el hotel de hilbert


Cómo es que hay frases que resultan proféticas, cómo es que hay sueños que un día se cumplen, fantasías que nos dirigen, deseos que nos marcan las trayectorias. Cuando Lucille dijo: “podríamos quedar en un hotel”, los dos nos reímos de la elocuencia, del disparate: para qué tendríamos que hacerlo si todo era tan inevitable, si nuestras vidas se habían encontrado y parecían no poder separarse nunca. Fue una broma pero el tiempo creó las condiciones para que terminara siendo una realidad: después de tantos viajes, de tantas mudanzas y de tantos países no hubo más remedio, no nos quedó alternativa, y esta vez nos reímos como lo hace el círculo cuando completa una vuelta: la frase profética, el deseo y la fantasía al final cumplidos.

Sucedió todo muy rápido. Ella aterrizaba un miércoles, yo estaba allí desde el lunes. Le dije que acudiera al Hotel de Hilbert, y lo hice con toda la intención. Me habían hablado de su peculiaridad, de las inquietantes matemáticas que lo caracterizaban, y me pareció que eran la metáfora perfecta de nuestro idilio, de nuestro juego teórico, de nuestras dudas y nuestras dificultades, de la imposibilidad de estar juntos pero también de no estarlo.

Los dueños del hotel habían basado su atractivo en una paradoja matemática. Decían: “en este hotel hay infinitas habitaciones, y aunque estén todas llenas, siempre podrán alojarse nuevos clientes, tantos como se quiera, incluso si vienen infinitos”. No sé cómo salvaban el hecho de que era imposible que hubiera infinitas habitaciones y de que estuvieran todas llenas. Supongo que habría algún tipo de trampa, pero la verdad es que tampoco importaba, vendían el reclamo como una especie de atracción, como un juego basado en realidades abstractas.

Los días previos a que ella llegara descubrí en qué consistía la paradoja. Todas las habitaciones estaban numeradas, y me alojaron en la número uno. Al poco de entrar en ella, escuché una voz que hablaba desde un altavoz. La voz dijo: “ha venido un cliente nuevo y hay que alojarlo: por favor, salgan de su habitación, miren el número de habitación en la que están, súmenle uno, y diríjanse a esa nueva habitación”. Seguí las indicaciones y me dirigí a la habitación número dos, que quedaba a la derecha de la mía. Entré justo después de que la persona que estaba en ella se dirigiera a la número tres, y me tumbé en la cama que la presidía, pensativo. Me imaginaba a los infinitos clientes de las infinitas habitaciones desplazándonos todos una habitación a nuestra derecha, y me preguntaba cómo era posible que, estando ocupadas todas las habitaciones, hubiera podido caber una persona más. La voz que provenía del altavoz dijo entonces: “el nuevo cliente ha sido alojado en la habitación número uno, y no hay ningún cliente que se haya quedado sin habitación, así es que, a pesar de haber infinitas habitaciones y de estar todas llenas, hemos podido cumplir la promesa de alojar al nuevo cliente”.

De modo que de eso se trataba, de alojar nuevos clientes sin desalojar a nadie. La propuesta me pareció divertida, y seguí pensando en la paradoja. En efecto, por mucho que se dijera que el hotel estaba lleno, y que, por lo tanto, la intuición encontrase extraño que se pudiera alojar clientes nuevos sin desalojar a nadie, si uno pensaba exclusivamente en cada uno de los clientes, ninguno se había quedado sin habitación. Supuse que la controversia provenía de creer que habría una “última habitación” con un último cliente que no podría encontrar habitación libre y que tendría, por tanto, que marcharse del hotel, pero entendí que esa imposibilidad solo se daría en el caso de haber un número finito de habitaciones, así que todo se trataba, en el fondo, de un misterio producto de la idea del infinito.

Las horas de espera se me hicieron más amenas con el juego que había diseñado el hotel. Al día siguiente la voz dijo: “acaban de llegar dos cientos clientes, tenemos la obligación de alojarlos”. Esta vez no se sucedieron de inmediato, como la otra vez, las indicaciones sobre a qué habitación dirigirse, supuse que para que darnos la posibilidad de adivinarlas por nuestra cuenta. Me gustan los artificios fantásticos que a veces proponen las matemáticas, pero no soy en absoluto bueno resolviendo problemas, así que esperé a que la voz diera la solución. Al cabo de poco dijo: “salgan de su habitación, miren su número, súmenle dos cientos, y diríjanse a la habitación que tiene en la puerta el resultado de la operación”. Obedecí y me dirigí a la habitación dos cientos dos. Mientras cerraba la puerta tras de mí, escuché que la voz decía: “los dos cientos nuevos clientes han sido alojados en las habitaciones uno a dos cientos, y nadie se ha quedado sin habitación: otra vez más, el hotel ha sido capaz de alojar a los nuevos clientes, aún a pesar de estar lleno y sin desalojar a nadie”.

Pensé en Lucille y en sus razonamientos, en las conversaciones que habíamos tenido sobre nosotros. Nos había sido difícil encontrarnos, nos llegó incluso a parecer que sería imposible hacerlo, pero había una especie de fe que nos impedía separarnos, una fe infinita y que no se veía alterada por dificultades y miedos. Pensé: “del mismo modo en que lo es nuestro amor, el número de habitaciones del hotel es infinito, de modo que cumple la propiedad de que, si se le suma una cierta cantidad, continúa siendo infinito, es decir que no se ve alterado”, y me vino a la mente una frase que debí de escuchar en las clases de matemáticas del instituto, cuando nos decían que “infinito más constante es igual a infinito”.

