ERES LO QUE DAS

Lloré, otra vez más, por lo de siempre. Quizá sea esa la mayor ventaja de cumplir años: a fuerza de repetir nuestros patrones los terminamos viendo con más claridad, los comprendemos con mayor profundidad. Es cierto que a veces nos engañamos (aunque sea de un modo inconsciente) o nos confundimos (por incapacidad, o porque nos falta información, o porque no nos llega del todo clara), pero hay pocos hechos más indiscutibles: cuantos más años se vive más historias se protagonizan y se testimonian, más se conocen y por supuesto más se imaginan y se sueñan y se inventan, aunque da igual de qué tipo sean, propias o ajenas o figuradas. La biblioteca que nos explica es cada vez más amplia, los libros que nos definen -pero también nos encasillan- son cada vez más precisos y más extensos, y ese lector interno que nos va leyendo -y que es el mismo que nos va escribiendo- tiene cada vez más datos, infiere mejor; sabe más el diablo por viejo que por diablo.

Lloré porque me sentía solo. Vista así, sin implicaciones ni interpretaciones, la afirmación era casi neutra, y aunque bien podría ser por sí sola la responsable de mis lágrimas, yo sospechaba que había otra idea más directamente relacionada. Así funciona nuestro ánimo: toda emoción y todo sentimiento -siempre que no sean primarios- están generados por un pensamiento, el problema es que algunos de los más nucleares permanecen inconscientes y, hasta que no se los desvela, se vive la falsa sensación de que son los sentimientos los que nos gobiernan, y eso no es del todo cierto. La realidad es que tenemos un apego inconsciente a una serie de creencias que se adueñaron de nuestro comportamiento en edades muy tempranas, y la mayor parte del tiempo seguimos las pautas de esa programación adquirida, con poca o ninguna conciencia de lo que estamos haciendo y pensando y sintiendo, es decir, con una libertad de movimientos solo superficial y aparente. Prueba de ello es lo poco capaces que somos de controlar la tristeza, o la ira, o el entusiasmo: más bien son ellos quien nos poseen a nosotros. Lo que llamamos comportamiento adulto es una sofisticación de la infancia, una agregación de capas cada vez más complejas debajo de las cuales hay solo un puñado de creencias personales -muy pocas en realidad- y que provienen de razonamientos infantiles, incompletos o erróneos -y que ahora no firmaríamos- pero que quedaron grabados a fuego y conformaron nuestra personalidad, nuestro personaje; son el relato que nos hemos contado.

Por suerte un trabajo de observación propia lo termina sacando a la luz. Así que quise saber qué había detrás de aquel llanto y puse atención en las lágrimas. Las dejé brotar, me abandoné a ellas. Uno sabe cuándo lucha en contra para bloquearlas -o a favor para forzarlas- o cuándo baja los brazos y se limita a observarlas, a percibir su creación y su crecimiento, su expresión y su desarrollo. Detrás de los ojos hay una fuente que cede a presiones internas que provienen del pecho, que ascienden por el cuello y desde el estómago y que florecen saladas y calientes como exhalaciones minúsculas, primero nublando la visión para después salir desde los párpados y deslizarse por las mejillas, piel abajo hacia el pañuelo o al trozo de ropa que las recoja, o si no a los dedos, o al dorso de la mano o al antebrazo, o las más desesperadas y dramáticas en caída libre hasta el frío suelo en un último impacto que para ellas es la desaparición inminente, su muerte. Me quedé mirando una de esas lágrimas y entonces lo supe. “Nadie te quiere” decía la voz interior. “Estás solo, nadie te quiere” era la idea completa.

