Ha muerto raúl

Ha muerto Raul, el fundador del Círculo. Al entierro ha venido todo el séquito, el ejército de viejas glorias al completo. Bueno, no están todos. Falta ella, aunque dijo que vendría, supongo que llegará más tarde. El cuadro resulta casi grotesco, todos tan comedidos, tan educadamente envejecidos. Parecemos un grupo de veteranos de guerra a los que se homenajea por compromiso. Charlo con Dani, con Laura, con Joan y con Miriam. Nos abrazamos, supongo que aún nos queremos. Estoy un poco con todos pero no me siento a gusto con nadie, así que me aparto y tomo un asiento alejado de todos. Se respira la tristeza. Los rostros comparten una cierta indefensión, como si hubiéramos presenciado juntos un mismo desastre, constatada nuestra fragilidad, de pronto conscientes de eso que habíamos olvidado, que la vida se acaba y un día te mueres. Aunque quizá no. Quizá eso esté ahí pero yo quiera ver más de la cuenta y los habrá que no sienten de la misma manera, o sí lo hacen pero evitan o rechazan, o acaso es que no permanecen, no se quedan ahí. Habrá también quienes se oponen y luchan por parecer inmunes o haber salido indemnes, como si no fueran conscientes de que la capacidad de mirar hacia otro lado solo es temporal y por lo tanto inútil; siempre se vuelve a todas las escenas, no solo a las de los crímenes, también a las de los amores y a las de las ilusiones, a las del dolor y a las del miedo y a las de cualquier experiencia que vivamos o que nos figuremos, a cualquier pensamiento que tengamos: la conciencia siempre lo revisa todo, tarde o temprano lo termina haciendo. No sé. De vez en cuando miro a ver si es ella quien entra por la puerta pero nunca lo es, así que dejo de hacerlo. Entran los músicos y empieza la ceremonia.

Conocí a Raul en el noventa y seis. Él fundó el Círculo y yo fui uno de sus primeros miembros. Recuerdo el aula donde nos reuníamos, aunque eso era solo en los eventos diurnos. Los nocturnos, los gamberros, los celebrábamos en un local que había en el entresuelo de un edificio del barrio de Gracia de Barcelona. Allí fue donde la conocí a ella. Me gustaría decir que la primera vez que la vi fue en un entorno idílico y poético, pero no fue así. Nuestro primer encuentro fue puramente sexual, en el sentido más literal. Todas las fiestas que organizábamos eran excesivas, pero aquella lo fue especialmente. Sin conocernos de nada nos encerramos en el baño y prácticamente nos arrancamos la ropa. Vuelvo a evocar por enésima vez aquellas imágenes, aquel ardor. ¿Cómo es posible que aún me exciten? Me reprendo por entretenerme en la evocación -estoy en un entierro- aunque tampoco me sorprende. Pensar en ella es activar el campo erógeno de mi conciencia, un estímulo que no falla, que lleva sin fallar desde aquella noche, hace más de veinticinco años. Presiento, además, que acaba de entrar en la sala, y ni siquiera me sorprende comprobar que así es; a veces la intuición parece ciencia. Hago para que me vea, me saluda y se dirige hacia mí. Se sienta a mi lado. Su olor me mata.

“Raúl, gracias por toda la creatividad que aportaste al círculo de las matemáticas”. Es Dani. No podía ser otro quien hablase de parte del mundo académico, su compañero de fatigas, su pareja de teoremas. La mención al círculo ha sido evidente, innecesariamente evidente. En cuanto ha dicho círculo me ha parecido que los que pertenecimos hemos dado un respingo, o igual, otra vez, todo ha pasado en mi mente y solo soy yo quien le ha dado importancia. Igual solo a mí le cambió el Círculo la vida. A mí y a ella. O a mí por ella. La miro. Me pasa la mano por el brazo. Es su manera de decir cómo estás. Toco su mano, sus dedos pequeños. Estoy bien, le estoy diciendo, cómo estás tú. Sonríe. Sus ojos me desarman.

