El gozo y el goce

Pocas veces sentimos la desnudez, la desnudez del alma. Nacemos, crecemos, y pasamos por los años pasando pantallas. Le añadimos capas a la mente, nos impregnamos de recuerdos y de sensaciones como si pintásemos una y otra vez las paredes de casa, cada vez más gruesas, cada vez más complejas. Buscamos una perfección que no llega, un color exacto que nunca encontramos, hasta que un día hay algo que se quiebra. De pronto las paredes nos resultan irreconocibles, y nos damos cuenta de que hay que hacer algo, de que hay que dejar de pintar sin sentido, sin conciencia. En ese momento indagamos, miramos qué hay dentro de esas paredes, y entonces descubrimos nuestros peores fantasmas. Sepultados en las capas más profundas, nos esperaban. Y sumidos en un dolor muy antiguo, un dolor que habíamos evitado muchísimo tiempo, llegamos por fin a nuestras raíces, a las paredes primigenias, a la desnudez del alma de nuestra infancia.

Esta regresión es dura, es dolorosa, pero arroja comprensión y por tanto indulgencia. Con suerte se alcanza una aceptación profunda, una revelación sin lucha de la esencia propia, con nuestras luces y también nuestras sombras, un estado de paz mucho más fácil de verbalizar que de sentir. Supongo que mi caso no fue ninguna excepción y que más bien fue progresivo, un camino cuyos mecanismos internos llevaban años cociéndose pero del que, como todas las historias vividas y contadas, quizá solo fueran visibles los síntomas.

Yo trabajaba en el departamento de homicidios del cuerpo de Policía. Es difícil que alguien de nuestro entorno -me refiero a abogados, a jueces criminalistas, a funcionarios de juzgados y de prisiones aunque también a periodistas, quizá sobretodo a estos últimos- no haya fantaseado alguna vez con un caso clásico de película o de novela negra como el que hube de tratar: una serie de cinco crímenes con mensajes que el asesino dejaba en la escena para que los descifráramos. Según los más veteranos, un caso así ha de constar en el expediente de todo detective, y he de confesar que al principio lo viví con secreta alegría. Aún recuerdo algunos de los comentarios -este caso te va a curtir, felicidades por tu primer crimen peliculero, quizá incluso sales por televisión- pero duró poco la excitación, si es que se la puede llamar así. A los pocos días de iniciar la investigación descubrí que uno de los principales sospechosos era mi mayor y único hermano, y lo que había de ser una experiencia profesionalmente atractiva se convirtió en un tormento, no solo por la situación y el dilema que me planteaba, sino por las implicaciones y consecuencias de cualquier decisión que tomase.

En la agenda del departamento el caso fue clasificado como el de los crímenes matemáticos por motivos obvios. En primer lugar, en las escenas de los cinco crímenes que en total se cometieron aparecieron unos impresos con el mismo tipo de contenido en las cinco ocasiones: una lista con tres enunciados de problemas matemáticos con una estructura y un estilo absolutamente idéntico al de un concurso que una asociación de profesores de matemáticas organizaba de manera anual para estudiantes de quinto y sexto de la escuela primaria y primero y segundo de la secundaria. Esto convertía a todos los profesores de matemáticas en sospechosos, pero en especial a los creadores de los problemas de este concurso, un grupo de matemáticos de varias provincias que se reunían en la capital varias veces al año para elaborarlos. Estos no solo eran los principales sospechosos sino que se convirtieron también en consultores preferentes, puesto que los problemas que aparecían en las escenas del crimen eran inéditos y ellos, en condición de expertos, podrían dar pistas sobre quién los podría haber ideado, o bien por el estilo de redacción, por la longitud o la distribución de los apartados de los problemas, por el tipo de estrategia heurística que había que usar para resolverlos, o bien por otros detalles más técnicos -vicios, nomenclaturas, ámbitos preferidos o elementos recurrentes- más propiamente matemáticos. Por si hubiera dudas sobre la conexión entre el crimen y las matemáticas, se observó también que el perfil de las víctimas parecía sugerir al que Guillermo Martínez usó en su novela Los crímenes de Oxford, una historia en la que dos matemáticos resuelven la autoría de lo que el escritor denomina crímenes imperceptibles: asesinatos de personas que ya estaban a punto de morir antes de cometerse el crimen, ancianos en su lecho de muerte, enfermos terminales o personas cuya muerte forzada sería difícil de distinguir de una muerte natural que ya pronto les correspondía, crímenes pues imperceptibles quizá también en el sentido de ser poco graves, como si pretendieran efectuar el menor daño posible y que parecían responder más a una satisfacción del deseo de matar -o de dar lugar al juego de pistas con la policía- que a un motivo real para asesinar a las víctimas.