Parece obvio que el motor último -o al menos el más poderoso- de todo lo que hacemos y decimos es el amor -querer y sentirnos queridos- y si no es posible obtener el amor que deseemos por lo menos conservar el que tengamos, protegerlo ante lo que consideramos amenazas. Nuestra existencia es una búsqueda constante de ese afecto vital (o un intento de su retención o mantenimiento, de su expansión y crecimiento en los afortunados casos), así que debe de haber pocos lugares más difíciles de sostener que “estás solo, nadie te quiere”, quizá incluso sea esa la representación de la muerte en nuestro psiquismo infantil. El niño que fuimos -y que aún vive en nosotros- entiende que una vida vacía de amor es el peor de los abandonos (“nadie te quiere porque no mereces ser querido”), y con una mezcla de tristeza y de espanto se imagina ser una de esas lágrimas que ha saltado de sus ojos y está a punto de estrellarse contra el suelo, consciente de que va a ser aniquilada en cuestión de segundos sin piedad ni duda -ni por supuesto arrepentimiento- por un suelo que la recibe y le dice: “has caído para siempre en mi superficie gélida y hostil, de aquí ya es imposible recogerte y devolverte al ojo del que te desprendiste, él ya habrá pestañeado y se habrá deshecho de tus compañeras que no cayeron y quizá ya esté respirando con cierto alivio tras la explosión de llanto mientras tú vas a ser aplastada por una pisada -y casi al instante evaporada- por un soplo de aire que entrará por la ventana para difuminarte como si fueras vaho en un instante muy rápido, demasiado rápido incluso para darte cuenta -ni siquiera en un último suspiro- de que tu paso por el mundo ha sido mucho más efímero e insignificante de lo que creías”, y sentir que está ahí, en ese momento final de paz que apenas dura unos segundos, que justo ahí está la soledad y la ausencia de amor, que en eso consiste la temida muerte.

Así que lloraba porque “estás solo, nadie te quiere”, o mejor dicho, llorábamos los dos, el niño que fui y el adulto que soy. Yo en realidad ya conocía esa creencia, me había enfrentado a ella otras veces con mayor o menor intensidad, pero eso no significa que doliera menos. Sabía que no era mi realidad objetiva, que se trataba de una de las falacias que imprimió en mi mente el inconsciente infantil, pero hay circunstancias a las que somos más vulnerables -las rupturas sentimentales, los conflictos con personas que consideramos importantes, situaciones delicadas similares a escenas íntimas y también delicadas de nuestro pasado- y que tienen la capacidad de despertar nuestras heridas más profundas.

Así que lloré, otra vez más, por lo de siempre, pero esta vez me propuse un ejercicio diferente. Después de iniciado el llanto, lo habitual es permanecer un rato en contacto con el dolor, pero no se suele tardar mucho en dejar de hacerlo. Lo hacemos ahora, de adultos, del mismo modo en que lo hizo en su momento el inconsciente infantil. Ante un escenario demasiado hiriente, intolerable para nuestra resistencia al dolor, la personalidad urde sus tretas e inicia un proceso complejo de evitaciones. Lo más común es hacer o pensar otra cosa; se usan la culpa, la queja o las justificaciones, se buscan compensaciones, o se las anhela. Es una cuestión de supervivencia: si el escenario que se plantea es demasiado difícil -por doloroso, o por amenazante-, entonces solo nos queda la anulación o la huida, y lo más habitual es optar por esta última. Si yo no me siento querido haré todo lo posible para que me quieran y así evitaré sentir eso que un día me dije y que tanto me duele y que no quiero oír por tanto; si siento que lo quieren más a él o a ella trataré de competir con ellos para que eso que me amenaza con ser cierto no se cumpla, para que no me lo parezca; si he sido agredido demasiadas veces o con demasiada fuerza no querré vivir más dolor y tendré miedo al amor o a la intimidad, los evitaré, pensaré que habrá riesgos y me evadiré; etcétera. Con mayores o menores variaciones a todos nos define alguna -o algunas- de estas creencias, más o menos inconscientes u ocultas; no son las únicas pero tampoco hay muchas más. La solución de la huida, sin embargo, no solo es temporal sino ineficaz, y aún más, es contraproducente. Atraemos aquello que tememos, y en lugar de perder de vista lo que intentábamos evitar, cuando le damos la espalda y nos marchamos, lo que en realidad hacemos es llevárnoslo con nosotros para volverlo a reproducir en cuanto las circunstancias sean de nuevo propicias, lo cual termina sucediendo siempre.

