¿tangente

o secante?

Nunca pensé en la muerte de mi padre. Me refiero al momento del traspaso: al instante exacto en que se produce la acción de morir, si es que morir se puede considerar una acción. Había hecho cábalas sobre las circunstancias -si sería un accidente o una enfermedad larga, si moriría primero él y después mi madre o sería al revés- pero nunca le había dado importancia a esas décimas de segundo, a esa minúscula fracción de tiempo en la que se pasa de la vida a la muerte.

Tampoco creo que nadie le de mucha importancia, seguramente porque no la tiene. En un momento estamos vivos y al siguiente estamos muertos: poco importa, en realidad, la transición entre un estado y el otro. Si en algo había pensado era en cómo sería el duelo, ese vacío que por fuerza había de producirse. La muerte de personas queridas siempre es dolorosa pero la de un padre había de ser de una profundidad distinta, terrible. La desaparición de semejante pilar emocional, la caída de uno de los símbolos de la relación con el amor -y de la formación del carácter- tenía que ser un suceso clave, un momento vital trascendente, y más allá del miedo a la pérdida y de la evitación natural del pensamiento, he de confesar que sentía cierta curiosidad.

El proceso, sin embargo, me cogió desprevenido, creo que me creía más maduro de lo que en realidad era. Tenía cuarenta años y había acumulado vivencias de muchos tipos. Me había sentido inmensamente feliz y profundamente desgraciado, había superado duelos, cambios radicales de guion, pero sentía que mi relación con el mundo se había estabilizado, que se había calmado. Había amado y había sufrido, había experimentado gran parte de los sentimientos más universales -también algunos de los que rehuía, de los que censuraba o jamás pensaba que protagonizaría- pero imagino que me había dejado invadir por una falsa concepción de mi propia experiencia, como si me creyese capaz de controlar todos los resortes de mi vida interior y ya estuviese de vuelta de todo. Supongo que este fenómeno es natural -el tiempo y la calma suelen traer complacencia- pero al morir mi padre esa estabilidad zozobró por completo y aprendí que nunca se deja de aprender.

Si puse tanta atención en su muerte -en el momento exacto de su muerte- fue por su extraña insistencia. Todos hubiéramos preferido que la enfermedad que lo fue consumiendo le hubiera cerrado los ojos por última vez en casa, sentado en su sofá de siempre, en el que hacía sus siestas y resolvía sus crucigramas, pero no fue así. A las últimas sesiones de tratamiento ya no respondió como debía y después de una de ellas ya no volvió a casa. Sus últimas tres semanas las pasó en el hospital, y yo las pasé allí con él. Durante el día apenas abría los ojos, y si lo hacía se limitaba a sonreír a quien tuviera delante, un gesto de agradecimiento pero que mostraba también una mezcla de resignación y de dignidad que nos rompía el alma. Por las mañanas y por las tardes apenas tampoco pronunciaba palabra pero, por las noches, quizá porque lo hacía en sueños o quizá porque pensaba que nadie lo escuchaba, exteriorizaba una especie de diálogo interno al que me aferré por completo. Unas veces musitaba de manera incomprensible pero otras se le entendía bien y era posible entrever un discurso lúcido. Mi padre estaba a punto de morir pero por las noches hablaba, y yo sentí la necesidad de darle sentido a sus cavilaciones. Fue como si me fuera a mí la vida en ello: como si comprenderle fuera mi última misión antes de que muriera. Al principio me quedaba hasta tarde escuchándolo hasta que, al cabo de poco, pedí una baja laboral y terminé por cambiar mis horarios. Descansaba unas horas durante el día y después me pasaba las noches escuchándolo y hablando con él, o con su imagen de él, o con lo que fuera que iba quedando de él.

