la verdad

no existe

La noche en que conocí a la familia de Marcela presencié una situación en principio incómoda, pero que me resultó muy inspiradora. No me atrevería a decir que discutieron, más bien fue un fuego fallido prematuramente, uno de esos amagos de incendio que se anticipan demasiado peligrosos y que por eso mismo se apagan antes de encenderse, como si un cálculo previo e instantáneo desaconsejase a todas las partes entrar en el enfrentamiento porque hay demasiadas pérdidas, demasiado riesgo para tan poco beneficio. Una hipotética discusión, además, parecía poco apropiada para aquel momento. Hacía ya tiempo que Marcela y yo salíamos juntos pero era la primera vez que cenábamos con sus padres, así que imagino que prefirieron ahorrarme el espectáculo, o quizá es que se lo ahorraron a ellos mismos.

En todas las familias hay heridas. Todas acarrean a sus espaldas conflictos y trapos sucios, no existe la familia perfecta y completamente feliz en la que no haya ninguna fricción de ningún tipo; es humanamente imposible, es condición de grupos, no digamos si son familiares. En mayor o menor medida siempre hay direcciones concretas en las que el amor no fluye con total libertad y armonía, o porque en algún momento se disipó o enturbió -porque se truncó y oscureció y finalmente se rompió o tan solo cambió pero no hubo adaptación a ese cambio- o porque ese amor ya nunca estuvo de entrada, o bien porque una de las partes no lo supo dar o porque la otra no lo sintió, no lo interpretó del mismo modo. En muchas familias estas heridas han derivado en tragedias, en derramamientos de sangre o de violencia -aunque solo sea verbal- a menudo producto de la acumulación progresiva y finalmente explosiva de rencores y de agravios, todos tenemos ejemplos cercanos. Lo más habitual, sin embargo, es que los conflictos se mantengan bajo control y se consigan omitir las discrepancias graves, no solo las que tienen que ver con acciones o palabras que un día se consideraron ofensivas y que no se consiguen perdonar sino también esas otras, mucho peores, que, aunque señalen superficialmente a hechos concretos, en realidad apuntan a la forma de ser del otro y por lo tanto son más difíciles de resolver, cuando no imposibles.

Lo más común, pues, es evitar levantar ampollas y generar nuevas discusiones o peleas, y así los resentimientos y los reproches enquistados sobreviven de un modo latente, a intensidad baja, a veces incluso nula, aunque solo sea en apariencia. Esta solución no es del todo mala, sobre todo porque aporta -y esa es su principal ventaja- una sensación de ausencia de conflicto, una paz que quizá no sea resolutiva pero por lo menos no escarba, no ahonda. La pena es que ese es, precisamente, su problema. Las cicatrices que deja están impregnadas de una resignación y un fracaso que no mueren, y que además tienden a reaparecer. Es el fracaso de los dolores antiguos a los que no se vuelve pero que cualquier día resurgen, basta un comentario desafortunado o malintencionado -una mala cara, la excusa de una discusión nimia, la influencia de agentes externos- para que reaparezcan como tabúes silenciados, esos que solo lo son mientras nadie los señala pero que de pronto un día se destapan como cajas de Pandora con renovada furia y renovadas lágrimas, lágrimas de rabia o de dolor o impotencia y que creíamos marchitas pero que regresan intactas, como si el origen del conflicto aún estuviera vivo, vivo y presente y molesto como esos elefantes enormes e incómodos y que todo el mundo finge no advertir. El remedio, sin embargo, a menudo es peor que el problema, y por eso tapar o dejar pasar y mirar hacia otro lado es la solución más popular, la más extendida, a veces la más eficaz, a veces también la única posible. Aunque se trate de una forma más de hipocresía, por lo menos es compasiva, y quizá por eso funcione. Ojos que no ven, corazón que no siente, y gracias a esa ceguera voluntaria una buena cantidad de familias consigue sepultar con éxito sus peores trapos. El tiempo lo supera y lo acepta todo o casi todo, y lo que un día nos pareció intolerable puede incluso acabar olvidado por completo, difuminado en la espalda negra del tiempo, como diría Marías.

