la resta no existe

Las dudas de Valeria nacieron una tarde del mes de septiembre. El curso escolar había empezado y la academia de baile que regentaba ya tenía las clases llenas. Esa tarde, mientras el primer grupo de niñas estaba cambiándose en los vestuarios, Valeria se disponía a cerrar la puerta de la academia cuando escuchó unos gritos en el exterior. Detuvo el gesto de cerrar la puerta, la volvió a abrir y salió a comprobar de qué se trataba. Una madre tenía cogida a su hija por la mano y parecía que la intentase arrastrar.

-¡Te he dicho que quiero que aprendas a bailar! -le gritaba la madre, enfurecida.

-¡Pero yo no quiero ir, mamá!

En ese momento la madre advirtió la presencia de Valeria. Valeria, a su vez, la reconoció a ella. Habían hablado la semana pasada en la recepción de la academia. La madre preguntó por precios y horarios. Al parecer, sin embargo, el interés era exclusivo de la madre. Valeria pensó en tratar de calmar los ánimos de la discusión pero, a pesar de sentir una inmediata empatía por la niña (si no quería bailar, ¿para qué obligarla?), sabía que tan peligroso era desacreditar a la madre dándole la razón a la niña, como posicionarse en favor de la madre y perder la confianza de una posible alumna. Lo más prudente, pues, era mantenerse al margen. Hizo ademán de entrar de nuevo en la academia y les dijo:

-¿Puedo ayudar en algo?

La madre debió de avergonzarse y miró a Valeria sin decir nada, negando con un gesto de la cabeza. La niña aún lloraba pero cuando por fin se vio liberada, corrió en dirección opuesta a la academia, calle arriba, perseguida por su madre. En ese momento Valeria sintió una leve presión en el pecho, como un peso mal colocado entre pulmón y pulmón. Cerró la puerta y esperó unos instantes en el pasillo que conducía a las aulas. Escuchó aquella sensación, tratando de comprenderla. No era tristeza, ni tampoco ansiedad, ni tampoco se parecía a las sensaciones que le producían en el estómago ninguna de sus preocupaciones habituales. Incapaz de encontrarle un significado, achacó aquella incomodidad a la habitual acumulación de trabajo de las primeras semanas de curso, y entró en el aula para dar su primera clase del día.

Por la noche, cuando se marcharon todas las niñas, recordó la escena de nuevo. El llanto desgarrado y rebelde de la niña contrastaba con la terquedad dictatorial que impostaba la madre, una exigencia manifestada en la brusquedad con que tiraba de la niña, que se revolvía sin conseguir liberarse. Valeria pensó en cuán tozuda debía de ser la voluntad de aquella madre. Por una simple asociación de ideas, pensó entonces en Justine, su madre. En ese momento recordó, como si deslizase una serie de fotografías en la pantalla de un teléfono, las eternas horas de práctica con ella en el comedor de casa, la infinidad de consejos técnicos fruto de su experiencia, los análisis de los ensayos cuando la recogía para llevarla a casa, o aquella expresión, mezcla de dulzura y amenaza, con que le repetía, subrayando con el dedo índice cada palabra:

-Ensayo, ensayo y ensayo, hija, esa es la clave del éxito.

Sin duda Justine era la persona con quien más tiempo compartió Valeria. Justine había sido también bailarina de joven y perseveró en inculcar en su hija la disciplina necesaria para formar una carrera. Después de estudiar en el Conservatorio Superior de Danza, Valeria ingresó en la Compañía Nacional de Ballet. Se mantuvo en la primera línea profesional durante unos años hasta que, a los treinta y cuatro, abandonó los escenarios y abrió la academia. La imagen de la otra madre, la que pretendía obligar a su hija a bailar, se solapó entonces en su mente con el recuerdo de Justine. Valeria se repetía aquella sentencia (“te he dicho que quiero que aprendas a bailar”) y ahora no solo le dolía en el pecho, sino que una especie de vibración arrítmica le crispaba también el estómago.

También el recuerdo de la niña resultaba inquietante. Valeria se había visto a sí misma en infinidad de fotografías: con siete, con ocho, con diez años, cogida de la mano de su madre. En ellas Justine siempre dibujaba una expresión orgullosa en su rostro, mientras los ojos de la pequeña Valeria apenas comunicaban nada, desvaídos en la timidez de su infancia. La superposición de imágenes fue, de nuevo, inevitable, y se preguntó entonces qué diferencias habría entre ella y aquella niña. En ese momento sus pensamientos empezaron a asustarla y encendió un cigarrillo, nerviosa. ¿Cómo se le podía estar ocurriendo que esa niña podría haber sido ella misma? Tonterías, se dijo, solo estoy pensando tonterías, y decidió recoger sus cosas, cerrar la academia y dirigirse a su casa.

