jandro, hegel y las matemáticas

Conocí a Jandro en La Penúltima, un bar de heavies y rockeros que había en Tarragona. Después de llamarse La Penúltima el bar se convirtió en Club Sin Nombre, y después de eso, unos cuantos lo apodamos Club Sin Techo, porque a pesar de que ya había cerrado definitivamente, seguíamos reuniéndonos en su terraza abandonada, sin un mal techo bajo el que resguardarnos.

En La Penúltima fue donde, por primera vez, vi tocar a una banda en directo. Jandro era el guitarrista de aquella banda. Solo tendría veintipocos años pero ya caminaba con ese andar de bohemio que está de vuelta de todo, que arrastra los pies aparentando estar cansado, pero que siempre llega a todas partes. Jandro llevaba (y todavía lleva) la cabeza afeitada, muchos piercings y ropa oscura. Primero fue guitarrista, pero su eclecticismo en materia de instrumentos se ha convertido en leyenda. Cuando se cansó de la guitarra, tocó en diferentes grupos instrumentos tan dispares como el violoncelo, el cajón flamenco y el órgano. Durante un tiempo fue el batería de un grupo heavy, pero después se pasó a dee-jay de techno. Más tarde tocó la percusión en varias bandas de soul, y después de cantar en un coro de gospel, dio varios conciertos como cantautor. Lo último que sé es que tocaba el saxo en una banda de swing.

Lo más sorprendente es que, instrumento que toca, instrumento que domina. Aunque muchos pensemos que es una pena que no se concentre en uno en concreto (y así quizá llegue a ser un virtuoso y ganarse un poco mejor la vida), hay que concederle que ese es su genio, su talento inédito. Además Jandro parece feliz así, y es un personaje muy querido en la escena musical de Tarragona.

Algo por lo que también es conocido es su carácter. Sus conversaciones son intensas, su humor estrepitoso, y el estruendo de su carcajada es reconocible a mucha distancia. Su habilidad lingüística le permite improvisar chistes fonéticos, variaciones que consigue a partir de ligeros cambios en las frases que surgen en las conversaciones, o también en esa especie de inversión de parejas de conceptos, muy al estilo de Miguel Noguera.

Pero más allá de sus maneras estridentes, o de su humor histriónico e inteligente, hay en él una terquedad, una ausencia de flexibilidad como yo no he visto nunca en nadie. En determinadas conversaciones Jandro se cierra en banda en sus opiniones como si le fuera la vida en defenderlas y es absolutamente imposible hacerle cambiar de opinión. Algunas de sus posturas rozan, además, lo esperpéntico. En cuestión de gustos musicales, por ejemplo, es capaz de decir abiertamente que jamás compartiría mesa con alguien que haya comprado un disco de Melendi, que si alguien confiesa que le gustan los sonetos que publicó Joaquín Sabina es por fuerza un cretino, o que haber pagado por ver en directo a los Rolling Stones te convierte automáticamente en buena persona, entre tantos otros prejuicios por el estilo.

Pero esta faceta es solo una muestra relativamente cómica. Jandro se muestra tajante y agresivo cuando se trata de temas que le importan más de lo normal, y cuando alguien discrepa con él, se enciende rápidamente. No solo sus ideas tienen que ser las correctas y deben ser aceptadas por todos, sino que cualquier insinuación en contra es considerada un ataque personal.

Quizá se produzca en diferentes intensidades, pero no creo que el fenómeno sea, ni mucho menos, exclusivo de Jandro. Pienso que, en realidad, la dificultad para debatir y, llegado el caso, rechazar las ideas propias, está terriblemente extendida. La educación y la sociedad son un pez que se muerde la cola, y la escuela educa desde hace tiempo sobre un sistema de competitividad que no es más que el reflejo del universo de los adultos. Se puntúa a los niños con un número entre cero y diez, del mismo modo que sus padres viven también bajo escalas humanas y sociales, en países con rankings económicos, y en un entorno global altamente competitivo. Los padres se enfrentan (aunque no se den cuenta) al reto mayúsculo de distribuir equitativamente el amor por sus hijos, y desde niños, la comparación con el otro es inevitable. Nos preguntamos demasiado a menudo quién es mejor (y por lo tanto quién es peor), y se prefiere señalar el error ajeno antes que celebrar su éxito. Como consecuencia, es muy habitual ver desarrollar en las personalidades una muy baja tolerancia a ser discutidos, o abiertamente señalados por cometer errores, y a muchos les resulta un problema reconocer sin fisuras que se han equivocado, que no tienen razón, o, simplemente, cambiar de opinión después de un debate.

