tenemos la sensación de que ya no están, de que apenas existieron, pero sin embargo siguen ahí, esperando inmóviles a que les pongamos el foco de nuevo.

Mi amor por Lucille pertenece a ese tipo. No todos los amores sobreviven, y solo perduran aquellos que llamamos especiales, por inacabados, por idealizados, o porque en su erotismo, en su poesía o en su significado conectan con nuestros anhelos más inconscientes. El de Lucille cumplía todos los requisitos, y además fue un amor que nació en la adolescencia, aunque casi podría decir que la definió por completo: que no entré en la vida adulta hasta que no me deshice de su influencia.

Nos conocimos en el instituto. Fuimos a la misma clase desde el primer año, pero no fui capaz de hablar con ella hasta el cuarto. Yo no era ni atractivo, ni gracioso, ni tenía demasiados amigos, y mi única pasión eran las matemáticas, un hecho que tampoco ayudaba a mi popularidad. Me enamoré de ella desde el primer momento, y, a medida que pasaba el tiempo, el grado de adoración y de ensueño no hicieron más que crecer. Todos los años de su indiferencia los dediqué a fantasear con ella, a observarla y desearla en secreto, y poco a poco, entorno a ella, construí en mi mente la idea del amor, lo que entonces entendía por amor.

A partir de entonces fueron dos, mis pasiones: Lucille y las matemáticas. Si Lucille era el objeto último de mis sentimientos, las matemáticas lo eran de mi racionalidad, de mis inquietudes relativas a la mente. Tenía a Lucille en el corazón y a las matemáticas en la cabeza, pero me resistía a pensar que la una y las otras no tuvieran nada que ver. Me esforzaba en conectarlas, en usarlas a ellas para comprender todo lo que sentía por ella: en llegar a ella a través de ellas. Me encerraba en la habitación y en lugar de estudiar para los exámenes inventaba teorías relacionadas con ella. Escribía todo lo que se me ocurría en un diario que titulé: “Lucille y las matemáticas”, un conjunto inconexo de apuntes seguramente absurdos, a los que si ahora leyese lo más probable es que no les encontrase ningún valor, pero que para mí tenían todo el significado del mundo. Si estudiaba polígonos o poliedros, por ejemplo, me imaginaba que ella era un vértice y que yo era otro, que las aristas y las caras eran los lugares por los que pasar para acceder a ella, y estudiaba los distintos caminos, las distintas maneras de alcanzarla. Me proponía a mí mismo problemas relacionados con el azar y la aritmética, siempre con ella como contexto, y cuando representaba funciones me imaginaba que las dibujaba sobre ella, sobre su cuerpo y sobre sus facciones, sobre la imagen erótica que me había formado de ella.

El último año de instituto, se complicó el nivel de las matemáticas que nos exigían, y empecé a destacar entre mis compañeros. Teníamos un profesor muy peculiar, que nos lanzaba retos y lo que él llamaba secuelas de los problemas del curso, y aunque a mí me gustaba la manera en que nos daba las clases, la mayoría de los alumnos lo encontraban difícil. Nos hacía intervenir mucho, y dialogaba con nosotros como si también fuéramos matemáticos, matemáticos en potencia. Su técnica consistía, por así decirlo, en estirarnos de la lengua hasta conseguir construir conocimiento juntos, pero recuerdo los comentarios de desacuerdo de algunos compañeros, poco acostumbrados a tener tanto la palabra y la iniciativa, mucho más cómodos observando primero al profesor, para después reproducir sus métodos.

Un día hubo que trabajar por parejas, y nos tocó hacerlo a Lucille y a mí juntos. Todavía recuerdo los nervios que me invadieron. Podía olerla, podía apreciarla desde muy cerca, pero era incapaz de hablar con naturalidad o mirarla a los ojos. Por suerte estábamos en la clase de matemáticas, así que al menos podía agarrarme a su seguridad. No recuerdo sobre qué discutíamos, pero sí que, al acabar la clase, me dijo: “oye, tú eres muy bueno en matemáticas, ¿podrías ayudarme con ellas?”.