Al saber que uno de los profesores sospechosos era mi hermano, yo mismo propuse salir del caso. Este gesto en principio moral -y que responde a un código ético más o menos tácito- terminó siendo anecdótico. La preocupación de mis compañeros no era tanto que mi vínculo con uno de los sospechosos interfiriese en la investigación sino que fuera al revés, y el transcurso de las investigaciones pudieran afectarme a nivel personal, aunque nadie tenía detalles de la relación exacta entre mi hermano y yo. De todas formas, el departamento era pequeño y había un clima de amistad y de confianza así que, a pesar de mi decisión, tuve acceso a la mayoría de los detalles de las investigaciones, principalmente el contenido de los problemas y las grabaciones de los interrogatorios. Recuerdo que era verano y se había estropeado el aire acondicionado. Sentía el sudor en la frente y la angustia en el pecho. Cuando vi a mi hermano entrar por la puerta de comisaría en seguida supe que algo no estaba bien, que algo le pasaba. Nuestra relación era nula -a raíz de una última discusión habíamos roto el contacto- de modo que fue un poco violento encontrármelo allí. Su aspecto estaba desmejorado. Lo vi más viejo, quizá también un poco más calvo, aunque hacía ya mucho que se cortaba el pelo al mínimo. Al verme hizo su mismo gesto de siempre, un leve movimiento de cejas y de cuello en dirección vertical y que regresaba con lentitud a la posición inicial, más como un reconocimiento que un saludo, su timidez disfrazada de desdén.

Tras ver su declaración tuve la sensación de que mentía. Su coartada -como las de los otros sospechosos- fue comprobada y considerada válida, pero a mí no me convenció. Su personalidad es hermética en cuestión de emociones y con un control férreo de su comportamiento, habitualmente frío, a menudo cortante, y con un historial de episodios de violencia en la adolescencia. Los psicólogos que lo trataron entonces no supieron determinar el origen de aquellos brotes, pero indicaron que quizá el exceso de control fuese precisamente uno de los causantes de los fuertes arranques de agresividad que lo dominaban, como si la incapacidad para mostrar abiertamente sus emociones las terminase acumulando indebidamente hasta haber de explotar para darles salida. En distintos momentos de mi infancia yo había presenciado expresiones desagradables de ese carácter explosivo -en ocasiones furibundo- y supongo que el origen de mis sospechas fue esta idea preconcebida que tenía de él. En el interrogatorio, además, mostró una inquietud -un nerviosismo muy leve en el tamborilear de sus dedos- que me pareció impropio de él. Por supuesto que podía deberse al mero hecho de ser interrogado (pocas personalidades son tan fuertes como para no inmutarse ante una situación así, por mucho que sean inocentes y se tengan múltiples pruebas a su favor) pero aún así tuve dudas, aunque en aquel momento decidí no compartirlas.

