LA HISTORIA DEL FIN DE LAS MATEMÁTICAS

En algún lugar de la imaginación humana debe de existir un contenedor de todas las historias verosímiles: un subconjunto del azar formado solo por los hechos que veríamos físicamente posible que ocurrieran, aunque fuera con sorpresa o admiración o espanto. Claro que cada uno posee un umbral diferente, y esa colección de relatos creíbles sería subjetiva, pero sin duda habría lugares comunes. Pocos o nadie aceptarían sucesos como “de dentro del microondas salió un dragón que hablaba en sánscrito”, y sin embargo todos toleraríamos que “a una compañera de trabajo le tocó la lotería”. Forzando un poco el rigor científico, coincidiríamos también en que, en realidad, la gran mayoría de los fenómenos son probables -por ínfima que sea su probabilidad-, a excepción de contradicciones como “mañana será ayer”, “había una persona y ninguna”, o “el avión se movió en reposo”, aunque esta última aún daría que hablar. Nadie sabe a ciencia cierta de qué historias está formada esa biblioteca de narraciones permitidas, y además sus fronteras son porosas, irregulares, y hay singularidades que juegan a estar y a no estar, que dependen mucho del interlocutor, del momento en que se cuentan e incluso del estado de ánimo, tanto del que cuenta como del que es contado.

La experiencia que viví pertenece a esa frontera entre lo creíble y lo inconcebible, por lo menos para mí mismo. Si hubiera de elegir una categoría, una frase introductoria y al mismo tiempo un resumen, diría que “conocí un funcionamiento diferente al nuestro”, una sentencia en principio inocua, demasiado imprecisa para ser rechazada. No puedo convencer a nadie, sin embargo, de que no sea todo un producto de mi imaginación, porque tampoco yo puedo estar seguro: todo lo que vi y escuché -mis percepciones y acciones, sus registros en mi memoria- son tan reales e ilusorios como lo son los recuerdos y los sueños, como lo son también las intuiciones y las fabulaciones, es decir iguales en ubicación y esencia, construcciones mentales todas.

De lo que estoy seguro es de que ocurrió todo en un día: percibí la diferencia al salir de casa por la mañana, y supe que todo había vuelto a la normalidad al volver a ella por la noche. Nada había cambiado en apariencia (la cafetería junto al portal del edificio donde vivo, el restaurante del otro lado, ya en la playa; el paseo marítimo: todo estaba en su lugar y en la calle había la misma cantidad y tipo de transeúntes que de costumbre), pero tuve la inconfundible sensación de haber aterrizado en otro lugar. Entré a tomarme un café donde siempre, y el camarero, habitualmente frío y un tanto sombrío -un chico joven, educado y profesional pero con una mirada anticipatoria de ofuscación o conflicto- me trató con una inusitada simpatía y una serenidad en la voz que tampoco le había escuchado antes. Me figuré entonces posibles motivos (se habrá enamorado, le habrán dado una buena noticia, muy esperada o deseada), pero mientras lo hacía me di cuenta de que el resto de clientes parecía estar también en un estado diferente al habitual. A mi lado una señora hablaba con su teléfono móvil pero sin dejar de sonreír en ningún momento, mientras tomaba unos apuntes donde, según me pareció, solo había números; y a su lado, una pareja de jubilados alemanes -habituales de la cafetería- conversaba animadamente -no comprendo el alemán pero se les veía que se divertían mucho rememorando o parodiando- cuando normalmente apenas si se dirigen la palabra. Parecía pues haber una especie de alegría y serenidad ambiental o colectiva, pero pensé que se trataba solo de una coincidencia, y me dije: “parece que el mundo se ha despertado hoy feliz”, sin darle más importancia.