Empezó entonces nuestra relación. Quedábamos en su casa para estudiar juntos, y aunque al principio creí que solo se estaba aprovechando de mí para aprobar los exámenes, tardé poco en convencerme de que ella también sentía algo por mí. Perdíamos el tiempo y en lugar de estudiar charlábamos sobre cualquier cosa, y cuando yo le explicaba mis teorías matemáticas (no las que tenían que ver con ella, esas me las guardaba para mi diario), notaba que me miraba diferente, con una mezcla de admiración y curiosidad y que yo interpretaba como deseo.

Cuando nos besamos por primera vez me pareció que me derretía. El corazón me latía con fuerza, sentía las piernas débiles y tenía en el estómago una mezcla extraña de saciedad y de hambre. Nos besamos tranquilos, muy lentamente, y en la humedad de su lengua me pareció que me fundía. Recuerdo que me dijo: “basta, que nos estamos desconcentrando”, y acto seguido seguimos besándonos.

Las demás veces fueron muy parecidas. Estudiábamos y charlábamos un rato, y después nos besábamos largamente. No recuerdo haberme sentido más feliz, más afortunado que en aquellas tardes de matemáticas y besos, pero había algo que presentía erróneo, como una sospecha de que algo no era del todo correcto. Nos besábamos siempre en su casa, siempre a solas y generalmente poco antes de que yo me fuera, y siempre insistía en que no se lo contase a nadie.

Había suficientes señales como para darse cuenta de lo que sucedía, pero en mi ceguera no fui capaz de advertir nada. No supe verlo o no quise verlo, pero era evidente que, aunque yo a Lucille le gustaba, había otro chico en clase de quien ella estaba más enamorada. Cuando estaba presente solo tenía ojos para él, y aunque yo me decía a mí mismo que, después, en su casa, sería conmigo con quien se besaría, había una parte de mí que adivinaba el desastre, el prematuro fracaso que se avecinaba.

La urgencia es vecina de la temeridad, y yo debí de caer en ambas, porque tuve la idea de regalarle mi diario. A aquellas alturas “Lucille y las matemáticas” ocupaba al completo una gruesa libreta con teoremas fantásticos, con fórmulas románticas y geometrías eróticas, supongo, también, que incomprensibles. Fue un acto desesperado, mi última baza para evitar que Lucille se marchara: pensé que si se daba cuenta de todas las matemáticas que me inspiraba, no podría resistirse a corresponderme.

Quizá ella no vio belleza en mi diario, y más bien mis teorías le sugirieron obsesión o incluso psicosis, o acaso nunca llegó a leerlo. Al día siguiente la noticia de que Lucille había empezado a salir con aquel otro chico corrió por todo el instituto, y, a partir de entonces los días pasaron a ser un calvario.

Mi único respiro en el instituto eran las clases de matemáticas, el único lugar donde me sentía seguro. Uno de aquellos días, recuerdo que el profesor nos propuso un problema. Se trataba de completar, mediante manipulaciones algebraicas, una cadena de razonamientos que demostrase que uno era igual a dos: que el número uno y el número dos eran el mismo. Mi estado anímico estaba por los suelos, pero aquel reto me devolvió la ilusión. Si se podía demostrar aquel imposible, entonces es que todo era posible: entonces es que podía recuperar a Lucille.

Trabajé mucho para resolver el problema, y finalmente di con la solución. Se trataba solo de considerar dos variables que valiesen lo mismo, igualar la una a la otra, y después de unas pocas combinaciones, cancelar un paréntesis que se repetía a ambos lados de la igualdad. Era una de esas demostraciones matemáticas en las que no se sabe bien por qué se han elegido los pasos que permiten llegar al destino, pero donde se intuye un olfato matemático, una creatividad para ir jugando hasta llegar al resultado. Se concluía, en efecto, que uno y dos eran lo mismo, y aunque era evidente que la demostración tenía que contener algún error (¿cómo podía ser cierto que uno y dos fuesen lo mismo?), una vez más me obnubiló la ceguera.

Cuando salí a la pizarra, sentí que aquella era mi última oportunidad. Expuse mis razonamientos, y la clase se quedó en silencio. Había estado ensayando mi discurso para aquel momento, mis irresistibles palabras donde relacionaría de un modo brillante la demostración de que uno era igual a dos con el amor de Lucille, con la idea de alcanzar lo inalcanzable, de hacer posible lo imposible. No sabía cómo pero sacaría fuerzas para brillar, para seducirla través de las matemáticas, pero justo cuando estaba a punto de decir mis grandes palabras, alguien levantó la mano y dijo: “sé dónde está el error en la demostración”.

