jacques

y lucille

A Diana y a mí nos dio la otra noche por mirar fotos antiguas. Las descartadas, las que no se llevaron el premio de ser enmarcadas, convertidas en cuadro o en imán de nevera. Esas que no pasaron el filtro de calidad, donde uno de los dos no sale del todo guapo, o el paisaje, o la gente, o la escena retratada no cumplió con los requisitos habituales de estética, de simbolismo de pareja. Las teníamos guardadas en una caja de cartón púrpura con una inscripción en sánscrito en la tapa. Aún había en ella los papeles con los que la decoré en su momento, una multitud de tiras de colores que pretendían hacer de cojín y que aún conseguían el efecto de tesoro infantil. Abrimos la caja y nos dejamos llevar por aquella retrospección evocativa. Nos pusimos cada uno a un lado del sofá y nos dividimos el trabajo. “Tú revisa éstas, yo éstas otras”, dijo Diana. Sin haberlo pactado, fuimos formando de un modo espontáneo un nuevo montón con las que más gracia nos habían hecho, el grupo selecto de las que merecían una segunda oportunidad. Estábamos a punto de acabar esta fase del proceso cuando la última de todas captó mi atención. Diana se había levantado para ir a buscar un corcho donde pondríamos las que superaran la criba, pero antes de que se marchara le mostré la fotografía, con el ceño fruncido y una expresión de extrañeza. “¿Y éstos? ¿Quiénes son?”. Había cuatro personas. Diana y yo posábamos con una pareja de la edad de mis padres que, por más que intentaba, no conseguía reconocer. Diana se sentó a mi lado y se colocó sobre mí perezosamente. Enrolló sus piernas entorno a las mías y se apoyó sobre mi torso, sosteniendo la fotografía de modo que la viéramos los dos. Su pelo quedó sobre mi cuello. “Cariño, son Jacques y Lucille”.

Tuve que hacer un esfuerzo para concentrarme. El cuerpo de Diana acurrucado, volcado sobre el mío de aquel modo, me había activado el deseo. “¿No te acuerdas? Aquella pareja de abuelos franceses”. Había algo nuevo, muy íntimo, en cómo olía esa noche, o quizá fue el contacto de sus piernas desnudas. Se incorporó lo suficiente para mirarme, y lo hizo de un modo interrogativo. “Cómo puedes no acordarte, ¡con la chapa que diste!”, bromeó. Arqueé las cejas y me concentré de nuevo en la fotografía. “Jacques y Lucille”, repetí murmurando, como si hojease en las páginas de un catálogo, con una idea aún demasiado vaga de lo que estaba buscando. Estaba claro que fue un verano. Diana estaba radiante, sonreía libre y feliz, con plenitud. No podía estar más guapa. Tenía la piel bronceada y una camiseta de tirantes blanca que le venía corta, lo suficiente para apreciar la parte de abajo de su bikini, granate y con un estampado de círculos. Señalé sus piernas en la fotografía y fingí que las acariciaba de un modo erótico, pero no se dio cuenta. “Aquellos viejitos tan entrañables”, dijo con hilo de voz muy fino, casi como si se hablase a sí misma. Volví a mirar la fotografía y entonces sí, los recordé. Diana tenía razón, cómo podía haberlos olvidado. A la izquierda, junto a ella, estaba Jacques. Vestía una camisa azul y unos shorts blancos. Lucille llevaba un vestido de color verde y negro y un sombrero de paja. Los dos tenían la misma estatura, un poco menor que la nuestra, y sonreían del modo afable en que solo saben sonreír las personas mayores. Pude escuchar en mi mente la voz grave y seca de él, la entonación dulce y armoniosa de ella. Como si me leyera la mente, Diana imitó el catalán que hablaban ambos, un catalán casi perfecto con el típico acento del sur de Francia. “Oui, mon amour”, dijo teatralmente, ”le mathematicien i la espirituelle”.

