LOS MATEMÁTICOS

SON LAS NUEVAS BRUJAS

Me impresionó ver un cadáver, nunca antes había visto ninguno. Todas las imágenes que el cine, la televisión, internet e incluso los videojuegos habían inoculado en mi memoria (todas las escenas de asesinatos, de muertes espectaculares o dramáticas o simplemente poéticas, todos los cuerpos inertes dentro de un coche, en el suelo de una habitación, en el arcén o en una cama de un hospital), todas las figuraciones que pudiera recordar no me sirvieron de nada para cuando presencié (sin filtros ni cambios de plano, sin música de fondo ni exageraciones ni disimulos) el crudo y callado, el indecible espectáculo de la muerte.

Tampoco creo que haber asistido a velatorios y haber contemplado los cuerpos difuntos tras los cristales del féretro me había preparado para la experiencia. En esos casos la manipulación ha despachado el conflicto -la intersección momentánea entre la vida y la muerte- con su tradicional pudor y simbologías, y la muerte se nos presenta como lo que es: un nuevo e irremediable estado que aturde y conmueve a los que no lo sufren, pero con un aura de bondad sobre el que sí lo hace. El muerto llega a un silencio que los vivos no logran, y la muerte aparece como función sanadora y universal, cotidiana, como si se nos dijera: “aquí tenéis el cuerpo que fue y no va a ser más, mirad cómo duerme, no va a despertar nunca pero su ausencia no es en absoluto extraña, se trata solo de un sueño más, de una noche más, prolongada e imperturbable pero benigna; la muerte es paz y es descanso, y así queremos que penséis en ella”.

Nada que objetar a esta interpretación, pero el impacto es otro si la muerte es reciente, no digamos si es inmediata. Si aún no han actuado los primeros auxilios, si no ha llegado la ambulancia y no han hecho su trabajo los enfermeros, la policía o los médicos forenses, si no hay nadie que haya intervenido aún, entonces la interrupción o ruptura -la usurpación- es más pura, más evidente, se podría incluso decir que de un modo geométrico: las posturas en que quedan los cuerpos son a menudo inverosímiles (un vivo nunca las tomaría, todos dormimos y descansamos de la misma manera) y, aunque en menor grado, también lo son sus expresiones faciales.

El cadáver que yo presencié -la muerte a cuya representación asistí- fue la de Marcos Deverne, un hombre al que no había visto nunca en persona, pero de cuya existencia y movimientos era conocedor desde hacía ya tiempo, con mucho detalle a decir verdad. El cuerpo de Deverne, de sesenta y tres años de edad, ni demasiado alto ni demasiado bajo, de complexión robusta (espalda ancha y barriga prominente), pelo corto y abundante -quiero decir, sin alopecia, aunque completamente canoso- estaba en una posición incomprensible, recostado sobre una de las caderas, con el brazo contrario doblado de manera que la mano reposaba sobre la nalga con el dorso. El gesto era absurdo y casi humorístico y por eso mismo también terrorífico, pero lo que más me turbó fue la expresión de sus ojos, o mejor dicho, su ausencia. Los párpados, medio abiertos -como indolentes- permitían a los ojos mantener la mirada muy fija -o era velada, pero de una obstinación insoportable- en un punto indeterminado de la habitación, situado además demasiado arriba y demasiado atrás, como si justo antes de morir hubiera intentado enfocar hacia un punto inaccesible.

Me azoró aquella imagen. La cruda aprehensión de la muerte produce una inconfundible sensación de frío, es comprensible que sean significativas las expresiones “se me heló la sangre” (o el alma), o “me quedé congelado”. En aquel momento sentí desamparo, incredulidad ante la fragilidad de la vida, y caí en un estado de introspección, de aislamiento involuntario. Mis sentidos parecieron nublarse en sus capas más superficiales, y de pronto solo escuchaba, con absoluta nitidez de detalles, los latidos de mi corazón, uno tras otro, con todas sus sutilezas. Pensé: “quién puede asegurarme que estos latidos van a seguir sucediéndose, cómo sé que cualquiera de ellos no va a ser el último; una última sístole, una última diástole y entonces nada, el vacío, la muerte”, pero en seguida el miedo mutó hacia una especie de sosiego, porque me dije también: “sí, la muerte, la difuminación definitiva, la desaparición de todo lo que soy y percibo y pienso; en cierto modo también un descanso”.