El discurso de Dani es gris. Repasa la trayectoria académica de Raúl, sus publicaciones, sus distintos cargos, un homenaje demasiado técnico. Ha resumido también su carácter, pero tampoco se ha mojado. Era una persona muy especial, ha concluido. Aunque la verdad es que poco podía mojarse. Hoy están aquí su mujer y sus hijos, sus últimos alumnos y sus compañeros recientes: sería inadecuado evocar según qué momentos. No todo el mundo está preparado para comprender muchas de las escenas que protagonizó, ni mucho menos para ver en ellas el apasionamiento matemático que los demás veíamos. Tampoco sería fácil justificar el papel creativo que tenían las drogas en las matemáticas del Círculo, sobretodo porque luego, por las noches, es cierto que se nos iban de las manos y eso nos dio mala fama, esa que tanto se esforzaron muchos en quitarse de encima. Yo no. Yo no reniego de aquellos excesos, por muy ilegales o insanos que fueran. Para mí el Raúl excéntrico y desequilibrado, el Raúl alucinógeno de las fiestas era tan Raúl como el Raúl brillante en resolución de problemas, o como el Raúl que teatralizaba fragmentos de historia de las matemáticas, o el Raúl hipnótico que se perdía en indagaciones eternas, exageradamente exhaustivas, o que proponía conexiones inverosímiles -a veces extraordinarias- o que jugaba a formular conjeturas como quien manosea un lienzo con las manos sucias de pintura, conjeturas insostenibles y aun así seductoras, extravagantes, intencionadamente equívocas y a veces incluso literarias, sobre todo si había tomado absenta. Para mí el Raúl de las catarsis y las ceremonias surrealistas también merecía ser homenajeado, al fin y al cabo todas las ramas de un árbol forman parte de su crecimiento, incluso las que caen o no progresan o cambian de forma o de dirección. Aunque entiendo que no, que quizá otra vez no. Seguramente vuelvo a estar proyectando y fantaseo con una época que ya ha prescrito, y su imagen hoy es la del catedrático, la del padre de familia y señor respetable, una persona muy especial pero que ya poco o nada tiene que ver con aquellos años, viscerales y vehementes pero pretéritos, marchitos, recordados solo como anecdóticos y quizá incluso solo recordados por mi, como mucho también por ella.

Dani se sienta, los músicos vuelven a tocar. El chelo se me clava en el pecho como una daga que hubiera sido adiestrada para entrar lenta en la carne, como si la partitura fuesen las instrucciones para irradiar el dolor de un modo calculado. La pena me asciende hasta el cuello pero de pronto adquiere una forma diferente. Es la misma nostalgia de siempre, la conozco a la perfección, la conocemos todos. Las huellas que dejan los enamoramientos pueden perder agudeza, sentirse menos o parecer menos intensas pero son perfectamente reconocibles, como pliegues de página que aún marcan aquellos párrafos memorables, aquellas luces lejanas que alumbran la noche de nuestros recuerdos, nuestros momentos estrella, nuestros hitos amorosos. La miro. Con la derrota en los ojos la miro y observo el declive, la pérdida, la fusión del recuerdo y el presente, lo que fuimos y lo que ahora somos. Contemplo sus ojos, la forma de sus labios y de su cara, sus pómulos. Siento su olor y entonces de nuevo la sensación de siempre, la conciencia exacta de que la sigo deseando, de que acaso nunca haya dejado de desearla, como una fe o una obsesión o como un tormento, como un apego o una tradición, o como sea que se le quiera llamar al amor.