Al no extraerse ninguna conclusión sólida a partir de los interrogatorios, la investigación se centró en los enunciados de los problemas y en sus soluciones. Eran siempre tres, con varios apartados cada uno. En uno de ellos había un juego de estrategia donde, después de invitar a probar con unas cuantas partidas, se pedía razonar sobre estrategias ganadoras, al parecer un recurso habitual en didáctica de las matemáticas para provocar razonamientos que, a pesar de estar contextualizados en el juego, son transferibles al pensamiento matemático y deductivo en general. Los otros dos problemas giraban entorno a elementos geométricos o de patrones observables o bien en situaciones donde se producían iteraciones o bien en contextos numéricos o de azar, y solían tener la particularidad de que los apartados iban creciendo en dificultad y tipo de descubrimiento, con una clara intención de ir conduciendo a la indagación y a la formulación de conjeturas que a veces concluían en resultados curiosos o atractivos.

Eran problemas entretenidos (no fueron pocas las discusiones en el departamento sobre algunas soluciones concretas), pero su conexión con los crímenes era demasiado ambigua, o mejor dicho, demasiado difícil. De los enunciados y de las soluciones se podía extraer información pero era demasiado complejo deducir predicciones concretas, y daba la impresión de que el autor se había excedido en prudencia para no ser descubierto. En los problemas encontrados en el cuerpo de la primera víctima, por ejemplo, en el proceso de solución de uno de los apartados del primer problema se dibujaba una cruz (que podía referirse a la cruz roja de los hospitales), las soluciones de tres de los siete apartados del segundo problema sumaban ochenta, y finalmente en el tercer problema había una mención a una montaña. Estos tres datos (una cruz, una suma parcial que da ochenta y una mención a una montaña) parecían relacionarse con el hecho de que la siguiente víctima fuera un octogenario encontrado en la cama de un hospital que está situado en lo alto de una colina, pero teniendo en cuenta la cantidad de información que podía extraerse de cada uno de los tres problemas, la pretensión de que fuéramos capaces de predecir la siguiente muerte a partir de aquellos datos era realmente exigente.

Aún así lo intentamos. Se combinaron todas las posibilidades y se compusieron hipótesis con variaciones y reordenaciones de todas las palabras y todos los números de todos los enunciados y todas las soluciones y sus procesos. Para ello se diseñó un programa informático que generaba todas las combinaciones para no dejar de tener en cuenta ninguna. Se recurrió incluso a un grupo de expertos para que analizaran los datos, pero tampoco así hubo manera. Estaba claro que había una intención de no seguir ningún patrón detectable, con estrategias múltiples y dispares. No se usaban nunca los mismos datos ni en el mismo orden, a veces la pista estaba en su negación o alteración parcial y a veces convenía traducir los números a letras, y a veces al revés. En otros casos había que fijarse en una parte del dibujo o la gráfica que acompañaba al enunciado, o había que hacer razonamientos de los denominados laterales. Ante tanta dificultad, lo único que pudimos hacer fue comprender las pistas a posteriori, y a pesar de todos los esfuerzos no fuimos capaces de evitar ninguna de las cinco muertes que se produjeron.

La hipótesis generalizada fue que se trataba de una mente privilegiada pero perturbada, alguien capaz de cometer crímenes solo por el gusto de proponer retos intelectuales indescifrables, aunque con un mínimo de sentido moral como para tener la delicadeza de que fueran crímenes imperceptibles. Respecto a las matemáticas, jugaban un papel importante aunque ambiguo. Había una necesidad quizá obsesiva o enfermiza de usarlas como medio de comunicación -como si los problemas matemáticos fueran su lenguaje y forma de expresión- aunque de un modo poco conectado con la realidad. Esta desconexión había de indicar algún tipo de neurosis fantasiosa, puesto que era casi imposible saber su intención o mensaje oculto, si es que los había. El perfil era pues muy concreto -no suele haber criminalidad en el ámbito académico, menos aún de este estilo de crimen y cuadro psíquico- pero al mismo tiempo era también muy abierto, no solo por el amplio espectro de sospechosos posibles sino por la ausencia de pistas consistentes.