Así les llamábamos: el matemático y la espiritual. Jacques era un catedrático retirado y ella había sido profesora de yoga y de meditación. Los conocimos en un restaurante en el que coincidimos varias veces, una especie de chiringuito construido sobre una plataforma que quedaba encima del mar. Era un lugar delicioso. Noches frescas de verano, vino blanco muy frío y el rumor de las olas literalmente bajo nuestros pies. Besé a Diana en el pelo y aproveché para apreciar mejor su fragancia. “Me acuerdo a veces de ellos”, dijo. “Él tan mental, ella tan diferente a él”. Asentí con una murmuración y recordé más imágenes. Recordé el lugar donde nos habíamos instalado con la furgoneta, y por un momento me pareció estar otra vez allí, cogido de la mano de Diana, camino de la playa, abrazándola en el agua, o limitándome a mirarla, embelesado, con esa inconfundible de sensación de paz de cuando estamos con la persona que amamos. “¿Estuviste un tiempo haciendo las meditaciones de Lucille, verdad?”, preguntó Diana. Asentí, mientras seguía recordando. Les empezamos a saludar por simple cortesía, hasta que después de algunas conversaciones cortas, finalmente una noche nos invitaron a sentarnos con ellos. Conocer su historia nos causó a los dos mucha impresión, pero es cierto que fue a mí a quien más le impactó. Lucille nos habló de los tres focos que, según sus maestros, constituían la esencia de todo ser humano. Detrás de nuestra respiración, a modo de fuerza que movía nuestro pecho y estómago al inhalar y exhalar, estaba nuestro foco de energía, la fuerza de la vida que respira en nosotros, una fuerza agradable y natural, que funciona sola. “Toda la fuerza de la vida está en mi movimiento de respiración, del mismo modo en que toda la fuerza del mar está en cada ola”, dije en voz alta, evocando una de las frases que había que repetirse según el método de Lucille. Diana acomodó su cabeza sobre mi pecho, parecía haberse olvidado de ir a por el corcho. El otro foco era la inteligencia, “una luz muy intensa, de un azul eléctrico”, que estaba situada en la cabeza. “No tiene forma, pero es de donde surgen todas las formas”, dije de nuevo en voz alta. La luz del entendimiento, la llamaba Lucille. Sentí el cuerpo de Diana acomodarse mejor sobre el mío, y acaricié su espalda con la punta de los dedos. El otro foco estaba en el pecho. Era nuestra parte afectiva, la capacidad de amar, de sentir bienestar y felicidad. “Un sol luminoso y profundo, que está detrás de lo que sentimos: el amor que sentimos es como unos rayos de ese sol”.

Según Lucille, concentrase en aquellos tres focos era una forma de centramiento, un regreso a las infinitas potencialidades con las que cada persona nace de manera espontánea, pero que fueron limitadas por los condicionamientos sociales y educativos de nuestro entorno durante la infancia. Nuestra experiencia vital consistía pues en actualizar esas potencialidades, en el sentido de convertirlas en acto, de materializarlas, superando aquellas barreras que nuestro propio carácter nos había impuesto sin darnos cuenta. En aquel momento de mi vida, aquel enfoque basado más en la espiritualidad que en una racionalidad de la que había sido en cierto modo esclavo, no solo me sedujo por los beneficios inmediatos que experimenté, sino por la combinación que formaba con el posicionamiento de Jacques, este sí, profundamente racional.

“Recuerdo que llorabas”, dijo Diana. Abrió su mano, la colocó a la altura de mi corazón y me besó en la mejilla en una serie de besos cortos, pequeños. Sentí un escalofrío mientras recordaba, en efecto, todas las veces en que, siguiendo aquel ejercicio de centramiento, me había emocionado. Solo se sanan las heridas si uno se queda en ellas: si las atraviesa sin tratar de evadirlas, decía Lucille. Gracias a las sesiones de psicoanálisis yo había tomado conciencia de cuáles eran aquellas creencias, aquellos convencimientos que había adquirido y que me impedían crecer, el relato que nos hemos contado. La tesis de Lucille era que, una vez identificadas esas raíces, la única manera de modificarlas o atenuarlas era dirigirse a ellas con esa actitud amorosa, centrándose en aquellos tres focos. El inconsciente no entiende de razonamientos, decía, el inconsciente es la psique de un niño. Había pues que dirigirse a ese infante interior sin la intención de persuadirle sino de mostrarle esa otra esencia, la verdadera, la que formaban aquellos tres focos, la luz de la inteligencia, la fuerza de la vida y el gozo del amor.

“Sí”, respondí, había llorado muchas veces. En el momento en que conocimos a Jacques y a Lucille, hacía poco que había dado con una fotografía mía, un primer plano del niño que fui con una sonrisa feliz e inocente, tendría dos o tres años. Tenía muy presente aquella mirada en mis meditaciones, y me imaginaba a ese niño junto a mis padres y a mi hermano, recreando el contexto en el que imprimí en mi inconsciente las falsas verdades que había detectado en la terapia. No sé cuánto había de sugestión o de mero efecto fisiológico, pero lo cierto es que la evocación de aquellas imágenes, en especial la de ese sol interior, profundo y luminoso, me provocaba un efecto delicioso de serenidad, incluso a veces de elevación. Los latidos del corazón y las respiraciones del pecho se acompasaban y se relajaban, se aplanaban y minimizaban, y sentía un calor dulce y vibrante, que provenía del pecho y parecía hincharse, inundándome desde el interior. Era habitual que derramase lágrimas dulces, agradables, pero a veces el llanto explotaba de pronto en un estallido, y entonces hacía como decía Lucille: me quedaba ahí, simplemente sintiendo, convencido de que sí, de que todo aquello que me disgustaba de mi carácter, de que todos los patrones que tanto daño me habían hecho y que había ido repitiendo sin la debida conciencia se producían porque había estado siempre evitando mirar en aquella dirección, aquella otra verdad de la que me evadía. Sí, algo de cierto había en que solo se sanan las heridas si uno se queda en ellas, porque después de unos meses de practicar su método sentí que sí, que las estaba atravesando, que algo profundo cambiaba en mí.

