EL FANTASMA DEL DESEo


Ella era el objeto absoluto de mi deseo, la total proyección de mi anhelo. Al principio fue un amor platónico: siempre me vi elevándome hacia ella, como si viviera en otra instancia, más allá de todo. Recuerdo que me fascinaba mirarla. Sus ojos eran negros y ágiles como lúnulas, y tenía que contenerme para no absorberlos, para no devorarlos. Cuando finalmente accedí a ella, nos besábamos con una voluptuosidad desbordante, con una humedad y una amplitud larguísimas. Me apasionaba la forma en que pronunciaba la palabra delicadeza, y bebía de su lengua y de su saliva como de una fuente sin fin, una deliciosa fuente sin fin. Me fascinaba también escucharla. Había en su voz un eco concreto, una reverberación indefinible que me hacía bullir en pulsiones. La adoraba, la adoraba a ella y a su discurso, y a menudo la conexión se volvía urgente, casi violenta, y entonces había que materializarla, había que hacer otra vez el amor: más allá del cansancio había que satisfacer más el deseo, explotar más la pasión. Fue un enamoramiento desgarrador, un arrebato del alma. Durante un tiempo dudé de si se podía ser más feliz, hasta que ese tiempo se fue amortiguando y después disipando, y entonces un día, no sabría decir cuál ni por qué motivo, supe que el cuento se había terminado.

Supongo que influyeron los factores habituales. La rutina, la evolución natural de las relaciones, una combinación de limitaciones y neuras. La idealicé, la poseí, y después de alejarnos violentamente, después de perdernos la vista durante años, volví a pasar una noche con ella. Nos habíamos citado como dos viejos amigos que han de ponerse al día, pero algo que había debido de permanecer latente volvió a eclosionar como si no hubiera pasado el tiempo. Su cuerpo permanecía perfecto, exactamente como lo recordaba: sabía y olía de un modo absorbente, ácido y dulce e irresistible, y sus zonas erógenas seguían teniendo aquel magnetismo casi perturbador, como si la fuerza de los instintos fuera capaz de volver a fundir, en el culmen del antagonismo, el impulso de amor y el de muerte.

La novedad esta vez fue académica. Ella siempre había tenido inclinación a la psicología, a las terapias más o menos científicas, pero ahora hablaba de un modo diferente. En el tiempo que habíamos estado alejados se había formado en psicoanálisis, y su discurso, no puedo negarlo, me sedujo desde el primer momento, sobre todo por su conexión con las matemáticas. Ahora escucharla era doblemente excitante. Sentía la habitual pulsión, el viejo anhelo constante e irrecusable de poseerla, pero me hervía también la mente. No creo que lo consiga demasiadas veces, pero suelo tratar de cuestionar mis propios prejuicios -mis propios axiomas, se diría en matemáticas- y el nuevo marco teórico que compartió conmigo -el psicoanálisis- no solo me pareció sólidamente fundamentado para ese cuestionamiento, sino que me resultó igual de atractivo, igual de magnético que aquellos instintos más puramente sexuales.

Descubrí primero que mi concepción del sujeto era errónea. Yo concebía la persona -la conjunción entre el cuerpo y la mente- como una esfera, como una pelota que flota en el espacio. Su interior y su exterior eran dos espacios claramente diferenciados, disjuntos, con una frontera muy clara entre ellos: la superficie de la esfera. El interior representaba la materia inconsciente, mientras que en el exterior se materializaban el pensamiento y el habla conscientes. Entendía también que los caminos que conectaban el uno con el otro eran escasos y minúsculos, y que se producían a través de la esfera, como hebras finísimas que la atravesasen. Ella me hizo ver que mi concepción era una herencia de los postulados de Freud, mientras que Lacan -el refundador del psicoanálisis- había dado con un modelo nuevo, visualizable a través de la Topología, una rama de la Geometría. Recuerdo que dijo: “no somos cárceles que encierran vacíos, por muy porosas que sean sus paredes”. Su voz me sedujo como de costumbre, pero ahora en su habla había otro tono, no más sereno ni convencido sino más efusivo, más entusiasta. Observé sus dedos mientras seguía hablando: los entrelazaba y liberaba como si bailasen. Dijo: “más bien nos movemos como lo hace el símbolo del infinito, con un trazo continuo y reversible”. Dibujó en el aire la forma de un ocho ininterrumpido, y sentí que los sueños, que los ocasionales y eróticos sueños que había tenido relacionados con ella, se dibujaban también como en aquella forma infinita, conectados allí y en aquel momento en aquel punto central, ese único punto donde se cruzaban sus curvas. Manipuló entonces una servilleta y dijo: “ya sabes lo que pasa en una banda de Möbius: si te paseas por una de sus caras, de pronto estás en la otra”. Dejé de mirar sus dedos y aprecié su sonrisa, tierna y sencilla, mientras concluyó: “de modo que no somos esferas, sino bandas de Möbius”.