Noté entonces una mano apoyada sobre mi hombro, un peso firme y constante que culminó con una ligera presión, un deslizamiento de la mano, y un par de palmadas que percibí como paternales. Era el teniente Ruibérriz de Torres, el detective a cargo del caso en el que trabajábamos. Después de retirar su mano de mi hombro, dijo: “bueno, pues, caso cerrado, ¿no?”. Asentí resignado, era evidente que así era. Deverne era el único sospechoso de los asesinatos en serie que investigábamos, y el descubrimiento de su cadáver convertía su persecución en innecesaria. En poco tiempo el operativo quedaría cancelado y todos seríamos reasignados a nuevas misiones, pero, por lo que a mí respectaba, las implicaciones y reflexiones no se cerraron -como había dicho Ruibérriz- ni con tanta inmediatez, ni mucho menos con tanta facilidad.

Aún habría de ver más cadáveres y trabajar en más casos durante los más de diez años que estuve en la policía, pero supongo que el primero se recuerda de un modo especial. El de Deverne, además, marcó mi carrera profesional. Yo había estudiado matemáticas, pero poseer la licenciatura no me había servido de nada en el poco tiempo que llevaba en la policía. Cuando apareció la primera nota de Deverne, y quedó claro que el móvil del asesino, el contenido de las notas que escribía y el perfil de las víctimas, pertenecían todos a la esfera académica de las matemáticas, fui entonces cambiado de destinación, me incorporé al equipo de detectives del caso (conocido en comisaría -y después en la prensa- como el de los “crímenes matemáticos”), y desde entonces ya no abandoné el departamento de homicidios.

La primera de las víctimas de Deverne fue el profesor Jesús Mateos, un matemático retirado que había dado clases en un instituto y que (como supimos después) le había tenido entre sus alumnos. Deverne debía de ser en el fondo un romántico, un asesino en serie de la vieja escuela, o quizá había visto demasiadas películas de domingo por la tarde. Hoy en día casi nadie comete la imprudencia de dejar notas en las escenas de los crímenes, pero él no solo justificaba y reivindicaba los suyos, sino que, para hacerlo, utilizaba además el manido sistema de imprimir letras de diferente tipografía. Mateos apareció degollado con una cinta doblada del mismo modo en que se dobla una tira de papel para obtener una banda de Möbius, en una cruel referencia a su especialidad, la topología. En la nota encontrada junto a su cuerpo se podía leer: “blasfemo e impuro, el matemático vende como benigno al peor de los instrumentos del mal, y se lo inculca además a los jóvenes con el claro propósito de adoctrinarlos; la muerte es la única prevención posible para evitar la expansión de su pecado”. Poco después un periódico se puso en contacto con nosotros para advertirnos de que habían recibido una carta -que después se propagó por internet- firmada por el “movimiento anti-matemático”, donde se decía que las matemáticas eran las culpables de todos los males de la humanidad, y por lo tanto debían desaparecer, no se sabía aún mediante qué método. El asunto parecía más propio de un chiste o de una retorcida ironía científica, pero había una persona que había muerto, así que no había mucho espacio para la broma. Era evidente que la nota junto al cadáver, la carta que circulaba por internet y el asesinato de Mateos estaban relacionados, y mi función en la investigación fue dar crédito y orientaciones desde un punto de vista un poco más académico.

Deverne sostenía que, mediante adecuados artificios matemáticos, cualquier conjunto de datos, cualquier información (tanto cuantitativa como cualitativa) y, más en general, cualquier representación -incluidas las geométricas- puede ser manipulada e interpretada para dar a entender la conclusión que se desee. Los conceptos que aparecían en la carta no eran excesivamente complejos, pero era cierto que, por la forma en que estaba redactada (el lenguaje era el propio de los libros de matemáticas), para su comprensión se requería una cierta experiencia. Como ejemplos de artificios para la manipulación, Deverne señalaba la tendenciosidad de las gráficas que se puede apreciar, a veces, en la prensa (variando escalas en los ejes o deslizando pequeños errores y deformaciones imperceptibles); a la omisión de determinados parámetros (a cambio de la insistencia en otros) en el caso de la estadística (que permite concluir, partiendo del mismo conjunto de datos, tanto una afirmación como su contraria); o la adecuada elección y variación de sistemas de referencia para generar paradojas visuales o ilusiones ópticas, efectos que Deverne denominaba “mentiras geométricas” o “anamorfismos del mal”.