Yo mismo estoy seguro de haber caído a menudo en esa trampa orgullosa de empecinarse en no dar el brazo a torcer. La sensibilidad a las críticas y la dificultad para aceptar que ideas propias muy arraigadas resulten ser totalmente erróneas no me son, en absoluto, ajenas. Respecto a Jandro, sin embargo, su manera de obcecarse siempre me ha dado un poco igual. Digamos que sus filias y sus fobias no tienen demasiado que ver con las mías, de manera que, en general, no me solía costar ignorar sus diatribas y esperar a que se calmase.

Hasta hace apenas una semana. Eran las doce del mediodía y yo andaba perdiendo el tiempo por la Rambla Nova de Tarragona cuando lo vi dentro de una cafetería. Entré y me senté con él. Creo que es la única vez que nos hemos visto de día. No recuerdo de qué hablamos primero porque entonces, no sé cómo, surgió un tema de conversación interesante: la idea del conflicto, de la lucha entre conceptos contrarios.

Las ideas que activan, que excitan el pensamiento tienen efectos energéticos. Durante un buen rato Jandro y yo estuvimos totalmente alineados, eufóricos como investigadores en celo científico, enumerando una extensa lista de elementos contrarios significativos. Lo que nos pareció importante en aquel momento no era subrayar la existencia de las consabidas dualidades (el sí y el no, el uno y el cero, el amor y el odio, la luz y la oscuridad), sino el hecho de que toda corriente, toda creación, todo elemento artístico digno de ser estudiado, toda representación de algo que tuviera un mínimo de valor, tenía su origen en alguna dualidad. El antagonista y el protagonista de una historia, el ying y el yang de la filosofía oriental, el juego de contrastes cromáticos en la pintura y la fotografía, la combinación entre el silencio y el ruido en la música y en la poesía… Los ejemplos eran interminables, y durante un buen rato, Jandro y yo parecíamos poseídos enumerándolos y comentándolos.

Como con todas las ideas espontáneas, hay un primer momento en que su efervescencia es ardiente y nos parece que hemos encontrado el santo grial. Sí, las dualidades eran el motor de todo aquello verdaderamente interesante, pero entonces, en medio de aquella fiesta teórica, Jandro dijo algo que me rompió la cintura. Dijo: «el interior y el exterior», y entonces algo dentro de mí se desconectó.

Mi cara debió de ser muy expresiva porque me miró y dijo:

-¿Te pasa algo?

Quise responder, pero no pude. Aún procesaba lo que había acabado de pensar. En uno de esos afortunados relámpagos de lucidez que la mente nos regala, recordé la propiedad fundamental de la banda de Moebius y también de la botella de Klein. Estas dos superficies no tienen ni interior ni exterior, y si uno recorre, por ejemplo, su interior, de repente se encuentra en el exterior (y viceversa), de manera que no tiene sentido definirles caras interiores o exteriores, cosa totalmente sorprendente si uno piensa en una esfera, en un cubo, o en cualquier superficie corriente, donde sí se puede diferenciar claramente cuál es la cara externa y cuál la interna.

Recordar aquella propiedad enfrió mi euforia de inmediato. La existencia de la banda de Moebius y de la botella de Klein obligaba a revisar la conversación sobre los conflictos. De repente, incluso la voz de Jandro me pareció extraña, como impostada. Él debió de creer que verdaderamente me encontraba mal, porque volvió a preguntarme si necesitaba ayuda. Pero yo intuía que si compartía con él mis pensamientos discutiríamos así que, antes de generar un conflicto asegurado, me puse una mano sobre el estómago, fingí una expresión de dolor y le dije que no me encontraba bien.

