querida

diana

Querida Diana,

Se me hace difícil redactar esta carta. No te asustes, no creo que haya en ella nada negativo (más allá de ser un sustitutivo a tu ausencia, doloroso y triste por mucho que nos guste la literatura). Se me hace difícil porque siento que he entrado en un territorio desconocido, apasionante pero desconocido, y no sé bien cómo actuar.

Hemos hablado más de una vez sobre nuestras creencias, sobre el pasado que transferimos, sobre los patrones y las situaciones que sin darnos cuenta propiciamos. Lo que no se recuerda se repite y es verdaderamente difícil salir de la rueda incluso si ya se ha visto que esa rueda existe. Se requiere mucha voluntad, mucha conciencia y vivir experiencias que propicien el cambio. Pues bien, hace poco he vivido una de esas experiencias, precisamente contigo y sin que te dieras cuenta, y siento que debo explicártela.

Todo empezó del mismo modo en que empiezan todas las cosas, con un suceso que no tiene en principio nada que ver pero que después elegimos como desencadenante: me compré unas gafas para ver mejor de cerca. Fue justo cuando cumplí cuarenta años. Noté que empezaba a tener dificultades para leer y apreciar detalles en los libros y en las pantallas de los móviles, y un día vi unas en la farmacia y las compré. Aún así estuve un tiempo sin usarlas, y se quedaron en la mesita de noche, dentro de su caja, esperando a que me decidiese. No creo que fuera por pudor -ni tampoco era resistencia a darle concesiones al envejecimiento- sino por pereza, o, mejor dicho, por falta de costumbre: si uno no ha llevado nunca gafas no termina de asociar la idea con el gesto. No sé. El caso es que no las había estrenado hasta la semana pasada, pero no lo hice en casa ni en el autobús ni en ninguna terraza leyendo un libro o mirando el móvil, sino en una clase de matemáticas.

Que en mis clases pasan cosas es algo a lo que ya estás acostumbrada, siempre te cuento mis hazañas, algunas más épicas que otras. Hace poco se dio la circunstancia de que solo había diez alumnos en el aula, y como eran menos de la mitad, no se podía “avanzar temario”. El día anterior me habían preguntado a qué dedicaríamos la hora, y habíamos pactado que primero repasaríamos un poco y después ya veríamos. Ese era en principio el plan y en efecto dedicamos la primera media hora a repasar, pero después se me ocurrió proponerles dar un paseo matemático. Nunca había dirigido ninguno, pero me pareció que podía ser divertido. Decidí aderezar la experiencia con un poco de teatro y aproveché que una de las alumnas estaba limpiándose las gafas, y les dije a todos, señalando su gesto: “¡exacto! ¡eso es! Lo primero que tenemos que hacer es ponernos las gafas matemáticas, para ver el mundo a través de ellas”. Puse toda mi intención en el teatro gestual de ponerme las gafas imaginarias con ellos, y cambié el tono de voz. “Fijaos”, les dije, “fijaos ahora qué diferente se ve todo, ¿no es increíble?”.

El ritual y el teatro debieron de surtir su parte de efecto, porque la media hora que siguió entonces fue una auténtica delicia. Salimos del aula, salimos también del edificio, y ya en el exterior, empecé a provocarles para que se hicieran preguntas y esperé a ver qué sucedía. En primer lugar, los alumnos detectaron una gran cantidad de ángulos y de líneas rectas, y se preguntaron si realmente lo eran, y si estos y estas eran los más habituales en la naturaleza. Nos fijamos entonces en las barandillas del pasillo que conducía a otro de los edificios del instituto, un haz de rectas paralelas en el que nos entretuvimos un buen rato. Seguimos caminando y les dije: “mirad esa papelera, ¿no hay muchas preguntas que nos podemos formular sobre ella?”. La papelera tenía forma cilíndrica, con unos cuantos círculos decorativos en la zona lateral. Uno de los alumnos preguntó: “¿cuántos círculos contiene?”. En un principio solo observaron los dos círculos grandes (la tapa y la base del cilindro) y los círculos pequeños decorativos, pero entonces les introduje la idea de sección plana. Les dije: “dentro, afinad bien las gafas matemáticas y mirad dentro de la papelera: imaginad que pudiéramos hacer un corte perfecto y plano y pudiéramos ver qué figura ha dibujado el corte al contactar con el cilindro”. Empezaron a dar las distintas posibilidades que existían, y después de que uno de ellos dijera: “también hay un cono en el interior del cilindro”, estuvimos formulando hipótesis sobre cómo construir ese cono, a partir del cilindro y solo mediante secciones.