Así que no. La única forma de superar aquel miedo era mirarlo de frente, y me propuse hacerlo a través de una técnica concreta de meditación. “Estás solo, nadie te quiere” era la forma verbal en que se expresaba mi dolor de siempre, la vieja amenaza que acechaba detrás de cada duelo, de cada tristeza, de cada revés donde hubiera indicios o proyecciones de la idea del abandono, o de la aceptación social, o del desamor. La estrategia más efectiva y duradera para la superación -al menos la de más crecimiento y aprendizaje- no podía ser la evitación o la lucha, sino alcanzar la comprensión y la aceptación profunda. Era el camino más difícil -a nadie le gusta sostener la mirada de algo que le repulsa o le daña o lo aterroriza- pero precisamente por ello había de ser el más efectivo. En otros contextos había comprobado que esto era cierto. El dolor siempre remite. Cuando se asume la existencia de una realidad dolorosa, si la observamos sin identificarnos con ella nos damos cuenta de que es irracional o infantil, y su intensidad y duración es limitada y menguante, por muy terrible que nos parezca al principio. Una mirada compasiva y tierna, pasiva pero sostenida, arroja siempre comprensión e indulgencia, mientras que la confrontación solo añade tensión al proceso, lo empeora; la huida solo lo posterga. Todo dolor termina atenuándose, del mismo modo que sucede con algunas heridas físicas: hurgar en ellas impide la curación natural, mientras que el simple acto de sostener su presencia produce un fenómeno natural de absorción y de sanación, el atravesamiento del fantasma, como lo llamaba Jacques Lacan.

Me concentré, pues, en mirar aquella verdad -estás solo, nadie te quiere- pero me esforcé en hacerlo sin pensar en nada. Sabía que si hacía intervenir la inteligencia en la observación -es decir, si elaboraba y relacionaba ideas- entonces me ahogaría en la maraña de pensamientos y perdería la capacidad de visión. Para atravesar el dolor había que mirarlo sin emitir juicios ni explicaciones ni procesar descripciones u opiniones ni relacionar ideas automáticas o que se me ocurriesen entonces. Los astros parecieron alinearse para que pudiera llevar a cabo el proceso. Era de noche, el vecindario estaba inusualmente silencioso y la luna estaba casi llena. Salí a la terraza y vi que la oscuridad de la calle era también inusual. Las farolas estaban apagadas, quizá estaban averiadas. Era perfecto. Escuchaba a lo lejos el rumor del mar, y la noche parecía querer reflejar el blanco de la luna, aunque quizá era efecto de las baldosas, no sé. Cerré los ojos, respiré unas cuantas veces con lentitud y me dispuse a entrar en modo meditativo.

No sé si llamarla cósmica o mística, definitivamente fue una experiencia intensa. Después de unos minutos de atemperación del ritmo de las respiraciones y de atenuación de la intensidad de los pensamientos, tuve una sensación creciente de frío en el pecho y en el estómago, por detrás de los hombros y también en la garganta. Era como si todo el torso se estuviera retorciendo en dirección a la cabeza -o mejor dicho, compactando- ejerciendo cada vez más presión, como un asomo de asfixia pero que aún está lejos. Otras veces había intuido la misma sensación, pero nunca permanecía en ella. Se parecía un poco a la ansiedad. La impresión me hizo pensar en un anhelo que hubiera sido reprimido, como si un instinto hubiera sido aislado para ser mantenido flojo, reducido a latencia. Me mantuve en silencio y miré por más tiempo. Parecía que a ese instinto solo se le estuviera permitido expresarse a una intensidad baja, aunque eso no impedía advertir que en realidad era insondable, amplio y profundo, más tarde supe que también total. Era inquietante pero al mismo tiempo tenía algo de fascinante, y entonces se me hizo clara la visión. No de un modo repentino -no fue ninguna iluminación ni ningún fogonazo de lucidez sobrevenida- sino como una transición natural desde la oscuridad de mis ojos cerrados, tuve la clara visualización de lo que habitualmente conocemos como universo, el negro espacio exterior a la Tierra en el que flotan los planetas, gravitando en silencio y oscuridad sólidos. La presión en la garganta provocó un grupo de lágrimas inesperadas y en apariencia desprovistas de contenido, después de las cuales sentí una calma muy profunda. Durante mucho rato creí que tenía los ojos abiertos, aunque no los tenía. Vi la galaxia y vi los planetas y contemplé las estrellas lejanas, pero tuve la sensación vívida de que aquel cosmos estaba enteramente contenido dentro de mi cabeza y, al mismo tiempo -y eso fue lo perturbador- era mi mente la que vagaba en aquel espacio, como si yo fuera uno de los planetas de aquella constelación que asimismo vivía dentro de mí, observador y observación al mismo tiempo.