Aquel reencuentro no difirió en mucho de la primera cita que tuvimos, hacía más de veinte años, cuando ella para mí aún era un amor platónico. La atracción mutua era patente, y solo hubo que dejarla fluir sin resistencia. Mis manos volvieron a sentir aquella electricidad tenue, aquella ralentización del tiempo, aquel agravamiento de la temperatura que me desarmaba, que me aumentaba la energía al mismo tiempo que me desprotegía, que me hacía sentir tan vulnerable ante aquel objeto de deseo tan grande, tan eterno. Hicimos al amor con la misma fruición de antaño, con la misma calma y la misma urgencia, con la misma paradójica sensación de estar levitando y navegando, de estar volando y al mismo tiempo en contacto con el suelo firme, con la abstracción de nuestras mentes y con la infinita extensión de nuestros cuerpos.

Fue delicioso. Para mí lo fue y no me cabe duda de que para ella también, pero a la mañana siguiente algo había cambiado. Yo recordaba las sesiones de sexo matinales, los terremotos casi oníricos con los que nos despertábamos, sobre todo al principio del enamoramiento. Esta vez no sucedió lo mismo, no al menos completamente. Era obvio que no podía esperarse que el volumen de aquella pasión regresara al completo como por arte de magia, pero aún así le hablé de ello. Ahora mis ganas de besarla eran teóricas, como ideas realizables pero que ya no urge materializar. Sus lúnulas negras me miraron con perspicacia, y giró su cuerpo para encararlo hacia el mío, mientras jugaba con un pliegue de la sábana que se había formado en el minúsculo espacio que nos separaba.

“Amor”, me dijo. “No es el objeto el que sostiene al deseo, sino el fantasma”, y dejó de mover sus dedos. Su gesto -o acaso la ausencia de él- le confirió a la frase una importancia teatral, impactante, y hube de hacer esfuerzos para no emocionarme. Siguió explicándome conceptos del psicoanálisis (la diferencia entre el objeto de deseo y el deseo mismo, su carácter fantasmático, la fantasía que lo sustenta), y volvió a usar la Topología para mostrármelos. Se incorporó dejando a la vista sus piernas, y aunque en ese momento empecé a anticipar el significado de lo que iba a explicarme, no pude evitar acercarme a sus muslos para besarlos, ahora de un modo lento y minucioso y que fingí distraído, acercándome en círculos a su sexo, mientras sentía que sus dedos se movían sobre mi cabeza, también en círculos.

Esta vez usó otro objeto topológico que conocía. El toro o superficie tórica -el nombre topológico para la forma de un flotador como los que usan los niños- resumía tres conceptos clave del psicoanálisis. Por una parte, si se lo apoya plano sobre una mesa y se lo observa desde un plano horizontal, se advierte que hay un circulo central -una circunferencia paralela a la mesa- y que simboliza el deseo, la idea del deseo del sujeto. Por otra parte, si ahora se efectúan sucesivos cortes transversales, lo que se obtienen son círculos verticales, un conjunto de anillos que, yuxtapuestos entorno al centro, terminan conformando la superficie entera. Estos círculos representan las demandas del sujeto, aquellas acciones o palabras que usamos para alcanzar o reclamar al deseo. “¿Lo ves?”, dijo entonces, y advertí en su tono que se daba cuenta de que cada vez me acercaba más a su sexo. Asentí con una murmuración, pero no dejé de posar y arrastrar mis labios, de humedecer con mi lengua el interior de sus muslos.

