LA VIDA, ¿NO?

Guardo un recuerdo confuso de las conversaciones con Deverne. De las personas que han muerto creemos a veces recordar citas y acciones exactas, y pensamos: “estoy seguro de que dijo esto”, o “en tal ocasión actuó de este modo”, pero ocurre a menudo que la memoria nos miente, y lo que creíamos exacto en parte es solo interpretación, invención inconsciente -o secretamente deliberada- basada en vagas percepciones, en reformulaciones o interpretaciones de lo que realmente sucedió o se dijo. A los vivos aún se les puede preguntar, pero hay cosas que aprendí de Deverne que no sé si se las escuché directamente, si llegué yo sola a sus conclusiones, o si las leí en internet, en alguna de las incontables ocasiones en que, después de verlo, corría a buscar en google o en la wikipedia todo aquello que me explicaba y que, por pudor, no siempre le confesaba no entender del todo. En cualquier caso, todas las frases y acciones -todos los momentos- que retengo de Deverne lograron la hazaña de despertar en mí la curiosidad por las matemáticas, y aunque sus reflexiones quizá estaban más cerca de la filosofía, si alguien hubiera pronosticado que, no solo ahora sería capaz de hablar de ellas, sino de plantearme preguntas que les conciernen directamente, sin duda lo hubiera considerado un disparate.

Uno de los primeros conceptos que aprendí fue la diferencia entre una paradoja, un teorema y un axioma. La noche en que lo conocí me dio a probar la pipa de Banach-Tarski, una droga alucinógena que permitía visualizar una inverosímil transformación geométrica. Mis ojos vieron con toda claridad cómo un guisante se desmenuzaba, sus minúsculos fragmentos se redistribuían, y poco a poco se volvían a unir entre ellos, cada vez más relucientes, hasta formar en el centro de la habitación una luz resplandeciente y casi intolerable, de un volumen mucho mayor que el del guisante, y que recordaba inevitablemente al Sol, un fenómeno conocido como la “paradoja de Banach-Tarski”. Deverne dijo: “lo que estás viendo es un resultado que es cierto, en el sentido de que las matemáticas han encontrado una demostración lógica de que es cierto”, es decir que no se trataba en realidad de una paradoja, sino que era un teorema, una verdad, una conclusión que se podía demostrar a partir de una determinada serie de deducciones lógicas. Los teoremas eran pues el objetivo, las cimas a las que pretendía llegar el conocimiento matemático, mientras que la paradoja era una especie de callejón sin salida o una puerta prohibida, una curiosidad sin aplicación práctica, un efecto de magia del pensamiento. A pesar de mi incultura matemática, conocía el significado de las dos palabras, pero no había oído hablar nunca de los axiomas, al parecer más fundamentales, más esenciales o primarios. Cuando se desvaneció aquella increíble ilusión óptica, Deverne dijo: “pero tampoco le des demasiada importancia, lo que has visto es consecuencia del axioma de elección, y los axiomas son solo un convenio”.

Esta fue la primera de las ocasiones en que descarté preguntarle (no quería eclipsar la experiencia con explicaciones matemáticas que tampoco entendería), pero cuando busqué por mi cuenta en qué consistía el axioma de elección, tampoco lo comprendí. Busqué entonces qué era un axioma, y descubrí que era el eufemismo matemático para las suposiciones más nucleares, aquellas afirmaciones tan simples y obvias que se daban por válidas aunque no se tuviera demostración lógica de que fueran ciertas. Deduje que se trataba, en cierto modo, de prejuicios (o de convenios, como decía Deverne), de reglas del juego tan básicas e indiscutibles que toda la comunidad matemática las aceptaba. Para explicármelo mejor a mí misma, me imaginaba que si alguien le preguntase a un matemático una y otra vez la pregunta “¿por qué?” (como lo hacen los niños en cierto momento de su crecimiento cognitivo), las últimas e infranqueables respuestas serían los axiomas. Sobre ellos no habría manera de responder nada, y cabría solo decir: “es así y punto, esta verdad es un axioma y tienes que aceptarla, si no lo haces no podemos seguir hablando, o estaremos hablando de cosas distintas”.