Su sonrisa me pierde. No sé qué tiene pero está ahí, en el pliegue mínimo de la comisura, en esa luz que se adapta orgullosa al paso de los años, igual de atractiva que siempre. Siento deseos de abrazarla pero es el momento de salir. Afuera algunos se atreven con muestras de humor, pero la sensación de pérdida no desaparece. Las despedidas con los del Círculo, además, son breves, decepcionantes. Me pregunto por qué me sigue doliendo esta distancia, si ya hace tiempo que está instaurada, enquistada. Quizá sea cierto que envejecer es aprender a perder, a perder facultades físicas y a perder oportunidades, a perder amistades y a dejar que mueran las conexiones, que se apaguen las luces. Quizá sea cierto y yo no termino de aceptarlo. La frialdad en la que se ha convertido el Círculo me hace pensar en una galaxia de partículas suspendidas, infinitamente lejanas, que un día formaron una explosión única pero que ahora vagan pasivas por el espacio, limitándose a orbitar, en silencio, alrededor de la nada. Es triste, es muy triste, como lo es todo si se lo mira desde un ángulo determinado. Nos alejamos del grupo y cuando nos quedamos solos me suelto. La abrazo y estallo en un llanto que no soy capaz de contener, que tampoco quiero contener. Me suele suceder en los entierros. Es como si la muerte me permitiese acceder a aquellos rincones de la sensibilidad que no están del todo resueltos: las heridas, los lugares vetados de la conciencia, el almacén del dolor, como lo llamaba Raúl. Hoy, además, estoy con ella, de modo que el llanto se ve aumentado. Su abrazo es tan cálido que aún me emociona más. Huelo su cuello. Su pecho está junto al mío, mis manos abrazan su cintura. La oigo suspirar con fuerza, como si ella también aflojara, como si ella también se abandonase. Aparto mi cara de la suya y la observo. Sus labios grandes, sus ojos brillantes. Percibo el aire caliente que sale de su boca, un olor que me es conocido, que me es absolutamente natural, como estar en casa o como respirar. Su mirada es tierna, es serena. Sus manos me cogen la espalda, la rodean cerrando un arco entorno a los dos, manteniéndonos cerca, muy cerca el uno del otro. Hace demasiados años que nos conocemos, hemos pasado demasiadas noches juntos como para no saber que deseamos besarnos, que estamos a punto de hacerlo. Charlamos un poco entre susurros y al fin lo hacemos. Nuestros labios contactan y en seguida las lenguas se encuentran, se reconocen y se envuelven en recorridos que se abren y se cierran, que se humedecen y se acarician, que vuelven a los labios y recomienzan. Es deliciosa, no creo que sea capaz nunca de superar su boca. No hay urgencia ni necesidad en nuestra forma de desearnos pero tampoco hay ya timidez ni precauciones, nos besamos como dos viejos amantes que saben darse lo que ya conocen y esperan y desean, sin sorpresas pero sin dobleces, sin engaños ni titubeos. No nos hemos alejado demasiado pero no importa, ya es tarde. Mi sexo reacciona y en un movimiento de su cintura percibo que el suyo también está alerta. Me atrae. Me atrae con su cuerpo y pasa su mano sobre mi nuca, clavándome con suavidad sus uñas. Conozco la forma en que se encienden sus ojos. Nos basta entonces un gesto, una mirada que inspecciona los alrededores y efectúa un cálculo rápido, un sondeo medido para encontrar el sitio adecuado. Nos cogemos de la mano, caminamos un poco y al fin encontramos el lugar perfecto.

¿Cuántas veces lo hemos hecho, así, de pie, sin quitarnos la ropa, apartando solo la necesaria? Lo que me sorprende no es tanto que aún mantengamos este deseo mutuo sino que sea tan fuerte, tan ajeno al hecho de que acabamos de salir de un entierro. Se lo pregunto mientras estoy dentro suyo. “Debe de ser la vida”, responde, “la vida que se aferra a nuestros cuerpos -o nuestros cuerpos que se aferran a ella- justo después de haber visitado a la muerte, de haberla visto de tan cerca”. No es nada inusual que lo hagamos mientras mantenemos una conversación paralela. La escucho seguir divagando con los ojos cerrados, pero de pronto me coge la cara con las dos manos, me abre los ojos con una sacudida y me pregunta: “¿sientes amor, o sientes violencia?”.