No hace falta que te diga cuánto disfruté aquella media hora asistiendo a cómo se preguntaban y respondían entre ellos. Fue una de aquellas “clases” que uno no querría que acabaran nunca, pero finalmente sonó el timbre y empezó el movimiento de alumnos entre edificios. La conversación resultaba imposible con tanto ajetreo a nuestro alrededor, así que les dije: “bueno, mañana tenemos que volver al aula, pero traeros las gafas matemáticas: seguiremos mirando el mundo a través de ellas”.

Aquella tarde, al llegar a casa, lo primero que hice fue ir a buscar aquellas gafas que había comprado -y que aún no había estrenado- y ponerlas en la cartera donde llevo el material escolar, así no se me olvidarían al día siguiente. No te resultará nuevo que te confiese que aquella noche tuve problemas para dormir, de tan impaciente que estaba. Para el día siguiente tenía pensado hacerles las mismas preguntas que nos habíamos formulado en relación al cilindro, pero aplicadas a un cubo. Mi intención era que llegasen a ver una sección que en su momento me produjo una sorpresa muy grata (un momento de gloria matemática, como diría mi antiguo profesor Anton). Se trata de la sección hexagonal de un cubo: una sección plana que atraviesa un cubo formando un hexágono regular, una visualización en un principio un poco difícil o incómoda, pero que después resulta reconfortante, una de esas construcciones cuya mera observación resulta placentera, como las buenas obras de arte, sencillas y estéticas, en este caso geométricas.

Después de un rato de conjeturas y pruebas, uno de los alumnos construyó el cubo y dibujó la sección hexagonal a través de sus caras con un lápiz. Me lo acercó y me dijo: “toma profe, aquí tienes la sección hexagonal del cubo, pero ponte las gafas, porque si no, no la vas a ver bien”.

Cómo explicarte lo que sucedió entonces sin escándalo, sin exagerar o parecer un iluminado. Al ponerme las gafas y mirar hacia el cubo pude apreciar el hexágono con una intensidad y diafanidad espectaculares, absolutamente fuera de lo común, o al menos fuera de lo que me tenían acostumbrado mis sentidos. De pronto me pareció que el improvisado e imperfecto cubo de papel era de un cristal absolutamente perfecto y transparente, y que la sección plana era producto de una luz verde muy precisa, como si fuera un láser. Mientras observaba, me pareció también que el cubo y su hexágono interior rotaban conjuntamente en un movimiento que solo puedo definir como hipnótico. Supuse que eran mis dedos los que hacían rotar el conjunto, pero a través de las gafas parecía tratarse de un baile con voluntad propia, como una demostración que me facilitaba la visualización del prodigio, que me hacía más sencilla su apreciación. El teatro que pretendía darle al acto de usar las gafas matemáticas debió de ser muy realista a ojos de los alumnos, porque me quedé atónito, arqueé las cejas y durante un buen rato fui incapaz de decir nada. Felicité al alumno con la mejor actitud de la que fui capaz, y después, supongo que por sentido de la responsabilidad -confieso también que por un poco de miedo-, me quité las gafas y continué la clase, aunque estaba tan azorado que ni siquiera recuerdo cómo terminó.

