entender o no entender, esa es la cuestión

Hace unos meses mis creencias sufrieron un duro revés. Imagino que tampoco eran demasiado inamovibles porque bastó con un par de relámpagos de memoria, una buena dosis de azar, y un poco de wikipedia. La revolución, además, fue relativamente rápida. Desde que me senté en el ordenador con la urgencia de un loco hasta que -después de varios viajes de ida y vuelta al sofá- di por finalizada la renovación interna, debieron de pasar un par de horas, no más.

Después de la memorable catarsis, una de las grandes verdades que conformaban mi sistema operativo (por llamarlo de algún modo) se fue al garete. Supongo que eso, en cierto modo, constituye un éxito. De todas formas, una parte de mí lo contempló como un fracaso. Darte cuenta de que has convivido con una creencia errónea durante tanto tiempo subraya tu propia ignorancia de una manera demasiado manifiesta. Ser optimista, sin embargo, resulta mucho más agradable, así que prefiero pensar que más vale tarde que nunca. Además, el desmoronamiento del edificio de mi lógica interna trajo consigo una serie de compensaciones absolutamente decisivas.

¿Cuál es la creencia que fulminé en aquellas dos horas de wikipedia, sofá e introspección intensa? No es fácil darle enunciado. Si dijera que creía en que “todo es razonable”, o que “todo se puede razonar”, no estaría afinando lo suficiente, pues más que a razonar (que también), me refiero a que se le puede poner palabras a todo: a que cualquier sentimiento, situación o pensamiento se puede expresar mediante el lenguaje. Quizá, pues, lo más fiel sería decir que “todo es expresable mediante el lenguaje, y por lo tanto, mediante cierta pauta de pensamientos”. Es decir que, de alguna manera, no hay nada que escape al pensamiento, en cuanto que nada escapa al lenguaje, y si alguna vez nos vemos incapaces de razonar algo, es solo eso: mera incapacidad nuestra.

Que todo es expresable (o razonable) mediante el lenguaje (y, por lo tanto, el pensamiento) es una creencia que alimentaba mis dos grandes pasiones. Por una parte, ¿quién si no la Literatura es capaz de expresarlo todo, de explicarlo todo, de descubrirnos incluso con delicadeza (o con pasión incontenible) rincones del alma que ni siquiera creíamos que existieran? Por su parte, después, está la Matemática, la hermana racional de la Literatura, su alma simétrica, aunque con tan diferentes preocupaciones. ¿Cómo ignorar que su sistema lógico y simbólico abarca una abrumadora infinidad de razonamientos que, de otra manera, serían imposibles de expresar?

Con las Matemáticas y la Literatura nos bastaríamos para explicar la historia completa de la humanidad. ¿No es entonces lícito, casi necesario creer en la totalidad de su alcance? Todavía ahora cuando pienso en ello una parte de mí se resiste a abandonar esa idea, por mucho que experimentase cómo se derrumbaba ante mis ojos. Las creencias son como hogares donde sentirnos seguros, verdades a las que necesitamos aferrarnos, como salvaciones filosóficas en las que confiamos contar eternamente, pase lo que pase, porque siempre cuidarán de nosotros cuando el mundo nos resulte incomprensible.

Pero también son cárceles, fronteras que nos impiden crecer. En mi caso, yo creía que todo se puede razonar, que todo tiene una formulación (lingüística o simbólica): que todo tiene una explicación lógica, por muy complejo que resulte encontrarla. Mi vida, así entendida, no me había ido del todo mal, y hasta ese momento el guión de mi historia se había movido en los cauces más o menos habituales que corresponden a una persona de mi edad y lugar de nacimiento.

Hasta aquella tarde memorable y crucial. No tanto por pudor sino por pereza, voy a ahorrarme los detalles sobre el contexto emocional en el que me encontraba. Todo el mundo sabe lo que es una ruptura, el dolor que representa ese final de ciclo, ese violento encontronazo con una soledad que (quizá erróneamente) habíamos dejado demasiado de lado. Yo estuve muchos meses atrapado en una red endogámica de dolor, abatimiento y obsesión. Y en virtud de la dichosa creencia, insistía en que, si seguía pensando, si seguía analizando, si seguía enfocando el asunto desde los supuestos lógicos, al final encontraría una solución.

Ese proceso mental, como puede imaginarse, fue terrible. No existen milagros racionales para acabar con la tristeza, con el dolor que asciende desde el estómago, se instala en el pecho y se acumula en los ojos en una constricción que muerde el alma. El mío, como el de tantos otros, fue un duelo largo, un duelo obsesivo y largo, y que, como canta Vetusta Morla, casi confundo con mi hogar.