No fue ninguna sorpresa que su obsesión con la muerte girase entorno a las matemáticas, o, mejor dicho, que las matemáticas fueran el instrumento con el que trató su obsesión. Mi padre era matemático y además militante, como solía decir. Más bien lo sorprendente fue que yo pudiera seguirlo, entenderlo e incluso compartir sus inquietudes. No es que nunca hubiéramos tenido una buena comunicación, al contrario, pero en lo académico estábamos a las antípodas y poco sabíamos el uno del ámbito del otro. Siempre bromeábamos con que yo estudié letras para llevarle la contraria, y era también habitual entre nosotros que, cuando él pusiera ejemplos matemáticos para ilustrar cualquier cosa de la que estuviéramos hablando, yo replicase haciendo lo mismo usando la mitología o la literatura.

La primera noche que lo oí hablar en sueños me quedé estupefacto. Murmuraba concentrado, casi diría que enfadado. Comprobé si le había subido la temperatura. Estaba como en trance. Costaba entenderlo y me tuve que concentrar para comprender grupos de palabras. Debió de sentir mi presencia porque de pronto abrió los ojos y me preguntó: “Hijo, ¿tú crees que la muerte es tangente o secante?”. No fui capaz de responder nada y me limité a mirarlo, acariciando su mano con suavidad. Se volvió a dormir y al cabo de poco siguió hablando, pero aquella pregunta me dejó helado, no tanto por el contenido sino por la intensidad, por la importancia que parecía tener para él.

Qué puedo decir. Cómo explicar la manera en que mi padre vivía las matemáticas, lo vital que eran para él asuntos que el resto de los mortales consideraríamos irrelevantes. Uno de los recuerdos más prematuros y nítidos que tengo es verlo en su despacho, con el flexo iluminando con insistencia su mesa desordenada, la misma insistencia con la que desgranaba quién sabe qué problema o teoría durante horas. La muerte es tangente o secante. Solo a un matemático como a mi padre se le podría ocurrir una pregunta así en un momento como aquel. Seguí escuchándolo pero lo único que capté fueron palabras sueltas -recta, curva, superficie, punto de tangencia, intersección- y que no comprendía qué relación tenían con la muerte.

Hubo un bloqueo en mi interior, una resistencia muy profunda que se deshizo en aquellas semanas de diálogos nocturnos con mi padre. Nunca me habían interesado las matemáticas y de pronto me vi bajándome documentos de internet, mirando vídeos y leyendo artículos, algo que no solo nunca había hecho sino que jamás hubiera pensado que haría. Los objetos de estudio de las matemáticas -los números, las formas- me parecían mucho menos interesantes que las emociones y los sentimientos, que los asuntos humanos, los que tenían que ver con las pasiones que verdaderamente movían el mundo, es decir, los corazones de los hombres y de las mujeres, no sus calculadoras. Sus reglas me parecían dogmáticas, su modo de razonar cerrado y poco creativo, exclusivamente centrado -por lo poco que sabía- en saber si algo era verdad o mentira, y que descuidaba, por tanto, la infinita variedad de matices y sensibilidades. En aquel hospital, sin embargo, aquellos días previos a la muerte de mi padre, algo distinto se movilizó en mí. Por primera vez pensé que valía la pena compartir la mirada de mi padre, ya no solo como homenaje ni como regalo, ni tampoco como la mejor manera de acompañarlo en su último viaje, sino por el creciente y sincero interés que me producía la pregunta que parecía obcecarlo.

¿La muerte es tangente o secante? Lo primero que leí tenía que ver con cuántos puntos tienen en común una recta y una circunferencia. Si solo tienen uno, entonces la recta se dice que es tangente a la circunferencia. La representación era una recta horizontal -que yo me imaginaba que era el asfalto- y el perímetro de la rueda de una bicicleta -un círculo- que circulaba sobre él sobre un único punto de contacto. Si, en cambio, la recta atraviesa la circunferencia por dos puntos, entonces se dice que la recta es secante. Vi también que la definición se extendía al caso de una recta y una curva que no fuese una circunferencia, pero mi padre parecía referirse siempre a dos curvas, así que me centré en esa posibilidad. En ese caso, cuando esas dos curvas compartían un punto (el denominado punto de intersección), entonces la diferencia entre que fueran tangentes o secantes era, de nuevo, una cuestión visual. Si uno se imaginaba que una de ellas se aproximaba a la otra hasta que estaba muy cerca de alcanzarla -de tocarla- en ese punto de intersección, entonces la cuestión era relativa a qué pasaba a continuación. Si las curvas eran tangentes, entonces durante una minúscula fracción de tiempo parecían compartir trayectoria en una especie de contacto suave, como si fueran las palmas de dos manos que se juntan lentamente para colocarse en posición de oración y después se vuelven a separar. En cambio si eran secantes, una curva atravesaba la otra cortándola, como si las dos manos ahora tratasen de dibujar una cruz o una equis con el habitual gesto de colocar la una sobre la otra, partiéndola en dos por la mitad.

