el día en que las matemáticas se cargaron la política

Hace poco me contaron una historia fascinante. Es cierto que a veces soy un poco influenciable o impresionable (y se me contagian euforias y entusiasmos que, después de la pompa inicial, tardan muy poco en desvanecerse), pero esta no creo que fuera una de esas ocasiones. Me pasa a veces, en cambio, que cuando oigo en la voz de otra persona un cierto tono de convicción (no más firme ni más agresivo sino más distraído y natural, como automático), en lugar de escuchar o debatir del modo más o menos habitual, me quedo azorada, como intrigada ante una extrañeza o un reto lógico. En esos casos me pregunto: “¿por qué ha dicho eso?”, “¿por qué piensa así (o lo pienso yo) y no al contrario?”, y a menudo pierdo el hilo de la conversación, absorta en un retroceso hipotético de razonamientos, tratando de adivinar cuáles son las ideas nucleares en las que discrepamos (o en las que coincidimos) y que quizá ni siquiera se han explicitado, pero de las cuales depende el resto del discurso. La historia que me contaron no provocó en mí ninguna de estas reacciones (ni el contagio de euforia ni el ensimismamiento analítico), pero me pareció fascinante porque trataba, precisamente, de esta manera de analizar pensamientos.

Aquella noche Deverne y yo habíamos salido a tomar algo, una situación excepcional, pues a Deverne le costaba muchísimo salir a la calle. Cuando lo hacía, además, solía ser frío e incluso arisco con la gente, por eso supe que conocía bien a Charlotte, aquella mujer sonriente que vino a saludarlo. Se dieron dos besos y él la invitó a sentarse con nosotros señalando a un taburete que había disponible a nuestro lado. No negaré que me sentí un poco invadida, pero no estábamos en un restaurante sino en la barra de un bar, luego no había motivo para ofenderme porque la hubiera invitado. Después sentí celos. Charlotte era una mujer atractiva, me pareció que más atractiva que yo, y pensé: “¿a ella también la ha seducido?, ¿soy yo pues una más, tan solo otra más, la de ahora, la última de sus conquistas?”. Deverne nos presentó y supe que trabajaban juntos en la universidad, pero me di cuenta de que había entre ellos una cordialidad demasiado distante como para ser el residuo o la siguiente fase de una anterior relación, así que dejé de preocuparme; además era absurdo pensar de aquel modo.

Como siempre que estaba Deverne presente, la conversación giró entorno a las matemáticas. En un momento en el que hablábamos sobre sus grandes fracasos históricos, Deverne dijo: “en mi opinión el mayor fracaso fue el que propició Gödel” con un par de teoremas que demostraban que siempre existen afirmaciones cuya verdad no se podrá decidir nunca. Recuerdo que dije: “me parece increíble que las matemáticas sean capaces de establecer sus propios límites”, y entonces Charlotte miró a Deverne y le preguntó: “¿no te he contado nunca lo que me pasó a mí con la política?”. Deverne no dijo nada y yo los miré a los dos. “Se supone que debo guardar el secreto, pero os lo voy a contar si me prometéis no decírselo a nadie”. Deverne asintió y ladeó un poco el cuello mientras abría y mostraba la palma de las manos, como diciendo “claro, tranquila”, pero me pareció poercibir una mirada humorística entre ellos, y por un momento dudé de si Charlotte bromeaba. Me miró y dijo: “hay un fracaso más grave y sonado que el que demostró Gödel; no el de las matemáticas encontrando su propio límite, sino el del ser humano imponiéndoselo”.

Había que reconocer que Charlotte tenía gancho, que sabía empezar las historias y captar la atención de sus interlocutores. Nos contó entonces que, después de publicar un artículo sobre matemáticas aplicadas a la política, se había hecho relativamente famosa en determinados círculos de la politología. Según sus palabras, en su artículo solo había “resultados de un alcance menor”, y cuando le pregunté sobre ellos, respondió que: “lo único que hice fue tratar con mayor claridad el teorema de la imposibilidad de la democracia”. Desde que conocía a Deverne ya me había acostumbrado a fingir saber más de lo que sabía para no entorpecer la conversación, así que tomé nota mental y asentí con un gesto de la cabeza. Supe después que ese “teorema de la imposibilidad de la democracia” (conocido como la paradoja de Arrow) era un título excesivamente generoso, puesto que solo demostraba que, si un conjunto de votantes tenía tres o más alternativas, entonces no se podría definir nunca un sistema de votaciones que respetase de un modo global las preferencias individuales (siempre que se cumpliesen ciertos criterios racionales, democráticos y axiológicos), es decir que, la democracia absoluta (o absolutamente justa o representativa), de algún modo, nunca es del todo posible. Según Charlotte, el teorema no era más que “una obviedad, una anécdota sin demasiado valor”, pero tenía una lectura que despertó el interés de Deverne. Al parecer, el sistema que conseguía satisfacer el mayor número de aquellas condiciones -exceptuando la más democrática de ellas- era la dictadura. Cuando escuchó a Charlotte decir aquello, Deverne recuperó la inconfundible voz de cuando lo invadía el apasionamiento matemático, y dijo: “claro, la dictadura es más cómoda, no hay libertad pero no hay nada que decidir: todo es más fácil si no hay discusión”, y al cabo de poco, mirando al suelo y asintiendo repetidas veces, como si aquello lo hubiera consternado por completo, aún añadió: “lo mismo pasa en matemáticas: la dictadura de los axiomas”.