Ya no era capaz de pensar en otra cosa. Era evidente que aquellas gafas tenían un poder especial, pero ¿qué poder?, y ¿cuál era su origen? ¿Era producto de una autosugestión? ¿Y en ese caso, de qué lugar de mi mente se habían proyectado aquellas visiones tan perfectas y sugerentes? Todas las imágenes matemáticas que circulaban por mi inconsciente -sacadas de libros, de programas informáticos, de vídeos vistos en internet- ¿se habían condensado y puesto de acuerdo para proponerme aquella intensidad visual, y por lo tanto quién sabe qué alucinaciones más a partir de ahora? No era la primera vez que les contaba historias a mis alumnos y terminaba creyéndomelas yo más que ellos, pero esta vez había algo más real que en todas las fábulas que los profesores usamos para motivarles o conectar con ellos. ¿Era yo, pues, quien había enloquecido, o eran las gafas las que habían adquirido cualidades mágicas?

En cualquier caso, lo que estaba claro es que algo estaba pasando, y que ese algo había de tener un significado. Si las gafas tenían de verdad una capacidad especial, entonces la claridad geométrica que proponían parecía sugerir que el esqueleto del mundo, que su esencia íntima era matemática, y que aquellas gafas resaltaban esa esencia y la ensalzaban, como habían resaltado y ensalzado la sección hexagonal del cubo ante mi admiración incrédula. Si, por el contrario, todo eran proyecciones de mi mente, era también interesante preguntarse qué estímulos producían qué respuestas y por qué. Ante la tentación de semejante oportunidad de descubrimiento, tampoco te sorprenderá que te cuente que, una vez pasado el estupor inicial, ya fuera del instituto y a solas, me puse las gafas y me di mi propio paseo matemático, entregado por completo a observar el mundo a través de mis nuevas gafas matemáticas.

Ah, Diana, qué maravillas pude apreciar entonces. Me puse las gafas por la tarde, me las puse al día siguiente, y me las dejé puestas casi en todo momento hasta el día en que te vi. Vi prodigios de bellezas inusitadas, sorpresas geométricas y otras no tan geométricas. Vi un sinfín de matemáticas, matemáticas visuales y sencillas y hermosas en todas partes, y me sentí feliz como un niño, como si alguien me hubiera dejado en medio de un parque de atracciones y a cada rincón hubiera matemáticas para sorprenderme. Fueron unos días de una intensidad de experiencias que todavía estoy digiriendo, pero no es de ellas de quien quiero hablarte, no al menos aquí, no al menos ahora. Sé que disfrutas viéndome vibrar con las matemáticas, narrando y describiendo solo para ti todo lo que me sugieren y me hacen sentir, pero no es esta carta el lugar, no es esto de lo que te quiero hablar. Las gafas me descubrieron un universo maravilloso, pero la mayor impresión me la llevé cuando, en lugar de mirar a lugares susceptibles de contener elementos matemáticos, decidí ponérmelas para observarte a ti.

Fue una ocurrencia más o menos lógica, si me conoces. Si las gafas me estaban permitiendo ver más allá de lo habitual, si eran capaces de mostrar bellezas y significados intrínsecos o escondidos de los objetos, si daban acceso a visualizaciones y comprensiones que no conocía, ¿qué no habían de mostrarme cuando me las pusiera para mirarte a ti? Si el mundo era en su esencia matemático y aquellas gafas permitían ver ese interior o esencia, ¿qué me mostrarían en el interior del amor? ¿Qué había detrás, cuál era la realidad matemática del amor?

Supongo que ya hace rato que has atado cabos. Recuerdo que te reíste pero debió de parecerte una broma muy absurda: nadie le comunica a su pareja que ha empezado a usar gafas de cerca ni se las muestra y se las pone justo en medio del acto sexual. Ahora ya sabes el verdadero motivo. Pensé que si las gafas habían de mostrarme la verdad matemática que sustenta el amor, el momento óptimo para preguntárselo era precisamente durante su materialización, o lo que se suele considerar como su culminación.

Pues bien, la respuesta que obtuve fue desconcertante, el territorio apasionante pero desconocido del que te hablaba al principio. Yo pensaba que, al mirarte a través de las gafas, que al ponerme las gafas y mirarte mientras te besaba y te adoraba y mi cuerpo y el tuyo se abrazaban, me encontraría con la visión más fantástica, más reveladora, más intensa y maravillosa de las que había visto -no solo desde que llevaba las gafas puestas- sino en toda mi vida. Pensaba que mientras nuestros labios y nuestras lenguas se fundían y que mientras mis caderas y las tuyas se acompasaban yo vería en ti, dentro de ti o alrededor de ti el más prodigioso de los elementos matemáticos, no sabía cuál pero seguro que el más mágico, el más bello, la cima más alta de mis dos mayores deseos en aquel momento, el romántico y el matemático.

