la materapia

a partir de la idea de Carlos Giménez, Gemma Garcia y Jordi Campos

Lo contamos todo, tarde o temprano lo contamos todo. Ya sea con jactancia o arrepentimiento, por necesidad o por obligación -incluso por mera ociosidad-, terminamos siempre compartiendo nuestros relatos, explicando a unos pocos nuestra versión de los hechos, nuestra experiencia, nuestros secretos. Nuestras vidas son narrativas, literaturas que se encadenan y superponen y complementan, que se reescriben y contradicen continuamente, un ruido incesante de voces que emitimos y recibimos y que no solo no nos aturde sino que agradecemos y alimentamos, incapaces de tolerar su cesación porque pensamos que en su silencio reside la muerte. No, no nos callamos nunca y rescatamos siempre nuestros pasados, las estancias oscuras y abandonadas donde de pronto nos urge mirar, donde de pronto un suceso o un recuerdo nos conduce a escarbar, como si alguien hubiera encendido una lámpara allí donde creíamos que solo había penumbra.

Así es al menos como lo he vivido yo. Mi relación con Tomás y con Malen ya hacía tiempo que se había enfriado, o mejor dicho, que se había muerto. Los tres estudiamos juntos en la universidad, pero mi amistad con Tomás ya venía de lejos. Nuestras familias se conocían, fuimos al mismo colegio y después al mismo instituto. Después, durante los años en la facultad, salíamos de fiesta juntos, estudiábamos juntos, e incluso al final compartimos piso. Malen llegó después, el tercer año de la carrera, pero congeniamos de inmediato. Los tres éramos unos apasionados de las matemáticas, pero Malen tenía una frescura y un desparpajo que nos sedujo a los dos por completo. Todos sus rasgos le conferían el aspecto de ser del Caribe o de Indonesia -sus ojos ágata, su melena rizada y voluptuosa, su sonrisa grande y generosa, su piel de mulata, sus vestidos amplios y coloridos-, y por eso siempre causaba sorpresa cuando explicaba que era de un pueblo del norte de Álaba, más vasca que la pelota vasca, como decía ella misma. Malen compartía nuestro fervor matemático, pero en sus palabras y en sus expresiones, en el modo en el que hablaba y gesticulaba, se percibía una luz diferente a la nuestra. Tomás y yo éramos más técnicos o prosaicos, más disciplinados, mientras que a Malen le divertía establecer conexiones impensables entre las matemáticas y otros ámbitos. Nos iluminaba e inspiraba, nos abría ventanas insospechadas, y los dos la seguíamos embelesados, completamente enamorados de ella.

El último año de carrera, Tomás y Malen empezaron a salir juntos. Mentiría si dijera que no me escoció, pero lo comprendí. Era evidente que la relación que Malen tenía conmigo era de una índole más fraternal, mientras que entre ella y Tomás siempre hubo una complicidad más sutil, más adulta. Los tres nos habíamos convertido en inseparables, y era fácil que yo me sintiera traicionado, pero nunca se mostraban cariñosos en mi presencia, un hecho que agradecía, pero que a veces me hacía dudar de cuánto tiempo llevaban juntos sin que yo lo supiera. También mentiría si dijera que no albergaba esperanzas de que algún día Malen dejara a Tomás en favor mío, pero toleraba los celos no solo por esa secreta ilusión, sino por la buena relación que teníamos -especialmente en cuanto a las matemáticas se refería- aún a pesar del triángulo que se había dibujado.

Todo se torció cuando Tomás y yo nos fuimos a vivir juntos. Ahora Malen pasaba muchas noches en nuestro piso, y aunque me gustaba tenerla más cerca y vivir con ella momentos más cotidianos, sabía que, al final del día, con quien pasaría la noche sería con Tomás. Empecé a desearla con menos reparo, y aunque en aquel momento jamás lo hubiera reconocido, la verdad es que antepuse la competición a la lealtad. Al cabo de unos meses, Malen se mudó a vivir con nosotros, y se instaló en la misma habitación que Tomás. El mes de Junio de aquel año terminamos los tres la carrera. No tanto por la incertidumbre profesional sino por una especie de inercia después de tanto tiempo juntos -o acaso era miedo a separarnos-, decidimos seguir compartiendo piso hasta que acabase el verano. Ahora ya no estudiábamos, ninguno de los tres había siquiera empezado a buscar trabajo, y supongo que esa ausencia de obligaciones precipitó los hechos, como si el caldo que se había estado cultivando estuviera ya listo, dadas por fin las condiciones correctas.