No la tenía en realidad: no suele tenerla nunca nada -la importancia-, o no demasiada, o no nos afecta tanto como pensamos. El efecto que nos producen los cambios es limitado, y por muy extraño o sorprendente que nos parezca lo que sucede a nuestro alrededor, tendemos a sepultarlo bajo una corriente que nos empuja a seguir con la inercia que arrastramos después de meses y de años de acostumbrados días. Por mucha novedad que se produzca desdeñamos movernos demasiado, descartamos cercenar la rutina y creencias que nos preceden -su seguridad, su confort- y llega un momento en que nos decimos “bueno”, o “en fin”, “voy a seguir con lo mío”, y las vivencias y sus sorpresas y sus pretendidos giros se extinguen en un pasado más lineal de lo que creemos. Somos menos impresionables de lo que nos parece, y es verdaderamente difícil que cuanto salga de nuestros parámetros modifique en mucho la dirección de lo que vamos viviendo; más bien damos siempre pequeños pasos -ahora este descubrimiento, ahora este razonamiento, ahora esta intuición o esta coincidencia- como grandes buques que viran lentísimos, y son pocas las situaciones que modifican la trayectoria de la enorme rueda que nos conforma, que nos dibuja y define pero también nos pisa y nos condiciona.

Iba a seguir, pues, “con lo mío”, pero siguieron dándose pruebas de que algo profundo e incomprensible estaba pasando. Pedí la cuenta para marcharme, pero cuando el camarero la dejó sobre mi mesa y la consulté de una ojeada, observé que, en el lugar donde debía aparecer el precio de lo que había consumido, había escrita la palabra “verde”. Creí que se trataba de una broma, y calculé lugares para una posible cámara oculta. Estuve tentado de preguntar al respecto, pero ante la posibilidad de ser objeto de chanza o de sentirme ridículo, en un ataque de pudor me levanté, dejé una aproximación por exceso de lo que valdría mi consumición, y salí a la calle.

No entendía lo que estaba sucediendo, pero pronto me formulé una hipótesis. Cuando llegué al edificio donde trabajo, saludé al guarda de seguridad, como de costumbre. “Buenos días, cómo estás hoy, Julio”, le dije, pero este, habitualmente extenso en sus respuestas, me respondió: “ciento doce”, y me dedicó una sonrisa que me recordó a la del camarero de la cafetería (y a la de la señora que hablaba por teléfono, y a la de la pareja de jubilados alemanes). Ya en la oficina, observé también que los papeles amontonados sobre mi mesa, habitualmente llenos de cifras y sus conceptos (soy el contable de una empresa de estudios de mercado), seguían el patrón que sugería la cuenta de la cafetería. Donde cabría esperar números había a veces palabras sin coherencia global ni continuidad, mientras que en otros lugares -donde habitualmente habría palabras-, aparecían números sin sentido aparente.

La hipótesis que creí más razonable fue que, en el mundo en el que había aterrizado, lo cuantitativo y lo cualitativo (lo que se puede medir con números y lo que no) se habían convertido en indistinguibles, como si la lengua y las matemáticas se hubieran fundido en un solo lenguaje, o las palabras y los números hubieran intercambiado sus funciones, aunque solo a veces y sin explicación visible. Como es comprensible, dudé de la veracidad de mis percepciones, y por supuesto también de mi cordura. Pensé también en si estaba soñando, pero tanto realismo, tanta duración y tanta conciencia y voluntad propias no parecían en absoluto oníricas. Quizá se trataba, pues, de algún tipo de esquizofrenia o de una disfunción o anomalía transitoria, pero la situación aún era solo pintoresca, así que en lugar de asustarme, me di cuenta de que la posibilidad me atraía.