La idea era sugerente y deseé compartirla con Lucille, pero mi impaciencia se tornó en preocupación. La había citado en el Hotel de Hilbert porque me pareció que sería divertido, pero ahora temía que nos perdiéramos: que ni ella ni yo supiéramos en qué habitación se alojaba el otro, y que nuestro deseo de estar juntos se esfumase en las inverosímiles matemáticas del infinito, perdidos los dos por los pasillos, desplazándonos de habitación sin encontrarnos. Cuando la voz dijo: “atención: esta vez han llegado infinitos clientes, el hotel tiene la obligación de alojarlos a todos”, creí que se me caía el mundo encima. Pensé: “igual Lucille está entre esos clientes”, y me pregunté qué indicaciones nos darían ahora.

Quizá la voz nos dijera que nos desplazásemos infinitas habitaciones hacia la derecha, pero no me pareció que fuera posible, puesto que nadie sabría a qué habitación exacta dirigirse: hasta ahora las indicaciones habían sido muy claras, y respondían a una operación matemática que no dejaba dudas. Uno miraba el número de su habitación y le sumaba una cierta cantidad, pero ¿cómo sumarle infinito a un número? En mi caso, dos cientos dos más infinito daría infinito como resultado, y, por lo tanto, no me quedaría claro a qué habitación dirigirme, así que descarté aquella posibilidad.

Esperé a que la voz diera sus instrucciones, pero me impacienté terriblemente. Estaba claro que dejaban más tiempo que el día anterior para que los aficionados a las matemáticas resolvieran el problema, pero yo solo pensaba en Lucille. Me producía vértigo la idea de perderla, pero también me producía vértigo la idea contraria, y sentía una excitación única cuando me imaginaba con ella, abrazándola por fin después de tanto tiempo. Finalmente, la voz dijo: “salgan de su habitación, miren el número de habitación en la que están, multiplíquenlo por dos, y desplácense a esa nueva habitación”.

He de confesar que las matemáticas me entretuvieron, y me abstraje de mis anhelos por un momento. Era evidente que si cada cliente seguía las indicaciones (en mi caso dirigirme a la habitación cuatro cientos cuatro, y el que estaba en la cuatro cientos cuatro a la ocho cientos ocho, y así sucesivamente), todos tendríamos una habitación en la que alojarnos, pero aún no entendía por qué aquella maniobra permitiría que cupieran los infinitos clientes que había que alojar, supuestamente entre ellos Lucille.

La voz dijo entonces: “cada cliente que ya estaba alojado ha ido a parar a una habitación con un número par, puesto que proviene de haber multiplicado por dos a un cierto número, es decir que todas las habitaciones con un número impar han quedado libres. Como habitaciones impares hay infinitas, tal y como les habíamos prometido, el hotel ha sido capaz de alojar a infinitos clientes, a pesar de estar lleno y sin desalojar a nadie”.

Me reí con una carcajada, sin duda producto de los nervios. La idea matemática me pareció genial, incontestable, pero, aunque ahora sabía que, si Lucille había entrado en el hotel junto con aquel grupo infinito de nuevos clientes, era seguro que había ido a parar a una habitación impar, continuaba sin saber en qué habitación estaba, y la incertidumbre se convirtió en desesperación. Cansado de tantas matemáticas, corrí como un loco por los pasillos del hotel, y previendo que pronto llegasen más clientes y el delirio de los cambios de habitación volviera a trastocarlo todo, llamé puerta por puerta a las habitaciones impares con la esperanza de encontrarla en una de ellas.

No sé cuánto tiempo anduve de puerta impar en puerta impar, cuántas veces dejé con la palabra en la boca a quien me abría, marchándome a toda velocidad hasta la siguiente habitación en cuanto comprobaba que no era ella quién me abría, que no era su habitación y que debía seguir buscando. Recorrí pasillos en dirección descendiente, llamando a puertas con números cada vez más pequeños, hasta que, de pronto, supe que había llegado a Lucille.

Cuando abrió la puerta sentí que todo cobraba sentido. Su habitación era la número uno, la primera y también la última, la más importante, la que permaneció delante de todas. Eso significaba que Lucille no pertenecía a aquel grupo infinito que me había hecho desplazarme la última vez, y que había acabado de entrar sola en el hotel. Miré sus ojos marrones, sus ojos lúnulas marrón amor, y no le di tiempo a decirme nada. La besé emocionado, la abracé con urgencia, la envolví como si quisiera impedir que se me escapara, y tomé sus manos, las palmas cálidas de sus manos suaves. Le dije: “vámonos de este hotel del demonio, no te quiero volver a perder”, y nos dirigimos a la recepción.

Antes de atendernos, el recepcionista se acercó a lo que supuse que era un micrófono, y dijo: “están a punto de llegar infinitos autobuses con infinitos clientes en cada autobús, el hotel tiene la obligación de alojarlos”. Lucille me miró con el ceño fruncido y yo le hice un gesto de aplazamiento, moviendo en círculos el dedo índice, como diciéndole: “después te cuento”.

He pensado muchas veces en cómo se las arreglaría el hotel para alojar aquella infinitud de infinitudes, aquel infinito al cuadrado de clientes. Estoy seguro de que existe una solución, de que el recepcionista estaba a punto de dar ciertas indicaciones, cierto desplazamiento que resolvería el problema, pero en aquel momento lo único que me importaba era Lucille: escapar con Lucille y consumar mi amor por Lucille, quedarme con ella en una habitación, par o impar, finita o infinita, pero que en ella estuviera Lucille.

Sí, el infinito es un artificio fantástico, una sorpresa inasible y misteriosa, pero existe una magia que las matemáticas no pueden alcanzar. En cuanto nos devolvieron los pasaportes, nos fuimos de allí sin mirar atrás.