FELICIDAD

ASINTÓTICA

Hacía por lo menos veinte años que no lo veía. Nos cruzamos en el casco antiguo de Tarragona, en una callejuela con una acera demasiado estrecha como para caber los dos. Él se bajó para cederme el paso, le sonreí a modo de agradecimiento y entonces lo reconocí. No es que hubiera cambiado demasiado, aunque estaba claro que habían pasado los años. Su pelo rizado y su barba ahora eran canosos, y su frente, que ya era arrugada de joven -signo habitual de personalidades mentales-, lo hacía parecer mucho mayor. Reaccionamos los dos al mismo tiempo, y al mismo tiempo a los dos se nos dibujó la misma expresión compleja, esa mezcla de alegría y de desconcierto que nos generan las sorpresas muy inesperadas.

Después de unos primeros segundos un poco torpes, me puso al día con su habitual desparpajo. Su voz era igual de acelerada, igual de inquieta como la recordaba. Me explicó que “había vuelto a la tierra” y que ahora daba clases en un instituto. Con una sonrisa entre pícara y avergonzada, casi resignada, terminó diciendo: “así que ya ves, aún sigo ahí, con las matemáticas”. Se produjo entonces un momento de silencio, y aunque era evidente que ahora me tocaba a mí decir algo, preferí quedarme callada. Podría haberme forzado a hablar (con darle un par de titulares hubiera sido suficiente), pero en lugar de eso respiré hondo y me limité a abrazarlo.

No sé cuánto duró aquel abrazo, aquel momento cargado de recuerdos. Suspiré y me dejé llevar. Hay sentimientos que aún siendo universales los identificamos con esa única persona, como si llevaran su sello o etiqueta. Permanecí abrazada a él mientras los notaba florecer. Tuve una de aquellas sensaciones que nos resultan familiares pero que percibimos lejanas, reconocibles pero como rodeadas de niebla o de silencio, o acaso solo es distancia. El tiempo las sepulta y las olvida pero el azar las dispone, nos las confronta. Julio y yo habíamos tenido una relación corta pero auténtica, solo teníamos veinte años pero el recuerdo que tengo es de un idilio adulto, la juventud a veces sorprende por su madurez.

Yo tenía veintiún años y él veintitrés. Estudiábamos en la misma universidad, él matemáticas y yo literatura. Las dos facultades compartían el antiguo edificio de la plaza Universidad de Barcelona, y era frecuente que unos y otros -los de letras y los de ciencias- nos mezcláramos en el bar. Yo entonces era una apasionada de la poesía y memorizaba poemas, aún recuerdo algunos de Fonollosa y de Goytisolo. Teníamos un grupo con el que improvisábamos recitales en el jardín de la parte de atrás, y en uno de ellos lo conocí. Aquella tarde habíamos decidido dedicarla a Leopoldo María Panero, y en un momento en que yo me había levantado para leer, Julio apareció de no sé donde, se colocó en el centro del improvisado escenario, y sin ningún tipo de prolegómeno recitó uno de mis versos preferidos. “No es sexo lo que en tu sexo busco”, declamó, “sino ensuciar tu alma, desflorar con el barro de la vida lo que aún no ha vivido”. Dijo esto mientras me miraba, no con ojos lascivos sino con una seguridad y con una calma que me ruborizaron. Cuando pensaba en aquel verso me lo imaginaba interpretado con furia, con un tono salaz, casi amenazante, pero Julio lo leyó con una lentitud y un tono de dulzura y de misterio, casi de dolor, que me sedujo por completo.