El mundo que nos rodea, las experiencias que vivimos y que viviremos son fácilmente previsibles: cometeríamos poco error si los pronosticásemos. No tardamos mucho en tomar plena y decepcionante conciencia de que nuestra vida va a seguir un guión a grandes rasgos clasificable, de que en poco nos vamos a desviar del que han seguido ya nuestros vecinos en lugar y tiempo. La individualidad y excepcionalidad que nos asignamos (“cada persona es un mundo”, “sigue tu propio camino”) se desvanecen en seguida si desenfocamos el cuadro, si nos salimos de nosotros mismos y atendemos a la infinidad de ejemplos que hay en la historia y la literatura, en realidad divisibles en pocos grupos. No es nada práctico -ni popular, ni agradable- escuchar demasiado a esa conciencia, así que miramos hacia otro lado, ajustamos el foco de nuevo y concluimos que “hay que vivir, no nos queda otra: por lo menos hagamos que sea hermoso hacerlo”, pero nunca somos del todo libres, y ese sutil pesimismo teórico permanece ahí, como una amenaza velada y tenue; lo único que hacemos es convivir con ella. Ver tan de cerca un funcionamiento tan diferente me hizo creer que al menos estaba viviendo algo inédito, por una vez verdaderamente, así que no solo no me asustó la idea de ser víctima de la locura, sino que sentí cómo mi curiosidad iba en aumento.

Por más que lo intenté, sin embargo, no conseguí comprender los archivos de mi oficina, y salí a la calle a buscar respuestas. Me dediqué a ello como si se tratase de un trabajo de campo: entré en todos los establecimientos que pude y traté de hablar con el máximo número de personas posible. Confirmé así los síntomas que ya había detectado en la cafetería y en la oficina: las palabras y los números aparecían, en efecto, intercambiados o mal colocados en todos los impresos (carteles y rótulos, cartas de bares, señales de tráfico, revistas y prensa escrita), pero también en los diálogos entre personas -pude escuchar “¿te quince más tarde?”, o “me gustó seis que dos cientos”, entre otras perlas-, pero lo que no conseguía entender era el otro fenómeno también evidente. Desde la primera hasta la última persona a quien observé se mostraba afable y sonriente, como abducida o sedada por una calma y una humildad sinceras, en absoluto chirriantes o impostadas ni excesivas, como si el trato cortés y el afecto educado hubieran invadido el comportamiento de todo el mundo.

Aquel funcionamiento social era una especie de utopía cumplida, el anhelado paraíso donde los seres humanos conseguían relacionarse de un modo sencillo y afectuoso -y de agradable contagio-, pero había algo en él que me inquietaba. La confusión entre números y palabras me impedía comprender al completo comunicaciones y conversaciones -me sentí como en un país de cuya lengua yo fuera aprendiz de nivel bajo-, y el aislamiento lingüístico empezó a impacientarme. Decidí pasar a la acción e instruirme, pero como no pude usar la tecnología (el manejo de ordenadores y teléfonos móviles era el mismo que de costumbre, pero la navegación en internet me resultó imposible), me dirigí a la biblioteca.

Todos los libros que consulté en ella tenían la misma tara o peculiaridad, y aunque a veces creía entrever patrones o coincidencias, la incomprensión persistía, y era cada vez más frustrante. Exploré todas las secciones sin éxito, pero cuando ya estaba a punto de abandonar, encontré un libro -el único de todos los que pasaron por mis manos- cuya contraportada estaba escrita enteramente con palabras, y además comprensibles. Se titulaba “Historia del fin de las matemáticas”, y una de las frases de la sinopsis decía lo siguiente. “Del mismo modo en que Euclides fue rebatido, y que su axioma de las paralelas se descubrió innecesario, las matemáticas vivieron su crisis definitiva con el cuestionamiento del axioma de elección, un descalabro con el que habría soñado Bertrand Russell. La ciencia que durante tantos siglos había fundamentado el conocimiento humano, y que había dotado de lenguaje a su pensamiento, murió el día en que encontró una salida a sí misma: una alternativa que cambió nuestra esencia en lo más profundo y sentó las bases de lo que somos ahora”.

Mis conocimientos matemáticos se limitaban a los que se daban en el antiguo bachillerato y a los de cuatro o cinco documentales de divulgación, pero nunca me había interesado por la matemática teórica; ni siquiera puse empeño en comprender las conexiones que se le atribuían a Borges. El interior del libro, sin embargo, era perfectamente legible, exceptuando enunciados y fórmulas, que, si bien se adivinaban difíciles, por lo menos no seguían el patrón de desorden de todo cuanto había leído y escuchado hasta entonces. Aquel libro era pues mi única esperanza, así que lo tomé prestado (no sin las ya acostumbradas extravagancias: la bibliotecaria se despidió diciendo “trece tardes” con una sonrisa complaciente) y volví a la oficina, dispuesto a estudiarlo a fondo.