Según Deverne, estos ejemplos demostraban el empeño de las matemáticas en tergiversar y mentir, en “engañar a las personas de buena fe”. La teoría era a todas luces absurda, pero no se podía negar que había algo de verdad en sus afirmaciones. La prensa, que en un primer momento no publicó la carta, se hizo eco después del archivo que corría por internet, y la noticia de que había habido un crimen reivindicado por un “movimiento anti-matemático” sembró un repentino pánico entre los académicos, un miedo en absoluto injustificado, puesto que al poco tiempo Deverne volvió a actuar.

Su segunda víctima fue Virginia Gómez, una conocida profesora que divulgaba las matemáticas a través de la magia. Los motivos para asesinar a Gómez parecían más enconados y viscerales que los de a Mateos (a Mateos lo acusaba de adoctrinar, a Gómez de ilusionar), pero sus argumentos continuaban teniendo una cierta lógica. Deverne debió de haber asistido a alguno de sus espectáculos, porque en el documento que hizo circular esta vez, se esmeraba en desvelar uno a uno (con precisión y solvencias argumentativas) todos los trucos matemáticos de que se servía, y se refería a ellos con indignado menosprecio. En la nota que apareció junto al cuerpo, esta vez escribió: “primero fue la alquimia, luego la magia, y ahora las matemáticas; los instrumentos del diablo para engañar al devoto se han modernizado, pero no han variado su esencia demoniaca; los matemáticos son las nuevas brujas, y por lo tanto deben morir”.

“Los matemáticos son las nuevas brujas, y por lo tanto deben morir” fue una sentencia que me inquietó, me hizo reír y me fascinó a partes iguales. O bien Deverne era un estúpido, o bien un diamante en bruto, una especie de genio en potencia, aunque esto último no siempre lo compartía en público. Terminar con las matemáticas eliminando a todo aquel que las enseñase o divulgase era una estrategia muy pobre, no solo por representar una tarea faraónica sino por claramente ineficiente, luego, en el improbable -pero posible- caso de que no estuviera desequilibrado, su intención parecía consistir más en denunciarlas o desacreditarlas públicamente dándoles mala prensa, algo que tampoco parecía demasiado acertado intentar mediante asesinatos y semejanzas religiosas o sectarias. La idea, sin embargo, de que las matemáticas eran el origen de todos los males de la humanidad, estaba tan en las antípodas de mis creencias (las matemáticas describen el mundo, las matemáticas son bellas, las matemáticas son la armonía y la perfección del universo: ese era el tipo de frases que yo suscribía), que no podía dejar de sentir una morbosa atracción.

En cualquier caso, el peligro era mayúsculo, porque aunque ahora supiéramos el perfil de las posibles víctimas, el ámbito geográfico (y por lo tanto el número de posibilidades) se amplió a nivel internacional. Laurent du Bailly, el autor de un artículo humorístico donde se fantaseaba y bromeaba sobre las controversias y sorpresas que esconde la división entre cero, apareció muerto en su apartamento, en Bruselas, Bélgica. El cadáver se encontraba dentro de un receptáculo con forma cilíndrica y estaba plegado simulando conformar su perímetro, otra oscura broma geométrica (la forma del número cero) de Deverne. Dividir entre cero debía de ser la peor de las afrentas que se le pudieran mencionar, porque en la nota, esta vez en francés, se podía leer: “el cero es poco menos que el anticristo, y dividir entre él una hecatombe de dimensiones inconmensurables; todo aquel que popularice su caos y su infierno, que lo aplauda y banalice y se atreva incluso a convertirlo en sátira, sin duda merece morir”.

Esta vez Deverne apenas si usaba las matemáticas en sus explicaciones, como sí había hecho en las acusaciones a Mateos y a Gómez, y se limitaba a silogismos más bien sencillos, aunque brillantes, incluso en su absurdidad. “Si Dios ha creado todo lo que existe”, escribía, “y el mal no es obra suya, entonces el mal es el conjunto vacío, es decir el número cero”, un intachable disparate que culminaba con: “el número cero es pues el demonio, el representante del infierno en la tierra”.

Como es comprensible, a esas alturas éramos muchos los matemáticos que hubiéramos pagado por hablar personalmente con Deverne, y escuchar de su boca sus prometedoras teorías -es un decir- aún a sabiendas de que la conversación tanto podría resultar memorable como decepcionante, nunca se sabe a qué atenerse con la locura. Desgraciadamente esto no fue posible, pero durante unas semanas estuvimos relativamente cerca de conseguirlo. El hecho de que la tercera de las víctimas apareciera en Bélgica convirtió a Deverne en el principal sospechoso: habíamos rastreado todos los ex-alumnos del profesor Mateos que tenían estudios matemáticos o similares, y de todos ellos (no eran pocos), saltó a la vista por ser el único que tenía la nacionalidad belga. Cuando fuimos a buscarlo (su último trabajo había sido en un empresa de estudios de mercado), comprobamos que disfrutaba de una excedencia y que nadie de la oficina conocía su paradero, y que el único familiar conocido, su padre, tampoco sabía nada de él (o al menos eso decía).