La idea brillante y revolucionaria que teníamos entonces entre manos era conectar las matemáticas con el psicoanálisis. Como todas las conexiones creativas o inopinadas, la idea original fue de Malen. Llevaba un tiempo acudiendo a terapia y nos contaba sus progresos y reflexiones sin ningún tipo de pudor. Leímos a Freud y a Lacan, y nos entusiasmó la idea de que en toda mente reside una verdad inconsciente, una especie de pureza del yo y de sus deseos, como un conjunto de verdades últimas, nucleares. Condicionada por su entorno -las experiencias traumáticas, la infancia y la adolescencia, la sociedad, la familia- la mente consciente se veía entonces forzada a crear un esquema mental propio, diferente a aquel verdadero, y tergiversaba o ignoraba aquellas verdades primigenias. Nosotros asociábamos ese proceso con las matemáticas, e interpretábamos ese reducto de verdad inconsciente como un teorema o una fórmula propia, la esencial y última teoría que nos conforma a todos y que, por lo tanto, había que descubrir. Malen nos explicaba que el objetivo del psicoanalista era crear las condiciones -mediante la conversación, mediante la asociación automática de recuerdos, mediante el análisis de los sueños- para que el paciente se diera cuenta por sí mismo de cuáles eran las adaptaciones o variaciones -las metáforas y las metonimias, los símbolos- a través de los cuales la consciencia había suplantado esa verdad inconsciente. La imagen nos resultaba irresistible porque tenía muchos de los ingredientes de un problema matemático atractivo, puesto que se trataba de encontrarle un error -una alteración desconocida, un sesgo, una inexactitud- a una teoría en apariencia estable, en apariencia cierta.

Por supuesto esta búsqueda de la verdad -este desmantelamiento de las mentiras y omisiones más íntimas e inconscientes- solo tenía sentido para aquellos que sintieran que había algo en su esquema que les producía insatisfacción o infelicidad, pero a nosotros nos parecía que tendría beneficios para todo el mundo, incluso para aquellos que no sufrieran en absoluto. Por otra parte, era sabido que el psicoanálisis requería de muchas sesiones para dar resultados -se decía que lo habitual era emplear años en obtener beneficios-, así que nos propusimos aplicar las matemáticas para encontrar una alternativa más eficiente, que ocupase mucho menos tiempo, y que tuviera un alcance general, es decir, que fuera útil para cualquiera.

Nos empleamos en la tarea como si se tratase de nuestro trabajo de final de carrera. Lo titulamos “la materapia”, y nos basamos en el concepto de función, en la idea de dependencia entre variables. Nos instruimos de un modo básico en psicología y formación del carácter, y establecimos que cada una de las emociones, que cada uno de los factores del ánimo y del comportamiento humano se podían interpretar como variables. La lista de variables, por supuesto, era extensísima -ira, vanidad, orgullo, gula, miedo, celos, afecto físico y emocional, ausencia o proximidad de figuras paternas y maternas, número e intensidad de conflictos, de paz, de estrés; por nombrar algunas-, pero no solo tuvimos en cuenta variables de ese tipo, más mentales o emocionales, sino que también añadimos a la lista conceptos más físicos o circunstanciales como la salud, la situación económica, el clima, y por supuesto también la variable temporal, la más sensible de todas. Tomás creó una base de datos de más de quinientas variables, y nuestra hipótesis era que todas se relacionaban entre ellas -algunas de una en una, otras de dos en dos, otras en grupos de diferentes tamaños, otras incluso en relaciones nulas, es decir independientes- y que todo ese conjunto de funciones de varias variables conformaba una única y mayestática función de funciones (“la dama de honor de los espacios de Banach”, nos gustaba llamarla), una súper función personal e intransferible, nuestra versión matemática de esa verdad inconsciente que proponía el psicoanálisis.

En ese momento vi abrirse una grieta en mis aspiraciones secretas de seducir a Malen. Una grieta miserable y ventajista, puesto que no solo se basó en mi mejor conocimiento de las emociones (Tomás era más frío y rígido en ese aspecto, o al menos su ausencia de comunicación así lo insinuaba), sino que además aproveché el asomo de una pequeña crisis que se produjo entre ellos. Tomás se ocupó de la parte más técnica, y diseñó un programa que soportase la estructura de variables y funciones que habíamos ideado, mientras que Malen y yo nos concentramos en los aspectos más humanos de la teoría. Nunca he sabido qué fue lo que sucedió entre ellos, pero era evidente que Malen y yo nos acercábamos, al mismo tiempo en que Tomás se alejaba de nosotros.