No sé cuántas horas empleé en la sufrida lectura de los fragmentos exclusivamente textuales (ignoré los teoremas y sus demostraciones, pero aún así el nivel de abstracción era exigente) pero debí de perder la noción del tiempo, porque advertí que todo el mundo se había marchado de la oficina; serían las ocho o las nueve de la noche. Descubrí que el supuesto “fin de las matemáticas” se debía a los avances en el ámbito de la teoría de conjuntos: el sustento y lenguaje último de las matemáticas, su corazón o su esencia, y por lo tanto el de toda la ciencia que yo conocía. Al parecer, a principios del siglo veinte, Bertrand Russell propuso un enunciado de consecuencias históricas cuando se preguntó: “¿se contiene a sí mismo el conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos?”, una formulación cuyo equivalente, más mundanal y comprensible, decía: “¿se afeita a sí mismo un barbero que afeita a todos los hombres que no se afeitan a sí mismos? Tanto la respuesta afirmativa como la negativa resultan contradictorias, una paradoja que dinamitó la teoría de conjuntos, el instrumento con el que George Cantor había domesticado al indomable concepto del infinito. Es cierto que no hubo ninguna consecuencia al nivel práctico del resto de las ciencias, pero se produjo así la conocida “crisis de los cimientos de las matemáticas”, precisamente el título de uno de los pocos documentales que había visto.

Por fortuna para las aspiraciones de la ciencia (que necesitaba un modelo consistente y sin contradicciones), los matemáticos del ámbito de la lógica (con Zermelo y Fraenkl a la cabeza) construyeron una nueva teoría que consiguió salvar el grave escollo que había generado Russell. Como muchas de las teorías matemáticas, el nuevo modelo se fundamentaba en axiomas: verdades que no se consigue demostrar -habitualmente afirmaciones obvias- y que por ello se aceptan como ciertas -aunque no se pueda comprobar si lo son- porque de ellas depende el resto de la teoría; luego son más necesidad que certidumbre. El axioma clave de la nueva y salvadora teoría era el “axioma de elección”, una propiedad un tanto abstracta, pero sencilla de comprender. “Dada una colección de conjuntos no vacíos, se puede obtener un nuevo conjunto con un elemento de cada uno de aquellos conjuntos”, es decir (dicho también de un modo más mundanal): si tenemos una serie de bolsas con al menos un caramelo en cada una de ellas, podemos elegir un caramelo de cada bolsa, y ponerlos después en una nueva bolsa.

Me sorprendió que la ingente cantidad de resultados matemáticos, que la vastísima colección de descubrimientos y avances de la ciencia dependieran todos, en última instancia, de una propiedad tan básica, expresable incluso en términos de bolsas y caramelos. Por lo visto, el problema era demostrar el axioma de elección en el caso de tener infinitos conjuntos (infinitas bolsas de caramelos), pero lo verdaderamente fascinante era que, si uno estiraba del hilo interminablemente y se preguntaba una y otra vez el porqué de todas las verdades -como lo hacen los niños cuando descubren la pregunta “por qué”-, la última de las respuestas se encontraba en los fundamentos de las matemáticas, y esa respuesta conducía, entre otros, al axioma de elección.

Poner en duda los axiomas de otras teorías había dado pie a descubrimientos históricos como el de las geometrías no euclídeas, un cuestionamiento que dotó de base teórica, entre otras, a la teoría de la relatividad de Einstein. El axioma de elección, sin embargo, había permanecido más o menos intocable desde la construcción de Zermelo-Fraenkl hasta el momento que relataba el libro. En ese momento, una corriente de matemáticos liderada por Marcos Deverne (tristemente conocido más tarde como el autor de los “crímenes matemáticos”), se rebeló contra “la silente opresión de aceptar una propiedad cuya verdad no se puede demostrar”, y propició un “golpe de estado que derrumbó para siempre el edificio de las matemáticas”.