Sus palabras no pueden excitarme más. Acelero el ritmo mientras sigue hablando. “Las matemáticas son violencia”, me susurra, y yo siento que eso es lo que soy, violencia sexual, posesión y pasión, aunque sé por qué ha dicho lo que ha dicho. “Las matemáticas son violencia porque numeran y por lo tanto ordenan”, dice entonces, con un tono teatral, como si recitara un verso antiguo. No solo es su cara lo que me enloquece, sus ojos y su olor corporal, su sonrisa y sus labios y su cuello perfecto, o sus caderas perfectas. No solo es tampoco su voz, el timbre de su voz tan estrechamente vinculado a mi concepción de la sensualidad. Son sobre todo sus palabras, la manera en que las mide y organiza, el peso que tienen sus significados. “Los números son los que permiten que tenga sentido decir que haya cantidades mayores que otras, y por lo tanto proporcionan el sustento para las comparaciones y las competiciones, es decir, para el principal motivo de sufrimiento humano”. Está repitiendo frases de uno de los momentos más álgidos del Círculo, quizá el que más, o por lo menos el que hemos rememorado más veces. Que las matemáticas son violencia era una de las dos ideas que se confrontaron en un debate que improvisamos pero que resultó memorable. Nos dividimos en dos grupos, y mientras unos defendíamos que las matemáticas son violencia, los otros defendían que las matemáticas son amor. Los que defendíamos que son violencia argumentábamos que los números eran los responsables de la idea de ordenación y por lo tanto de comparación y competición, principales responsables de la infelicidad crónica del ser humano. Afirmábamos que si uno se sometía a un análisis lo suficiente profundo, siempre terminaba encontrando, en la raíz de la formación de su carácter, una dificultad o un sufrimiento relacionado con la competición o la comparación, o bien con el hermano o la hermana por la atención y el amor de los padres, o bien contra el padre o la madre en complejos de Edipo o Electra, o bien derivados o variaciones de estos. Teníamos de nuestra parte a Hegel -el origen de todo está en la lucha entre opuestos- y a Kierkegaard -la comparación es un modo de autoinmolación-, y por supuesto también a Freud, así que me uní a esta postura con mucho ímpetu.

Supongo que ahora no argumentaría del mismo modo ni sobre todo con la misma vehemencia que entonces, pero aún sigo creyendo en buena parte de aquello. Si uno está atento a su alrededor, en conversaciones entre amigos o en el trabajo y no digamos en la prensa o en debates mediáticos, de fondo siempre se puede advertir una competición velada, una queja más o menos implícita de que el mundo debería ser de otra manera, no como lo hacen los otros sino como lo haría yo, mis ideas, las nuestras. Yo, lo mío -o lo nuestro- es mejor, se puede leer, a menudo, entre líneas. En la afirmación del ego siempre hay una negación o una superación del otro, por muy sano, bien intencionado y espiritual que se sea. Las ideas de lucha y competición han arraigado en lo más profundo de nuestra naturaleza, y resulta casi ofensivo darse cuenta de lo habituales que son, por amor, por atención o por reconocimiento -por supuesto también por dinero- o por cualquiera de las múltiples formas con las que cada uno interpreta que se obtiene el bienestar.