Lo siguiente que recuerdo es estar besándonos en su casa. Julio era un tipo peculiar, extravagante y curioso, y aunque tengo recuerdos diversos sobre él, de lo que más me acuerdo es de su teoría matemática sobre la felicidad, de su forma de aproximarse al deseo, de su forma de hacer el amor. La primera vez que lo hicimos me sorprendió su manera de besarme y de tocarme, de entrar en mí y de moverse una vez dentro. Sus caricias y sus movimientos eran lentos, muy sostenidos, y no encajaban en absoluto con su forma de hablar o relacionarse, mucho más impulsivas. Yo entonces tenía poca experiencia sexual, pero no hacía falta tener demasiada para saber que aquel era un modo diferente, muy diferente al menos que el de los otros chicos con los que me había acostado. Años después supe que lo que Julio practicaba era el sexo tántrico, una sexualidad donde una se acerca al orgasmo sin llegar a alcanzarlo, posponiéndolo y manteniendo el goce previo todo el tiempo posible. Aquella forma me gustaba, me sentía extraña pero me gustaba, y me dejé llevar por aquella atracción.

Al día siguiente fuimos a nuestras respectivas clases sin haber dormido ni un solo minuto, y aunque estaba muerta de sueño, por la tarde nos volvimos a ver. Cuando le pregunté por qué hacía el amor de aquella manera, sonrió del modo en que se sonríe cuando se dice: “me alegra que me hagas esa pregunta”. Mis conocimientos matemáticos eran escasos (a día de hoy lo siguen siendo), pero aún recuerdo sus palabras con exactitud. Una de sus frases estrella era: “la felicidad es una asíntota”. Julio argumentaba que el enfoque occidental consistía en no dejar de desear -más cosas, más amor o reconocimiento, más entretenimiento, más de todo y a todo momento-, convirtiendo la búsqueda de la felicidad en el proceso de conseguir saciar el deseo, en satisfacerlo una y otra vez: la rueda infinita del consumismo, aplicado también a lo emocional. Por su parte, el enfoque oriental estaba en las antípodas, y a través de la meditación y la espiritualidad pretendía salir de ese bucle de deseos, de satisfacciones y frustraciones, y alcanzar una felicidad diferente, más en contacto con el alma que con lo material. “Así que la tradición occidental está mirando al infinito, mientras que la oriental mira hacia el cero, y no es ni en un lugar ni en el otro donde está la respuesta correcta, sino en el único lugar que los contiene a los dos”. Julio proponía pues su propia alternativa, y, como era de esperar de un estudiante de matemáticas tan apasionado como lo era él, esa alternativa pasaba por las matemáticas.

“Ese lugar es la asíntota”, concluyó. Me imagino que mi expresión debió de ser de incomprensión, porque entonces se levantó, fue a buscar un papel y un bolígrafo, y se volvió a sentar a mi lado. Dibujó en el centro del folio dos líneas rectas formando un ángulo recto, y una línea curva que se aproximaba a ambas líneas. Yo había estudiado el bachillerato de letras, así que aquella gráfica me sonaba solo vagamente. “Piensa en el límite de la división entre cero, y en el de la división entre infinito. Cuando se representan en una función se observa que tanto en el cero como en el infinito la gráfica se acerca a una recta cada vez más, que está cada vez más cerca pero que nunca llega a tocarla. En ese caso se dice que se aproxima a ella asintóticamente: que la recta es una asíntota de la función”. Tanto concepto matemático estuvo a punto de producirme rechazo, pero entonces Julio me mostró una definición semántica, extraída de un diccionario etimológico griego, y me relajé. “Asíntota, cosa que se desea y que se acerca de manera constante, pero que nunca llega a cumplirse”.

Por supuesto que la objeción obvia a que la felicidad fuera asintótica era la última parte de la definición. Si nunca llegaba a cumplirse aquel deseo, entonces la búsqueda de la felicidad más bien parecía un proceso agónico, casi una pesadilla, la maldición de estarnos acercando a nuestra meta sin llegar a alcanzarla nunca. Julio respondió que aquella era mejor opción que la de alcanzar efectivamente el objetivo, puesto que “una vez conseguido el objeto de deseo, se tarda muy poco en asignar otro objeto de deseo diferente. Esa es también una forma de agonía, también una pesadilla o una maldición”. Me quedé pensativa mientras él continuaba perorando. Dijo: “imagina que hay un lugar paradisíaco al que quieres llegar, al que verdaderamente quieres llegar, imagina que es tu mayor sueño. ¿Qué preferirías, llegar a él y que, en cuanto lo hicieras, el lugar se esfumase (el enfoque occidental), o obligarte tú a que se esfume no pensando más en él (el enfoque oriental)?”. Ambas soluciones me parecían negativas -en los dos casos el paraíso terminaba por desaparecer- pero intuí lo que pretendía mostrarme con la metáfora. Dijo: “no hay que hacer ni lo uno ni lo otro. Acercarse infinitesimalmente es la única manera de saborearlo al máximo sin que desaparezca, y eso es precisamente lo que sucede en una asíntota”.