De la familia de Marcela yo solo disponía de algunas descripciones, ella me había hablado de ellos pero nunca habíamos profundizado demasiado, así que mi expectativa era encontrarme con esa especie de normalidad, esa placidez más o menos estable, habitual. Eran cuatro. Luisa la madre, Miguel el padre, Ana la hermana mayor y Marcela la menor, aunque aquella noche la hermana de Marcela no estaba. El desencadenante fue una llamada telefónica. Sonó el teléfono de Luisa -la madre de Marcela- y se hizo el silencio en la mesa. No recuerdo de qué estábamos hablando -nos habíamos acabado de sentar y antes tan solo hubo un poco de charla desordenada y fragmentada, las introducciones habituales no demasiado ágiles, algo torpes o forzadas, aunque voluntariosas- pero sí recuerdo que me pareció muy abrupta la forma en que todos se quedaron en silencio. Pensé que aquella sería una llamada pendiente importante, y me quedé callado, expectante. Marcela arqueó las cejas y miró a su madre mientras movía el cuello de manera repetida de un modo que me pareció inquisitivo -como exigiéndole que desvelara quién era la persona que estaba llamando- pero fue Miguel -el padre- quien lo preguntó directamente. Luisa respondió: “Nadie, no es nadie” con un tono que parecía albergar impaciencia, fastidio, casi ofensa. Tanto la forma en que se lo preguntó Miguel como la forma en que le respondió Luisa me pareció que se salían de la cordialidad y la calma que hasta ahora había percibido, y además Luisa acompañó su respuesta con un gesto rápido, casi agresivo: cogió el teléfono, se levantó de la mesa y lo colocó boca abajo en una repisa que había junto a la puerta de la cocina. Lo puso fuera de la vista y del alcance pero no lo puso en silencio, de manera que durante un tiempo se escuchó la melodía junto con la vibración, repetitiva y apagada como un lamento ignorado, una tristeza mecánica y lánguida. Sonó diez, quince veces, muchas más de lo habitual. Habría alguien muy paciente, o muy confiado, o muy insistente, o muy desesperado al otro lado del teléfono. Hasta entonces la incomodidad de la situación ya era patente, pero cuando por fin dejó de sonar el teléfono, se produjo el fenómeno que amenazó con desatar el escándalo, el fuego fallido al que me refería al principio.

Pasó que los tres hablaron a la vez. Aunque, para ser más preciso, no es que lo hicieran al mismo tiempo, sino que apenas hubo pausas entre sus intervenciones, las encadenaron casi a la perfección. Hablaron el uno tras el otro sin que ninguno dejase acabar al anterior, interrumpiéndose lo mínimo, lo suficiente como para que se produjera un efecto de cabalgamiento, de ráfaga de contenidos sucesivos. Fueron tres intervenciones rápidas y seguidas, sincronizadas, en realidad una proeza de coordinación. Primero habló Miguel pero en seguida fue pisado por Luisa, y sin que Luisa hubiera acabado ya había empezado Marcela. Si se lo hubieran propuesto es muy probable que no lo hubieran conseguido. Esto en principio no es una casualidad difícil, se da a menudo pero más bien sucede entre extraños y eso fue, precisamente, lo que me hizo dudar. Cuando hay confianza los ritmos se conocen y cada uno intuye y respeta los tiempos del otro y es más difícil que se produzca. Se espera, se pasa la palabra con naturalidad y sin interrupciones. Existía la posibilidad de que esa fuera su manera de relacionarse -hay familias que son habladoras aceleradas, que se solapan e incluso se gritan sin que eso sea visto como una agresión o una falta de respeto sino como un modo de intensidad o de urgencia, la prisa por ser el primero en fijar doctrina o por ser el último en dictar sentencia, a veces también el gusto por la vehemencia, o la tendencia a la competición por tener la razón o por atraer el foco, las luchas egoicas, las pugnas por la obtención del amor en sus múltiples formas- pero no me parecía que fuera ese el perfil de la familia de Marcela, no me lo parecía para nada en realidad. Tan solo llevaba con ellos un rato pero todo había sido suave, sereno, era extraña aquella subida de tono. La llamada de remitente desconocido y aquel “nadie, no es nadie” entre agresivo y ofendido tenían que ser, por tanto, los desencadenantes de aquella inesperada explosión acompasada, y aunque tardé unos segundos en estar seguro de haber comprendido, los tres mensajes fueron lo suficiente claros como para poderlos captar bien.