Aún recuerdo detalles de los argumentos que trabajábamos. Nuestra tesis principal era que las ideas de competición y de comparación (yo soy mejor que tú; lo tuyo no está bien y lo mío sí; tus actos pretenden hacerme daño; temo que me suplanten o que me aniquilen, el mundo está lleno de peligros que amenazan mi integridad emocional y por lo tanto debo protegerme, agredir al otro antes de que me agreda, defenderme; debo conseguir más de esto o de aquello; los demás deben darse cuenta de que yo soy más de esto o tengo más de aquello) han derivado en una violencia -la del tipo mental, la que se produce solo en el pensamiento- mucho más sutil y por lo tanto ignorada o aceptada pero igual de nociva que la del tipo físico o verbal. Dar un puñetazo o insultar o ejercer un chantaje emocional son muestras de violencia de distintos grados pero siempre explícitos, comprobables. Determinados pensamientos, en cambio, deberían considerarse también agresiones. La censura irreflexiva, la crítica despiadada o fundamentada en análisis incompletos o egocentrados, el desprecio gratuito o la atribución de una maldad inexistente a las acciones del otro solo porque nos han producido dolor, son ejemplos de violencia mucho menos explícita que la física o la verbal porque se produce en la mente y no deja rastro ni produce efecto aparente -al menos externo-, pero que resulta igual de dañina que las otras, puesto que contribuye a crear en nuestra mente un ambiente propicio para esa violencia, un esquema mental donde las agresiones se piensan, donde las ideas de herir al otro conviven con el resto, con el riesgo y el daño interno sutil, inadvertido, que eso produce. Concluíamos entonces que, como muchos de los ejemplos de este modo mental de violencia son generados por las ideas de comparación y de competición, y los números son el sustento sobre el que estas existen, entonces las matemáticas son violencia.

Pero también atacábamos la postura contraria proponiendo una definición de amor que había de favorecernos. Defendíamos que la concepción habitual del amor contiene un error que también proviene de las comparaciones, es decir, de los números, y por lo tanto, de las matemáticas. Es el amor que asigna cantidades -aunque sean subjetivas- a cuanto se da y a cuanto se recibe, para después comparar esos dos valores y juzgar la calidad del amor en función del resultado de esa diferencia, de esa valoración. Afirmábamos que ese amor es inmaduro, que es mercantil, un amor de transacciones -de beneficios y de pérdidas- y que por lo tanto está destinado al fracaso, o mejor dicho, ha fracasado de antemano. Solo el amor incondicional -el que no espera recibir nada a cambio, el que da porque sabe que amar es ese acto puro de generosidad desinteresada, un amor que no usa las matemáticas ni calcula ni sopesa, un amor sano y libre que no satisface necesidades sino que ofrece y suma y que, quizá, tan solo conozcan de verdad aquellos que hayan sido padres-, solo ese amor tiene posibilidades de trascender y de ser llamado completo o feliz, y de no quedarse en un simple tránsito efímero y egocéntrico, que solo pervive si las matemáticas le son favorables, puesto que depende de contingencias y predilecciones variables, destinado por lo tanto a resultar incompleto y caduco, cuando no doloroso o convertible en odio y por lo tanto en violencia, como tan habitualmente sucede.