Ese parecía ser el sentido de la pregunta, aunque después supe que el concepto podía generalizarse a superficies, es decir, a formas en tres dimensiones, no solo a curvas que se podían dibujar en el plano. Lo que aún no entendía era qué dos curvas se preguntaba mi padre si eran tangentes o secantes. Estaba claro que una de ellas tenía que ser la muerte, pero, ¿cuál era la otra? Es decir, ¿la muerte es tangente a quién? ¿O es secante con quién? La única respuesta posible parecía ser la vida, la curva de la vida, y creo que fue esa posibilidad la que hizo crecer mi interés por la pregunta. Si aceptaba que la vida y la muerte son dos curvas distintas -como era obvio que habían de ser-, entonces ese lugar en el que se encuentran, el punto de intersección, debía de ser el momento exacto de la muerte. Tanto en el caso tangente como en el caso secante, las curvas, después de encontrarse, se separaban, de manera que la pregunta de mi padre no tenía tanto que ver con qué pasa después de la muerte sino qué pasa en ese momento en que se encuentran, esa minúscula fracción de tiempo en que están a punto de tocarse y finalmente se tocan. ¿Lo hacían de manera suave o abrupta? ¿Compartían durante unos instantes una trayectoria común o no lo hacían? ¿Eran tangentes o secantes?

De sus palabras no supe deducir qué opinaba él, pero yo sentí que me inclinaba con fuerza en favor de la opción tangente. Me parecía que la intersección secante era una intromisión, una ruptura, un gesto violento que producía una fractura entre las dos curvas. Al fin y al cabo secante viene de secare (cortar), mientras que tangente lo hace de tangere (tocar), este último sin duda más agradable. Es cierto que la acción de un corte secante parecía más acorde con el daño que le infringe la muerte a la vida, pero la idea del contacto tangente sugería una imagen más poética, más continua y delicada, más armónica. Tanto fue así que de pronto me pareció ver tangencias en todas partes. Las páginas de un libro, en contacto respetuoso las unas con las otras, me parecían tangentes. El pijama y las sábanas que cubrían a mi padre me parecía que eran tangentes a su debilitado cuerpo. Las cortinas de su habitación, ahora las veía como tangentes al cristal de la ventana. Por todas partes donde miraba veía tangencias, y cada vez en lugares más íntimos, más bellos. Las manos, los dedos, el contacto de dos pieles en una caricia, dos labios besándose: la sensualidad parecía ser un juego sutil de tangencias preciosas. Incluso un día tuve un auténtico momento de epifanía, de epifanía tangente, se podría decir. Había pasado la noche tratando de descifrar fragmentos de las matemáticas oníricas de mi padre, y al salir del hospital, al ver que empezaba a clarear, decidí ir a ver la salida del sol a la playa. Supongo que estaba más sensible de la cuenta, pero lo que sentí fue estremecedor. Las olas del mar parecían hojas que se desenroscaban sobre la orilla y se posaban sobre ella como lenguas larguísimas, en una tangencia continua y deliciosa, absolutamente hipnótica. Las nubes que aquel día poblaban el cielo me parecía también que eran tangentes entre ellas. Los granos de arena lo eran también entre ellos, e incluso las siluetas de las aves, que se posaban durante un segundo sobre el agua, me parecían tangentes al perfil del mar. Allá donde mirase veía tangencias, hasta que entonces llegó el clímax, el momento álgido de comunión con la idea. La mayor de las tangencias, la más majestuosa y colosal de todas las que había sido consciente hasta entonces, se produjo en el momento en el que el sol empezó a aparecer por detrás de la línea del horizonte, sobre el mar. En aquel momento me imaginé que los rayos del sol formaban una línea recta que contenía toda su luz y se dirigía hacia mí. Por otra parte, imaginé también el contorno de la Tierra, la circunferencia sobre la cual yo estaba en aquel momento situado. Algo muy cálido y muy profundo se encendió entonces en mi pecho. Sentí que mis ojos eran el extremo de la línea recta que me unía con el centro del Sol, y que esa recta era tangente al horizonte, tangente también a cada una de las olas que se mecían en su superficie, en una tangencia que nacía en el sol y terminaba en mis ojos. Me di cuenta entonces, emocionado, de que, si la salida del sol (y en consecuencia, también, su puesta) producía espectáculos visuales tan atractivos -especialmente a nivel cromático-, era porque la línea que une al observador con el Sol, durante una franja de tiempo, forma una recta tangente con la circunferencia que rodea la Tierra, mientras que, el resto del día, cuando el sol está alto y la intensidad de su luz ya no provoca aquellos matices arrebolados, es porque su trayectoria ya no es tangente -sino secante- a la del perímetro de la esfera terráquea.