Ante aquel espectáculo me desconcentré. Recordé la "pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor" de El Aleph, el relato de Borges. En él se describe cómo, dentro de una esfera de unos diez centímetros de diámetro, se observa "ese objeto secreto y conjetural, el inconcebible universo", una alegoría hermosa para mostrar cómo el todo puede estar contenido en una de sus partes, una de las propiedades del infinito. Supongo que lo que sucedió entonces fue producto de mi imaginación matemática -por llamarla de algún modo- pero sentí con claridad que el interior de mis ojos cerrados -mi conciencia presente- conformaba una bóveda de forma completamente esférica, hecha de un cristal grueso y nítido perfectamente esférico, del tamaño de mi cabeza. El cristal de la bóveda era la frontera entre dos espacios, el interior y el exterior, que se se correspondían con lo que entendemos por mundo interior -los pensamientos, las emociones, el contenido de la mente- y el mundo físico exterior a mí: las personas y los objetos y los lugares, la realidad más allá de la bóveda. Así como Borges proponía que la pequeña esfera tornasolada de intolerable fulgor pudiera contener la totalidad del universo, del mismo modo sentí que dentro de la bóveda de mi conciencia estaba reflejado todo el universo exterior a ella, como si el espacio exterior se plegase en sí mismo dentro de mí, o como si el cristal de la bóveda fuese el eje fantástico de una simetría inverosímil entre los dos espacios.

La visión era cósmica y venía acompañada de una paz y un silencio totales, pero no dejaba de ser una figuración del pensamiento, así que intenté vaciar mi mente y continuar centrado. Me repetía las frases que me había propuesto atravesar -estás solo, nadie te quiere- pero los pensamientos continuaban llevándome una y otra vez a la visión de la bóveda. Supongo que hubo mucho de autosugestión, pero lo que vi entonces me fascinó. Vi cómo eso que llamamos atención -nuestra capacidad para fijar la mente y los sentidos en una única cosa- consistía en iluminar puntos del interior de la bóveda que, de otra manera, hubieran permanecido en la oscuridad. Figurada así, la atención era un foco de luz que enfocaba a puntos ya existentes, es decir que no los descubría como nuevos ni los alcanzaba porque antes no tuviera acceso a ellos, sino que siempre habían estado ahí, tan solo faltaba arrojar luz sobre ellos. Esta característica ya era de por sí inspiradora -no descubrimos nunca nada nuevo, todo está ya en nosotros- pero aún percibí otro fenómeno sorprendente. Una vez que la atención se posaba sobre un punto interior de la bóveda -es decir que el foco lo iluminaba-, entonces, de un modo instantáneo, se iluminaba otro punto en el exterior, y ese otro punto, además, representaba la misma imagen que la del punto interior, como si fueran dos copias exactas, reflejadas la una en la otra.

Admiré aquella alucinación geométrica como si se me hubiera revelado el funcionamiento secreto de un mecanismo universal, el de la verdadera conexión entre el mundo interior y el exterior. Mover el foco de la atención a través de aquel doble universo de oscuridad silenciosa -iluminando puntos a mi voluntad- era un ejercicio maravilloso, y aunque el tamaño de la bóveda era finito, en su infinita profundidad experimenté cómo estaba todo contenido en ella: bastaba con ser lo suficiente preciso en el acercamiento, lo suficiente infinitesimal en el desplazamiento por su interior para alcanzar cualquier cosa que pudiera imaginar.