Si el resto del equipo hubiera conocido el pasado de mi hermano como lo conocía yo, quizá lo hubieran investigado más a fondo, y lo más probable es que también hubieran sospechado de él. Era cierto que no había ninguna evidencia de que su comportamiento violento hubiera empeorado desde su adolescencia, pero tampoco había indicios de que se hubiera resuelto en profundidad, y su humor continuaba igual de seco y de frío, a menudo agresivo a nivel verbal. En el peor de los casos, podría pues pensarse que quizá solo se hubieran dejado de detectar los síntomas pero que siguieran ahí, inadvertidos o disimulados o escondidos, así como sus causas. Quizá aquella violencia no solo no había cesado sino que había aumentado hasta alcanzar su cenit, y acaso ahora ya no podía permanecer oculta por más tiempo, y la necesidad de llamar la atención se había vuelto tan retorcida e insostenible como para convertirse en aquel tipo de crímenes.

Yo me resistía a aceptar esta hipótesis. Había algo en mí de lealtad hacia él que me impedía pensar de esa manera -al fin y al cabo era mi hermano, por muy explosivo que hubiera sido de joven o de carácter complejo que fuese ahora- pero lo cierto es que tampoco era capaz de descartarla del todo. Nuestra relación había sido siempre distante, en ocasiones tensa y con diferencias que a veces estallaban en las reuniones familiares. Era casi imposible saber qué pensaba o sentía realmente, puesto que no hablaba nunca de sus sentimientos sino solo de generalidades teóricas, nunca relacionadas con él mismo. A mí me irritaba su carácter y en ocasiones lo provocaba, y siempre he creído que a él le pasaba lo mismo conmigo. No teníamos pues una relación sana, y creo que, de algún modo, la posibilidad de que sufriera una enfermedad, digamos, clínica, me servía de justificación para todas las discusiones, para todo el odio y para todo el daño que nos habíamos profesado e infringido el uno al otro. El hecho de que sufriera algún tipo de psicopatía me exculpaba de mi parte de responsabilidad de que nuestra relación fuese tan mala, y además me servía también de expiación o de aceptación -o por lo menos de atenuación- de aquel sentimiento que llevaba tanto tiempo adherido y que se me hacia tan ingrato, la animadversión por mi propio hermano.

La intuición definitiva la tuve después de una visita a mis padres. Hacía ya años que nos reuníamos por separado -o bien los visitaba él o bien lo hacía yo, pero nunca coincidíamos- y a veces yo les preguntaba por él. Supe entonces que había publicado un artículo en una revista matemática y que les había regalado un ejemplar a mis padres. Hice una copia y cuando llegué a casa cancelé todos mis planes. Percibí entonces ese otro tipo de verdad que no es tangible, que no es lógica ni mental ni pertenece casi al lenguaje, una verdad que no creo que sea capaz de demostrar nunca pero de la que ya no puedo dudar. Así funcionan las creencias rotundas, aunque además de certeza vengan también acompañadas de dolor. Nos atraviesan el alma, se instalan en ella sin resistencias, y no sabemos por qué pero las sabemos, simplemente las sabemos.