Así que, por un lado, las matemáticas y sus números permiten la existencia de las comparaciones y las competiciones y por lo tanto de ciertos modos de violencia, y, por el otro, el amor más extendido, ese que utiliza las matemáticas para comparar lo que se da con lo que se recibe, es un amor que también es, en el fondo, otro tipo de violencia; o al menos eso es lo que recuerdo que argumentábamos. No sé si estábamos en lo cierto. Tampoco sé cómo me posicionaría hoy si hubiera de participar de nuevo en aquel debate, lo que sí sé es que algo de esa violencia se está expresando en mí en este momento. Lo sé por el modo en que la atraigo y la empujo y me esfuerzo en entrar cada vez más dentro suyo, como si la quisiera invadir o poseer, casi como si la quisiera destruir. Ella respira al ritmo de mis acometidas mientras sigue murmurando recuerdos, pero entonces percibo que cambia de entonación. “Las matemáticas son una expresión del amor”, dice de pronto, y entonces siento que descendemos el ritmo, aunque no la excitación. “Las matemáticas son amor”, repite, aunque ahora lo hace como si me estuviera retando, como si volviéramos, por un momento, a estar otra vez en aquella noche, la noche en que supe que me había enamorado de ella. Observo sus ojos y me pregunto qué es y por qué se produce el deseo, de qué está hecha la química que nos hace sentir, cómo nace esa magia incomprensible e impredecible, ingobernable. “Las matemáticas son el lenguaje de la belleza y de la geometría, de las regularidades y de la armonía, de las divinas proporciones del universo”, dice entonces. Ella defendía la postura contraria, la postura del amor. Su tono me suena ahora un tanto irónico e insolente, provocador. Me conoce bien, sabe que me gusta cuando sobreactúa. Los que defendían que las matemáticas son amor desmontaron nuestro argumento explicando que no son las matemáticas las que provocaron la forma de pensar y sentir del ser humano sino al revés, es decir que la violencia es anterior a las matemáticas y por lo tanto era errónea nuestra identificación. Aún la recuerdo declamar como si fuera una rapsoda, poderosa y atractiva como una diva enfurecida. Nosotros les replicábamos que, del mismo modo, también el amor es anterior a las matemáticas, pero su posición era más agradecida de defender, al fin y al cabo era la postura utópica, la idealista. “Las matemáticas no son culpables de ningún sufrimiento ni de ninguna violencia”, dice entonces. “Las matemáticas son -como la música, la pintura o la literatura- otra expresión de lo que somos, y puesto que somos, en esencia, amor, eso es lo que son, también, las matemáticas”. Lo dice con ese hilo de voz que me perturba, ese que no he sido capaz de ignorar nunca, ni siquiera hoy, después de un entierro. “Los números, las formas y los patrones son el lenguaje en el que se expresa la belleza del mundo, y si uno lo percibe sin juicio ni proyecciones, todo lo que hay está formado por amor. Las matemáticas no pueden, por lo tanto, ser otra cosa. Las matemáticas solo pueden ser amor”.

No sé si me sedujeron más ella, sus ideas, o la combinación de ambas. Su equipo argumentaba que, del mismo modo en que la oscuridad no existe como cualidad propia sino que tan solo hace referencia a la ausencia de luz -y por lo tanto solo existe la luz-, o, del mismo modo en que, por el mismo motivo, tampoco existe el silencio sino la ausencia de ruido (o el frío sino la ausencia de calor, o la quietud sino la ausencia de movimiento, etcétera), si uno adopta una mirada lo suficiente compasiva, se da cuenta de que lo único que existe es el amor, y de que todo lo que percibimos son gradaciones, cantidades mayores o menores de ese amor. Lo que clasificamos como acciones violentas o que provienen del odio, por supuesto que son reprobables y punibles desde un punto de vista objetivo, pero si nos colocamos en la posición del que las comete, podemos comprender que son también producto del amor, un amor enfermo o incapaz o muy reducido porque solo mira por el bienestar propio y por lo tanto es propio de individuos poco o nada evolucionados (generalmente en defensa propia, víctimas de heridas y traumas de gran complejidad y profundidad), pero que también es, en el fondo, amor, por muy débil o incorrecto que nos parezca.

Estas ideas generaron una digresión del debate hacia el asunto de la bondad y la maldad del ser humano, que por supuesto dio mucho de sí. “Todo cuanto sucede a nuestro alrededor son expresiones de eso infinito que existe y que es”, dice entonces, “eso inmutable y siempre presente y que es motor último de todo movimiento y toda comprensión, eso que solo puede ser el amor”. Imagino que habré mezclado mis recuerdos con sus palabras o que me habré perdido en cavilaciones un instante más de la cuenta, porque de pronto tengo la sensación de que la había dejado de escuchar. Siento que su voz me ha rodeado como por sorpresa, como una niebla repentina y traidora que hubiera estado esperando, agazapada, detrás del silencio en el que me he sumido mientras la miraba y la adoraba y entraba en ella, cada vez más cerca del orgasmo. “Las matemáticas son una manifestación de lo infinitamente bello que hay en nosotros y en el mundo”, continua entonces, como si fuera la gurú espiritual que ha de salvarnos a todos a través del amor de las matemáticas. No puede estar más atractiva, más metida en el papel, en un trance que conozco bien, su acceso al éxtasis a través de la teatralización y del juego de roles, en este caso los de un recuerdo, el recuerdo estrella de entre todos los que tenemos del Círculo. La urgencia nos invade entonces a los dos y en una última aceleración sin retorno me coge del cuello, acerca mi boca a la suya, y dentro de ella me susurra: “las matemáticas son amor”.