Los operativos de búsqueda y captura se intensificaron, y en un par de ocasiones estuvimos a punto de atraparle, pero siempre llegábamos demasiado tarde. Después de tres víctimas y tres manifiestos públicos, el líder (y quizá único integrante) del “movimiento anti-matemático” sabría perfectamente que la policía de varios estados europeos andábamos detrás suyo, luego no era de extrañar que extremase precauciones, o que desviase nuestra atención con pistas falsas. Sospechábamos también que, o bien no actuaba solo, o bien -además de los matemáticos- tenía conocimientos o contactos en el mundo del hampa, porque a pesar del aumento y endurecimiento de los controles en fronteras y aeropuertos, una semana después de encontrarse el cuerpo de du Bailly, apareció una nueva víctima, esta vez en Inglaterra.

Deverne voló a las islas con identidad falsa, y se presentó en un congreso organizado por la Universidad de Sussex, donde los organizadores no consideraron prioritarias las medidas de seguridad. Deverne burló sin problema las escasas precauciones, y bajo el nombre de Paul Callan, convenció a Lee William Ewart (el matemático más popular asistente a aquel congreso) para que le concediera una entrevista, durante la cual terminó con su vida de un disparo en la frente.

Yo me tomé la muerte de Ewart como un fracaso profesional. Hasta ese momento los movimientos de Deverne habían sido bastante impredecibles (un profesor, una maga, el autor de un artículo humorístico), pero Ewart era un matemático mediático, un divulgador que había alcanzado un prestigio internacional, y el título de su último trabajo era un anzuelo demasiado evidente como para no haberse dado cuenta de que captaría la atención de Deverne.

Ewart se había valido de la famosa cita de Niels Heinrik Abel (“las series divergentes son una invención del diablo”), para crear a partir de ella un gancho (“Diablos y divergencias”) que multiplicó las ventas de su publicación. Ewart demostraba en su ensayo, gracias al uso de dichas series (sucesiones de infinitos términos cuya suma total no da un resultado finito), propiedades absolutamente contrarias a la intuición, como que la suma de todos los números naturales es negativa y fraccionaria (no pocas mentes con entrenamiento científico experimentaron la estupefacción que produce una paradoja tan bien demostrada), o que en la famosa fábula del rey y el campesino (en la que un rey ofrece como agradecimiento a un campesino el regalo que desee, y este le pide que, en un tablero de ajedrez, se ponga un grano en la primera casilla y en cada casilla siguiente se duplique el número de granos, de modo que, al final, la cantidad resultante de granos es tan grande que al rey le es imposible satisfacer al campesino) resulte que, si se considera un tablero de infinitas casillas, sea al final el campesino quien le deba un grano de trigo al rey, otra incongruencia insostenible.

“Las series divergentes son el veneno que las matemáticas pretenden inocular en la sociedad”, escribió Deverne en la nota que apareció junto al cadáver de Ewart. Esta vez tampoco cabía duda de que conocía su trabajo, porque su justificación era correcta: “la manipulación algebraica sobre una suma que no es finita es una trampa, un artificio intolerable, y los matemáticos juegan con su omisión con la intención de aturdir y confundir, de ensuciar: semejante peligro se debe erradicar”.

Las autoridades británicas trataron de postergar la publicación de la noticia, pero no pudieron evitar las filtraciones, y la muerte de Ewart llenó portadas de periódicos e informativos. La noticia fue -como se dice ahora- viral, y aun tuvo más repercusión cuando, apenas cuarenta y ocho horas después, se supo que, en un hotel en el centro de Londres, había aparecido el cadáver de Deverne, el autor de los “crímenes matemáticos”. Ruibérriz y yo habíamos volado hasta allí con motivo de la muerte de Ewart, y en otro golpe de suerte (o de infortuna: la casualidad es el fenómeno que más subjetividades permite inferir), nos encontrábamos reunidos con el operativo a cargo del caso, de modo que pudimos acceder a la habitación donde encontraron a Paul Callan, es decir a Marcos Deverne.