Pero entonces el azar se puso de mi parte y me sucedió algo en el trabajo. Estaba dando una clase donde encajaba perfecta una tradicional trampa lógica. Es bastante conocida. Consiste en decirles a los alumnos que, al final de la sesión, el profesor escribirá una frase en la pizarra. Esa frase podrá cumplirse o no cumplirse, y será una frase absolutamente normal y corriente y que, o bien se cumplirá, o bien no se cumplirá.

El profesor les da entonces a los alumnos la posibilidad de adivinar si la frase en cuestión se cumplirá o no. Les permite escribir en un papel su nombre junto con su predicción, que solo podrá consistir en, o bien “se cumple”, o bien “no se cumple”. Cuando formulo este juego con mis alumnos les prometo que, quien acierte, aprobará el curso sin necesidad de presentarse a más exámenes. Como es natural, las primeras reacciones son de euforia, y muchos empiezan a fantasear con semejante regalo. ¡Aprobar las matemáticas sin tener que estudiar! Pero muy pronto se oye también a los escépticos, que ya anticipan una trampa segura. Ese momento es muy interesante porque, si la impaciencia del grupo no lo impide, discutir con ellos en qué consistiría esa supuesta trampa, da lugar a un debate rico y que prepara las explicaciones que vendrán después.

No suelen encontrar ejemplos y eso los desmoraliza un poco. Además, por algún fenómeno inherente al optimismo y la fantasía humanas, pensar en que el regalo podría ser verídico funciona como una motivación demasiado fuerte, y terminan pidiendo que el juego continúe.

La frase que el profesor escribe en la pizarra es Has escrito “no se cumple”. En cualquier caso se llega a una contradicción: si el alumno ha escrito “se cumple”, entonces la frase de la pizarra no se cumple, mientras que él había predicho que sí, luego se equivoca. Y si el alumno ha escrito “no se cumple”, la frase de la pizarra se cumple, mientras que él había predicho que no se cumpliría, luego también se equivoca.

Se trata de una paradoja, y es el punto de partida para hablar de la famosa paradoja de Bertrand Russell, cuya formulación más sencilla es la del barbero: si un barbero afeita a todos aquellos hombres que no se afeitan a sí mismos… el barbero, ¿se afeita a sí mismo?

El tema no deja de ser una simple curiosidad para mis alumnos. La histórica crisis que produjo en los cimientos de las Matemáticas excede en mucho su temario, y suelen marcharse a sus casas, seguramente olvidando mis falsas promesas del profesor, el asunto del barbero y la paradoja de Russell en cuestión de minutos.

Y así debió de ser aquel día para todos ellos, excepto para mí. Cuando llegué a casa, mientras me preparaba la comida, me sobrevinieron los relámpagos de memoria a los que me refería al principio. He de aclarar que yo soy así, muy lento en mis reacciones, y puedo recordar un dato, un razonamiento o una imagen, años después de haberse producido. Soy capaz a veces de encontrarle significado a algo que sucedió hace ya mucho tiempo, como si determinadas conexiones mentales o conclusiones lógicas no terminaran de cerrarse en su momento, y se mantuvieran a la espera hasta que, el día menos pensado, deciden por sí solas que ya les ha llegado la hora de materializarse.

Lo que mi mente me trajo a la conciencia como un flechazo fueron los teoremas de Kurt Gödel, un par de resultados de la teoría de la lógica por los que me había interesado en mi época universitaria, relacionados con la paradoja de Russell. La materia de la que están hechas las intuiciones es un misterio, y yo aún no entiendo por qué, pero con una urgencia exagerada, sentí que en aquellos teoremas había algo importantísimo esperándome y encendí el ordenador, dejando la comida a medio preparar.

Mi memoria es también nefasta, pero por suerte hoy en día ya no es necesario recordar demasiado. Entré en la wikipedia y consulté el contenido de los dos teoremas. Tanto sus formulaciones como sus demostraciones me transportaron al universo teórico de la lógica, uno de los campos más abstractos que existen. Mi comprensión del asunto dista de ser absoluta, pero sí acerté a encontrar lo que andaba buscando. El primer teorema de completitud de Gödel, en palabras sencillas, puede interpretarse como que todo el sistema formal sobre el que se fundamentan las Matemáticas es un sistema incompleto, es decir, que siempre habrá alguna verdad indecidible, en el sentido de que no se podrá saber si esa afirmación es cierta, o falsa. De alguna manera, el teorema de Gödel demuestra que no toda verdad matemática es demostrable, y por lo tanto, que el alcance de las Matemáticas no es total.

Los teoremas de Gödel inspiraron a Alan Türing para demostrar, mucho antes de su existencia, las limitaciones de la inteligencia artificial de los ordenadores. El grado de abstracción, el asombroso alcance de la argumentación teórica mostrada por el ser humano en estos teoremas, siempre me pareció increíble. Que las Matemáticas sean capaces de demostrar por sí mismas sus propias limitaciones, ¿no es la prueba inequívoca de su perfección?