Aquella frase me recordó a una conversación que había tenido con él no hacía demasiado tiempo, pero no hubo tiempo ni espacio para recuperarla, porque la historia de Charlotte se puso interesante, más novelesca y no tan teórica. Después de la relativa fama que logró con aquel artículo, recibió una misteriosa llamada en que la citaban para una entrevista en una de las dependencias del gobierno. Nos contó que, una vez allí, la sentaron “en una sala con uno de esos espejos grandes que salen en las películas de espías, detrás de los cuales no cabe duda de que hay alguien observándote”. Recuerdo que me reí para mis adentros. Aún hacía poco que conocía a Deverne, y Charlotte era la primera persona cercana a él con quien hablaba, pero eran los dos primeros y únicos matemáticos que conocía. Pensé: “o los matemáticos son una raza aparte o yo he tenido mucha suerte conociendo a este par”, y miré un segundo a Deverne. Buscaba en él algún tipo de complicidad, pero lo vi escuchar con atención a Charlotte, y volví a sentir un asomo de celos. Definitivamente Deverne me gustaba, había aceptado que había algo en él desequilibrado o exacerbado, pero pensaba en él y tenía ganas de estar con él y disfrutaba del tiempo que estaba con él. Me dolió comprobar que Charlotte sí parecía tener historias que interesaban a Deverne, mientras que mis conversaciones con él consistían principalmente en que yo lo siguiera a él, y además con dificultades para comprenderle. Me sentí pequeña, poco importante o interesante, pero decidí ignorar aquellos pensamientos -serían pasajeros, sin duda, y ya conseguiría mejorar mi comunicación con Deverne- y me concentré en el relato de Charlotte.

Nos contó entonces que la nueva ministra del interior era licenciada en matemáticas, y se había propuesto aplicarlas en la política de un modo innovador. Contactó con Charlotte en calidad de académica experta en la materia, y la intención de la ministra era tantearla para ver si sus ideas eran factibles o no. “¿Cuál era la idea de la ministra?”, preguntó Deverne, visiblemente interesado. “Convertir el debate político en un debate matemático, en un análisis comparado entre teorías matemáticas, como si cada partido fuera una teoría diferente”, respondió Charlotte. La ministra pretendía conseguirlo mediante un estudio basado en el programa político pero también contrastado con entrevistas a miembros del partido. Cada partido tendría pues una serie de afirmaciones y proposiciones (de teoremas) que consideraría ciertos, y la labor de Charlotte sería analizarlas y desgranarlas todas, hasta determinar cuáles eran consecuencia de cuáles, y hasta encontrar las verdades fundamentales de cada teoría (las creencias irrenunciables, aquellas que no se podían demostrar a partir de ninguna otra, las intocables y de quien el resto dependería: los axiomas de su teoría). “¿Y qué pasó?”, pregunté impaciente. “Bueno, pues que fue un fracaso”. Charlotte nos miró con una expresión de preocupación, y continuó hablando, ahora con un tono más bajo. “La idea de la ministra era comparar las teorías de un modo estrictamente matemático, sin connotaciones ni ideales ni prejuicios, con la esperanza de encontrar puentes de diálogo, quizá lugares de imposibilidad de acuerdo (y por lo tanto de rediseño de estrategias), pero en definitiva, con un enfoque científico que nunca nadie le había dado antes”. Charlotte nos tenía a Deverne y a mí en vilo, pendientes de cómo terminaría aquella historia. “¿Qué paso? ¿No funcionó?”, pregunté. “Sí y no”, respondió Charlotte. “Analicé un total de doce partidos políticos, y en ocho de ellos encontré contradicciones graves, paradojas insalvables dentro de su propio programa. De los otros cuatro partidos, en dos de ellos conseguí que, eliminando unas pocas afirmaciones no demasiado relevantes, la teoría fuese estable (coherente en el sentido lógico, sin incongruencias), y finalmente solo hubo dos que resultaron totalmente coherentes, casualmente dos de los menos votados”. Deverne estalló en una carcajada. Era la primera vez que lo veía reír con tanta fuerza, y nos contagió a Charlotte y a mí. “¡Y así fue cómo las matemáticas se cargaron a la política!”, gritó con un tono cómico que tampoco le había escuchado antes. Charlotte asintió todavía riendo. “Pero no terminó ahí la cosa. Cuando consideré las teorías de los cuatro únicos partidos que habían sobrevivido a la criba inicial de coherencia, y los crucé para encontrar coincidencias o incompatibilidades, descubrí que, analizándolos punto por punto (en relación a los principales temas de discusión política), o bien estaban totalmente de acuerdo, o bien, si no lo estaban, sus posturas eran irreconciliables, pues provenían de axiomas completamente contrarios”. Esta vez ninguno de nosotros se rió. Deverne dijo: “descubriste que el debate político es innecesario”, y agradecí que lo hiciera porque yo aún no lo había comprendido del todo. “Eso es”, dijo Charlotte. “Lo que mi análisis demostraba es que, si los partidos aceptasen pasar por este filtro matemático, no solo la mayoría de ellos se contradirían a sí mismos (sin necesidad siquiera de enfrentarse entre ellos), sino que, además, si se pusieran a debatir sobre un determinado tema, solo les podrían pasar dos cosas: o bien estarían de acuerdo y no habría nada más de que hablar, o bien estarían en un desacuerdo imposible de resolver, y por lo tanto tampoco habría nada más de que hablar”. Ahora sí, comprendí lo que había explicado Charlotte, y me la quedé mirando con admiración e intriga. “¿Y qué te dijo la ministra?”, le pregunté. Charlotte se llevó un dedo a los labios. “Me hizo firmar un contrato conforme no publicaría ni mostraría a nadie los resultados ni le explicaría a nadie el estudio”. Deverne resopló entonces con fuerza, y mientras negaba con la cabeza, dijo: “lo silenciaron, silenciaron el hecho de que la política no es necesaria, no al menos desde un punto de vista matemático”, y entonces Charlotte me tomó el brazo y me susurró: “¿ves a lo que me refiero? Este fracaso fue aún mayor que el de Gödel, esta vez no fueron las matemáticas quien encontraron su límite, sino la política quien le puso ese límite a las matemáticas”.