Supe que lo había entendido correctamente (o que lo había entendido según lo entendía también Deverne), al cabo de poco. Al despedirnos la primera noche que pasamos juntos, no nos cambiamos los números de teléfono ni hubo ninguna insinuación de volver a vernos, pero yo ahora sabía dónde vivía. Pocos vínculos son tan poderosos como el sexo -el buen sexo-, y el magnetismo que ejercía sobre mí Deverne se convirtió con el tiempo en una adicción. Bastó con aquella primera noche para que su personaje me cautivara por completo, aunque no fue solo por cómo se movía en la cama (de aquella manera tan inclasificable), sino por la misteriosa profundidad que emanaba. Cuando hablaba de música o cuando bailaba (de aquel modo, también, tan peculiar y genuino), se le transparentaba una ternura y una sensibilidad que no encajaban en absoluto con aquella obcecación con la que hablaba de matemáticas, una intensidad que se hacía evidente en sus ojos, cercanos a la ira, como si hubiera algo que le doliese o lo enervase en lo más profundo. Deverne tenía todos los ingredientes para que yo me enamorase de él: se salía de la norma, nos entendíamos bien en la cama, y en su mundo interior parecía haber lugares recónditos que merecía la pena investigar. En aquel momento no tenía ningún otro entretenimiento más interesante que aquel, así que, pasados unos días, volví a presentarme en su casa.

Este segundo encuentro no difirió en mucho del primero (después de escuchar música y bailar un rato en el salón de su casa, nos fuimos a la habitación), pero esta vez sentí que se abría un poco más en la conversación. Estábamos tumbados en su cama, todavía desnudos, y entonces me fijé en un cuadro que tenía colgado en la pared. Era circular y en él había escritas unas palabras que no alcanzaba a leer con claridad, así que le pregunté por ellas. Me explicó que en el cuadro había un verso (“la vida, ¿no?”) que había compuesto en la época en que escribía poemas. Definitivamente Deverne era un matemático peculiar, o al menos lo era en comparación con el cliché que yo tenía de ellos. El verso me pareció bueno, sencillo y corto pero que podía entenderse, o bien como muestra de resignación (“así es la vida, ¿no?”), o también de inquietud o cuestionamiento (“parece que esto es la vida, ¿no?”, como diciendo: “¿o no lo es?”, “¿o no es verdad que lo sea?”). Le pregunté qué quiso comunicar con el verso, y entonces dijo: “hay algo inquebrantable en todo ser vivo, una especie de axioma universal de la vida”. En ese momento recordé mis lecturas, y le dije: “¿como una verdad que nadie discute?” y me dijo: “sí, exactamente”. Después añadió: “por muy dura que sea su existencia, hay en la vida un impulso de seguir viviendo, un empeño constante en despertarse al día siguiente y vivir un día más y otro más y otro más, una pulsión genética por aferrarse a ella cueste lo que cueste, como un gran motor subyacente, inexplicable o inconsciente pero que nos afecta a todos”.

La idea era sugerente, y aunque en cierto modo era también obvia, me hizo pensar en el conjunto de todas las especies vivas, ocupadas todas, en efecto, en alimentarse, en mantenerse sanas, en reproducirse, en expandirse y en luchar contra toda adversidad con el fin de seguir viviendo. Pensé: “tiene razón, si uno lo piensa es un fenómeno mágico, todos queremos vivir, podremos movernos en una dirección o en la otra, quejarnos más o anhelar menos, pero en lo único que estamos todos de acuerdo es en que no queremos morir, ese parece ser nuestro axioma”. Deverne tenía la capacidad de despertar mi interés sobre temas que, quizá en otra ocasión o con otra persona hubiera encontrado aburridos o insuficientes. El misterio de la vida -su inexplicada necesidad, su desesperada e incorruptible insistencia- era algo que todos dábamos por sentado, y me pareció entrever la intención de aquel verso. Aún así, en aquel momento se me ocurrió una réplica, y le dije: “bueno, hay personas que se deprimen y no quieren vivir, que descartan aceptar ese axioma”. Deverne giró el cuello y me miró a los ojos (hasta entonces los dos mirábamos al techo, todavía tumbados en su cama, con las cabezas apoyadas sobre el mismo cojín), y me dijo: “exacto, de eso se trata, de cuestionar los axiomas”.

