LA TRAMPA PERIMETRAL

[a partir de la idea de Mònica Casas]

Desde hace un tiempo estoy siguiendo a un hombre. Mi teoría es que se llama Marcelo, y que fue el conserje de la facultad donde estudié. La primera vez que lo vi fue en la calle Villarroel, justo en la entrada del Hospital Clínico. Llevaba abrigo y un gorro de lana, y una bufanda que le llegaba a los pies. Pensé: “¿no es ese el señor Marcelo, el conserje Marcelo?”, pero andaba con prisa y me sonó el teléfono móvil, así que seguí andando y me olvidé de él. Poco después volví a verlo en la misma calle, y esta vez me detuve a observarlo mejor. Estaba de pie, absolutamente inmóvil, mirando en dirección al cielo. Volvió a parecerme que era él, así que me acerqué y le pregunté: “disculpe, ¿es usted el señor Marcelo?”, pero me respondió: “no”, sin mirarme. Me dedicó después una breve sonrisa, y sin decir nada más se marchó, como si mi pregunta le hubiera impedido retomar su contemplación.

Una tarde me pasé por la facultad y pregunté por él. Hacía ya diez años que se había jubilado, pero nadie me supo decir mucho más. Por la edad, por lo tanto, podría ser él, pero el pudor me impidió indagar más. Me senté en uno de los bancos de piedra del claustro central, y dejé que los recuerdos me abrazaran la mente. Los estudiantes andaban de aquí para allá, y la nostalgia de los años universitarios me invadió por completo. Reviví las interminables charlas en el bar que compartíamos con la facultad de letras, la fiebre que nos dio durante un tiempo por el ajedrez, o los días en que faltábamos a las clases y nos pasábamos horas en el jardín de la parte de atrás. Me paseé por el edificio ensimismado en un dulce viaje al pasado, hasta que al fin di con el recuerdo que había ido a buscar: la broma geométrica que le hicimos al señor Marcelo.

Era nuestro último año de carrera, y ya hacía tiempo que la teníamos en mente. El conserje Marcelo era un hombre risueño y amable, pero era por todos conocida su manía de desplazarse de un sitio a otro siguiendo a la perfección el perímetro de las paredes. A nosotros, futuros matemáticos, nos hacía gracia aquella singularidad geométrica, y los profesores lo consideraban una peculiaridad simbólica. Andaba siempre pegado a la pared, y la recorría con absoluta disciplina. Si no era recta y estaba cortada, por ejemplo, por el grueso de un pilar, en lugar de ahorrarse tiempo y continuar, como hacemos todos, salvando el obstáculo, recorría los lados de aquel rectángulo que se le apareciese, dibujando fielmente sus ángulos y sus lados, para continuar con el perímetro que hubiera después. Solo se saltaba aquella norma cuando había de acceder a una sala que estuviera en un lado diferente al que estuviera recorriendo, pero entonces lo hacía con la velocidad ligeramente incrementada, como si el cambio de un perímetro al otro -de una pared a la otra- fuera un momento incómodo y lo hubiera de salvar en el menor tiempo posible.

Era un poco inquietante verlo actuar de este modo, y conjeturábamos a menudo sobre el motivo de aquel trastorno. Pero lo que más hacíamos era fantasear con ponerlo a prueba, exponiéndolo a perímetros curiosos, un poco más complicados que aquellos que había en la arquitectura de la facultad. Aquel año nos tocaba a nosotros organizar la fiesta que se celebraba en la plaza que queda enfrente de la universidad, y se nos ocurrió plasmar allí nuestras fantasías. Lo habitual era montar una especie de feria de las matemáticas, y teníamos permiso del ayuntamiento para vender bebidas y poner música. La tradición era exponer curiosidades y juegos matemáticos, pero cada año los estudiantes al cargo de la organización construían algún elemento un poco más espectacular.

Se nos ocurrió construir una pared fractal. Escogimos la curva de Koch por su sencillez, y empleamos toda una semana para su construcción. La curva de Koch consiste en tomar un segmento y dividirlo en tres partes iguales, y sustituir la parte central por dos segmentos que formarían un triángulo equilátero con el segmento eliminado, como si en una trayectoria recta alguien hubiera levantado un pico en la parte central.

Esta construcción puede repetirse con cada uno de los cuatro segmentos resultantes, y la iteración puede hacerse cuantas veces se quiera. Construida así, cada iteración aumenta en cuatro tercios la longitud anterior, de modo que, si se van repitiendo de manera indefinida las iteraciones, el perímetro aumenta hasta el infinito, mientras que el área que contiene a la figura es una cantidad finita y que se mantiene fija, una de las propiedades fundamentales de los fractales. Daba la casualidad que la facultad había organizado un congreso hacía unos meses, así que tuvimos la suerte de disponer de una gran cantidad de materiales. Construimos una enorme curva de Koch, que cabía en un rectángulo de treinta metros de longitud, y con el máximo número de iteraciones de que fuimos capaces.

