everything is nothing with a twist

La otra noche volví a sentir aquello. Estaba en casa, aburrido, y observaba el cielo a través de la ventana. Había luna. Siempre que la miro, me imagino segmentos que aproximan la posición del sol. Desde allí abajo, me digo, el sol ilumina desde allí abajo, y no hay vez que no me fascinen las enormes distancias que se adivinan. Esta vez me llamó la atención su color. El gris me pareció irreal, demasiado brillante. No sé. No sé cómo pudo torcerse el momento, porque todo estaba tranquilo. Yo me sentía en paz, absorto en la grandeza de la noche, en sus enigmáticas sugerencias. Pero entonces lo sentí. Sentí, como ya hacía tiempo que no la sentía, una zozobra del ánimo que me heló el alma.

Me pasa de vez en cuando. De repente siento que pierdo todo contacto con la realidad. Hay algo oscuro, algo muy oscuro que asoma como una amenaza a mi conciencia. Es una sospecha que crece muy rápidamente, como si un humo en el que no había reparado de repente me hubiera rodeado y estuviera a punto de nublarme por completo. A nivel físico es como un vértigo momentáneo, y la verdad es que siento auténtico miedo. Mis pensamientos me insinúan que todo está a punto de perder sentido, como si todo aquello en lo que se fundamenta mi vida se vaya a desplomar y yo me vaya a quedar desnudo, indefenso, absolutamente vacío.

¿Qué es lo que percibo que habita en esa especie de abismo? Su amenaza es muy breve, pero la he visualizado tantas veces que puedo dar una idea clara de lo que contiene. En su interior hay, como si del corazón de un volcán en erupción se tratase, un dolor que excede en mucho los límites de mi persona. Todos los gritos acallados, los desconsolados, todas las heridas de todos los que han sufrido alguna vez. Todo eso está ahí formando una tiniebla, un receptáculo de todo lo oscuro, de todos los miedos, el horror, la miseria, la soledad del ser humano.

La sensación es horrible, y muchas veces me he preguntado, sin éxito, por sus causas. A veces deja de pasarme por un tiempo, pero entonces vuelve y me recuerda que no soy libre de sus sombras. Por suerte, dura poquísimo, y es gracias a esa brevedad que después de cada episodio puedo seguir con mi vida con normalidad, sin detenerme a meditar en ello más de la cuenta.

Hasta la otra noche. Detrás de toda la negrura, esta vez percibí una especie de reverso escondido, como una luz al final del túnel. No hace falta que justifique aquí mi tendencia a las asociaciones con las Matemáticas. El caso es que, hasta entonces, yo atribuía esta sensación a la idea del infinito. Él era, para mi mente racional, el responsable de la mayoría de resultados que escapaban a mi lógica. La falaz -pero inquietante- demostración de que la suma de los números naturales es negativa y fraccionaria, las viejas paradojas de Zenón o el estudio de los cardinales transfinitos de George Cantor me habían hecho pensar que todo lo misterioso o sorprendente provenía de ahí, del concepto abstracto del infinito.

Pura ingenuidad, desinterés, holgazanería cultural. Si yo asociaba al infinito aquellos ataques momentáneos de pánico era porque no los comprendía, porque no los sentía reales, y creía que su explicación se escondía más allá de todo, en el lugar más lejano que existe, el infinito.

Por suerte, la verdad termina por iluminarnos. Naturalmente, yo ya había intentado antes observar con más atención aquel humo instantáneo, pero esta vez debí de interrogarlo de una forma especial, porque capté una presencia en forma de luz. Era muy pequeña, y en mitad del habitual despliegue de oscuridad, resplandecía con debilidad. Apenas me dio tiempo porque la sensación ya desaparecía, pero pude retenerla en mi cabeza unos minutos. En ese momento supe de qué se trataba. El vacío, pensé, eso era el vacío dentro del infinito.

Se me hace difícil explicar la manera en que aquella intuición me pareció tan cierta. Como si se tratase de un secreto que había estado siempre a mi alcance, se me desveló entonces con total sencillez que el responsable de aquella negrura no era el infinito, sino más bien todo lo contrario. La explicación la tenía su hermano gemelo, su perfecto antagonista pero, al mismo tiempo, su complemento y origen. El número cero.

La sensación desapareció, pero me quedé pensando en ella unas horas. Recordé la frase de Kurt Vonnegut (everything is nothing with a twist), y pensé que ese era el resumen perfecto. Como páginas de una enciclopedia, se sucedieron entonces en mi mente algunas de las escenas que conforman la historia del número cero, una de las más apasionantes de las Matemáticas. En seguida sentí el arrebato de conectar con siglos y siglos de pensamiento humano. El cero, el número que tuvo que sufrir una resistencia atroz hasta ser aceptado como número. El cero, identificado como el mismísimo demonio por todos aquellos que repudiaron los conceptos de vacío y de infinito, siguiendo la estela de Aristóteles. El cero y sus controversias, el cero y sus paradojas, el cero y su importancia para el cálculo diferencial y la física moderna. El cero, el único número capaz de derrumbar todo el sistema lógico sobre el que se fundamentan las Matemáticas se me había aparecido a mí, en medio de la más negra oscuridad, en forma de luz minúscula, insinuando relaciones de causa y efecto misteriosas.