Me arrepentí de no haberme interesado nunca por ellas: aquel fragmento de historia me pareció apasionante, y seguí leyendo con avidez. El autor explicaba que una de las propiedades más importantes que se derivan del axioma de elección es que cualquier conjunto es “bien-ordenable”, es decir, que uno puede asignarle -a cualquier conjunto- un orden que cumpla unas mínimas propiedades de consistencia, independientemente del tipo de elementos que lo formen, es decir sean cantidades o no lo sean. La propiedad me recordó de inmediato a la hipótesis que me había formulado (lo cuantitativo y lo cualitativo se han convertido en indistinguibles), y creí entonces haber dado con una explicación. Si aceptar el axioma de elección -es decir las viejas matemáticas, las que yo conocía- permitía ordenar cualquier conjunto, quizá el motivo por el cual todo estuviera ahora tan desordenado (números y letras mal colocados o intercambiados), podría provenir de la no aceptación del axioma de elección, y por lo tanto de la existencia del desorden (o del “mal-orden”, como quizá dirían los matemáticos).

Me quedé pensativo un buen rato. Era consciente de que no tenía en absoluto los cabos atados (¿qué tendrían que ver las relaciones de orden con la transposición aleatoria de números y palabras?), pero si lo que se relataba en el libro era verdad, lo que yo estaba experimentando (el mundo en el que había aterrizado, su funcionamiento diferente al nuestro) era el resultado de haber aniquilado las viejas matemáticas y de haberlas sepultado junto a uno de sus máximos responsables, el axioma de elección. La idea me pareció divertida; cuántos estudiantes soñarían con vivir en un mundo en el que no tuvieran que examinarse más de matemáticas -aunque quizá después se arrepintieran: habría que ver en qué consistían las nuevas-, pero había algo en ella de inconcebible o inalcanzable, de superior a mí mismo. Salir de las matemáticas (y entras en otras diferentes) significaba salir del propio pensamiento (y entrar en otro desconocido), y quizá así alcanzar el alma, o a Dios, o como sea que llamemos a todo aquello que intuimos que existe (no todos del mismo modo ni con la misma intensidad) pero que no nos alcanzan ni números ni palabras para definirlo.

Llegado a este punto me recliné sobre la silla para descansar la espalda y el cuello; estaba exhausto. Sentía la cabeza pesada -demasiada abstracción y demasiado de golpe-, así que decidí marcharme a casa, ya continuaría la lectura en otro momento. Me puse el libro bajo el brazo, y bajé por las escaleras con un incipiente dolor de cabeza (salir de las matemáticas, me repetía, salir del pensamiento y entrar en otro), hasta que llegué a la puerta del edificio. Saludé al guarda nocturno -el relevo de Julio- con un gesto de la cabeza, y él me devolvió el saludo con una mano; con la otra sostenía su teléfono. No pronunció palabra mientras yo cruzaba el umbral (debía de estar escuchando a su interlocutor), pero cuando ya estaba fuera, escuché que decía: “esa tía se cree que es la más guapa y la más lista, qué mal me cae, por dios”.