Diana debió de darse cuenta de que me estaba emocionando, porque se movió para tenerme de frente. Posó sus labios sobre los míos y los mantuvo ahí, sin moverlos, como si solo estuviera ofreciéndomelos. Cerré los ojos y volví a evocar aquel sol interior, aquella fuente de amor que tantas veces había identificado con ella. La besé repetidas veces. Dejé la fotografía a un lado y la rodeé con los dos brazos. Quería sentirla más cerca, ya no era solo una cuestión de deseo. “Te quiero, amor, te quiero muchísimo”. Sonrió, me devolvió el beso, y mirando de reojo a la fotografía, dijo: “supongo que ahora no te apetecerá hablar de Jacques”.

El bueno de Jacques, pensé, Jacques el matemático. No, la verdad era que no. Con Diana tan tierna, tan sensual y tan cerca no me apetecía hablar de él, pero aún así volví a coger la fotografía. Diana la observaba conmigo. “Tampoco es justo que rememoremos a Lucille sin hablar de él”, dije, como si algo de mí lo necesitase reivindicar. Sus ojos eran oscuros y distraídos. Era como si le costase concentrarse porque tenía algo pendiente más importante en lo que pensar, aunque su expresión no era de desidia ni de aburrimiento, sino de perpetua, de acumulada abstracción. Después de escuchar a Lucille, a Diana y a mí nos sorprendió mucho saber que Jacques era matemático. Dimos por sentado que los dos serían igual de espirituales, pero cuando le tocó el turno a él y nos contó a qué se había dedicado, por un momento nos quedamos sin habla. Aún recuerdo la impresión de incredulidad que me produjo la forma solemne en que dijo: “teoría de la lógica”, cuando le pregunté su especialidad.

“Los teoremas de Gödel”, dijo Diana, y sentí de inmediato una punzada de celos, la misma que sentí entonces cuando la veía absorta en las explicaciones de Jacques. Los inútiles, los tóxicos y absurdos celos, pensé. La besé en el pelo y los ahuyenté de mi cabeza. Diana tenía conocimientos matemáticos y seguramente se acordaría, así que le pregunté. Sonrió, se pasó una mano por la frente y se sujetó las cejas, su gesto cuando se concentra para pensar. “No me acuerdo bien, pero era algo así como que las matemáticas son incompletas e indecidibles”. Algo más se activó en mí cuando la escuché pronunciar aquellas palabras técnicas. Su aura de mujer dulce, de feminidad tierna y dulce me resultaba irresistible cuando se volvía seria y analítica. Le susurré al oído que me lo volviera explicar. Sonrió, y noté que apretaba sus piernas contra las mías. “El primer teorema de Gödel, el de incompletitud, demuestra que siempre hay afirmaciones cuya validez no se puede demostrar”. Posé mis labios sobre su cuello e inspiré profundamente. “¿Y eso qué significa?”. Respiraba con lentitud y tardó un rato en responder, estaba claro que también estaba excitada. “Significa que las matemáticas demostraron que la sus razonamientos tienen un límite, que su alcance no es total y que es imposible que lo puedan explicar todo”. La seguí besando en el cuello pero me quedé quieto con la esperanza de que siguiera hablando. Lo estiró un poco, acomodándolo para que pudiera besarlo más. Dijo: “y el segundo teorema, el de indecidibilidad, demuestra que las matemáticas no tienen ni tendrán nunca la capacidad de justificar por sí mismas que son consistentes”. Me asombró cuánto recordaba, con qué exactitud lo hacía. “Aquel era un matemático diferente”, añadió, “o al menos diferente a la concepción que yo tenía de ellos, tan pedantes, tan pagados de sí mismos, como si su rama fuera la más importante del conocimiento”. No me sorprendió aquel giro recriminatorio, conocía su rechazo hacia los dogmas. Seguí besándola en el cuello, ascendiendo hasta su mejilla mientras seguía perorando. “Jacques hablaba de las matemáticas con resignación pero con afecto, como si, aún sabiendo que no eran perfectas, las había aceptado tal y como eran”. Se movió entonces para darme acceso al otro lado de su cuello, y después de una pausa, añadió: “las amaba con todas sus particularidades, con todas sus bellezas pero también sus limitaciones, no de un modo admirativo sino desde la aceptación, del mismo modo en el que amaba a Lucille”.