El infinito habita en mí, pensé, emocionado. Aquella sensación de completitud y de perfección casi bastaría para describir la experiencia como mística, pero no acabó ahí mi admiración, o mejor dicho, mi admiración se puso un poco más técnica. Durante un buen rato me entretuve en recorrer a placer rincones aleatorios de mi conciencia -recuerdos y anhelos, personas y momentos y sensaciones- pero cada vez me fascinaba más el hecho de que, cuando mi atención iluminaba un punto interior de la bóveda, al mismo tiempo se iluminaba otro punto homólogo, con el mismo contenido, en el inmenso espacio exterior a ella. El foco de la atención era entonces una demostración visual de cómo cada punto del exterior de la bóveda se correspondía con uno -y solo uno- del interior, es decir que los dos espacios tenían la misma cantidad de puntos (un hecho en principio sorprendente pues el exterior ocupa un espacio mucho más grande), otra consecuencia de las propiedades del infinito. Estuve tentado de abrir los ojos y anotar la biyección explícita que había de demostrar que los dos espacios, en última instancia, eran el mismo -puesto que tenían la misma cantidad de puntos y además eran idénticos uno a uno- pero me contuve. Para cada punto del interior bastaría con trazar una recta que lo contuviera y pasase por el centro de la esfera, y después trasladarlo a otro punto sobre esa misma recta pero a una distancia inversamente proporcional, más allá de la bóveda. Supuse que, así como el intervalo abierto entre cero y uno puede ponerse en biyección con el intervalo abierto entre uno e infinito mediante la función de proporcionalidad inversa, los puntos cada vez más cercanos al centro se corresponderían con los más lejanos a la bóveda, pero intuí que habría más de una posibilidad de construir la biyección, así que dejé el ejercicio matemático para después y volví a centrarme en la meditación.

No fue inmediato pero terminé volviendo a un estado de calma más neutro y menos mental, sin tanta imaginación. Me mantuve presente, en paz, limitándome a respirar y a mirar. Después de conectar con algunos de mis escenarios familiares más habituales -de donde provienen la gran mayoría de nuestras creencias infantiles-, finalmente la idea de soledad que andaba persiguiendo se me hizo tangible, clara y profunda, aunque ahora estaba desprovista de dolor. Tuve entonces la paradójica certidumbre de que, en efecto, en cuanto cerramos los ojos y miramos en nuestro interior es cierto que estamos absolutamente solos, pero, al mismo tiempo, salvo diferencias menores -de creencias o de historia personal, de contexto-, todos sentimos del mismo modo, estamos hechos de lo mismo. Por supuesto que no sentimos lo mismo a cada momento ni debido a los mismos motivos, pero nuestra esencia sintiente es la misma, y si nos despojamos de todo pensamiento superfluo -y es fácil defender que todos lo son- nuestro ser pensante también es el mismo; somos el mismo ser. De este modo, aunque podamos percibirnos en cierto aislamiento, surge de un modo natural una especie de comunión con el prójimo totalmente opuesta a la habitual y errónea idea, triste y doliente, de la soledad.

Aquella no era en absoluto una resolución completa de mi propósito pero sentí que ya era hora de abrir los ojos y volver a la normalidad. Miré el reloj y vi que había estado meditando más de lo habitual, mucho más. Estaba como aturdido, pero también me sentía muy en calma. Quizá no había sido capaz de atravesar el fantasma con total eficacia y aquellas visiones no habían sido más que otro modo de evitación, pero intuí que había un mensaje oculto en ellas y que, del mismo modo que sucede con los sueños o con las asociaciones automáticas de ideas, en su interpretación habría sentidos que podría aprovechar. Me di cuenta entonces de la enorme potencia que tenía la correspondencia entre espacios que había percibido entre el mundo interior y el mundo exterior. Aquella biyección matemática brindaba una oportunidad para reformular muchas de las dificultades y de los miedos del nivel psíquico, tan solo bastaba con aplicar la simetría, con usar aquel espejo que existía entre los dos mundos. Si era cierto que el interior -el yo- y el exterior -los demás, lo otro- estaban en una correspondencia tan perfecta, entonces habría de resultar útil intercambiarlos -el yo por los demás o los demás por el yo- para proporcionar nuevos enfoques que ayudasen a desactivar creencias erróneas, o por lo menos arrojar luz sobre ellas.