El primero que habló fue Miguel. Dijo: “¿Cuándo va a dejar de llamarte?”. En su voz había dureza pero, más que una petición de explicaciones o una mera interrogación pareció un lamento, una queja antigua y repetida hasta la saciedad, cuándo va a dejar de llamarte, cuándo va a dejar de hacer eso que tanto me molesta, estoy cansado de que lo siga haciendo, estoy cansado también de decírtelo, eso me pareció que expresaba. Me pregunté a quién se refería y por qué lo hacía de aquel modo, quién era ese alguien que ya hacía tiempo que llamaba a Luisa y por qué le fastidiaba tanto a Miguel que lo hiciera, pero acaso fue solo el germen del pensamiento -su prefiguración o intuición, su esbozo- porque antes de que terminara, Luisa ya estaba diciendo: “Si te ocuparas de tus cosas no tendría que ser yo quien te hiciera de madre”. El tono de Luisa sonó más como una sentencia, o quizá un golpe bajo, un reproche explícito, en todo caso. Esta vez sí se trataba de una queja directa, no formulada en forma de pregunta casi retórica como la de Miguel. No te ocupas de tus cosas y te tengo que hacer de madre. No precisaba a qué cosas se refería, pero sí que era ella quien tenía que ocuparse de ellas y que eso la convertía en la figura simbólica de su madre -o quizá no tan simbólica, aunque ese era terreno pantanoso, tanto como lo es el psicoanálisis- aunque tampoco esta vez tuve tiempo de pensar demasiado porque, en seguida, interrumpiendo la parte final de la intervención de su madre, Marcela dijo: ”¿Por qué Ana siempre tiene que llamar cuando sabe que estoy aquí?”, una última pulla que apenas alcanzaba a disimular el veneno que llevaba inyectado, yo conocía sus tonos y en este había intención y señalamiento, mala sangre, eso me pareció.

Esas fueron las tres balas del tiroteo, los tres disparos que se intercambiaron. El padre acusaba a la madre de recibir unas llamadas por lo visto por él no deseadas, ella a su vez lo acusaba de tenerle que hacer de madre, y finalmente Marcela acusaba a su hermana ausente de llamar justo cuando ella estaba allí, y además parecía pedirles explicaciones de ello a sus padres. Las acusaciones eran bastante claras, aunque todas escondían reproches más o menos velados. En caso de ser cierto, ¿por qué llamaba Ana a su madre justo cuando sabia que Marcela estaba allí con ellos? ¿Y por qué eso molestaba tanto a Marcela? Para expresarse usó uno de esos tonos infantiles de cuando se dice “lo ha hecho a propósito”, como si Ana tuviese una intención secreta y malévola. Parecía haber menos incógnitas en la queja de Luisa -tan solo saber de qué asuntos de Miguel se ocupaba y por qué ocuparse de ellos la convertía en su madre, y qué entendía ella por hacer de madre- pero eran dudas que bien podían esconder un asunto grave o una grieta en la pareja, del mismo modo en que lo hacía la queja de Miguel y la misteriosa persona que había detrás de aquellas llamadas tan supuestamente repetidas en el tiempo.