No hubiera dado más importancia a aquel fragmento de conversación (las personas nos criticamos las unas a las otras con una frecuencia espeluznante; aunque sugiramos o deslicemos o insinuemos para no parecer en exceso maliciosos, subrayamos continuamente los errores o defectos de los demás; nos deben de sobrar la envidia, la inquina o la inseguridad, o faltar el respeto por el prójimo, o quizá sea la autoestima lo que nos falla) pero entonces caí en la cuenta. Desde que había salido de casa por la mañana había observado esa serenidad y bondades -esa humildad y alegría, ese bienestar aparente- en todo el mundo con quien me había cruzado, nada que ver con el tono del guarda, que, además, en ningún momento me había sonreído. Me giré para echarle un último vistazo, pero ya estaba dentro de su garita; no le escuché tampoco decir nada más. Seguí caminando en dirección a mi casa, contrariado pero todavía pensativo (“las matemáticas murieron el día en que encontraron una salida a sí misma: una alternativa que cambió nuestra esencia en lo más profundo y sentó las bases de lo que somos ahora”), pero entonces aún advertí otro detalle. El guarda no había intercambiado números con palabras en su frase, como sí habían hecho en todo momento las personas con quien había hablado. Aquel era, pues, un indicio de que tal vez el embrujo se había esfumado, y de que quizá todo hubiera vuelto a la normalidad, así que busqué pruebas que lo confirmaran.

Supongo que andaba demasiado atento a señales y carteles -cualquier lugar donde hubiera frases escritas- y que debí de olvidar atender al semáforo al cruzar una calle, porque de pronto escuché el ruido de un frenazo; un coche había estado a punto de atropellarme y se había detenido justo a tiempo. Me quedé paralizado, pero cuando ya me disponía a pedir disculpas y a retroceder unos pasos para cederle el paso, el conductor bajó la ventanilla y me gritó: “mira por dónde vas, idiota, la próxima vez no voy a dudar en atropellarte”, y aún, mientras se iba, añadió: “eres tonto o qué te pasa”.

Después de aquello no me quedaron más dudas. El coche prosiguió su marcha con un acelerón iracundo, y yo seguí mi camino, aunque esta vez más atento. Se me mezclaron entonces el alivio y la desazón. Finalmente era capaz de comprender el lenguaje corriente (comprobé que carteles y rótulos volvían a estar bien escritos, y que ya nadie intercambiaba palabras por números), pero la hostilidad percibida estaba en las antípodas del comportamiento sereno y agradable que llevaba observando durante el día. Al parecer volvía a pertenecer a mi entorno -por fin hablábamos el mismo idioma-, pero, a cambio, este había vuelto a su peor versión.

Me encontraba ya a pocos metros del edificio donde vivo (podía ver la cafetería donde había empezado todo por la mañana, estaba cerrada), pero me desvié hacia la playa, y caminé un rato por ella. En ese momento sentí un oscurecimiento sólido, compacto, como si un peso indecible cayera sobre mi conciencia, y su origen me fuera imposible identificar. Era noche cerrada, no había vestigios de luna en el cielo -una gruesa capa de nubes lo cubría entero-, pero aún así alargué mi paseo, esperando que la sensación desapareciera.

No sé de dónde vino ni cuánto tardó en materializarse -en convertirse en identificable y más tarde en expresable-, pero al cabo de poco entreví una conjetura. El ruido del mar era abrupto, y a cada batir de las olas se me estremecía el cuerpo, como si cada una de ellas me atestara un golpe. Todo lo gris o emponzoñado del carácter humano (el agravio, el rencor, la represalia y el ensañamiento; la envidia, los celos, la exigencia y la lucha, la disputa, la competición por el poder, por la atención y el reconocimiento, incluso por el amor), me pareció entonces que provenían todos, en esencia, de un mismo concepto. Quizá la influencia de la lectura matemática había hecho ya sus efectos, pero me resultó obvio que si uno analizaba los conflictos, las animadversiones y los sufrimientos humanos, los podía reducir siempre a una comparación en el sentido numérico (se desea ser más fuerte o menos impaciente, más guapo o menos violento, más popular o menos mediocre, tener más dinero o menos problemas, más poder o menos conflictos, se sufre o se pugna por sentirse más escuchado, más querido o menos ignorado, tener más amigos, más diversión o menos estrés: se quiere, en definitiva, obtener siempre un número mayor -o menor- en una determinada variable, sea la que sea), y que, de algún modo, la mente humana dividía todas sus cualidades -sus aspiraciones y preocupaciones, sus intereses- en magnitudes medibles, y dedicaba toda su existencia a aceptarlas, a explicarlas o a tratar de modificarlas, pero haciendo intervenir siempre en ellas las comparaciones, es decir, usando, en última instancia, el concepto de orden matemático.