Por la noche, sin embargo, tuvo que enfrentarse de nuevo a aquella escena. Su imaginación insistía en recrearla, aunque ahora cambiaba las protagonistas por ella y Justine. ¿Quizá ella misma hubiera vivido esa escena y la había borrado de su memoria? Pensar en aquella posibilidad aumentaba su angustia, así que trató de razonarla. De acuerdo, se decía, aquella niña no quería bailar y se había resistido hasta que se había salido con la suya. Pero ella conocía ese proceso: algunas niñas empezaban por rechazar las clases de danza, pero sus motivos eran débiles. Solía tratarse de vergüenza o del simple miedo a la novedad, porque después se acostumbraban y les terminaba gustando.

A pesar de sus esfuerzos, sin embargo, la inquietud en el pecho no desaparecía y la impedía dormir. Se levantó de la cama y salió al balcón a observar la noche. No había nadie en las calles y las farolas parecían alumbrar con desgana. ¿Quién soy?, se preguntó entonces. ¿En qué momento me consultó mi madre si quería dedicarme a la danza? Cada vez que le preguntaban por qué había elegido aquel camino, se limitaba a responder que le gustaba bailar, que siempre lo había hecho, que jamás había pensado en hacer otra cosa. Pero ahora dudaba de sí misma. ¿Y si la danza había sido una imposición de su madre?

La idea era extrañamente atractiva y aunque se esforzaba en recordarse a sí misma, le resultaba imposible: empezó a bailar con apenas cinco años y no recordaba nada de su infancia anterior. Analizó entonces su vida de manera global. ¿Hubiera elegido la danza si la decisión hubiera dependido exclusivamente de ella? Las horas de insomnio se convirtieron entonces en una sombra de dudas, con una sensación de desconcierto que le apretaba en el pecho. Se planteó incluso, por primera vez en mucho tiempo, su futuro a largo plazo. ¿Qué haría a partir de ahora? ¿Iba a dedicarse a dar clases, en la academia, toda su vida?

No es fácil revisar la trayectoria que uno ha seguido y no ser capaz de entrever cuál ha sido el motivo último, cuál va a ser nuestro próximo objetivo, o qué sentido tienen los actos que realizamos. Las dudas de Valeria soliviantaron los cimientos de su persona y su humor cambió repentinamente. Canceló los eventos del sábado y decidió viajar hasta la capital. Poner distancia era su manera de aclarar las ideas. Tomaría el tren esa misma mañana y pasaría el fin de semana en la ciudad donde un día triunfó como bailarina. Allí se sentía segura y libre, y ser anónima entre tanta gente le proporcionaría el espacio idóneo para escuchar a sus intuiciones.

Cuando salió de la estación principal, el sol estaba en su máximo esplendor. Paseó por el centro histórico confundiéndose con los turistas, compró libros de arte en la tienda del museo nacional y comió en las paradas del nuevo parque que habían construido en las orillas del río. Por la tarde recorrió la avenida donde se concentraban la mayoría de teatros y se entretuvo en fotografiar los grandes carteles de las obras que se estrenaban. Perderse en la gran ciudad funcionó como un bálsamo para sus preocupaciones pero, a medida que el cielo oscurecía y la ciudad encendía sus luces, otros miedos la afectaron. La perspectiva de cenar sola en uno de los restaurantes por cuyas cristaleras podía observar a parejas, familias y grupos de amigos, le produjo un pudor conocido: la vieja vergüenza a ser vista sola, a sentirse vulnerable sin compañía. Decidió entonces comprar fruta y cenar en la habitación del hotel. Después sopesó la posibilidad de irse a la cama y leer los libros que había comprado, pero en seguida se reprendió por la idea. Había ido hasta ahí para airearse, para cambiar de energía y renovar el foco de sus pensamientos, así que después de ducharse, se cambió de ropa y volvió a salir a la calle.

