el verdadero (y hasta ahora censurado) origen de las matemáticas


Una de las experiencias que casi todos los miembros de nuestra sociedad compartimos es la de haber cursado un indeterminado número de años la asignatura de matemáticas. Todos hemos estado sentados en un aula escuchando explicaciones que, dependiendo de nuestra suerte, habrán sido desde soporíferas hasta emocionantes, pasando por aceptables o curiosas, las más de las veces insufribles, por tediosas o incomprensibles. Todos nos hemos tenido que enfrentar a ejercicios densos o a problemas inexpugnables, y aunque en ocasiones hayamos sentido el placer de dar con la respuesta correcta o de gozar con su mera estimulación mental, lo más común es asociar las matemáticas con la dificultad, la impotencia, el sufrimiento, el error, el fracaso, la frustración e incluso el castigo.

Generaciones de docentes, de diseñadores de currículos y de sistemas educativos han fallado estrepitosamente en popularizarlas, y aunque se observan cambios de actitudes, no es ningún consuelo que al resto de las asignaturas tampoco les haya ido demasiado bien. Su asimilación o comprensión ha sido además una tradicional manera de clasificarnos, y a todos aquellos a quienes se les dan bien se les tilda aún de inteligentes, una vaguedad heredada de siglos de sociedades elitistas, ancladas en privilegiar el acceso a la sabiduría, y que ha sido solventada solo a medias por la aparición del concepto de inteligencias múltiples. Sin embargo el estigma aún sigue vivo, mientras que ser poseedor de una profunda incultura matemática es algo popular y de lo que es común jactarse, y aún persiste la idea de que son una herramienta cruel de encasillamiento, de etiquetaje o de clasismo académico.

Es por lo tanto natural que, de una manera más o menos sutil o confesada, exista una creencia según la cual las matemáticas son el producto de un complot a escala global y que viene existiendo desde el inicio de la civilización humana, y cuyo objetivo es fastidiarnos a todos en nuestra etapa de estudiantes, complicarnos después la vida cada vez que hay que dividir la cuenta en un restaurante, marear durante años nuestra lucidez con insoportables acumulaciones de datos y gráficos, y aún insistir en mantener vivo un desagradable recuerdo de cálculos, de exámenes y de suspensos, como si un dios maligno hubiera incluido las matemáticas en su catálogo de sufrimientos lentos y prolongados, seguramente en el apartado de torturas psicológicas.

Es por eso también muy comprensible que la minoría que sí las encontró placenteras y ahora se dedica a ellas profesionalmente haya extendido desde hace tiempo un movimiento también global de divulgación, basado en el uso pedagógico de libros, revistas, webs, documentales, exposiciones y conferencias, con el encomiable objetivo de acercarlas al mundo real, de devolverlas al lugar central que en su momento ocuparon en el crecimiento de nuestra civilización, y de persuadir a su incalculable número de víctimas de que, no solo no son una ciencia demasiado abstracta y difícil o demasiado alejada de la cotidianeidad, sino que en realidad son el eje y motor de nuestra cultura, y que lo pueden ser también de nuestra sensibilidad estética.

Su objetivo, como digo, es digno, es comprensible, y aunque comparto sus intenciones, me veo obligado a desvelar una verdad cuya omisión ha sembrado muchos equívocos y cuya revelación ha de servir para construir un relato mejor. Concretamente, se suele decir que las matemáticas tienen su origen en el comercio, en la agricultura, en la religión y la astrología, también en la guerra. Esta confusión es gravísima, un error imperdonable y que asigna pesos que no les corresponden a lugares que solo son consecuencias, continuaciones o síntomas de un agente superior.

Según los historiadores, las primeras inscripciones numéricas surgieron en Suazilandia, en el sur de África. Allí se encontraron, en el hueso peroné de un babuino, veintinueve muescas fechadas en el año 35000 a.C. Sobre su explicación existen dos teorías. Una de ellas sostiene que esos homínidos o seres prehistóricos estaban contando animales que habrían cazado. Si aceptamos que en aquella época la tarea de cazar estaba asignada a los hombres, esta teoría no hace más que confirmar que la prioridad ancestral del hombre es de tipo carnívoro, una simpleza intelectual y de falta de sofisticación que, si bien no ha terminado de desaparecer por completo, no es del todo correcta. La segunda teoría es más cercana a la realidad, y afirma que las veintinueve muescas, una cifra sospechosamente cercana a la duración en días del ciclo lunar, es la demostración de un primer interés de nuestros antepasados por la astrología, y que por razones religiosas o pragmáticas era importante la visibilidad nocturna. Pero tampoco esta teoría es del todo correcta. Es cierto que el motivo de esas veintinueve muescas está relacionado con un ciclo natural, pero ese ciclo no es el lunar. Sin temor a equivocarme, todavía incrédulo por la permanente ceguera de la obcecada comunidad científica, me veo obligado a revelar el secreto que tanto tiempo se nos ha escondido, y afirmo aquí que el verdadero origen de las veintinueve muescas es de índole libidinoso.