Puse mis manos debajo de sus glúteos mientras dijo: “con una sola demanda no se podría predecir cuál es el deseo, pero tras sucesivas demandas resulta evidente”, y nos coloqué a los dos en una posición más cómoda. Su afirmación tenía todo el sentido geométrico: el círculo central de la superficie -el deseo- quedaba perfectamente visible después de repetidos trazos de los círculos verticales más pequeños -las demandas-. Confieso que por un momento dejé de escucharla, porque tenía la certeza de que el juego de mis labios y mi lengua -que ahora ya estaban sobre su sexo- la habían excitado. Más que interrumpir su discurso con gemidos, lo que hizo fue continuar hablando, pero ahora de un modo más oxigenado, como si hubiera integrado las palabras a su respiración, ligeramente acelerada. Dijo: “la banda de Möbius representa bien la estructura del inconsciente, pero la superficie tórica es una buena imagen para los círculos del deseo y de sus demandas”. Yo conocía bien su placer, sabía cómo y dónde estimularla. Asimilar sus palabras no solo no me desconcentró, sino que me infundió más laboriosidad. Su respiración era ahora larga y entrecortada. Estaba a punto de alcanzar el orgasmo, a pesar de lo cual continuó hablando. Dijo: “el vacío central de la superficie tórica representa la ausencia de satisfacción total, la imposibilidad de saciar por completo el deseo”, y en el mismo momento en que pronunció la palabra deseo emitió un ronroneo prolongado, una exhalación de placer felino, un temblor que absorbí como si fuera un suspiro y que me hizo pensar, como siempre que su clímax se producía en mi boca, en el color púrpura.

Me incorporé antes de que terminara su orgasmo y entré en ella. Me quedé inmóvil, observándola y admirándola, besando sus labios arrebolados y entreabiertos. No podía dejar de mirarla, de apreciar el hilo de sensualidad que se iniciaba en sus ojos y en su boca, que viajaba hasta su cuello y llegaba a sus hombros, a sus pechos desnudos en contacto con los míos. Ella también me conocía a mí, y sabía que, en aquella posición y movimientos -en aquella cercanía de alientos- yo no tardaría en llegar al orgasmo. Dijo: “el deseo tiene una dimensión nostálgica”, y en aquel momento tuve una breve sensación de alejamiento, como si sus palabras estuvieran en desacuerdo con el placer que sentía. Aún así continué moviéndome, ahora con ímpetu creciente. “El sujeto asigna a un objeto para saciar su deseo, pero en cuanto lo ha conseguido, se da cuenta de que el deseo no ha muerto, de que el deseo no está en el objeto”. Dijo esto con los ojos cerrados, la señal inequívoca de que iba a llegar a su segundo clímax. Constreñí mis glúteos y mi sexo, y traté de alcanzar su interior más profundo. Por un momento temí que sus explicaciones desviasen mi excitación, pero lo cierto es que la incrementaron. Pensé: “es el fantasma quien sostiene al deseo”, y después de hacerlo supe que ya no había retorno.

Mi clímax coincidió con el suyo. Nuestros cuerpos alcanzaron una temperatura casi intolerable, hasta que entonces abrió los ojos, iluminados y velados, casi como si estuvieran desenfocados. Sonrió, pero advertí que sus cejas se arquearon y que frunció los labios. Dijo: “el objetivo del psicoanálisis es el atravesamiento del fantasma”, después de lo cual se quedó en silencio, relajó las cejas y los labios, y apoyó su cabeza sobre la mía, rodeándome con los brazos y haciéndonos rodar hacia un lado. Yo no dije nada en ningún momento. Dejé que todo el deseo, que todas las demandas y todos los vacíos, que todos los conceptos del psicoanálisis se desvanecieran. Dejé que toda mi atracción, que todas las pulsiones e instintos sexuales, que todo el amor que sentía por ella -fuera consciente o fuera un fantasma, fuera un deseo o un objeto de deseo- se difuminasen allí y en aquel momento, en aquel silencio contradictorio. Quizá la ausencia de anhelo no existía, y la paradoja del erotismo no tenía fin -Eros y Tánatos persiguiéndose hasta el infinito-, pero al menos se podía ser consciente, por suerte al menos se podía ser consciente.