La nota de suicidio de Deverne fue una última pieza de delirante creatividad, y una demostración de que aún habiendo perdido la cabeza, todavía había algo de sentido en su discurso. Después de hablar de un modo disperso (con sus habituales generalizaciones excesivas y proféticas) sobre el “teorema de la imposibilidad de la democracia” (un resultado de la matemática aplicada a la teoría política, según el cual no existe ninguna votación que refleje de un modo justo las preferencias individuales de un grupo), se confesaba incapaz de seguir con su misión, “frustrado y vencido por el irremediable infierno que ya han desatado las matemáticas, capaces incluso de tumbar al más civilizado de los entendimientos entre iguales, la democracia”. Su atribulada carta de claudicación y despedida contenía, sin embargo, una extraña mezcla de pesimismo y de esperanza, pues terminaba de esta manera: “estábamos todos equivocados: las matemáticas no solo no nos han conectado con Dios, sino que nos han alejado de él; espero que algún día alguien abra los ojos, está en juego la salvación de la humanidad”.

El suicidio de Deverne calmó las preocupaciones de la comunidad matemática, y sus manifiestos, tras una efímera y más bien anecdótica popularidad, se perdieron en la inmensidad de la información que circula por internet. En cuanto a las investigaciones, todas las pruebas que se fueron recabando con posterioridad confirmaron que los asesinatos habían sido obra suya, y al poco tiempo de volar hasta Londres, Ruibérriz y yo volvimos a casa.

El caso de los crímenes matemáticos dejó paso a otros casos, y durante el resto de años que duró mi carrera en la policía, no volví a pensar en las matemáticas (no al menos de la misma manera), pero supongo que las ideas de Deverne dejaron un poso más hondo de lo que había creído. Algunas intuiciones vagamente vislumbradas, algunas sospechas o certidumbres previas permanecen silentes, sepultadas bajo nuestros propios prejuicios, quizá por impopulares o peligrosas o demasiado contrarias a nuestras creencias, hasta que un día afloran con inesperada vehemencia, como si el filtro que las hubiera anulado se hubiera derrumbado sin nosotros saberlo, y ahora campasen a sus anchas, desbocadas e iracundas, liberadas por fin de su opresión.

Algo de esa impredecible rabia tiene que haber sido el responsable de lo que acaba de suceder. A mis pies, con una expresión en su rostro de vacua estupefacción, está el cuerpo inmóvil de Marta, de Marta Stadler, la profesora que tuve en el instituto, la persona culpable de que estudiara matemáticas en la universidad. La vida para ella ya no tiene sentido, no tiene conciencia ni sentirá tristeza ni decepción, ya no hay en ella lamentación ni dolor: es casi absurdo apenarse por ella, no se puede tener empatía por algo que ya no existe. He matado: después de más de diez años persiguiendo asesinos y analizando cadáveres, ahora soy yo quien está al otro lado, quien tiene en su mano el arma todavía caliente, quien ha propiciado una usurpación, una muerte más que contabilizar. En mi mano está también la nota que voy a dejar junto al cadáver, una nota que he escrito imprimiendo letras de diferentes tipografías. No sé si es Deverne o soy yo el autor de estas palabras que ni si siquiera sé quién va a leer, ni si serán recibidas con la conformidad y convicción con que yo fui aceptando y haciendo mías las suyas. “Las matemáticas se han valido de su forzada adecuación a la naturaleza para maravillar a ingenuos e impresionables”, leo que he escrito, y me parece que las pizarras de Marta Stadler son las de Jesús Mateos, que sus trucos son los de Virginia Gómez, sus ocurrencias las de Laurent du Bailly, o sus libros los de Lee Ewart William. O quizá no lo son, y solo es que yo soy el nuevo Paul Callan, el nuevo líder (y quizá único integrante) del movimiento anti-matemático, el heredero de Marcos Deverne. Escribo: “pero las matemáticas no describen el mundo, tan solo explican la mente humana”, y como sé que la maldad y la vileza -que la mezquindad y la crueldad y la avaricia: que los males últimos del ser humano- provienen todos de su mente (y no de su corazón), sé quiénes son las culpables, quiénes sus instigadores, y cuál la solución. “Los matemáticos son las nuevas brujas”, sigo escribiendo, mientras coloco el cadáver de Marta sobre su cadera, apoyo el dorso de la mano sobre la nalga, y lo dejo así, en una postura incomprensible, inverosímil. “Y por lo tanto deben morir”.