Era sábado noche y el ajetreo nocturno había cambiado el ritmo de la ciudad. El turno de las cenas daba paso al de las copas y la mayoría de gente que había en la calle era joven. Valeria recordó entonces que, a pocas calles de distancia, había un local de música en vivo. Cuando llegó, desde el exterior del local escuchó el ritmo y la melodía de lo que pudo reconocer como una bossa-nova. Sobre los arpegios de una guitarra sutil y melosa, una voz masculina cantaba, seguramente en portugués. De nuevo, la idea de acudir sola a un lugar público le resultó un poco embarazosa, aunque esta vez era diferente. Estar sola en un concierto, mezclada entre el público era más fácil, menos expuesto que hacerlo en un restaurante. Valeria pagó la entrada, pidió en la barra una bebida y se acercó con discreción al escenario.

Esa noche conoció a Ricardo. No era la primera vez que Ricardo tocaba en aquel local, pero hoy estaba más nervioso que de costumbre. Había mucha gente entre el público y el formato de hoy era más arriesgado: en lugar de su banda habitual, hoy solo estaban en el escenario él y su guitarra.

La música de Ricardo envolvió a Valeria en una vaga sensación de estar flotando. En efecto, cantaba en portugués y el aroma brasileño de sus canciones combinaba con naturalidad con su voz relajada. La textura vaporosa de aquella música hizo efecto en la sensibilidad de Valeria, que empezó a bailar tímidamente. Bailar, siempre me ha gustado bailar, ¿para qué preocuparme tanto?, se dijo entonces, mientras poco a poco lo hacía más desinhibida, viendo como el resto del público también se animaba.

Cuando Ricardo percibió la presencia de Valeria, no pudo evitar un breve temblor en la voz. En aquel momento iba a dar una pausa en el concierto pero, al verla bailar en un rincón apartado junto al amplificador de sonido, decidió no hacerlo para seguir observándola.

Valeria se movía con una armonía prudente y delicada. Si bailar es un modo de hacer el amor, con solo mirar a Valeria, Ricardo se enamoró de ella. Sintió entonces cómo las letras que emanaba su voz, cómo los acordes que proponían sus dedos acariciando las cuerdas de su guitarra, tenían el único sentido de inducir el baile de aquella mujer, seguramente introvertida, pero de una sensualidad irresistible. El resto del público, el escenario y las luces de los focos se esfumaron entonces a ojos de Ricardo, que se dedicó por completo a generar la música que inspirase a Valeria.

Parecía que estuviera tocando para ella, porque estaba tocando para ella.

A su vez Valeria se fue poco a poco embriagando de aquel ritmo dócil y alegre, y se dejó llevar en movimientos sencillos. Adoraba improvisar: bailar según los estímulos espontáneos de la música y no en coreografías cerradas, con pasos estudiados cuyo único valor era realizarlos a la perfección. Una de las canciones subrayó entonces su sensación de estar flotando. Deseaba que aquella canción no acabara nunca y cuando lo hizo, miró al escenario para aplaudir a modo de agradecimiento. En ese momento cruzó la mirada con la de Ricardo, que la observaba todavía admirado. Cuando Ricardo se volvió para el público para anunciar la siguiente canción, Valeria sonrió para sí misma. Por una vez no era ella quien no podía aguantar la mirada de alguien.

El sentido del paso del tiempo es irónico y a veces su humor es malicioso. El concierto duró un poco más de dos horas pero a los dos les pareció que había durado un minuto. Al terminar, Ricardo sintió un deseo irrefrenable de conocer a Valeria y, viendo que se dirigía hacia la salida, dejó la guitarra en el escenario y, esquivando a la gente que lo felicitaba, la alcanzó justo en la puerta. Cuando la tuvo en frente sintió los latidos de su corazón como si fueran golpes de un bombo atrapado en su pecho.

-Me gustaría conocerte -le dijo.

Valeria lo reconoció, y después se quedó un instante en silencio.

-A mí también -respondió al fin.

Ricardo entró apresurado a recoger su guitarra mientras Valeria lo esperaba en el exterior. Los demás locales de la calle acumulaban gente en sus puertas y terrazas, y la música que salía de ellos se mezclaba entre sí. Cuando Ricardo salió del local se acercó a Valeria y le preguntó:

-¿Caminamos?

No habría podido proponerle nada mejor. Valeria asintió y los dos anduvieron en dirección al centro, como dos viejos amigos que regresan a casa sin ninguna prisa.