El artículo se titulaba: “El gozo y el goce en Matemáticas” y estaba ubicado en la sección de curiosidades. ¿Las matemáticas son sanas o son insanas? ¿Qué partes de las matemáticas son sanas y cuáles son insanas? ¿Qué pueden aprender las matemáticas del psicoanálisis? Esas eran las preguntas clave que aparecían en el resumen del artículo. El tema en principio podría resultar sorprendente pero, conociendo a mi hermano, no lo era en absoluto. De hecho, yo sentí que aquello era un éxito, quizá su mayor logro. Por fin había plasmado sus ideas por escrito y las había compartido, por fin el mundo conocía sus teorías. Mi hermano había estudiado la carrera de Matemáticas y ejercía de profesor en un instituto de secundaria pero se había formado en psicología y después también en psicoanálisis. Es cierto que el cese de sus brotes violentos coincidió con el inicio de su afición a los estudios sobre el carácter, pero era llamativo que él mismo no se hubiera sometido nunca a ningún tipo de terapia (de haber sido así quizá hubiera sospechado menos de él). Su fascinación por las teorías de Freud y de Lacan sobre el inconsciente era pues muy teórica pero manifiesta, y a menudo los citaba. Solía terminar sus argumentos con citas como “el inconsciente es el deseo del otro”, o “lo que no se recuerda, se repite”, pero su especialidad era distinguir entre el gozo y el goce, dos conceptos que, de una manera burda, pueden traducirse como el placer sano y el placer insano.

Mi hermano aplicaba estos dos conceptos a infinidad de contextos distintos. No es que hablase de ellos todo el tiempo sino que eran una constante, un comentario que podía deslizar a colación de cualquier tema, uno de sus clásicos, por decirlo de algún modo. Gracias a él aprendí que el gozo es el placer que responde a un objeto de deseo tangible y real, consciente, como comer cuando se tiene hambre, o descansar cuando se está cansado. Es pues la versión sana del placer, la que no esconde neurosis ni proyecciones infantilizadas. En cambio el goce -la jouissance en francés, das Genuss según Hëgel- es ese otro placer que se experimenta cuando el objeto de deseo no existe, y en su lugar se persigue una escena irresoluta, un momento de la infancia que no supimos atravesar. En este caso se trata de un deseo inconsciente, y lo que se intenta es repetir una conducta no superada que en algún momento entendimos como válida o como normal porque nos proporcionó un cierto placer, pero que ya no esconde ninguna recompensa real y más bien representa un daño. Queremos permanecer en una escena de nuestro pasado a partir de la cual ya no supimos avanzar, y experimentamos la paradójica satisfacción de disfrutar con nuestro sufrimiento. Es lo que nos sucede, por ejemplo, cuando a pesar de saber que nos estamos agrediendo, o que lo que hacemos no nos es en el fondo beneficioso, seguimos haciéndolo. En algún lugar de nuestro inconsciente obtenemos una recompensa simbólica, vacía, contra la que nuestra mente consciente está en contra pero a la que nos resulta muy difícil renunciar. Es el caso de las relaciones denominadas tóxicas o de las adicciones y hábitos poco saludables, incluidos los que se producen exclusivamente en nuestra mente, que no son pocos ni tampoco leves ni mucho menos sencillos de detectar. En estos patrones insanos -los denominados síntomas- sentimos un placer sordo, casi culpable, muy parecido -aunque por supuesto a menor escala- al que sienten los criminales al cometer sus crímenes. El goce es pues la versión insana del deseo -su sombra, su reverso malvado o simplemente enfermo- y mi hermano encontraba un deleite muy insistente no solo en diferenciarlo del gozo, sino en subrayar su presencia cuando parecía no haberla.

Siempre compartí su interés por este tema. Al fin y al cabo, ¿cuántos elementos podríamos afirmar que intervienen en cada decisión que tomamos? Sin duda nunca participa uno solo y más bien se produce un debate interno más o menos inconsciente. De todos esos motivos, entonces, ¿cuáles podríamos afirmar que responden a objetos de deseo reales, que son sanos, que albergan intenciones amorosas en el sentido de que abogan por el bien de uno mismo y de los demás? ¿O cuáles, por el contrario, habríamos de conceder que más bien persiguen la repetición de comportamientos dañinos, sintomáticos de que su motivo último es alimentar el ego con vanidades o avaricias, con envidias o competiciones egoicas, con recompensas narcisistas? Como diría mi hermano, ¿cuánto hay de gozo y cuánto de goce en cada decisión que tomamos, en cada acción que emprendemos, en cada deseo que perseguimos y en cada placer que experimentamos? ¿Cuántos ángeles, cuántos demonios viven en nosotros? ¿Quién los gobierna? Gracias a él ya conocía la complejidad y riqueza de todas estas preguntas, pero tenía curiosidad por saber cómo se las había ingeniado para relacionarlas con las matemáticas, y la verdad es que sentía orgullo por él. Si Jacques Lacan había usado en profundidad conceptos complejos de topología matemática en sus famosos seminarios, ¿no podría mi hermano encontrar nuevas conexiones entre las matemáticas y el psicoanálisis?