La tendencia de Deverne de llevar la conversación hacia el terreno de las matemáticas era incorregible, o mejor dicho, era constante. Dijo: “ya ha habido en la historia ocasiones en que discutir un axioma ha abierto caminos y percepciones nuevas”, y detecté en seguida que empezaba a ponerse nervioso. Pensé: “¿qué ocasiones?, ¿qué axiomas se han discutido y qué caminos se han abierto?”, pero en lugar de eso le pregunté: “¿estás tratando de defender el suicidio?”. Deverne reaccionó entonces con vehemencia, incorporándose y después levantándose de la cama, mientras decía, visiblemente alterado: “te estoy hablando de poner en duda los axiomas más básicos de las matemáticas, los de la teoría de conjuntos, los de la teoría de Zermelo-Fraenkl”, y entonces añadió: “los axiomas...”, pero cortó la frase a medias, como si le estuviera vedado seguir confesándose conmigo y se hubiera reprimido de hacerlo. “¿Qué?”, le dije, pero al ver que no respondía, precisé un poco más. Le pregunté: “¿qué hay de malo en los axiomas?”, pero bajó la cara y resopló con hastío. Le insistí: “¿qué?, ¿qué pasa con los axiomas?”, pero negó con la cabeza y volvió a resoplar, como si hablar de aquello fuera un asunto de suma importancia, quizá demasiada para mí -o para él- o para aquel momento.

Aquella vez no esperé al día siguiente, y la misma noche, al llegar a casa, entré en internet para buscar respuestas. Igual que el nombre de la pipa (Banach-Tarski), el de los axiomas que había mencionado (Zermelo-Fraenkl) eran difíciles de recordar, pero escarbando un poco los encontré en seguida. Me había marchado de su casa decepcionada: como en nuestra primera noche juntos, en esta segunda parecía cumplirse el mismo guión. Toda la sensualidad y la poesía de cuando escuchábamos música, de cuando bailábamos o hacíamos el amor parecía esfumarse después de acostarnos, en cuanto hablábamos y llegábamos a cierto punto, siempre relativo a las matemáticas. Aquella noche cerré la puerta de su casa pensando: “qué quieres que te diga, serás muy buen amante pero eres más raro que un perro verde”, y me dije a mí misma que no volvería a verle, pero al mismo tiempo, mientras lo hacía, tuve la nítida certidumbre de que solo estaba engañándome a mí misma. Nunca había mostrado el menor interés por las matemáticas, pero ahora estaba ansiosa por saber qué era la teoría de conjuntos, quién demonios eran Zermelo y Fraenkl, y en qué consistían sus axiomas.

Lo que leí fue un tanto confuso, pero fue suficiente para no perderme en la siguiente conversación. Por mucho que el vocabulario que usaba sugiriese un mundo gris de razonamientos y abstracciones, las matemáticas que apasionaban tanto a Deverne eran cuestiones de relativa sencillez (qué es verdad y qué no lo es, qué verdades dependen de cuáles, cuáles son las verdades últimas, de las que el resto depende), así que me vi capacitada para hablar sobre ellas. Esta tercera noche (otra vez fui yo quien se acercó hasta su casa, y otra vez él estaba en ella; de lo cual supuse que no tendría demasiada vida social), le pregunté directamente por los axiomas. Parecía haber meditado sobre ello, y haber calculado la información que estaba dispuesto a compartir conmigo, porque me habló de un modo pausado, casi didáctico. “En la antigua Grecia, Euclides redujo toda la geometría que había hasta entonces a tan solo cinco axiomas”. Estábamos sentados en el sofá y esta vez no había música de fondo. “Siglos después, uno de aquellos axiomas fue puesto en duda, y como consecuencia se descubrieron nuevas geometrías, desde entonces llamadas geometrías no euclídeas”. Yo le escuchaba pensando “vaya, otra cosa que voy a tener que ir a buscar a internet, los axiomas de Euclides”, porque no quise interrumpirle. “Poner en duda los axiomas nos hace crecer, del mismo modo en que cuestionar nuestros prejuicios puede cambiarnos sustancialmente”. No se podía negar que sus palabras tenían sentido, y me sentí aliviada al ver que empezaba a comprenderle, pero aún así seguía sin entender por qué se alteraba de aquel modo llegados a cierto punto, así que traté de indagar más. “¿Hay algún axioma de los de Zermelo-Fraenkl que se pueda discutir?”, le pregunté. Debí de dar en el clavo, porque en ese momento respiró profundamente, y después asintió con un gesto lento y prolongado de la cabeza. “Hay muchos, casi todos en mi opinión”.