El error consistía en cancelar aquel paréntesis que se repetía a los dos lados de la igualdad. Era un paréntesis que contenía la diferencia entre dos variables que había supuesto que eran iguales, es decir que el paréntesis valía cero. No me había dado cuenta de que cancelar un paréntesis que vale cero es equivalente a dividir por cero, y dividir por cero -a aquellas alturas ya lo teníamos muy claro- era una operación poco menos que prohibida.

No me dolió en absoluto que alguien detectara el error, pero sí lo que sucedió después. Desde el primer día de clase, el profesor nos insistía en la importancia de equivocarse, en las nefastas consecuencias -especialmente en la clase de matemáticas- de tratar el error como una puerta cerrada, un camino prohibido y que no vale la pena explorar. Cuando uno de nosotros se equivocaba, nos felicitaba y se mostraba genuinamente interesado. Nos preguntaba “¿cómo has llegado a tu conclusión?”, y a veces perdíamos clases enteras -o acaso las ganábamos- valorando y discutiendo el por qué de nuestros razonamientos. Aquella vez, sin embargo, nadie más dijo nada, y al volver a mi silla escuché un comentario que me dejó helado. Una voz masculina que no pude identificar (aunque siempre he pensado que fue la del chico con el que ahora salía Lucille), susurró: “ahí está el error en tu demostración: que te has enamorado de la persona incorrecta”.

Ahora lo recuerdo con ternura, pero aquella fue mi primera experiencia de depresión. No fui capaz de levantarme de la cama durante días, y, supongo que por alguna especie de bloqueo mental, apenas recuerdo qué pasó el resto del curso, cómo acabó mi relación con Lucille, y las siguientes imágenes que retengo ya pertenecen al año siguiente, cuando entré en la universidad.

El tiempo difumina los amores, los aleja y los oculta, y la intensidad que un día nos hizo temblar se ve sepultada por la acumulación de experiencias. Resulta incluso inverosímil que lo que ahora vemos de un modo entrañable e inofensivo, hubo un momento en que nos hirió el alma, que nos la zarandeó por completo. La memoria olvida y, a no ser que dirijamos la mirada hacia ellos, tenemos la sensación de que ya no están, de que apenas existieron, pero sin embargo siguen ahí, esperando inmóviles a que les pongamos el foco de nuevo.

Hoy, más de veinte años después, tengo en mis manos el diario que le escribí a Lucille. Está sorprendentemente bien conservado, y el título todavía es perfectamente legible, escrito en mi letra adolescente, no muy diferente a la que tengo ahora. Hojeo sus páginas con lentitud, mientras me pregunto cómo es que sigue aquí, cómo es que ha aparecido, dentro de una vieja caja de cartón, en la casa de mis padres.

Se me ocurren posibles respuestas, y las sopeso mientras releo aquellos teoremas inventados e ingenuos, aquellas matemáticas adolescentes y románticas. Quizá ella me lo devolvió y no lo recuerdo, o quizá es que nunca llegué a regalárselo, que tan solo fantaseé con hacerlo, y que la memoria no solo olvida sino que altera y reescribe sus capítulos, como si todo aquello que vivimos no fuera un conjunto de escenas claras, sino un relato que nos vamos contando, acaso falso, acaso erróneo.

Pienso también en aquellas clases de matemáticas, en la insistencia de aquel profesor en defender al error. Supongo que sí, que tenía razón, y que hay que abrazar más la equivocación, que incluso no existe, eso que llamamos error. Me enamoré de la persona incorrecta, pero aquel fracaso me proporcionó aprendizajes. Fue mi primer contacto con el deseo más pulsional, aprendí qué significan los celos o la envidia, y sentí, por primera vez, con qué dolor conectan el abandono y la frustración amorosa.

No, no creo que me equivocase al enamorarme de Lucille. Quizá sí, el uno y el dos no pueden ser iguales, y quizá también, en matemáticas, los errores conduzcan a situaciones absurdas. Pero las matemáticas, por suerte, son solo una construcción mental.