Se podría decir que devoré el artículo. Olvidé por completo que buscaba pistas sobre los crímenes y me sumergí en su propuesta matemática. Su estilo era inconfundible, más provocador que aleccionador, más de abrir el foco con preguntas que de cerrarlo con respuestas. Según entendí, la idea principal era que, así como lo son todas las actividades que el ser humano realiza, el quehacer matemático también es susceptible de ser clasificado dentro de la influencia del gozo y del goce, y aunque algunos elementos parecían pertenecer de manera más natural al uno o al otro, en última instancia dependía más del sujeto que del objeto. El teorema de Pitágoras, por ejemplo, podría representar una expresión de gozo si resolviese un problema real -tanto si el contexto fuera cotidiano como si fuera estrictamente matemático- o si se analizase desde un punto de vista determinado -siempre que fuera genuino-, pero bien podría desembocar en goce si la necesidad de su utilización fuese dudosa -o bien porque existieran otras alternativas o porque el propio problema no proviniese de una necesidad concreta y real- o porque las intenciones de su aplicación o su análisis fueran difusas. En este punto se abría la distinción entre hacer matemáticas para un objetivo concreto -resolver problemas, demostrar propiedades, establecer conexiones o transferir modos de pensamiento- o bien hacerlas por el mero hecho de hacerlas, y se mostraban ejemplos donde los problemas que se resolvían (o las propiedades que se expresaban) eran artificiales o excesivamente sofisticados o antinaturales, o cuyo único objetivo era la consecución de una supuesta estética matemática. El artículo proporcionaba una lista donde, dependiendo de la intencionalidad, el mismo elemento matemático podía ser englobado dentro del gozo o del goce. Desde este punto de vista se analizaban técnicas matemáticas como determinados tipos de instrumentos lógicos -las reducciones al absurdo, las demostraciones por inducción y los teoremas de existencia, entre otros, al parecer todos ellos bastante polémicos- pero también actitudes y sensaciones concretas transferibles a otros ámbitos, como la de perseverar hasta haber analizado de manera exhaustiva todo el conjunto -excesivamente extenso- de soluciones de un problema abierto, la de generar preguntas nuevas a partir de las existentes, la propia pulsión que mueve al sujeto a resolver un problema, o el tipo de satisfacción que se experimenta al resolverlo. La intención era pues aumentar la lucidez de la conciencia matemática para que se analizase, desde un punto de vista psicoanalítico, qué matemáticas respondían a objetivos concretos y reales -del tipo que fueran, pero que persiguieran el gozo- y por lo tanto pudieran denominarse sanas, y cuáles en cambio eran proyecciones matemáticas de la idea psíquica del goce, y representaban por tanto una producción matemática innecesaria, prescindible, por insana.

Llegado a este punto del artículo (y viendo que ya solo me quedaba un parágrafo por leer) recuerdo que me anticipé a una posible conclusión. Intuí -o quizá deseé- que el análisis terminase con una especie de llamada a la bondad, algo así como: “Ahora que sabemos que existen las matemáticas sanas y las matemáticas insanas, esforcémonos todos en poner conciencia y hagamos matemáticas sanas”, como si mi hermano fuera a erigirse en el salvador, o mejor dicho, en el sanador de las matemáticas y de los matemáticos. La sorpresa la tuve entonces, o debería decir decepción. La última frase, en efecto, contenía una reflexión parecida a la que yo adivinaba, pero en ella había una par de momentos que me dejaron helado. Decía: “Así es, pues, la naturaleza de las matemáticas, tan ambivalente como la del ser humano. Capaz de lo más alto y de lo más bajo, de lo más luminoso y lo más oscuro. Capaces de amor y de odio, incluso de crímenes. De gozo y de goce, de la lucha eterna entre hermanos opuestos”.