Después de aquello se hizo un silencio casi estratégico. Los tres se quedaron absortos pero en cierto modo receptivos y atentos, cada uno figurándose el efecto producido por su queja pero al mismo tiempo asimilando el contenido de las otras dos, o eso me imaginé. Miguel parpadeó repetidas veces, Marcela giraba su cuello a un lado y a otro con contrariedad, Luisa y Miguel se echaron rápidas ojeadas, Miguel frunció el ceño, Luisa bebió de su copa de vino con una lentitud exagerada, calculada. Había mucha contienda, mucha respuesta posible y también mucha explicación previa, aunque esto último supongo que solo para mí, yo era la primera vez que oía hablar de aquellas cuitas y en cambio ellos estarían ya cansados de aquellos mismos reproches, gastados, viejos. Había también muchas posibilidades sobre cómo iban a gestionar el triple conflicto a partir de entonces, pero en lugar de pensar en todo aquello, en aquel momento recuerdo sufrir una especie de desconexión -aunque quizá fuera en realidad una conexión- puesto que me quedé anclado en una idea, un concepto sugerido por aquella escena. A pesar de que las tres quejas habían sido de índoles distintas -aunque también muy parecidas en cierto modo, pues estaban todas formuladas de manera poco asertiva y eran relativas a la atención o al afecto, es decir eran demandas de amor- las tres surgían de un mismo lugar, es decir tenían un mismo desencadenante, aquella llamada telefónica que había recibido Luisa y su posterior reacción ante la pregunta de Miguel. El punto de partida era único y compartido pero los caminos por los que les había conducido a los tres eran completamente distintos, como si ante una misma pregunta hubieran respondido tres cosas distintas, o como si a partir de una misma situación se hubieran formulado tres preguntas distintas.

En ese momento no pude evitar asociar ideas. Si se trataba de tres enfoques distintos a un mismo problema -por llamarlo de algún modo- entonces eran tres enfoques correctos, puesto que cada uno contenía su propia verdad. Tres verdades, tres caras distintas de la verdad, pensé. Si la pregunta hubiera sido: “¿Quién ha llamado a Luisa?” entonces sí, habría habido una única respuesta correcta, pero en este caso no quedaba claro el enunciado del supuesto problema, de modo que cada uno había hecho su propia interpretación. Esto rompía en parte con la concepción clásica de los problemas, me refiero a los matemáticos, aunque todos los problemas lo sean, de alguna manera, en realidad. Por suerte está ya muy extendida la aceptación de que no tiene por qué haber un único método para resolver un mismo problema, pero sí se suele tener la creencia de que los verdaderos problemas -los auténticos, los “buenos”- tienen una única solución -una única verdad- y de que si hay dos caminos que llevan a soluciones distintas, entonces es que hay alguna contradicción. Siento cierto pudor al confesar que esta idea, en aquella situación y en aquel momento, me resultó inspiradora, me atrapó. Me sentía también incómodo porque me parecía que mi silencio podía ser visto una como una invasión indirecta de su intimidad, como si mi quietud diese a entender que estaba analizando lo que había oído -y eso era por tanto una indiscreción, aunque fuese solo con el pensamiento- cuando la verdad es que no podía evitar pensar en matemáticas. ¿Se podían dar soluciones distintas a un mismo problema, y que todas fueran correctas? ¿A partir de qué situaciones -o de qué problemas matemáticos- sucedía eso? ¿Dependía de factores lingüísticos o de formulación de la pregunta, o dependía del objeto matemático o de la situación concreta a la que se refirieran? ¿La verdad es única, en el sentido de que sólo hay una? ¿De qué depende que lo sea? ¿Tenía algo que ver con todo eso lo que había acabado de suceder en aquella cena?

