LA HABITACIÓN MÁGICA


Hay algo de sórdido en esta escena, algo que huele a farsa, a tragedia. Hoy se le entrega el premio honorífico de la Academia de las Artes al joven Sergio del Monte, el artista conceptual más famoso y prolífico de los últimos años, el hombre de moda, según parece. La obra con la que ha ganado el premio ha causado furor, y, por su conexión con las matemáticas, a alguien se le ha ocurrido invitar al acto a un representante de la comunidad académica. Habrían podido invitar a muchos otros, todos más jóvenes y mediáticos que yo, pero quién mejor que el señor afable y de buen discurso, el jubilado inofensivo y apaciguador, el viejo entrañable en el que me he convertido.

La verdad es que me bastaría con un par de frases para aniquilar todo este tinglado. Podría esperar a que llegase mi turno, esperar con paciencia tal y como lo estoy haciendo ahora, mientras los invitados van llegando, mientras empiezan a colocarse los representantes de las instituciones, mientras llega el premiado con su cohorte y se van sentando en sus butacas debidamente jerarquizadas. Me bastaría con esperar a que llegase mi turno, mi pequeño discurso en el que se espera que agradezca, que ensalce o que conecte o que inspire, y aniquilar toda la escena mediante solo dos frases, inesperadas y letales.

La obra de Sergio del Monte es un plagio. Solo con esta desencadenaría el escándalo. Es una copia íntegra, una total y absoluta réplica, una reproducción que no cambia un solo detalle de un trabajo que tiene, según mis cálculos, más de cuarenta años.

Por supuesto he pensado en la posibilidad de equivocarme. Podría bien suceder, como en el caso del cuento de Borges, que del Monte sea el nuevo Pierre de Menard, y que de dos mentes diferentes hayan nacido dos obras exactamente iguales, solo que con cuatro décadas de diferencia. Mi memoria podría también estarme jugando una mala pasada, y mis recuerdos ser más vagos de lo que creo, pero hay demasiadas coincidencias como para que me esté equivocando.

En primer lugar, no solo el resultado es exactamente el mismo, sino que lo es también el título de la obra. “Habitación hermosa imposible, o delicioso callejón sin salida”, una composición de palabras demasiado elaborada como para que la coincidencia sea producto del azar. En el fondo la obra no es más que una ilusión óptica, una instalación que altera la percepción visual (o mejor dicho, que la pone en duda), pero con una teoría matemática subyacente mucho más compleja que las que se usan en las habituales paradojas visuales, basadas en espejos, caleidoscopios y otros efectos. Dudo muchísimo de que el artista del Monte tenga los conocimientos matemáticos como para construir por su cuenta una obra tan digna, pero, aunque así fuera, si la probabilidad de que los dos hayan construido la misma habitación ya es extremadamente baja, coincidir además en un título así es una casualidad del todo imposible.

Pero hay otra prueba que considero definitiva. Sergio del Monte es el único hijo de Lucille Mantenneur, la creadora de la habitación mágica original. Esta sería mi segunda y última frase lapidaria, te has limitado a copiar la obra de tu difunta madre, aunque fantaseo con variantes más contundentes, más hirientes con él o reivindicativas con el talento de ella. Egocéntrico usurpador, por ejemplo, qué te costaba reconocer a tu madre, concederle un justo homenaje en lugar de apropiarte de su mérito.

No me sorprenden, sin embargo, su vanidad y su narcisismo, la falsa dosis de amor que debe de estar esperando, después de obtener su ansiado premio, la cumbre más alta a la que puede llegar, en este caso un artista. Yo fui como él cuando era joven. El deseo de reconocimiento es un motor engañoso, difícil de mantener a raya, un veneno que nunca desaparece, por mucho que el tiempo lo atenúe. Yo también soñaba con el éxito, con subir al púlpito y recibir los vítores y salir en la prensa. Recuerdo que uno de mis deseos era salir entrevistado en la contraportada del diario de más tirada nacional. Con eso me daría por satisfecho, me decía con ironía, esa sería la cima de mi carrera. Tardé mucho tiempo en comprender la vacuidad, la fantasía insaciable que sustenta al ego, o como lo planteaba Lucille: y después de conseguirlo, ¿qué?, ¿qué será lo siguiente que desees?

Lucille era una mujer extraordinaria. Me enamoré de ella y de su discurso, de su acento francés y de su mirada celeste, de su voz lenta y delicada, del gesto de duda que se le ponía en la boca cuando pensaba, de su timidez, por supuesto también de sus matemáticas. La consumación de nuestra confesada atracción mutua, en aquellos años era imposible, y el hecho de que lo fuera creo que alimentaba aún más el deseo, puesto que lo mantenía en un plano ideal, tan solo teórico. El título de “habitación hermosa imposible, o delicioso callejón sin salida” fue mi única aportación a su trabajo, y lo escogí porque me pareció una buena descripción de nuestra imposibilidad romántica. Nuestro idilio platónico era bonito y al mismo tiempo ilusorio, del mismo modo en que lo era su habitación mágica.