Y entonces lo supe. Todos los recuerdos, todas las discusiones, todas las veces que habíamos enfrentado nuestras ideas en conversaciones subidas de tono, todo cobró sentido de golpe. Había sido mi hermano. Mi hermano había sido el autor de los cinco crímenes, me era y me es imposible dudarlo. Sé que jamás será suficiente prueba delante de un jurado o de un equipo de investigación, pero el hecho de que usase la palabra crímenes en la última frase de su artículo fue el primero de los dos motivos, casi diría que suficiente. Sé que podría deberse a una licencia literaria pero para mí fue definitivo. Lo supe, del mismo modo en que supe que él sabía que yo sabría, y del mismo modo en que también supe el motivo de los asesinatos, o mejor dicho, el motivo de la forma en que se habían cometido. Usaba la palabra crímenes de un modo innecesario y por lo tanto significativo, pero con la última parte de la frase, “la eterna lucha entre hermanos opuestos”, sentí con total claridad que me estaba comunicando que los cinco crímenes, que el juego de pistas, que su imposible resolución y finalmente su conexión con las ideas del gozo y del goce eran un nuevo episodio de la competición que siempre había existido entre nosotros y que estaba en la raíz de nuestra mala relación: nuestra histórica competición por saber cuál de las dos verdades era mejor, si la suya, la lógica, la científica y matemática, la del hermano mayor, frío y estricto y controlador, o la mía, la humana y social, la de las películas y los libros sobre asesinatos, la del hermano menor, agitador y pomposo, retador. En aquel momento supe, con un temblor en el pecho similar al miedo, que en todos los años de distancia mi hermano no había abandonado nuestro conflicto, que su silencio solo había sido temporal, y que ahora volvía con toda su furia para darme una nueva lección. Ese era su estilo, siempre lo había sido. Con los crímenes -con mi imposibilidad de resolverlos- me estaba demostrando, una vez más, que él era más inteligente que yo, que las matemáticas eran superiores a la criminología, que él era mejor que yo.

Aquella noche sentí derrumbarse un muro de dolor sobre mis espaldas. Con lágrimas amargas en los ojos y el artículo todavía sobre mi regazo, me di cuenta de qué poco resuelta estaba nuestra lucha infantil por la atención y el afecto de nuestros padres, nuestra competición velada, inconsciente, por su amor. Pocas veces me he sentido tan triste, tan avergonzado. Creemos que porque hace ya unas cuantas décadas que hemos entrado en la edad adulta ya hemos madurado, que ya habremos comprendido el funcionamiento del mundo y de nuestras realidades, cuando la verdad es que apenas somos los mismos niños, los mismos tristes y desprotegidos niños, desvalidos y necesitados y demandantes de un amor que nunca se llena del todo. Quizá todo aquello confirmaba la autoría de los asesinatos y por lo tanto la grave neurosis de mi hermano, pero también la enorme lección que me estaba proporcionando, su enorme sabiduría. Aunque fuese de aquel retorcido modo, comprendí que ese era nuestro goce, nuestras matemáticas insanas. Nuestra competición estaba en el origen de nuestras personalidades, y a través de ese filtro se me hacían obvias una infinidad de comportamientos, tanto míos como de mi hermano.