De pronto la herramienta me pareció genial. Si después de observación o de análisis me diera cuenta, por ejemplo, de que “creo que los demás piensan que no valgo suficiente”, podría revisar si acaso es que soy yo quien cree que los demás no valen lo suficiente, o si es que en realidad soy yo quien cree que yo no valgo lo suficiente. Si, en cambio, me diera cuenta de que no permito (a los demás) que levanten la voz o usen la fuerza, puedo preguntarme qué pasa si soy yo quién levanta la voz o uso la fuerza -si es que acaso no me lo permito a mí mismo-, o qué siento cuando son los demás los que no me lo permiten a mí; etcétera. Jugar así permitía nuevas lecturas que podrían revelar creencias o verdades ocultas quizá erróneas o quizá sanadoras, y durante un rato estuve jugando con ejemplos genéricos y de personas cercanas. En todos ellos le veía la aplicación, hasta que al fin me di cuenta de que estaba dando rodeos -de nuevo usando evitaciones-, y de que ya era hora de que me aplicase el método a mí mismo.

La primera parte de mi fantasma -estoy solo, nadie me quiere- tenía alguna lectura interesante (los demás también están solos, lo estamos todos en realidad) pero en seguida sentí que era en “nadie me quiere” donde había el mayor aprendizaje. De entre todas las posibilidades, “no quiero a nadie” y “no me quiero a mí mismo” eran las más llamativas. Aquellos dos planteamientos me sorprendieron. No quiero a los demás, no me quiero a mi mismo. ¿Era eso cierto? ¿Quería yo a los demás? ¿Me quería en realidad a mí mismo? ¿Qué significaba, en verdad, hacerlo? Por unos instantes sentí una especie de vértigo, pero entonces volví a visualizar la bóveda esférica de cristal -el foco infinitesimal de la atención, la correspondencia entre el interior y el exterior, su identificación- y entendí. Casi sin proponérmelo -más como la mera comprensión de una obviedad- me di cuenta de que mi punto de vista era egocéntrico, centrado en mí, dirigido hacia mí. Nadie me quiere a mí, nadie dirige su amor hacia mí. Yo colocaba el amor en los demás para exigir que viniese en mi dirección en lugar de hacerlo al revés: esa era la gran aplicación de la simetría entre los dos espacios, convertirme en fuente antes que en receptor.

Somos lo que damos, pensé, la solución es amar. Todo aquel viaje meditativo me había conducido a esa conclusión, y sentí que tenía todo el sentido del mundo, que la solución no podía ser otra que dar amor. Al fin y al cabo, muchas de las teorías sobre la formación del carácter afirmaban que nuestras personalidades se cimientan sobre la necesidad de recuperar ese afecto que perdimos en la infancia -cuando se nos expulsó de la protección y el cariño incondicional de nuestros padres para enviarnos al mundo adulto-, así que ese había de ser, por fuerza, el gran aprendizaje, la verdadera y profunda maduración. El niño que fuimos -y que espera a que sean los otros quienes le quieran- atraviesa el fantasma en el momento en que deja de exigirle a su entorno que le proporcione el sustento para un vacío que no ha aprendido a sostener, y en lugar de andar por el mundo seleccionando y filtrando para que sea el entorno el que se adecúe a él y no al revés, se da cuenta de que la solución es amar, dedicarse en conciencia a amar, a remar siempre a favor del amor, tanto en los actos, como en las palabras, como en los pensamientos; sin duda después se produce el retorno.

Quiérete. Quiérete mucho y quiere a los demás, me dije. Esa era la conclusión, ese fue el propósito. No podía afirmar ni que hubiera sanado del todo mi herida, ni siquiera que hubiese aprendido a convivir definitivamente con ella, pero después de aquella experiencia me sentí en paz, feliz. Tampoco sabía cuánto me duraría el efecto, así que tomé nota, pero no en el bloc que había sobre el escritorio, ni tampoco en el móvil ni en el ordenador. Lo escribí en el espejo del baño para poderlo leer a diario. Quiérete. Quiérete mucho y quiere a los demás, escribí. Ya era hora de dejar de exigirle al mundo algo que antes había de nacer en mí. Eres lo que das. La solución es amar.