Por supuesto que no fue magia -sino las matemáticas- lo que utilizó Lucille para su creación. Recientemente se han puesto de moda, pero en aquella época muy pocos hablaban de anamorfismos. Lucille generalizó la construcción de un anamorfismo clásico, en el que una figura dibujada en dos dimensiones, observada desde un punto de vista privilegiado, se percibe como si estuviera en tres dimensiones. La idea de Lucille era sencilla, y por eso mismo brillante: si se podían construir anamorfismos que convertían las dos dimensiones en tres, ¿podían existir los que convirtiesen tres dimensiones en cuatro? Es decir, ¿era posible construir un anamorfismo que, dado un objeto en tres dimensiones, pudiera ser percibido, desde un punto de vista privilegiado, como si fueran cuatro las dimensiones?

De entrada el problema parecía un absurdo, una extravagancia producto de un juego de posibilidades. No solo no sabemos si de verdad existe esa cuarta dimensión geométrica, sino que no tenemos posibilidad de percibirla, así que, aun después de construir el hipotético anamorfismo, ¿cómo se sabría que el resultado era correcto? Lucille respondía que no lo sabremos, pero esa es la gracia: lo que buscamos es una ventana que nos enseñe cómo es el mundo que desconocemos.

El procedimiento de Lucille consistió en generalizar todo elemento geométrico que intervenía en el anamorfismo clásico, y extenderlo a una dimensión más. Así descrito, el proceso parece sencillo, pero los diagramas de Schlëgel en los que se apoyó Lucille eran de una prodigiosa complejidad, y le hicieron falta más de dos años para terminar su proyecto. Convertir puntos en rectas, rectas en planos y planos en hiperplanos no siempre daba un resultado coherente, y Lucille tuvo que usar el marco teórico de la geometría proyectiva. Yo seguí el proceso desde lejos, y me limité a validar sus resultados. Aunque la vi en muchos momentos a punto de tirar la toalla, siempre creí que sería capaz de terminar su obra, hasta que un día me invitó a su casa para apreciar el resultado.

Lo que vi entonces fue exactamente lo mismo que del Monte presentó al concurso de la Academia de las Artes. Después de abrir una puerta de madera negra, si uno se colocaba en el centro de una minúscula habitación, un poco más grande que un ascensor, a donde quiera que uno mirase tenía la sensación de haber entrado en un mundo onírico de geometrías fantásticas. Lo que los ojos percibían era un espacio que solo podía definirse como hermoso, un lienzo espacial maravilloso e inquietante, como si un enjambre de fractales se abriese y se multiplicase, produciendo, había que reconocerlo, cierto mareo al cabo de un tiempo.

Lucille entró conmigo en la habitación, y allí nos besamos por primera y última vez. No hizo falta que ninguno de los dos dijera nada: ambos sabíamos que, una vez salidos de la habitación, aquel beso abstracto y delicioso se desvanecería, del mismo modo en que las cuatro dimensiones del anamorfismo volverían a ser solo tres. De aquel viaje, de aquella experiencia sensual en cuatro dimensiones fue de dónde obtuve la inspiración para llamar a su obra “habitación hermosa imposible, o delicioso callejón sin salida”, una ocurrencia que Lucille me agradeció con una mirada tierna, terriblemente nostálgica, y que guardo como uno de los momentos más poéticos de mi vida.

No sé qué fue de la habitación original, ni tampoco dónde acabaron todas las páginas donde Lucille plasmó su proyecto. Asistí a su entierro hace apenas un año, y deposité un ramo de flores sobre su tumba, acompañado de un verso que prefiero no revelar aquí. Allí fue donde supe que su hijo Sergio, el pequeño Sergio del Monte, se había convertido en artista, el artista de moda, el premio honorífico de la Academia de las Artes.

Mientras nos estrechamos la mano le susurro al oído tu madre estaría orgullosa de ti. Quizá no sea, al final, un viejo tan entrañable. Si lo fuera me hubiera contenido de lanzarle este dardo envenenado, esta sutil y secreta pulla. A parte de sonreír, del Monte no reacciona de ningún modo especial. No debe de ser consciente de que yo sé que la obra no es suya, o quizá es que los focos le nublan la lucidez. El público aplaude y se suceden los parlamentos, y cuando llega mi turno, se hace un silencio que me aturde.

Qué demonios le pasa al viejo matemático, deben de estar pensando todos (o quizá solo lo pienso yo), mientras mantengo en vilo al auditorio, prolongando el silencio un poco más de la cuenta. Egocéntrico usurpador, pienso, qué te costaba reconocer a tu madre, concederle un justo homenaje en lugar de apropiarte de su mérito, pero finalmente pronuncio un discurso neutro, apenas tres frases de agradecimiento y elogio. Lo hago con corrección y amabilidad pero como un autómata, como si recitara un verso sin ninguna emoción.

Cuando me aplauden, siento que no estoy allí. Siento que estoy en la habitación hermosa imposible, en el delicioso callejón sin salida de Lucille, en la fantasía insaciable que sustenta al deseo. Vuelvo a mi asiento y escucho el resto de discursos. Se habla y se aplaude y finalmente se le entrega el premio, momento en el que aprovecho para marcharme. Con solo dos frases podría haber aniquilado a del Monte, a su vanidad y a todo lo que representa. Podría haber hecho justicia y reivindicar la figura de su madre, pero finalmente no lo he hecho, no he estado ni siquiera cerca de hacerlo. Camino solo en dirección a mi casa, y pienso en Lucille. Me miraría con sus ojos celeste, me hablaría con su acento francés. Ahora, ¿qué?, me preguntaría. ¿Qué es lo siguiente que deseas? Y tampoco esta vez sabría qué responderle.