Más allá de consideraciones filosóficas o prácticas, y más allá de que, en aquella época, más que una genialidad las consideré un estrambote, sus explicaciones me sirvieron para entender por qué hacía el amor de aquella manera, y con eso me bastó. Ahora sabía que su manera de aproximarse al placer era asintótica, o como decía él, infinitesimal, y que aquella no era más que una de sus neuras matemáticas, puesto que solo la aplicaba al sexo. Recuerdo incluso mofarme de su teoría, pero él respondía siempre con humor. “Entonces, ¿qué?”, le pregunté una vez. “Si te apetece comprarte un televisor, qué vas a hacer, quedarte en la tienda mirándolo, acercándote cada vez más al expositor?”. Se rió y movió la cabeza de un lado a otro, como diciendo “vale, tienes razón”, pero al cabo de un rato, dijo: “mira, no, lo que haría sería ahorrar dinero para comprarlo pero hacerlo de modo que, a pesar de tener cada vez más ahorros, nunca ahorrase el total del dinero”. Arqueé una ceja interrogativamente. “Ahorraría primero diez euros al mes, luego un euro al mes, y luego un céntimo al mes”. “Pero aunque tardases mucho, habría un día en que ya tendrías el dinero para comprártela, ¿no?”, pero respondió: “no, porque cuando solo me faltase un euro, tardaría cada vez más meses en ahorrar cada céntimo”. Entreví entonces que estaba proponiéndome un cálculo matemático en el que no tenía ganas de pensar, así que zanjé la cuestión señalando el televisor que había en el salón de su casa, y le dije: “va, no me cuentes rollos y dame un beso infinitesimal”.

Nuestro idilio duró lo que tardó en acabar el semestre, porque después Julio acababa la carrera (a mí aún me quedaban otros dos años más) y se marchaba a vivir a los Estados Unidos, becado por una universidad. En nuestra despedida no hubo tristeza, no hubo reproches ni sensación de pérdida, pocas veces he experimentado una separación tan sana como aquella. Quizá fue porque hacía poco que nos conocíamos, o porque el romance había sido demasiado corto, pero quiero pensar que nos dejamos marchar libremente, que entendimos que estaba bien así, que había sido un tiempo precioso juntos pero que había llegado a su fin natural.

Lo acompañé al aeropuerto, y llegado el momento de la despedida, se produjo un silencio. Podría haberme forzado a hablar, pero en lugar de eso respiré hondo y me limité a abrazarlo. El abrazo fue tierno y sentido, pero al cabo de poco, Julio se apartó y me dijo: “¿pero qué es este abrazo?”. Lo miré sorprendida, pero vi que sonreía. “¿No me vas a dar un abrazo asintótico?”. Aquellas palabras fueron exactamente las mismas que me estaba diciendo ahora, más de veinte años después, en aquella callejuela del casco antiguo de Tarragona, en aquella acera demasiado estrecha como para caber los dos. Nos soltamos el uno del otro, nos alejamos un poco, y fingimos teatralmente que nuestro abrazo se producía con lentitud, que se iniciaba en la distancia y en la ausencia de contacto, pero que poco a poco se iba materializando, cada vez más cerca, con cada vez más contacto, en un movimiento de continuo acercamiento, infinitesimal y asintótico, como una “cosa que se desea y que se acerca de manera constante, pero que nunca llega a cumplirse”.