Me quedé absorta un momento, y traté de recordar lo que había leído. Al parecer, los axiomas de Zermelo-Fraenkl eran la respuesta al descubrimiento de la paradoja de Russell, una paradoja que había significado, por así decirlo, un fallo en el sistema de fundamentos de las matemáticas. Aún así no conseguí recordar ninguno de aquellos axiomas, así que le pregunté: “¿podrías darme un ejemplo?”, aunque, después de una pausa, añadí: “¿uno que pueda comprender?”. Me miró entonces con suavidad, y me pareció incluso entrever el asomo de una sonrisa. Tuve la sensación de que su habitual obcecación matemática se estaba empezando a relajar, aunque aún parecía resistirse, como si lo incomodase o aburriese tenerme que dar explicaciones que él ya tendría superadas. Dijo: “el axioma de elección es uno de ellos, pero ese quizá es un poco abstracto”. Agradecí que tuviera el detalle de considerar un posible exceso de abstracción, y lo miré expectante. Le dije: “pues uno más sencillo”, y entonces volvió a respirar profundamente. Se reclinó sobre el sofá y miró en dirección al techo, y otra vez volví a tener la sensación de que calculaba o sopesaba cuánto decirme o si hacerlo o no. Esperé en silencio hasta que, finalmente, dijo: “hay un axioma que dice que existe un conjunto vacío, es decir que existe un conjunto que no tiene ningún elemento: el conjunto vacío”.

Confieso que aquello me decepcionó. Esperaba algo más espectacular, algo más problemático o sugerente, un dilema de mayor complicación. Pensé: “¿qué problema hay en que exista un conjunto que no tenga ningún elemento?”, y me imaginé una bolsa vacía, sin nada en su interior. Seguí en silencio durante un momento, todavía observándolo. Se había quedado inmóvil, con los ojos cerrados, pero había en sus cejas y en la inclinación de sus labios una expresión que parecía esconder tristeza o cansancio. Me acerqué un poco a él y sentí su olor, me pareció que de madera palpitante. Era la primera vez que nuestra conversación no terminaba de un modo abrupto, que Deverne no se encendía o ponía nervioso, o que yo no me marchaba de allí, cansada de esperar a que dijera nada. Recordé entonces sus palabras (“el empeño de la vida en seguir viviendo”, “una especie de axioma universal de la vida”, “poner en duda los axiomas”), y sentí una súbita compasión por él. Todas aquellas reflexiones matemáticas parecían conducir a Deverne a un pesimismo de una índole teórica (y por lo tanto más profunda y peligrosa, puesto que no respondía a un estado de ánimo concreto y pasajero, sino a un convencimiento racional), pero sobre todo parecían suponerle un tormento, un peso que a veces lo incendiaba, pero que otras veces lo hundía y silenciaba. Continué mirándolo y me acerqué un poco más. Su respiración era pausada y su pecho se movía muy poco y muy lentamente. Aquella quietud sostenida y oscilante me recordó a su manera de hacer el amor, y sentí un repentino deseo, casi urgente, de besarlo. Antes de hacerlo, sin embargo, me levanté del sofá y me acerqué al ordenador. Cuando empezó a sonar la música, Deverne abrió los ojos y esta vez sonrió con toda claridad. Por primera vez, más que una mera excitación sexual, lo que sentí fue un afecto y unas ganas de abrazarlo más poderosas, más tiernas y amorosas que las que había sentido hasta entonces. Volví a sentarme a su lado en el sofá, puse una mano sobre su mejilla, y cerré los ojos yo también.