Me vinieron a la cabeza algunos ejemplos rápidos -qué números pueden multiplicarse para obtener un ocho; si hoy ha subido la temperatura diez grados respecto ayer, cuáles han sido las temperaturas de ayer y de hoy; si repartimos 37 cartas en cuatro grupos, cuántas hay en cada grupo; ecuaciones y sistemas de los denominados compatibles e indeterminados- pero, aunque fueran problemas que admitieran varias soluciones todas ellas correctas, existía un único conjunto de soluciones que las agrupaba a todas, es decir que había en ellas una única verdad, por mucho que fuera una verdad múltiple o polifacética, por decirlo de algún modo. Otra posibilidad eran los problemas que admitían cualquier solución como correcta, como es el caso de los clásicos “sigue la serie” (en los que se dan unos cuantos números que supuestamente siguen una lógica y se nos pide saber cuál es el siguiente: en estos problemas cualquier respuesta es buena puesto que siempre se puede redefinir la recurrencia para que lo sea), o de los también populares “which one doesn’t belong”, donde suele haber cuatro objetos más o menos matemáticos -expresiones, elementos geométricos, afirmaciones, prácticamente cualquier cosa es válida- y se pide decir cuál es el que no cumple la supuesta norma o característica que sí cumplen los otros tres, y en los que siempre hay razonamientos para que el intruso sea cualquiera de los cuatro.

Este útimo ejemplo pertenece al tipo de problemas intencionadamente abiertos y que se usan mucho en las aulas, con la intención de provocar razonamientos para construir conocimiento matemático con el alumnado, y que a veces tienen esa abertura ya en su propia sintaxis, como en “multiplica cuatro números consecutivos, ¿qué observas?”. Había pues muchos ejemplos, pero de pronto hubo uno que asaltó mi conciencia con mucha claridad. Es fascinante cómo funciona la memoria en combinación con lo emocional, no solo cuáles y de qué manera se guardan los recuerdos -y por qué motivo- sino cómo se accede a ellos, qué provoca que sean rescatados y cómo después se asocian con las sensaciones que nos generaron o con el ambiente en el que sucedieron; cómo reviven, cómo consiguen convertirse en corpóreos, en perceptibles a través de lo físico de un modo que a veces parece que se fundan con el resorte que los dispara o con la situación que los sugiere, como si fueran botones sensibles, espejos hechos de emociones. Aquella escena en casa de la familia de Marcela me transportó a una clase de matemáticas concreta, una sesión de la que quizá hacía cinco o seis años pero que de pronto sentí presente de un modo muy vívido. Los alumnos estaban trabajando por equipos y en un momento dado me senté en un grupo donde solo había tres, un chico y dos chicas, como Miguel, Luisa y Marcela. Conmigo éramos por tanto cuatro -como en aquella cena-, también era yo entonces un intruso, y aún el símil no terminaba ahí, pues la alumna que faltaba también era una chica, como Ana, la hermana ausente aquella noche.

Aquel grupo de tres alumnos estaba resolviendo un problema que les había propuesto. Es un problema famoso. Consiste en tomar una circunferencia y dibujar en ella un triángulo que sea equilátero y que además esté circunscrito, es decir que los vértices pertenezcan a la circunferencia, que estén sobre el perímetro del círculo. Después, se considera la posibilidad de elegir al azar una cuerda -un segmento recto que una dos puntos cualesquiera de la circunferencia- y se pone la atención en la longitud de esa cuerda aleatoria, en comparación con la longitud del lado del triángulo que hemos circunscrito. Y entonces se formula la pregunta. ¿Cuál es la probabilidad de que la longitud de la cuerda sea mayor que la del lado del triángulo?

Si lo que sucedió en casa de la familia de Marcela me recordó a lo que pasó en aquella aula con aquellos tres alumnos fue porque también de allí se desprendían verdades distintas y que también eran todas válidas, surgidas a partir de un mismo desencadenante, el problema de la cuerda y el triángulo circunscrito en aquel caso. Este ejemplo de verdad múltiple era más sutil, porque la probabilidad de un suceso en el sentido clásico se mide con un único valor -un único numero real comprendido entre cero y uno-, de manera que no debería tener sentido que hubiera respuestas distintas. Pero las habían -las hay- y por eso al problema se le llama paradoja. Aquellos tres alumnos eran brillantes, habían desarrollado el gusto por ser autónomos en la resolución de problemas, y se divertían analizando variantes y ampliaciones de un mismo problema, así que eran perfectos para morder el anzuelo. No recuerdo cuánto hube de interceder -con cuántas indicaciones más o menos sutiles, con cuántas preguntas provocadoras o sugerentes hube de intervenir- para que llegaran a tres soluciones distintas, pero lo que sí recuerdo con claridad es el momento en que las expusieron en la pizarra para el resto de sus compañeros, y el debate posterior que se generó.