He de confesar que, a pesar de mis filias matemáticas, no me fue fácil digerir todo aquello. Mis visiones me sugerían una especie de prueba visual de que el cero, el representante terrenal de la nada, habita en la misma esencia del infinito. Sin embargo, la idea contraria se me antojaba también posible. ¿No era también aceptable que la negrura fuera la representación de un vacío que pretendía absorberme y aquella luz, el germen del infinito?

Ante esas dudas, opté por instruirme. El momento clave de la historia del número cero sucedió en Oriente, en tierras indias. Las imágenes de Shiva se proyectaron en mi conciencia como un relámpago de lucidez. Según la meditación hindú, el ser humano trasciende a través del silencio, del vacío y la nada (el cero) para conectar con el más allá, la eternidad (el infinito). La religión hindú fue la primera cuyo dios no solo aceptaba, sino que abrazaba la dualidad vacío-infinito, el binomio cero-infinito. Las ideas que rechazaron egipcios, griegos y romanos, fueron adoptadas primero por los árabes y después por la cultura occidental. Los hindús fueron los pioneros en la aceptación del cero y del infinito hasta que, siglos después, Bernhard Riemann (discípulo de Gauss) proyectó el plano complejo sobre una esfera, convirtiendo al número cero en su polo sur, y al infinito en su polo norte, reduciendo magistralmente toda su complejidad a la de dos puntos de una simple esfera.

La historia de las Matemáticas, como siempre, me resultaba fascinante, pero, aún así, no resolvía mis dudas. ¿Qué era lo que yo había visto? ¿El vacío dentro del infinito? ¿O el infinito dentro del vacío?

Cuando uno descubre por sí solo la verdadera pulsión que lo mueve, siente que su alma, su cerebro y también su cuerpo descansan ante la evidencia. Eso fue lo que me sucedió cuando cedí en la disputa. La respuesta no era ni la una ni la otra, sino las dos a la vez. El cero vive dentro del infinito, de la misma manera que el infinito vive dentro del cero. Propiedades numéricas de ambos tomaron sentido entonces de una forma escandalosa. Dividir entre infinito da cero, de la misma manera que dividir entre cero da infinito. Pero no solo eso. El cero atrae a cualquier cantidad hacia él cuando la multiplica, exactamente igual que lo hace el infinito. Tampoco las cantidades se inmutan cuando se les suma cero, lo mismo que infinito no se inmuta cuando se le suma cualquier cantidad. ¿Qué otro par de números presenta propiedades tan increíbles como simétricas, las unas con las otras?

Con todo esto, mi conclusión fue rotunda y diáfana. Las Matemáticas me habían permitido comprender con exactitud, a través de una experiencia personal, el concepto del ying y el yang. La dualidad cero-infinito era una idea universal, y mis visiones su metáfora numérica, un giro caprichoso de la esfera de Riemann. Recordé entonces sentimientos, escenas de mi vida personal. Estar bien o estar mal; ser feliz o infeliz; la alegría o la tristeza. Todas las emociones antagónicas formaban parte de mí, del ser humano, de la existencia, y sus representaciones físicas impregnaban todo el universo. Dentro de una escena de amor se produce un hecho miserable. Un pájaro silba una melodía infantil en medio de un campo desolado. Detrás de un sabor delicioso se esconde una amargura. En toda lectura negativa existe un reverso positivo. Y, siempre, viceversa. Dentro de la oscuridad de los unos vive la luz de los otros, y ambos intercambian sus papeles continuamente, de la misma reversible manera en que lo hacen los dos elementos más singulares de las Matemáticas, el cero y el infinito.

No sé. Supongo que, después de todo, podría parecer que llegué a un final. Acabé el proceso y me sentía feliz. El recipiente de mi curiosidad se había visto colmado con respuestas, con contenido vertido. Me sentía infinito, sí, pero enseguida después me sentí cero. Los nuevos aprendizajes, que primero me dieron certidumbres, me arrojaban ahora nuevas dudas. ¿De qué me servía a mí de verdad todo aquello? ¿Dejaría ahora de sentir aquella sensación extraña? ¿Conocer su explicación la modificaría de alguna manera? Ante esta nueva batería de preguntas, sonreí para mis adentros. De eso se trata, me dije. El aprendizaje nunca termina, y es la actividad más hermosa del cerebro humano. Recordé entonces una de las frases de Massimo Recalcati. El conocimiento no es un vacío que ha de llenarse, es un vacío que ha de abrirse. Y no pude estar más de acuerdo.