No iba a ser difícil encontrar una excusa para que el conserje acudiese a la feria y pasase por el perímetro de nuestra curva de Koch, pero éramos conscientes de que, por muchas iteraciones que hubiéramos conseguido, al ser un número finito, tarde o temprano terminaría por salir de la que llamamos “trampa perimetral”, así que aún le dimos una vuelta de tuerca, y al final del recorrido construimos una curva doblada sobre sí misma, parecida a una banda de Möbius, de manera que una vez terminado el recorrido, el señor Marcelo se viera obligado a volver a entrar en la curva otra vez.

El conserje cayó en la trampa, y recorrió la curva con su habitual disciplina. Nos lo quedamos mirando entre admirados y divertidos. Se entretenía en recorrer todos los recovecos que le habíamos propuesto, pero al cabo de poco la escena dejó de resultar graciosa. Nos dimos cuenta de la maldad de nuestra broma, y el señor Marcelo no atendía a nuestros ruegos para que dejara de recorrer la curva. Sin embargo el alcohol ya corría con generosidad, así que pronto dejamos de decirle nada. Cayó la noche y seguimos la fiesta en los locales de las calles adyacentes, y, simplemente, nos olvidamos de él.

Al día siguiente, de nuevo en la facultad, todos nos preguntábamos cómo habría terminado. Sabíamos que ese día entraba por la tarde, así que lo esperamos con auténtica expectación. Cuando entró por la puerta de la facultad, nos dimos cuenta en seguida de que ya no seguía los perímetros de las paredes, sino que ahora recorría los pasillos con absoluta normalidad. La resaca se nos pasó de golpe. Nos quedamos estupefactos, y después hubo una mezcla de reacciones. Algunos celebraron que hubiéramos encontrado una aplicación inesperada de los fractales, y que, de aquella manera tan matemática, hubiéramos resuelto su trastorno, pero era evidente también cierta sensación de tristeza, puesto que habíamos roto el encanto que tenía el conserje, una manía que no hacía daño a nadie y que se había convertido en una seña de identidad.

La anécdota fue muy comentada. Nunca supimos si terminó el recorrido, cuántas veces lo hizo, o si se cansó de hacerlo a medio camino. Del mismo modo en que no sabíamos el origen de su trastorno, tampoco ahora supimos por qué motivo se había resuelto, y cada vez que le preguntábamos evadía nuestras preguntas, dedicándonos siempre la misma sonrisa desenfadada y simple, tan parecida a la de aquel hombre que me había dicho “no” cuando le pregunté si era él.

Aquel año terminé la carrera, encontré un trabajo y estuve muchos años sin volver a la facultad. El tiempo se encarga de sepultar el pasado, pero el poso agridulce de aquella historia no debió de disolverse por completo, porque al ver aquel hombre sentí de nuevo las mismas sensaciones. Aunque la otra vez lo hubiera negado, yo seguía jurando que se trataba de él, así que esta vez probé con gritarle: “¡Marcelo!” desde una cierta distancia. Como en las otras ocasiones, estaba de pie, absolutamente inmóvil y con la vista hacia el cielo, observándolo con mucha concentración. No se giró ni hizo ademán de hacerlo, pero aún así seguí creyendo que era él, así que empecé a seguirlo.

Ahora sé dónde vive, sé cuáles son sus horarios, y qué es lo que observa con tanta atención. He comprobado que su objeto de estudio son las nubes, y que cuando el cielo está despejado se entretiene en mirar las copas de los árboles. No he vuelto a intentar averiguar si es él, porque estoy seguro de que lo es. Quizá mediante aquella broma geométrica resolvimos su manía con las paredes, pero no me cabe duda de que, a cambio, le inoculamos otro veneno. Las nubes y los árboles dibujan perfiles con las mismas propiedades que la curva de Koch, y mi apuesta es que, ahora, en lugar de seguir los perímetros de las paredes mientras camina, recorre los de las nubes y los árboles con la mirada. Supongo que siempre he sido demasiado dado a la melancolía y a la culpabilidad, porque soy incapaz de dejar de seguirlo, a pesar de cuánto me entristece hacerlo. Ya no se le ve risueño ni amable, y más bien parece un alma en pena, un hombre perdido en delirios geométricos. Lo que aún no sé es si estoy reuniendo fuerzas para intervenir, o si es que estoy esperando, pasivo pero esperanzado, a que algún día vuelva a su antiguo trastorno, y se repare el daño de aquella broma inconsciente y fatal, de aquel veneno malvado y fractal.