La conversación entre dos que desean conocerse puede ser sorprendentemente profunda. El deseo de captar la esencia del otro facilita la síntesis, mientras toman importancia otros detalles que no pertenecen al lenguaje. Mientras Ricardo le contaba a Valeria el recorrido que, después de sus orígenes en Brasil, su pasión por la música le había hecho seguir, Valeria pensaba en que, con aquel acento que tenía, parecía que cantase. Por su parte, mientras Valeria resumía la historia de su vida y su relación con la danza, Ricardo observaba con disimulo su manera de andar, pensando en que lo hacía como si bailase.

Llegaron al viejo puente del casco antiguo y se pararon a observar el río, apoyados en los anchos barrotes de hierro. En ese momento se produjo un largo silencio. Valeria agradeció para sus adentros que Ricardo tolerase aquellas pausas, mientras Ricardo reunía el valor para decirle a Valeria algo que hacía rato que lo inquietaba.

-Valeria -le dijo-. Te noto el alma inquieta.

Ella lo miró sorprendida, pero se mantuvo en silencio. O bien Ricardo tenía una intuición especial, o bien las dudas que arrastraba se le transparentaban demasiado mientras hablaba. Meditó entonces si debía seguir abriéndose a él. Solía tardar mucho en compartir sus preocupaciones y aún no había hablado con nadie sobre sus recientes dudas. Sin embargo, presintió que Ricardo era la persona indicada para hacerlo.

-No sé qué hacer con mi vida -concedió al fin-. Tengo una extraña sospecha de que todo lo que he hecho en mi vida no ha servido para nada.

Sobre el agua del río resplandecían los reflejos de las luces urbanas. Valeria había resumido en un par de frases todas sus inquietudes y ahora sentía una inseguridad repentina, no sabiendo, tampoco, si se había explicado del todo bien.

-Valeria -dijo Ricardo.

-¿Qué?

-¿Sabías que la resta no existe?

Valeria frunció el ceño, extrañada. ¿La resta no existe? ¿Y eso qué tenía que ver ahora? Ricardo le contó entonces que, antes de ser músico, en Brasil, era profesor de matemáticas. Aquella confesión sorprendió aún más a Valeria, que no entendía el giro que la conversación estaba tomando.

-Lo único que existe es la suma -sentenció Ricardo-. La resta es un artificio matemático, una invención del ser humano.

-¿Qué quieres decir? -replicó Valeria, estupefacta.

Ricardo sonrió. Jamás hubiera pensado que terminaría hablándole de conceptos matemáticos a la mujer por quien sentía tanto deseo.

-La operación de restar números, en realidad, no existe. La única operación verdadera, la única operación matemática genuina que el cerebro humano es capaz de realizar es la suma. Todas las demás son invenciones teóricas, creaciones ficticias que se derivan de ella.

Valeria arqueó de nuevo las cejas. Siempre había pensado que las matemáticas eran una ciencia fría, alejada de los sentimientos de las personas.

-No… No sé si te entiendo -titubeó.

-Cuando tú te preguntas cuánto son, por ejemplo, diez menos cuatro, lo único que haces es preguntarte cuánto tienes que sumarle a cuatro para que te dé diez. Es decir que, de alguna manera, solo estás deshaciendo una suma: haciéndole una pregunta a la suma.

Valeria lo miraba atónita.

-¿Me explico? -añadió Ricardo.

Valeria se esforzó en concentrarse. No era fácil hacerlo mientras Ricardo la miraba con aquellos ojos intensos, que ahora lucían una pasión renovada. Ante el silencio de Valeria, Ricardo buscó otras palabras:

-La resta es una operación inventada. Restar no es más que deshacer una suma. La suma no solo es el origen de todas las demás operaciones, sino que es el único cálculo verdadero que existe, la única operación innata de nuestras mentes. Matemáticamente hablando, en realidad solo sabemos añadir: solo sabemos sumar.

Las palabras de Ricardo empezaron a cobrar sentido para Valeria. Inconscientemente, como si buscase confirmación en Ricardo, Valeria repitió entonces:

-Restar es deshacer una suma.

-¡Exacto! -dijo Ricardo, levantando un dedo fingiendo una cómica importancia-. ¡La resta no existe!

El cambio de tono divirtió a Valeria, que reía de la solemnidad que Ricardo simulaba.

-¡La resta no existe! -repitió Valeria, todavía entre risas.