Por un momento creí que mi conciencia me gastaba una broma muy elaborada. De pronto sentí que Luisa, Miguel y Marcela eran aquellos tres alumnos que se enfrentaban a un mismo problema, y que yo debía dejarles tiempo para que trabajaran de manera autónoma. Me di cuenta, además, de que el silencio en la mesa se estaba prolongando demasiado tiempo, así que decidí excusarme para ir al baño. Pensé que eso no solo les daría tiempo sino sobre todo intimidad, y así quizá pudieran cerrar la hipotética caja de Pandora con un mínimo de daños. Mientras estaba en el baño les oía hablar pero me daba reparo poner intención en escuchar, me parecía que se iban a dar cuenta de que les espiaba, nunca he sabido mantenerme escondido o agazaparme y ser invisible, me incomoda demasiado, siento que miento. Sí que pude reconocer el tono conciliador de Marcela, y al de Miguel y al de Luisa también los noté diferentes, eran más sosegados y encadenaban frases más largas que sonaban más explicativas que reivindicativas o reprochadoras, aunque quizá es que los tres hablaban a volumen bajo y eso era todo. Era como escuchar una radio lejana, pero mi sensación fue de que estaban resolviendo el conflicto. Es cierto que también podrían estar tapándolo a toda velocidad, quizá pactando una tregua que por lo menos durase la cena, pero cuando volví y me senté junto a Marcela, me puso la mano en el hombro y me dijo: “Tranquilo, ya lo hemos resuelto” y, por la manera en que lo dijo, me convenció. Parecía pues que habían apagado el incendio antes de que se complicase demasiado. “Me alegro, me alegro mucho de que hayáis podido resolver el problema” dije entonces, muy poco seguro de si me correspondía aquel tono casi condescendiente, y que, además, me di cuenta de que evidenciaba que había estado imaginando la situación como un problema matemático. Luisa me miró entonces con las cejas arqueadas y una expresión de resignación benévola, maternal. Abrió las manos y dijo: “Bueno, a veces solo hace falta que cada uno exponga su versión”.

Asentí con un gesto lento de la cabeza y sonreí para mis adentros. Me pareció gracioso que hubiera tantas coincidencias. Exponer cada uno su propia versión, había dicho Luisa, y lo había acompañado con un gesto que sugería un círculo, como el círculo del problema y el triángulo inscrito. En aquel momento temí que cambiásemos de tema en una de esas habituales dosis de fingimiento y disimulo educado -mirar hacia otro lado y seguir, obviar lo que acaba de pasar, redirigir la conversación y aquí no ha pasado nada- así que les dije, mirándoles alternativamente, “¿Y puedo preguntar cómo habéis resuelto el problema?”.

Asistí entonces a una de las resoluciones más conscientes, más adultas y también más sencillas de un conflicto que he presenciado jamás. Siguiendo el mismo orden en el que habían intervenido tras la llamada telefónica, cada uno se disculpó y explicó su verdad con un tono en el que ya no había queja ni reproche sino una reflexión íntima y prudente, responsable, una exposición de los sentimientos y pensamientos propios ausente de acusaciones, con el foco puesto en uno mismo y no en el otro, dando a entender en los tres casos que las expresiones de agresividad verbal tenían su origen más en quien las emitía que en quien las recibía.