Para mi sorpresa Jandro ignoró mi queja por completo. Confieso que eso me mosqueó. Aunque mintiera, yo acababa de decirle que me encontraba mal, ¡y él seguía hablando como si nada! En ese momento sentí una fuerte necesidad de discutir con él. No sé por qué me afectó tanto, pero me sentí rechazado, y una especie de ira me revolvió las tripas hasta que no pude contenerla más.

Sin decir nada, le construí a Jandro una banda de Moebius. Cogí una servilleta y la recorté hasta obtener una banda mucho más larga que estrecha. Uní los dos extremos cortos de la banda, pero de manera invertida. Le pregunté entonces qué cara consideraba la interna y cuál la externa. Con un dedo recorrí entonces la superficie circularmente, para mostrarle a Jandro que la banda tiene una sola cara, interna y externa al mismo tiempo. Le enseñé después con el móvil dibujos de la botella de Klein. He de decir en favor suyo que, en un primer momento, Jandro me escuchó, y pude demostrarle la existencia de dos figuras que contradecían la idea de interior y de exterior, y por lo tanto del propio concepto de antagonismo. Todavía un poco enfadado, concluí que, a pesar de no invalidar nada por completo, las Matemáticas nos ofrecían un nuevo enfoque, y apuntaban en una dirección que había que tener en cuenta.

Jandro reaccionó fatal. Había defendido la teoría de las dualidades creativas con el entusiasmo que reservaba a los temas más delicados, e interpretó mi postura como un ataque personal. Se puso más terco que nunca y la discusión subió de tono. No sé si es que todos los reproches mutuos no expresados cristalizaron en aquella discusión o si es que, simplemente, su agresividad verbal llamó a la mía, y esa obcecación que le atribuyo también me dominó a mí. En cualquier caso, sucedió que nos enzarzamos en una de esas discusiones en las que ya no existe la empatía, nadie escucha el argumento del otro, y solo se trata de repetir, más fuerte o con mejores palabras, los argumentos propios con la esperanza de persuadir al otro, como en un combate de boxeo.

El espectáculo fue mucho más bochornoso de lo que una terraza de la Rambla Nova de Tarragona puede tolerar un día cualquiera a las doce del mediodía. Lo más triste es que no creo que en realidad estuviésemos tan en desacuerdo. He pensado mucho en la discusión y me he dado cuenta de que su idea principal (que todo lo interesante surge a partir del conflicto entre polos opuestos y que, por lo tanto, la dualidad es el origen de todas las riquezas valiosas) es una idea muy válida y, como supe poco después, uno de los pilares de la filosofía de Friedrich Hegel. En mi opinión, la existencia de la banda de Moebius y de la botella de Klein únicamente sugieren que esa dualidad esconde una unidad potencial, una especie de lugar común que convertiría el problema de los conflictos en una cuestión de uniones, y que precisamente gracias a eso, no solo los elementos antagónicos generarían elementos únicos e inéditos, sino que, además, esos contrarios quizá fueran en realidad el mismo elemento.

Por desgracia, el asunto quedó irresoluto, porque no he vuelto a saber nada más de Jandro. Me entristece pensar cuántas conversaciones, cuantas relaciones han tenido este tipo de finales por culpa del orgullo, o del mero empecinamiento. Por lo demás, en lo que se refiere al contenido de la discusión, la verdad es que sigo bastante desorientado. No sé si la banda de Moebius y la botella de Klein son solo curiosidades, si todo lo interesante es movido por la idea de dualidad, o si los elementos antagónicos son una sola cosa. Lo único que tengo es la agradable intuición de que, si existen figuras que no tienen ni interior ni exterior, entonces es que no hay nada que sea imposible. Y eso, digan lo que digan Jandro, Hegel o las Matemáticas, es un alivio de dimensiones inconmensurables.