Establecimos entonces dos hipótesis fundamentales. Conocíamos bien el concepto de función continua (aquella que no tiene saltos, ni fracturas, ni agujeros, que se puede dibujar con un solo trazo, un trazo continuo, de ahí el nombre) y los tres recordábamos el fragmento de historia de las matemáticas en el que, a finales del siglo XIX, las funciones discontinuas (las que sí presentan ese tipo de irregularidades) sufrieron un fuerte rechazo en la comunidad matemática, consideradas poco menos que como monstruos. La función de Dirichlet, la de Weierstrass o la escalera diabólica de Cantor eran tenidas por verdaderos engendros del Averno, y su aparición creó controversias entre las diferentes escuelas europeas. Nosotros, como defensores acérrimos de cualquier extravagancia matemática, no solo estábamos muy a favor de la consideración y estudio de las funciones discontinuas, sino que las convertimos en el símbolo de esa tergiversación o adaptación que, según el psicoanálisis, la mente efectuaba sobre la verdad inconsciente. A las funciones discontinuas se las solía además llamar patológicas, un adjetivo que encajaba a la perfección con nuestro propósito. Nuestra primera hipótesis fue que, todas aquellas diferencias que hubiera entre la verdad inconsciente -entre aquella función de funciones- y el esquema mental que el consciente había creado, eran, precisamente, sus discontinuidades.

En esta primera hipótesis estábamos los tres de acuerdo: fue en la segunda donde hubo polémica. Malen y yo defendíamos que, con el marco teórico así establecido, la sanación consistía en convertir en continuidades las discontinuidades, y por lo tanto ese era el objetivo de la materapia. Tomás, sin embargo, sostenía que la modificación de aquellas funciones internas era una opción, pero que bastaba con conocerlas. Esta diferencia de posturas no era más que el reflejo de las dos maneras que teníamos de ver los problemas asociados a la personalidad y el carácter. Malen y yo creíamos que siempre valía la pena indagar, que siempre había margen de mejora cuando uno comprendía el porqué de sus inercias, mientras que Tomás era reticente a creer que los cambios fueran posibles o efectivos, y defendía que la única sanación consistía en la completa aceptación de uno mismo. No sé si en este desacuerdo estaban proyectando sus problemas de pareja, o si fue al revés, y esta pequeña discordancia fue su origen, pero por primera vez los vi discutir fuerte. En cualquier caso, los tres coincidíamos en que, ya fuera para modificar el esquema o solo para conocerlo en profundidad, valía la pena desvelar esa verdad última, así que hubo una especie de tregua entre ellos, y seguimos trabajando en el proyecto.

El siguiente paso consistía en diseñar un conjunto exhaustivo de encuestas que desvelaran cuáles eran aquellas funciones que relacionaban toda la lista de variables que habíamos definido. Para hacerlo nos basamos en multitud de cuestionarios del ámbito de la psicología, incluidos los métodos que se tienen para detectar mentiras en el encuestado. Malen y yo nos volcamos en la adaptación y puesta a prueba de aquellos cuestionarios, mientras que Tomás se aisló de esta parte del proyecto. Por aquellas fechas, además, el padre de Tomás enfermó y tuvo que ser hospitalizado, así que hubo de marcharse unos días.

Por supuesto que Malen puso de su parte, pero siempre me he culpado por haber actuado con malicia. Yo creía haber detectado una debilidad en Tomás, y aproveché su ausencia para hacerle sombra. Malen y yo retocábamos y ampliábamos todos aquellos cuestionarios, una tarea faraónica, puesto que había muchos, con muchas variables, y de muchos datos. Durante aquel trabajo introspectivo me esforcé en mostrarme como una persona más abierta y más madura emocionalmente que Tomás, señalando de un modo sutil, casi subrepticio, sus carencias. Yo detectaba que Malen aceptaba el juego y se dejaba seducir, hasta que, una noche, mientras trabajábamos en un cuestionario que trataba sobre aspectos sexuales y relacionados con el erotismo, aproveché un momento en que nos reíamos por alguna ocurrencia, y la besé en los labios sin mediar palabra.

Casi creí que me desvanecía, que me diluía en su boca y en su aliento, en la piel que tanto había deseado. Malen no solo aceptó el beso, sino que se abalanzó sobre mí con un salto animal, como presa de una rabia dominadora. No sé si era así habitualmente en la cama, pero hicimos el amor con furia, con una alternancia entre la ternura y la urgencia que a partir de entonces quedó grabada en mi mente como la forma exacta que ha de tener la pasión. Los sentimientos de culpa fueron casi inmediatos, y a la mañana siguiente Malen me dijo que había sido un error. Tomás iba a volver aquella noche, y pactamos no decirle nada. Yo sentía una mezcla de emociones que me atormentaba. Por una parte, mi deseo por Malen no solo no había menguado, sino que ahora albergaba más esperanzas de que dejara a Tomás, pero al mismo tiempo me arrepentía y me castigaba por haberlo traicionado, por mucho que Malen también hubiera participado de la traición.