El primero fue Miguel. Con toda sencillez y humildad confesó que aún sentía algo de celos por un antiguo compañero de trabajo de Luisa, y que, aunque sabía que no había pasado nada entre ellos y que ahora tenían una buena amistad, de vez en cuando aún le asaltaban miedos irracionales -así los llamó- y se disculpaba por expresarlos con tan poca asertividad. Mientras hablaba Luisa y Marcela lo miraban con expresión comprensiva, asintiendo de vez en cuando, supuse que no sería la primera vez que hablaban de aquello. He aquí la primera solución al problema, recuerdo que pensé, y me acordé del primero de aquellos alumnos en aquella clase de matemáticas. “Si nos imaginamos que el primer punto de la cuerda está sobre uno de los vértices del triángulo, entonces elegir una cuerda al azar es equivalente a elegir su segundo punto, también sobre la circunferencia”. Esa era la idea clave de aquel problema matemático, la manera en que se escogía al azar la cuerda. Me esforzaba en no hacerlo pero se me hacía difícil no imaginarme el círculo y el triángulo en aquella mesa, y me di cuenta de que la disposición en la que estábamos era casi exacta si se observaba desde el techo, la mesa era perfectamente circular y Luisa, Miguel y Marcela eran los vértices, de modo que yo era el principio de una cuerda. “Los tres vértices del triángulo determinan tres arcos iguales sobre la circunferencia, y para que la longitud de la cuerda sea mayor que la del lado del triángulo, el segundo punto de la cuerda deberá caer en uno y solo uno de esos tres arcos iguales -el que le queda opuesto-, es decir que la probabilidad es de un tercio”.

La solución de Miguel es un tercio, pensé, confundiendo en mi mente realidad y recuerdo. Era ahora el turno de Luisa, que me pareció que hablaba con el mismo tono con el que lo hizo aquel segundo alumno que salió a la pizarra a explicar su solución. Hablaban con la misma prudencia, con la misma atención, como si evaluasen sus propias palabras al tiempo que salían de su boca. “Yo he considerado que la elección de la cuerda, fijado el primer punto, es equivalente a elegir cuál es su punto medio”, dijo aquel, mientras que Luisa exponía sus dificultades para tener una relación sana con la madre de Miguel. “En ese caso, la cuerda tendrá longitud mayor que la del lado si el punto medio cae dentro de la circunferencia inscrita en el triángulo”. Aquel razonamiento utilizaba propiedades de los puntos notables de un triángulo y exigía un poco más de visualización, y recordé cómo el dibujo de la situación presidía la pizarra de aquella aula, la circunferencia exterior y el triángulo circunscrito y después la segunda circunferencia inscrita en el triángulo, y sobre todos ellos varios ejemplos de cuerdas posibles, con su punto medio cayendo dentro -o fuera- de la circunferencia interior. Luisa se disculpó por culpar a Miguel de unos conflictos que no tenía con él sino con su madre -la de él- y confesó que se le reproducían patrones que había vivido con la suya -la de ella, una madre sobre protectora y agobiante- y de la que a menudo trasladaba las tensiones y las proyectaba sobre Miguel. Di por sentado que quien había llamado era, por tanto, la madre de Miguel, y aunque seguía sin saber de qué asuntos se ocupaba Luisa, comprendí que no era eso lo importante sino esas transferencias que hacía sobre Miguel.

Una vez resueltas, me di cuenta de cómo las incógnitas que me habían generado los comentarios de los tres parecían perder interés -el secreto por fin revelado, desvanecida la intriga- pero al mismo tiempo me fascinaba cómo las estaban expresando. Eran confesiones de una índole muy humana, muy profunda y sobre todo muy admirable: pocos se atreven a abrirse con tanta conciencia y madurez, había atrevimiento pero también capacidad para ver más allá de lo superficial, es decir, en lo interior. Después de que hablase Luisa, sin embargo, se hizo un silencio, y no pude evitar seguir fantaseando con aquel viejo problema de matemáticas. La solución de Luisa es un cuarto, pensé esta vez. El radio de la circunferencia inscrita en el triángulo era la mitad del de la grande; la probabilidad de que el punto medio cayera dentro de él era pues equivalente a calcular la proporción de su área, de manera que esta había de ser un cuarto. Me fijé también en que, aunque fueran distintas, las soluciones de Miguel y de Luisa eran también muy similares, quizá lo fueran en realidad las de un tercio y un cuarto. Tanto Miguel como Luisa concedían que sus reproches habían sido injustificados, producto de fantasías y proyecciones personales antiguas, y ambos por fin las exponían sin manipulaciones ni victimizaciones, tan solo como mera expresión de la vulnerabilidad propia, es decir, la debilidad inherente a esa construcción mental inconsciente que constituye el ego y del que se es tan esclavo.