Y sin embargo no vi nada, Diana, la verdad es que no vi nada de lo que esperaba ver. Vi tus ojos marrones, vi tus cejas, vi tus pómulos y vi tus labios, pero no vi nada diferente, nada matemático ni espectacular más allá de tu belleza habitual. Eras la Diana hermosa, la Diana amor, pero eras la Diana de siempre: no había en ti ningún prodigio matemático escondido y revelador. Me esforcé y traté de ver más, pero solo vi tu pelo, desordenado detrás de tus orejas y sobre tus mejillas, y después vi tus hombros, vi tu cuello y vi tus pechos desnudos en contacto con los míos, pero no vi nada más, Diana. Pensé entonces que quizá no estaba mirando al lugar correcto y que tenía que explorar en tu mirada, que la cuestión sería relativa al alma y por eso tendría que mirarte a los ojos. Te miré y te miré y esperé a ver si veía algo, pero solo veía tus ojos, exclusivamente tus ojos: el círculo marrón muy cercano, la pupila negra en el centro, el blanco y las pestañas alrededor del conjunto, de vez en cuando algún parpadeo, curvaturas producto de una sonrisa, de un placer, pero nada más, Diana, nada más que dos ojos, nada más que tus ojos.

“¿Acaso no es nada, entonces, el amor?”, me pregunté. Me sentí un poco decepcionado y tuve una creciente sensación de vacío, pero al mismo tiempo también me sentía en calma. Estaba dentro tuyo y tú me mirabas y yo te miraba. Pensé: “quizá es eso lo que las gafas me están mostrando: al amor no le sustenta ningún prodigio ni ninguna maravilla matemática ni no matemática sino la más sencilla realidad, la más auténtica y sencilla simplicidad, sin artificios, en su pura esencia, en su más tierna y pura esencia”. Tú tenías los ojos cerrados y solo los abrías a veces, mientras yo seguía desconcentrado en mi monólogo interior. En ese momento me di cuenta de que algunas de mis creencias eran erróneas. Me dije: “no es que el amor no sea nada, sino que no es lo que yo pensaba”. Quizá yo había idealizado el enamoramiento y lo había convertido en un anhelo insano de alcanzar un lugar único y paradisíaco -como si el amor y la felicidad fueran una cima magnífica e infinita, un éxtasis perpetuo- mientras que la verdad era que el amor era mucho menos que eso, por suerte mucho menos que eso.

Pensé: “el amor no es el destino, sino el camino”, y te besé mientras me movía para estar más dentro, más dentro tuyo, lo más dentro posible. No sé, Diana, no sé si estaré descifrando correctamente lo que las gafas pretendían enseñarme. Supongo que todo vuelve a tratar sobre lo mismo, sobre amar, sobre aprender a amar. Volví a mirarte, esta vez sin las gafas. Gemías y te apretabas contra mí. Quizá todo haya sido un espejismo, y cuando vuelva a ponérmelas ya no vea ninguna maravilla. Quizá las matemáticas no sean un secreto que el mundo nos revela caprichosamente sino que somos nosotros, en realidad, quienes las proyectamos, como si las gafas fueran espejos, y cuando mirásemos a través de ellas lo que obtuviésemos fueran imágenes de nuestra mente, nuestra compleja y fascinante mente. No sé, no sé muy bien qué estoy diciendo. Cerraste los ojos y te apretaste más contra mí. Estabas a punto de abandonarte, de alcanzar el placer después del cual me sonreirías. Puede que el amor sea una invención de nuestra mente, ilusoria y real al mismo tiempo, como las matemáticas. No lo sé, Diana, la verdad es que no lo sé. Ni tampoco creo que esté a nuestro alcance saberlo nunca. Después de ti yo también cerré los ojos.