-Pasa lo mismo con la multiplicación -prosiguió Ricardo-. Multiplicar es encadenar sumas, ¿verdad? Cuando te preguntas cuánto vale tres por cuatro, lo único que haces es sumar tres a sí mismo cuatro veces, ¿no es así? Fíjate bien:¡la multiplicación tampoco existe!

Ricardo acompañaba sus gestos con creciente exageración. Continuó explicándole que, así como la resta es solo una inversión de la suma y la multiplicación una encadenación de sumas, del mismo modo, la división era la inversión de la multiplicación, la potencia (aquello de elevar un número a otro, ¿recuerdas?, puntualizó) era a su vez una encadenación de multiplicaciones, e incluso las raíces (o los famosos logaritmos) eran solo preguntas relacionadas con el producto y, por lo tanto, también, derivadas de la suma.

-Es decir que, en esencia -concluyó Ricardo-, la única operación real del ser humano es la suma.

Valeria lo escuchaba atentamente pero cuando Ricardo pronunció la palabra logaritmo, fingió una expresión de espanto, recordando los horribles profesores que había tenido.

-Ojalá te hubiera tenido a ti de profe de mates -dijo entonces, divertida.

Ricardo sonrió. Se dio cuenta entonces de que mientras hablaba se había dejado llevar por aquel viejo apasionamiento por las matemáticas que había dejado de lado años atrás. Decidió dedicarse por completo a la música porque era su verdadera pasión, pero dar clases de matemáticas nunca le había disgustado. Después de una pausa, siguió hablando en un tono más íntimo.

-Lo que te quiero decir, Valeria, es que todo lo que hacemos en nuestras vidas es sumar. No podemos pensar que nada de lo que hemos hecho representa una resta, y nos quita valor, o significado. Todo lo que haces en tu vida suma: añade valor a tu existencia. Todo ese pasado acumulado, todas esas experiencias sumadas son lo que nos conforma.

-Nuestro pasado no nos resta nada -añadió-, porque solo sabemos sumar.

Ricardo cerró el círculo de su razonamiento alzando las manos hacia el cielo.

-¡Si las mismísimas matemáticas lo demuestran!

Valeria volvió a reír, pero comprendió la intención de Ricardo. Quizá tuviera razón. Quizá todas sus dudas eran estériles y no valía la pena mirar a su pasado como si no hubiera servido de nada o, como decía él, como si le hubiera restado nada. ¿Qué sentido tenía plantearse si la danza fue una imposición de su madre? Analizar el pasado era absurdo si era imposible cambiarlo y, de todas maneras, la había llevado hasta donde ahora estaba. Quizá las cosas ya no eran como hacía unos años, o quizá era incluso el momento de cambiar de rumbo, pero eso no significaba que todo lo que había vivido era un tiempo perdido, o restado. En ese momento Valeria observó de nuevo su vida como una serie de fotografías. Las horas de ensayos, las de conservatorio, los espectáculos en el teatro, la lesión, la academia, las niñas, incluso el baile en el concierto de Ricardo, o aquella conversación apoyados en el puente de hierro. Pretender que aquella terrible escena entre madre e hija tenía que algo ver con ella había sido un arrebato sin sentido. A ella le gustaba bailar y aunque su carrera en la danza hubiera sido un tiempo duro y de complicaciones, el hecho de que nunca se hubiera planteado hacer otra cosa, hablaba por sí solo.

Valeria notó entonces con claridad como le desaparecía del pecho aquella extraña sensación. La liberación fue repentina: ahora la novedad era no sentir nada ahí. En ese momento se sintió aliviada, como si presenciara una victoria del pensamiento. Claro que sí, se repitió. Basta de miedos sobre el futuro, basta de dudas sobre el pasado. La academia era su manera de ganarse la vida y ella era feliz dando clases a las niñas. Fuera cual fuera su motivo último, su pasado era una serie de sumas que la habían llevado hasta el presente y pensar en él como si fuera una resta, como decía Ricardo, era absurdo.

-La única operación verdadera es la suma -dijo entonces, convencida.

-El único sentido de la vida es hacia adelante -añadió Ricardo.

Los dos sonrieron e instintivamente se giraron hacia el otro. La brisa desordenó unos mechones sobre el rostro de ella: él tragó saliva y parpadeó.

Se miraron como si quisieran besarse, porque querían besarse.

-La resta no existe -suspiró Valeria, justo antes de sentir en sus labios los de Ricardo.