Estuve tentado de volver al problema de matemáticas, pero llegó entonces el turno de Marcela. La tercera verdad iba a ponerse sobre la mesa. Aún alcancé a recordar que un tercer alumno expuso un tercer razonamiento -en el que la elección de la cuerda consistía en primero elegir al azar un radio de la circunferencia y considerar que la cuerda quedaba definida por ser la perpendicular al punto medio de ese radio- pero la manera de hablar de Marcela me aterrizó en el momento presente, me aterrizó de inmediato, a decir verdad. “Siempre creí que la queríais más a ella”, dijo con lágrimas en los ojos. Lo dijo de un modo lento, sosegado, pero con una firmeza estremecedora. Usaba un tiempo verbal pretérito que daba a entender que se refería a las creencias erróneas que se imprimen en la mente del niño que fuimos, pero aún así tampoco hizo falta que ni Miguel ni Luisa le desmintieran aquella falsa creencia suya, no sería pues tampoco la primera vez que hablaran de aquello. Yo sabía que Marcela lo había estado trabajando en terapia, pero estaba claro que la herida aún no estaba del todo resuelta, o quizá es que este tipo de heridas no se terminen de resolver nunca y se conviertan en uno de esos dolores latentes, lejanos pero que siempre regresan, quizá porque su profundidad sea tan grande que al final termine explicándonos, y por eso mismo no desaparecen, son lo que somos. En su caso no hizo falta que dijera nada más, era evidente que su comentario sobre Ana era solo un síntoma -una derivada, una consecuencia- y tan solo se limitó a disculparse.

El silencio que se hizo entonces fue como un punto y aparte, o quizá ya era un punto y final. Se percibía paz, la densidad se había esfumado. Aún recordé entonces que se sabía de un cuarto razonamiento -que hacía uso de la trigonometría- y que daba un cuarto resultado diferente, y me imaginé que esa cuarta verdad sería la de Ana, la hermana ausente. Esta cuarta y última coincidencia me provocó una sonrisa, y quizá por eso decidí hablar. “Os felicito a los tres, nunca había presenciado un acto de humildad y de conciencia como el que acabo de presenciar”. Marcela estaba aún un poco afectada y me miró con los ojos todavía húmedos, Luisa y Miguel me sonrieron con placidez. Luisa había dicho, hacía un rato: “Bueno, a veces solo hace falta que cada uno exponga su versión”, pero me pareció que había algo más que solo aquello. Lo habitual en discusiones y conflictos es que haya un afán más o menos consciente de imponer la verdad propia, de alcanzar esa idea de “tener la razón”, como si el ámbito humano y de las emociones fuera un problema matemático de los que solo tienen una solución, cuando la realidad es que no es única, no existe eso que llamamos verdad, o más bien es que cada uno tiene la suya, y todas son válidas, como si cada uno de nosotros fuera una cuerda distinta dentro de la circunferencia con el triángulo inscrito, cada una escogida a su manera al azar, cada una con su propia probabilidad. “A veces solo hace falta que cada uno exponga su versión”, había dicho Luisa, pero me pareció que no era suficiente, que era importante que los demás la acogieran, que la abrazaran y comprendieran y no la juzgaran ni la replicaran, que cada uno se sintiese escuchado y respetado, amado. Eso era lo que había pasado allí entre ellos, y eso era lo que había pasado, también, en aquella aula, con aquellos alumnos y aquel problema de matemáticas, la conocida como paradoja de Bertrand. No sé si con estas o con parecidas palabras, compartí con ellos estas reflexiones, y después la cena transcurrió con normalidad, si es que a la ausencia de conexiones con las matemáticas se le puede llamar normalidad.