En aquel momento me planteé varias posibilidades. Dejando de lado su enfermedad (es decir, no usándola como justificación ni como excusa), si yo era del todo sincero conmigo mismo, había de conceder que quizá el mayor responsable de nuestra mala relación era yo. Al fin y al cabo, mi caso era arquetípico: un hermano menor que, no contento con el complejo de Edipo, también se propone suplantar al hermano mayor. Toda nuestra tensión debió de originarse tras mi deseo inconsciente de erigirme en el hijo favorito, y él, como es natural, hubo de responder a lo que debió sentir como una agresión, como una amenaza constante. Por una parte, pues, aprovechar aquella situación para abandonar la lucha de una vez por todas parecía la solución óptima, la más sana, la que había de liberarnos simbólicamente de un vínculo tóxico que era evidente que no habíamos resuelto. Ese parecía ser el camino correcto, el problema es que había un asunto policial de por medio. Un caso con cinco crímenes, cinco víctimas, cinco personas que habían perdido la vida, por mucho que sus muertes fueran dudosamente imperceptibles. Yo ya no dirigía la investigación y el caso había quedado cerrado, pero estaba ocultando una información que podría redirigir los esfuerzos para resolverlo, así que, de algún modo, también estaba en juego mi integridad profesional, o por lo menos mi compromiso con el cuerpo de policía.

Ante aquel dilema no pude evitar plantearme las mismas preguntas que solía plantear mi hermano, tanto que llegué a pensar que no fuera esa precisamente su intención. Si yo ahora lo señalase, me preguntaba, si yo ahora reabriese el caso y dirigiese la investigación hacia él, convencido como estaba de que si indagásemos con más tesón, ahora sí encontraríamos pruebas reales (y no intuiciones como las que tenía entonces), ¿estaría haciéndolo por motivos sanos o por motivos insanos? ¿Lo haría por lealtad a mi cargo en el cuerpo de policía, o estaría en el fondo volviendo a competir con él, demostrándole que sí podía resolver el caso, perpetuando aún más nuestra lucha? La duda me corroía, y recuerdo que ya solo pensaba en términos de gozo y de goce. Me planteaba entonces encubrirlo, y me daba cuenta de que mi debate interno era idéntico al de tomar la decisión contraria, como si fueran simétricas. Analizaba todas las posibilidades y siempre encontraba una manera de girar los argumentos para justificar toda opción y su contraria, y lo que antes consideraba sano ahora lo consideraba insano -y al revés-, tal y como él mismo explicaba en su artículo. Todo me parecía bien, todo me parecía mal, y además le encontraba sentido a esa aparente contradicción.

No fueron pocas las noches en vela hasta que por fin me decidí. La ley permite la abstención en el caso de haber de declarar contra un familiar, así que por eso no había de sufrir. Había algo, sin embargo, que me impedía seguir en el cuerpo de policía. Sé que podría haber seguido en el cargo: no haber sido del todo profesional en un caso no era tan grave, por mucho que fuera una negligencia deliberada. Aún así, para mí las implicaciones eran de otro tipo. Sentí que lo más sano en relación a mi hermano era, en efecto, abandonar la lucha, bajar los brazos y dejar de competir con él, y me pareció que dejar también el cuerpo de policía era un símbolo que reforzaba esa decisión, que le daba la importancia que tenía.

Fue como volver a la infancia, como volver a la desnudez de la infancia y desde allí comprender en profundidad. Todo pertenecía al plano simbólico y más que un cambio se trataba de una aceptación, un estado de paz y de perdón que quizá no tuviera ninguna repercusión exterior. Al fin y al cabo, más que con él, con quien había de reconciliarme era conmigo mismo. Y, sin embargo, también sabía que aún no había cerrado el círculo. Me resultaba imposible quedarme quieto y limitarme a asumir. Así que me armé de valor, intenté despojarme de todo aquello que me separase del amor que aún sentía por él, y sin la más mínima idea de qué podría encontrarme, me presenté en su casa, llamé al timbre de su puerta y esperé a que abriera. Sentía dolor, sentía tristeza y sentía vergüenza. Pero valía la pena intentarlo.