No he vuelto nunca a sentir nada parecido a lo que sentí aquella vez, ante aquella salida del sol, los días previos a la muerte de mi padre. Me sentí el punto de intersección de una tangencia tan íntima como astronómica, y además con tanto significado. Mi padre estaba a punto de morir y yo me estaba planteando, por primera vez, las mismas preguntas que se planteaba él. Quizá su esmero en inculcarme su pasión matemática hubiera fracasado, pero ahora había provocado un momento de elevación casi diría que mística, y, a pesar de sentir que su muerte se estaba acercando -o quizá por ese mismo hecho-, me sentí profundamente unido a él.

Algo cambió después de aquella experiencia en la playa, cuando volví al hospital la noche siguiente. Cada vez era más difícil comprender sus murmuraciones, pero de pronto su voz se alzó nítida como si estuviera totalmente despierto. Dijo: “hay que mirar, hay que mirar muy bien”, y recuerdo que di un salto de la silla y me acerqué a él todo lo que pude. Sus ojos enfocaban al techo pero, a diferencia de otras veces (en las que estaban entrecerrados, como si calculase), ahora estaban abiertos, muy atentos. “¿Qué es lo que hay que mirar?”, le pregunté repetidas veces. A veces conseguía entablar con él algo parecido a un diálogo, pero esta vez no parecía escucharme. Su boca y sus cejas se movían nerviosas, hasta que después de mucho rato, empezó a asentir con lentitud pero también con seguridad, como si finalmente hubiera llegado a una conclusión satisfactoria. Dijo: “hay que mirar a la derivada, la muerte es un límite infinitesimal”, y entonces cerró los ojos y relajó las facciones.

Esas fueron las últimas palabras que logré comprenderle. Todo lo que afirme a partir de ahora, por tanto, son interpretaciones, conjeturas pendientes de demostrar, como diría él. “Hay que mirar a la derivada, la muerte es un límite infinitesimal”. Mi padre dijo esto y yo corrí a los manuales y a los vídeos de internet. Comprendí entonces que el concepto de derivada era la manera matemática de definir la pendiente momentánea de una curva, una magnitud alternativa a la inclinación -el ángulo que forma con la horizontal- pero que venía a ser equivalente a la dirección de su trayectoria. Algo de competencia matemática debí de adquirir aquellas semanas porque cada vez me era más fácil comprender lo que leía. Supuse entonces que la diferencia entre que dos curvas fueran tangentes o secantes (es decir, que compartiesen o no una misma trayectoria común en aquellos momentos previos a producirse la intersección) era un problema equivalente a preguntarse si las dos curvas tenían la misma dirección en aquel punto. Que el acercamiento de una curva a la otra fuera agradable y armónico -es decir, tangente- o fuera abrupto y cortante -es decir, secante- dependía, pues, de si tenían la misma pendiente, y eso era equivalente a ver si tenían la misma derivada.