Lo tuve por fin claro. El origen de todos los males de nuestra especie provenía del uso constante de la ordenación (todo conjunto es “bien-ordenable”), y por lo tanto de la aceptación del axioma de elección, tal y como había aprendido en el libro que había tomado prestado de la biblioteca. Me dije: “el fin de las matemáticas consiste en erradicar el axioma de elección, y por lo tanto la hegemonía del concepto de orden; es así como se desvanecen todas sus nefastas consecuencias en el carácter humano, y por eso la actitud de todos en el día de hoy era tan serena y afable, tan feliz y desprovista de perversiones del ego: porque vivían en un mundo con unas matemáticas, con un pensamiento y por lo tanto un lenguaje diferentes, y por eso palabras y números eran indistinguibles, tanto escritos como en el habla”.

Quizá la conclusión que extraje era absurda o incoherente -al fin y al cabo aquel libro seguía siendo el único de matemáticas que había leído al completo-, pero recordé que aún lo llevaba conmigo, y que bastaba con seguir leyéndolo para comprobar si era cierta. La decepción, sin embargo, fue mayúscula. Como no podía ver con claridad, salí de la playa y me senté en un banco alumbrado por una farola. Comprobé entonces con espanto -o era incredulidad- cómo el libro se había vuelto incomprensible, y todas las frases que antes eran legibles (la historia del fin de las matemáticas, las consecuencias que tuvo en el ser humano) ahora tenían números intercalados, desordenados en medio de los párrafos, y era imposible su lectura.

Sé que solo los más soñadores o inconformes, que solo los escépticos más radicales (me refiero a que lo sean incluso con sus propias creencias) confiarán en que no he mentido. Conocí un funcionamiento diferente al nuestro durante un solo día de mi vida, pero no tengo pruebas, no puedo aportar datos, ni tengo argumentos para convencer a nadie. No he contrastado tampoco con ningún matemático mis conjeturas -quizá este relato pueda iniciar ese camino-, ni tampoco he leído más sobre teoría de conjuntos. La historia del fin de las matemáticas continúa siendo para mí un misterio, y el día en que las vi morir -el día en que cayó el axioma de elección- quizá sea solo un producto de mi ensoñación, una intuición, un deseo, una proyección o una fantasía, un desvarío imposible o inverosímil, o, por qué no, quizá sí sea un recuerdo veraz.

De todas formas, qué inaccesible es su comprobación; y qué poco importa, además. Si aún no han muerto nuestras matemáticas, si aún no hemos salido de nuestro pensamiento, cualquier posibilidad es válida -historia o ficción, matemáticas o literatura- y tendrá poco efecto en nuestra realidad. Al fin y al cabo, por muy extraño o sorprendente que nos parezca lo que sucede a nuestro alrededor, tendemos a sepultarlo bajo una corriente que nos empuja a seguir con nuestra inercia, con la normalidad que arrastramos después de meses y de años de acostumbrados días. Por mucha novedad que se produzca, desdeñamos movernos demasiado, descartamos cercenar la rutina y creencias que nos preceden -su seguridad, su confort- y llega un momento en que nos decimos “bueno”, o “en fin”, “voy a seguir con lo mío”, y las vivencias y sus sorpresas y sus pretendidos giros se extinguen en un pasado más lineal de lo que creemos. Somos menos impresionables de lo que nos parece, y es verdaderamente difícil que cuanto salga de nuestros parámetros modifique en mucho la dirección de lo que vamos viviendo; más bien damos siempre pequeños pasos -ahora este descubrimiento, ahora este razonamiento, ahora esta intuición o esta coincidencia- como grandes buques que viran lentísimos, y son pocas las situaciones que modifican la trayectoria de la enorme rueda que nos conforma, que nos dibuja y define pero también nos pisa y nos condiciona.