En realidad no creo que sea una afirmación sorprendente. Hoy en día tanto hombres como mujeres (si bien más ellas que nosotros) hemos superado la etapa en que nuestra manera de sentir atracción era de tipo esencialmente primario, y ya no solo escuchamos a nuestros instintos puramente sexuales, sino que también atendemos a estímulos emocionales o intelectuales. Sin embargo, aun en la actualidad las mujeres experimentan fases de apetito sexual estrechamente relacionadas con sus ciclos menstruales: es de suponer que hace más de treinta y cinco mil años la relación sería indistinguible. Cuando las mujeres se acercan a sus días fértiles su apetito sexual aumenta, y esto sucede, aproximadamente, cada veintiocho días, una cifra de nuevo inequívocamente cercana a la de veintinueve. Debemos también en este punto reconocer que, si bien la inanición es una de las principales amenazas a las que se enfrenta un mamífero, es sensiblemente superior su deseo de apareamiento, como demuestra el hecho de que, todavía en la actualidad, cuando gozamos de encuentros tórridos o de noches fogosas de sensualidad y deseo, a todos se nos olvida -sin ningún escándalo- el acto de comer. La caza, además, es un asunto que para aquellos homínidos resultaría ineludible y de periodicidad constante, como demuestra también el comportamiento del resto de especies, que se dedican a proporcionarse alimentos de forma continua y generalmente sin medición alguna, por lo menos explícita. No les sería pues necesario a nuestros ancestros ningún tipo de registro de cálculo, mientras que en el caso de los contactos sexuales, la anticipación o planificación resultaría clave para asegurarse los tan deseados encuentros galantes.

Este hecho podría leerse en clave machista, y pensar que esas muescas las habría hecho un hombre heterosexual, casi constante en su predisposición al apareamiento y por lo tanto impaciente por consumarlo, y que calculaba el momento óptimo para cazar a su presa, en este caso femenina. Sin embargo es igual de posible que fuera ella quien lo calculase, y que las muescas hubieran sido hechas por una mujer. En cualquier caso, asumido ya el irrefutable hecho de que -más que la carne, la astrología, el comercio, la agricultura o por supuesto la guerra- el verdadero motor de la existencia es el amor, y que el sexo es el más corto o el más explícito de los caminos hacia él, no cabe duda de que esas veintinueve muescas, las primeras muestras numéricas de la historia de la humanidad, se debieron a la confección de un calendario que bien podríamos llamar “calendario del amor”, y que, por lo tanto, las matemáticas tienen un origen esencialmente romántico.

Contra este argumento se podría alegar el lamentable e históricamente habitual uso de la fuerza por parte del hombre, a través de la cual podría saltarse los ciclos de la mujer, convirtiendo en innecesario el cálculo de ese calendario. Pero esta objeción caería en la infravaloración de la velocidad, la astucia o la agilidad, virtudes que bien podrían compensarle a la mujer su genética inferioridad en potencia, y evitarle el apareamiento no deseado. Queda también excluida de estas consideraciones la comunidad homosexual, aunque solo en el caso de los hombres, cuyo cálculo no sería entonces necesario y por lo tanto carece aquí de interés.

El nacimiento de las matemáticas tiene pues su explicación en el sexo, y por lo tanto en última instancia en el amor. Imaginar a nuestros antepasados confeccionando un calendario de citas románticas bajo la luna llena es ahora una visión deliciosa, además de un enfoque mucho más conciliador con la naturaleza amorosa de nuestra especie. El resto de situaciones primigenias -el recuento de animales, el cálculo de intereses de préstamos, la división de parcelas de los agricultores, los motivos bélicos o religiosos- es cierto que son relevantes y vertebraron las futuras ramas de las matemáticas, pero es absolutamente incomprensible que la comunidad científica haya escondido su verdadero origen con tanto tesón. No sé si el motivo responde a la tradicional censura mojigata de las distintas religiones, o si es que algún tipo de empecinamiento inconsciente impide a la ciencia fundamentar sus cimientos en el ámbito de los sentimientos, habitual y erróneamente considerados en las antípodas de la racionalidad. En cualquier caso, esta cuestión es crucial y de urgente aceptación. Se nos ha dicho y se nos ha repetido infinidad de veces que las matemáticas habitan en todos los ámbitos de nuestra sociedad, que explican el mundo, que son el lenguaje de la naturaleza, que tienen la clave para la comprensión del universo. Pero la revelación de su origen es la demostración definitiva de que ocupan el lugar más profundo, más central y sensible, que están en su génesis, que son el mismísimo corazón de la humanidad.