Adentré mis dedos en la profundidad de su pelo, descendí con suavidad hacia sus hombros, para después volver a su espalda y después de nuevo a su pelo. “La verdad es que a mi también se me habían olvidado”, dijo entonces, aunque ahora lo hizo con un tono de voz diferente. Parecía volver de pensamientos lejanos en los que se había quedado absorta. “Eran una pareja peculiar”. No pude resistirme más y la subí encima mío: quería ver la expresión de sus ojos, qué forma adoptaban sus labios. Se dejó hacer y continuó hablando sin dirigirme la mirada, paseando un dedo por mi cara de una manera distraída. “La clave es que a pesar de ser tan diferentes, sus dos extremos se conectaban”. La miré con adoración, con el deseo que me produce cuando piensa en voz alta, cuando hilvana frases al aire. “¿A qué te refieres?”, le pregunté, mientras ponía mis piernas en mejor posición. “Yo creo que él había encontrado en los teoremas de Gödel la justificación matemática de que la espiritualidad de ella era posible, de que no estaban en contradicción”. Entré mis manos en su camiseta y le acaricié la espalda, las caderas. “Los teoremas de Gödel tenían implicaciones filosóficas”, añadió, todavía abstraída en su rememoración. “En el fondo es lo mismo que la eterna disputa entre Platón y Aristóteles, entre el mundo de la razón y el de los sentidos”. Pasé mis manos por sus pechos pero con mucha lentitud, no quería distraerla demasiado. “Gödel derrumbó las aspiraciones de totalidad y consistencia de las matemáticas y eso reforzó al platonismo, la idea de que debe de haber algo más allá de los sentidos, de que tiene que haberlo también más allá de la razón, una verdad a la que solo se accede por la intuición”. Dijo esto de un modo automático, como si fuera una conclusión vieja, superada y consolidada desde hacía ya mucho tiempo. “Es como si las matemáticas hubieran demostrado la existencia del alma”, concluyó.

Habían pasado más de dos años pero el resumen de Diana me pareció perfecto. Lucille era el alma y Jacques la razón. Aunque parecieran estar el uno a las antípodas del otro, el posicionamiento de ella partía de estructuras lógicas como las de él, que a su vez acogían con sus teoremas la espiritualidad de ella, como polos opuestos que, en efecto, se conectaban en sus extremos más lejanos. Diana me miró entonces con unos ojos que brillaban de salacidad, silenciosos y solícitos, ligeramente vaporosos. Los dos estábamos en ropa interior, así que no me costó entrar en ella. Cerró los ojos, levantó los hombros e inspiró, y los dejó caer en un movimiento largo, deliciosamente lento. Me abrazó el cuello con los dos brazos y me besó. Mordisqueaba mis labios y me rodeaba la lengua como si estuviera a punto de absorberla con la suya. Me aparté un segundo y escruté su mirada. Era furiosa, de contención a punto de desbocarse. Me quedé hipnotizado por aquellos ojos, y por un instante me pareció perder el contacto con la realidad. Como instantáneas a toda velocidad vi pasar por mi mente multitud de imágenes que ninguna fotografía había recogido. Aquella noche de aquel verano, la noche en que supimos la historia de Jacques y Lucille, estuvimos horas charlando sobre ellos, sobre aquel fenómeno de compatibilidad, sobre los teoremas de Gödel y sus implicaciones filosóficas, sobre el eterno e irresuelto dilema entre Platón y Aristóteles, sobre la meditación y las matemáticas, sobre las formas de ser y de amar. Recorrimos la playa frente a la que estábamos instalados, atravesamos el puerto del pueblo que había después, hasta que al fin llegamos a un faro, un faro antiguo pintado con la bandera multicolor. La mirada que tenía ahora Diana, los ojos enardecidos desde los que parecía dictarle órdenes a sus caderas para que se acoplasen con las mías eran los mismos, exactamente los mismos que aquella noche, como si esta vez fueran los nuestros, los de Diana y míos desde aquel pasado y hacia este presente, los extremos que se estuvieran conectando.

No recuerdo ningún éxtasis como el de aquella noche junto a aquel faro, como el de la otra noche sobre nuestro sofá. Aflojamos nuestros cuerpos, nos dejamos rodar y nos abrazamos tumbados, limitándonos a recuperar el aliento. Ninguno de los dos había recobrado el habla cuando me fijé en la fotografía. Se había caído y estaba en el suelo, boca arriba, como si jacques y Lucille nos estuvieran observando. La cogí y se la enseñé a Diana. Por suerte no se había arrugado. “Pues yo creo que sí le podemos dar una segunda oportunidad”. Y durante un bueno rato no pudimos dejar de reír.