Éramos jóvenes, me digo a veces, pero Tomás no debía de serlo tanto, o acaso no era tan inmaduro en asuntos emocionales como yo creía, y se dio cuenta en seguida de lo que había pasado, o quizá es que Malen se lo confesó. No lo sé. El caso es que, al poco de volver Tomás, la actitud de los dos cambió por completo. Tomás dijo que le habían ofrecido un puesto de trabajo en otra ciudad, y que lo lamentaba mucho pero tenía que abandonar el proyecto. Malen dijo que probaría suerte y se iría con Tomás. Estaba claro que se había producido algo más grave que la mera inminencia de la despedida, porque toda la complicidad y todo el humor, todo el sentimiento de equipo que habíamos desarrollado no solo durante aquel proyecto sino durante todos los años de universidad juntos, se habían disipado y ahora eran frío y distancia.

Me quedé pues en el piso, solo. Creo que aquellos días tuve mi primer contacto con la soledad, con el hiriente vacío de las horas muertas, silentes, con el lastre penoso de la ausencia, con las circulares ideas sobre el pasado y sobre el futuro, sobre Tomás y sobre Malen, sobre mi papel en aquel triángulo roto. Dejé yo también el piso a finales de Agosto, pero antes de hacerlo, por si aún tenía dudas de que Tomás sabía lo que había sucedido, comprobé que había borrado todos los archivos del ordenador. La base de datos, el algoritmo para la función de funciones, los cuestionarios con las respuestas de Malen y las mías, todo había desaparecido incluso de la papelera de reciclaje. Me tomé aquel gesto como un acto de despecho y como un castigo, pero recuerdo que me enfureció. Quizá fue una reacción de mi orgullo, acaso un mecanismo de supervivencia o de ocultación, pero me sirvió para pasar página, y me dije a mí mismo que, si ni Tomás ni Malen querían saber nada de mí, yo tampoco quería saber nada de ellos.

Pasaron años de absoluto silencio. La juventud sepulta en obligado olvido, o quizá es orgullosa complacencia. Ninguno de los tres hizo ningún gesto de acercamiento, ni siquiera un escuálido like en redes sociales, hasta que entonces se produjo el salto, la discontinuidad que reabrió el pasado. Yo aún conservaba el ordenador que habíamos utilizado para el proyecto, pero el disco duro se había estropeado, así que lo llevé a reparar. Al parecer, los sistemas operativos no eliminan del todo los archivos borrados, y algunos de ellos reaparecen al recuperar el disco. Cuando volví a casa y encendí el ordenador recién reparado, encontré en el mismo lugar del escritorio, tal y como estaba el día antes de que Tomás y Malen se marcharan, una carpeta que llevaba por título “materapia”.

Después del asombro y la digestión de recuerdos, analicé a fondo la carpeta. Estaba todo. No faltaba ni un solo archivo, ni un cuestionario, se podría casi decir que el proyecto estaba listo para ser puesto a prueba. De esto hace solo un par de semanas, casualmente las dos semanas en que he estado de vacaciones. Yo no sé si habrá sido por una especie de necesidad de redención, o quizá solo ha sido la añoranza de aquella creatividad matemática en la que invertíamos tantas horas, pero estas dos semanas no he podido evitar dedicarlas a terminar el proyecto de la materapia. Con un tesón y una urgencia como hacía ya años que no sentía, he dado formato a los cuestionarios, he maquetado y terminado el programa que implementaba la función de funciones, y ayer por la noche les envié un correo a Malen y a Tomás, adjuntándoles todo lo que había hecho.

No sé qué impresión les va a causar, ni tampoco sé de qué hablaremos cuando nos veamos. Algo me dice, sin embargo, que seremos francos. Si de verdad es cierto que lo contamos todo, que tarde o temprano lo contamos todo (ya sea con jactancia o arrepentimiento, por necesidad o por obligación, incluso por mera ociosidad), supongo que compartiremos nuestros relatos, que nos explicaremos nuestra versión de los hechos, nuestra experiencia, nuestros secretos. Al fin y al cabo, nuestras vidas son narrativas, literaturas que se encadenan y superponen y complementan, que se reescriben y contradicen continuamente, un ruido incesante de voces que emitimos y recibimos y que no solo no nos aturde sino que agradecemos y alimentamos, incapaces de tolerar su cesación porque pensamos que en su silencio reside la muerte. No, no creo que me calle, no creo que tampoco ni Tomás ni Malen se callen, y lo más probable es que, de un modo u otro, rescatemos aquel pasado, aquella estancia oscura y abandonada donde de pronto nos ha urgido mirar, donde de pronto un suceso o un recuerdo nos ha conducido a escarbar, como si alguien hubiera encendido una lámpara allí donde creíamos que solo había penumbra.