Nos miramos en silencio un segundo, pero ella en seguida retoma la conversación. Esta característica suya aún me fascina. Mientras yo aún he de recuperarme y soy incapaz de moverme o de decir nada hasta que no pasan unos minutos, ella es capaz de continuar hablando como si nada. Nunca me he sentido ofendido porque no es que se censure ni desdeñe el placer sexual ni lo considere un incordio porque priorice la conversación, sino que los considera un par indivisible y retroalimentado, y del mismo modo en que el uno ha ido alentando al otro durante el acto -el juego de roles añadiendo fantasía a la sexualidad-, para ella el final del uno ha de empujar al del otro, así que no me sorprende cuando me pregunta: “Entonces qué, ¿las matemáticas son amor o son violencia?”, mientras me mira con avidez.

Está hermosa, está serena, pero sé que no me equivoco cuando percibo en sus ojos lo mismo que siento en los míos. No con sorpresa ni dolor ni extrañeza sino con la calma que proporcionan las confirmaciones largamente prolongadas, me doy cuenta entonces de que, con Raúl, hay algo en nosotros que también ha muerto, algo que había empezado a morir en el momento en que supe que nos veríamos, pero que siento que acaba de morir del todo en este momento. No soy capaz de decir nada, pero de pronto siento que no quiero hacerlo. Y además tampoco creo que haga falta. Está claro que somos las dos cosas, amor y violencia, y que lo son por lo tanto también las matemáticas. Del mismo modo en que lo ha sido nuestra historia de amor, así de cíclica e intermitente y polarizada es la existencia en casi todos sus ámbitos y manifestaciones. Lo sabía Hegel, lo sabía Kierkegaard, y lo sabe todo aquel que ha experimentado con los contrarios y con los procesos, es decir todos nosotros, con más o menos conciencia. Que exista o no la maldad quizá sea una cuestión léxica un poco más relativa, pero preguntarse si las matemáticas son amor o son violencia es lo mismo que preguntarse si lo es el ser humano, y a día de hoy, mientras no hayamos evolucionado hasta una bondad infinita y a una amorosa espiritualidad -y no está nada claro que lo terminemos haciendo-, en nuestro interior van a seguir cohabitando los dos, de manera que aquel debate memorable del Círculo no tenía ni tiene una respuesta cerrada y correcta, aunque eso es precisamente lo que lo convierte en bueno. La lucha entre las dos posturas, la búsqueda y la creación de los argumentos a favor y en contra, el florecimiento y la movilización y su oposición en el momento del debate, es ese diálogo quien produce el crecimiento y el aprendizaje, del mismo modo que ocurre con un buen problema matemático o con una buena situación de aprendizaje. Así que no, no voy a responder a su pregunta, y por la forma en que se mueve y me mira, por cómo recoge el bolso que había dejado en el suelo, por la forma en que se recompone el pelo e inspira con una respiración larga y profunda -con una mezcla de alivio y de determinación, como quien pasa página con naturalidad y decisión y sin ningún tipo de rencor ni de aflicción ni de arrepentimiento, mirando en dirección al camino que ha de llevarnos de vuelta a nuestra ciudad y a nuestras vidas de amor y de violencia-, por la manera en que frunce los labios y por la expresión de sus ojos y de sus cejas, por todos esos detalles y por el silencio que se ha adueñado de nosotros y que ya se ha prolongado más de la cuenta como para no ser el claro y definitivo punto final de la conversación y del debate y de nuestra historia de ciclos e intermitencias y polaridades, por todo esto sé que ella tampoco va a decir nada.