Lo que yo no entendía es por qué sentía tanto enardecimiento precisamente ese día, después de aquella clase que había dado en el instituto. Las dos horas que pasé aquella tarde en casa fueron muy intensas. Después de comprender los teoremas de Gödel, reflexioné sobre su significado, sobre su relación conmigo. Por suerte ahora puedo resumir aquel proceso en pocas frases. Los teoremas indecidibles, las verdades que las Matemáticas no pueden demostrar, las contradicciones y paradojas que mis alumnos no podían adivinar: todo giraba entorno a la misma idea. Me di cuenta entonces de mi error. Durante todo el proceso de duelo había tratado de razonar mi situación, el dolor, las circunstancias de la ruptura, pensando en que encontraría una solución. Pero no la había. Kurt Gödel lo demostraba para mí: contrariamente a lo que siempre había creído, hay verdades que escapan a la racionalidad, que permanecen indecidibles y que, por lo tanto, no tiene sentido analizar, porque pertenecen a un plano distinto del que no van a descender por mucho que insistamos.

Dicho de un modo sencillo: hay cosas que no se pueden explicar. Reconozco que siento, ahora sí, cierto pudor, después de relatar con tanta grandilocuencia el aprendizaje de una verdad que muchos encontrarán obvia. Para mí, descubrir en los teoremas de Gödel -gracias al razonamiento- que el propio razonamiento era inútil, fue como abrir los ojos.

Como decía al principio, la erradicación de mi vieja creencia me produjo primero una sensación de fracaso, pero después trajo consigo ventajas a todos los niveles. En primer lugar, presencié una especie de victoria de mi pensamiento, a través de abandonar la lucha, algo así como ganar rindiéndome. De una vez por todas bajé los brazos, dejé de tratar de comprenderlo todo y pasé, simplemente, a aceptar la situación en la que me encontraba.

En segundo lugar, desconecté de mi dependencia de los razonamientos a un nivel más profundo, y el alivio que sentí me hizo ver con claridad que más allá de la racionalidad existía todo un canal de emociones que se movían con una libertad inusitada. Mi manera de entender el mundo cambió porque creció. La incompletitud de Gödel era un regalo que abría una puerta al exterior y explicitaba la existencia de un universo libre de Matemáticas, un universo en el que, más allá del dolor, la tristeza y las obsesiones ancladas en el pasado, debía haber también esperanza en el futuro, virtud del presente y deseo intenso de vivir, de sentir que la vida es una sucesión interminable de bellezas a nuestro alcance.

Como si observara mi propio reflejo a través de un espejo, comprendí entonces que la liberación que había sentido al desconectarme del pasado había de tener su versión homóloga en cuanto a las cosas que aún habían de pasarme. A partir de aquel momento mi vida transcurrió sencilla, pero me esforcé en escuchar esas intuiciones indecidibles, esos pequeños teoremas de Gödel que la vida me presentaba, más allá de las Matemáticas. No fue fácil, porque aún arrastraba las inercias de las viejas creencias. Pero me dije que mi experiencia en el mundo no cambiaría si, a partir de aquel momento, no me entregaba a la vida sin razonarla, sin tratar de comprenderla, sino limitándome a sentirla, a aceptarla y disfrutarla.

Uno sabe que ha aprendido algo cuando se sabe diferente a como era antes. Yo me siento absolutamente afortunado. Afortunado y agradecido. Agradecido con Bertrand Russell por ayudarme a abrazar la belleza que albergan las contradicciones; con mis alumnos por las oportunidades que me brinda enseñarles; y con Kurt Gödel por inspirar con tanta brillantez un acto tan sencillo como el de dejar de pensar.

Por muchas limitaciones que se le encuentren, no voy a dejar de amar las Matemáticas, ni tampoco creo que deje de ser una persona racional. En mi espíritu, eso sí, percibo que algo ha cambiado profundamente. Si antes me imaginaba a mí mismo viendo pasar la vida y analizándola a su paso, ahora me visualizo de pie, desafiando al universo:

-¡Adelante, teoremas indecidibles del mundo! ¡Adelante, verdades indemostrables!

Si alguien me oyera gritar así, imagino que me trataría de loco, sobretodo si no conoce los teoremas de Gödel.

-¡Adelante! -continuaria yo- ¡Estoy preparado para todo aquello que está fuera de las Matemáticas!

-¡Usted está loco! -me increparían.

-¡Sí! ¡Estoy preparado para no pensar! ¡Estoy preparado para disfrutar!

-Ha perdido el conocimiento, ¡no hay quién lo entienda! -concluiría alguien.

Y entonces yo usaría uno de los razonamientos más clásicos de mis alumnos:

-Profe, da igual. No me sé explicar. Pero yo ya me entiendo.

Y, de una vez por todas, todo cobraría sentido.