Cuando encontré la definición matemática de derivada y comprobé que se trataba, tal y como había dicho mi padre, de “un límite infinitesimal”, sentí verdadero vértigo. Estaba en el hospital, con un libro de matemáticas en la mano, sentado en el incómodo sofá que había en su habitación. Recordaba haberle oído a mi padre la expresión “infinitesimal”: era algo así como un sinónimo de “lo infinitamente pequeño”. El límite que definía a la derivada tenía una expresión compleja pero comprendí que consistía en calcular pendientes mediante triángulos cada vez más pequeños, cada vez más localizados en el punto de intersección. Estaba imaginándome que me movía por esos triángulos minúsculos cuando tuve una intuición definitiva, de total claridad. Supe que mi padre se disponía a morir, que había llegado el momento, que estaba a punto de suceder. Dejé caer el libro al suelo y me coloqué a su lado con un nudo en el estómago. Mi mente solo era capaz de repetir, como si fuera un mantra, la muerte es un límite infinitesimal, y me imaginaba un contador numérico que mostraba cifras cada vez más cercanas a cero, como un cronómetro en una cuenta atrás. “Hay que mirar, hay que mirar muy bien”, había dicho mi padre, y en aquel momento decidí que miraría con él. Sus párpados estaban cerrados pero yo sabía que en su interior estaba atento, con su insistencia de matemático militante, mirando muy bien la forma y pendiente que tendrían aquellos triángulos, mirando muy bien si la muerte era tangente o secante.

Le cogí de la mano y lo acompañé hasta el final. Sé que no tiene importancia, que poca gente debe de dársela: en un momento estamos vivos y al siguiente estamos muertos y poco importa, en realidad, la transición entre un estado y el otro. Mi padre murió y nada cambian las matemáticas que nos preguntásemos, de nada sirve saber si la muerte es tangente o secante. Para mí el valor está en otro lugar. Mi padre murió haciendo lo que más le gustaba, y yo me siento orgulloso de haber estado con él, y de haberlo hecho de aquella manera. Comprendí y compartí su inquietud, y sentí que lo hacía por gratitud, por amor. Sus facciones estaban totalmente relajadas y tenía los ojos cerrados, pero por la postura del cuello y de la cabeza daba la impresión de estar soñando, como si pudiera ver algo más allá, por encima de él. Apoyé mi cabeza sobre su pecho, que se movía de un modo ya casi imperceptible. Afiné el oído y me concentré en escuchar sus latidos. Si la muerte era un límite infinitesimal, se trataba de presenciar el momento exacto en que aquellos triángulos se desvanecían, el instante en que la derivada se significaba y daba lugar a un resultado. Cerré los ojos yo también y reviví la intensidad que había vivido en la playa, cuando me había sentido parte de aquella tangencia. No creo que olvide nunca aquellos segundos, aquella franja de tiempo en la que estuve atento a la muerte de mi padre, atento al resultado de aquel límite infinitesimal. Sus latidos se fueron sucediendo cada vez más lentos, cada vez más lejanos y debilitados, hasta que, de pronto, dejé de notarlos. Un silencio seco me atravesó el alma; fue un silencio audible, aunque esto sea una contradicción. Aparté mi cabeza de su pecho y lo miré. Su rostro transmitía una paz absoluta. Supuse que aquella sería la expresión que adoptaba cada vez que resolvía un problema matemático, y no pude evitar sonreír. Creo que estuve allí más de una hora, en silencio, a su lado, antes de avisar a nadie. Por la ventana empezaba a asomarse la luz tímida del alba. Abrí las cortinas y me quedé observando el cielo. No tardó mucho en salir el sol.