el teorema del amor

Nada parecía indicar que el encuentro entre Hansel y Gretel iba a ser tan único. La gasolinera en cuya cafetería se conocieron estaba en una carretera con la anodina forma de una línea recta, la temperatura era exactamente igual a la media anual, y en el cielo la distribución de las nubes se ajustaba a un modelo constante e igual a cero. Sin embargo, tras las apariencias de monotonía, alguna sucesión parcial debió de converger hacia un punto inédito, porque terminó produciéndose una auténtica singularidad.

Ella paró a poner gasolina, y pensó en tomarse un café para reponer el ánimo. En una simetría tan central como casual, él hizo lo mismo, pero viniendo en sentido contrario. Como siempre que uno lo observa con la debida actitud, el azar se había puesto de su parte. Ella entró en el bar con la determinación de un vector perpendicular a la puerta, y él advirtió en seguida una discontinuidad en sus emociones. Desde la silla en la que estaba sentado, sintió que sus aristas se estremecían. Como por inercia, rotó sobre su eje y cuando la tuvo dentro de su ángulo de visión, su atención la absorbió como si fuera el foco de una parábola.

Lo que vio lo maravilló. Gretel se movía con sinuosidad trigonométrica, pero con firmeza polinómica. Una banda de Möbius decoraba su cuello, y su mirada -sutil y enigmática como una ilusión óptica- intersectó con la suya en un instante infinitesimal. Si alguien hubiera cortado con un plano el pecho de Hansel, las curvas de nivel hubieran dibujado corazones.

Ella pidió su café y cuando ya se disponía a sentarse, se fijó también en él. Los ojos de Hansel estaban en proporción áurea con sus labios, sugiriendo envolventes inclinadas. Gretel pensó en cuántas translaciones le harían falta para ocupar la silla vacía frente a Hansel. Por prudencia, midió el módulo de aquella decisión. La conciencia, que a veces se mueve en dimensiones fractales, reiteró aquel momento de duración nula. Pero ya no existía ecuación que se antepusiera. Él, al verla tan cerca de su perímetro, dibujó una cicloide con las cejas. Ella captó en su gesto la pasión de los teoremas en bruto, y su deseo de acercarse no obtuvo límite superior. En un movimiento cargado de proyecciones, se sentó frente a él y posó su taza frente a la suya. Era catorce de marzo, y las horas eran múltiples de los minutos.

-Está claro que eres única -dijo Hansel, integrado de nervios rectangulares-. Lo que no sabía es que existieras.

Ella se limitó a sonreír oblicuamente, mientras sentía homeomorfismos en el estómago. Hansel, aliviado, también sonrió. Le sobrevino entonces un certeza extraña, como una demostración sin conjetura. Aquel suceso de probabilidad tan baja, aquel punto de medida cero, sin duda tenía que ser asintótico. Trató entonces de iniciar una conversación congruente, pero estaba claro que no existían patrones.

-¿Salimos? -preguntó ella, de improviso.

El exterior de la gasolinera adoptó entonces semejanzas irracionales. La carretera proponía ahora anamorfismos, la temperatura alcanzaba un máximo local, y en el cielo apareció un conjunto de nubes discretas. Hansel sacó de su bolsa una botella de Klein, y le ofreció a Gretel un poco de gradiente. ¿Cómo ignorar todo aquello? ¿Para qué fingir que no era extraordinario?, se preguntaron entonces, en una permutación de sus pensamientos.

El contacto entre sus manos se disponía, inevitable, a coincidir en valor absoluto: para cualquier ínfima distancia que existiera, le encontrarían alguna partición inferior. Desde aquel momento no hicieron más que encontrar biyecciones. Se tocaron, y entorno a sus dos centros dibujaron la elipse perfecta. El estado de ánimo propio, la impresión de belleza del otro, la facilidad del trato, el humor compartido. Parecían todos factores de un mismo polinomio.

-Está a punto de suceder, lo sabes, ¿no? -dijo ella, mirándolo con ternura diferencial. El momento era trascendente, pero también aislado del dominio. Él, como alterado por una lógica difusa, cambió los signos de sus determinantes.

-Sí, lo sé -dijo, pero ya no cerraban los grafos, ya no dependían las variables, ya no tendían los límites. Sus bocas, embargadas de tangencias, formaron geodésicas de sabores eróticos. Quizá observadores externos tan solo vieron un suave hiperboloide, o quizá advirtieran soluciones inversas. La única verdad es que Hansel y Gretel se habían enamorado como lo hacen las rectas paralelas cuando llegan al punto de fuga.

El beso duró un intervalo abierto. Las derivadas parciales se habían anulado, lo irracional parecía numerable, y un haz de trayectorias conectó sus pasiones. Hansel y Gretel, dos puntos móviles del espacio euclídeo, habían condensado el tiempo en un isomorfismo.

-Nunca creí del todo en los corolarios -dijo ella, en un momento de indeterminación. Él, todavía poseído por dispersiones simétricas, tardó en reaccionar. Primero creyó que Gretel sonreía, pero después se dio cuenta. La emoción de Gretel ya no era creciente. Descubrió una lágrima que descendía por sus mejillas, ortogonal a su pecho. Se preguntó entonces qué hipótesis se contradecían. Pero no necesitó enunciados equivalentes. Miró a los ojos de Gretel, y en sus ciclos desencriptó las sospechas. En efecto, el denominador se había acercado tanto a cero, que ya no era posible distinguirlo de él.

-Entonces… todo esto, ¿no ha sido más que una abstracción?

Ella no dijo nada, pero pensó exactamente lo mismo. Se mantuvo en un silencio periódico, pero su forma polar la delataba. Así era. Habían cedido al deseo de lo infinito, pero olvidado su condición finita. La intensidad vivida se desvanecía ahora en limitaciones numéricas.

-No hay nada seguro, tampoco, en las Matemáticas -se resignó él.

-Una cosa es cierta hasta que alguien demuestra que es falsa -confirmó ella.

Una brizna de viento dibujó evolutas entorno suyo. El flechazo había sido logarítmico, pero ahora se rompía a trozos. La tristeza amenazaba con parametrizarlos mientras caminaban de regreso a la cafetería, derivados de decepción. ¿Qué zozobra les había incidido?

Cuando llegaron al punto frontera de su adherencia, pensaron que triangularían la despedida. Ella lo miró en una última métrica, como si no lo fuera a diagonalizar más. Pero en el momento en que iba a despejar su voz, se dio cuenta de que era incapaz. Hansel, a su vez, percibió un tensor en su piel. Sintió cómo recuperaba la excentricidad, y encontró el valor para variar de inflexión.

-Quizá no sea tarde para perseverar -dijo-. Al fin y al cabo, en el orden también reina el caos.

Ella, por fin, encontró un argumento natural.

-La imperfección forma parte de la perfección.

-Y el infinito también se puede contar.

Hansel y Gretel, abrazados en una esfera dual, se fundieron entonces en un nuevo beso, mucho más imaginario que el anterior, pero también mucho más real.

-Tal vez al final demasiadas Matemáticas -sugirió ella, poco después.

-Tal vez -sonrió él.

-El amor no es un lugar al que hay que llegar.

-Es un camino que recorrer.

Y multiplicados de risa, concluyeron a la vez:

-Como queríamos demostrar.