Miré a Charlotte y asentí con total aprobación. En efecto, aquella historia era muy significativa, una especie de fábula de la relación entre las matemáticas y el ser humano. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros tiene un número concreto (no demasiado grande) de convicciones, de afirmaciones cuya verdad nos es indiscutible (por el motivo que sea), mientras que el resto de nuestros juicios y opiniones son solo deducciones, conclusiones que se derivan de esas pocas. Este enfoque es claramente matemático (y habré de admitir la influencia de Deverne), pero hay que conceder que no es del todo realista. En la matemática teórica se tienen unas verdades que nadie -en principio- discute (los axiomas), y a partir de ellos se deducen los teoremas, que se demuestran usando una lógica que tampoco nadie -en principio- discute: la lógica aristotélica, las reglas del juego de la deducción. Suponer, sin embargo, que el sistema de razonamientos que las matemáticas describen (un sistema inspirado en la forma de razonar de la mente humana) es la manera efectiva en la que, en general, piensa y razona el ser humano, eso ya es suponer demasiado, aunque pueda parecer un absurdo. En matemáticas las contradicciones son descartadas y se busca siempre encontrar la verdad, mientras que el ser humano, a pesar de tender a avergonzarse de ellas y por ello tratar de esconderlas, alberga en él multitud de contradicciones. Las pulsiones que lo mueven, además, a menudo tienen que ver más con la emoción o el sentimiento -o con un mero bienestar físico- que con conceptos abstractos como la verdad, y por ello no siempre actúa o piensa mediante la lógica (e incluso a veces, cuando lo hace, comete errores: absurdos o incoherencias, cuando no paradojas).

A las personas nos gusta hablar, debatir, persuadir (y a veces, incluso, dejarse persuadir), escuchar y después enfadarse y discutir -competir por tener la razón-, luego no es extraño que la ministra ignorase los descubrimientos de Charlotte (aunque sí lo fue que los tratase de silenciar). Las matemáticas son una creación o un reflejo del pensamiento humano, pero este desajuste -esta asimetría- entre los dos (entre el creador y su creación, entre una cara y la otra del espejo) es un lugar conocido y común: prueba de ello es la existencia de frases como “el mundo no es matemático”, o “las matemáticas no aman”. Es como si el ser humano (nuestra mente, quizá nuestro subconsciente), después de exigirse a sí mismo un mecanismo infalible para tratar con rigor sus inquietudes de conocimiento, inventase la lógica y las matemáticas, pero una vez dotadas de perfección y rigor, decidiera ignorarlas a su antojo, asustado de su propia creación (como lo estaría el Dr Jekyll de su Mr Hide), y las restringiera al ámbito de la ciencia -y alrededores-, consciente de que, en el resto de ámbitos -el social, el artístico o el emocional, por lo visto también el político-, más bien le son un incordio, un encorsetamiento de racionalidad en el que no termina de sentirse cómodo.

En realidad este rechazo hacia las matemáticas no me parecía mal, pero temí compartirlo con Deverne: no estaba segura de si lo ofendería. Cuando volvimos a estar a solas (Charlotte se marchó al terminar su copa), le pregunté: “¿tú crees que la ministra hizo bien en silenciar a Charlotte?”. En ese momento, por si aún me quedaban dudas, supe que Deverne no era un matemático corriente. Con una voz que me pareció de indignación controlada, dijo: “pues claro que hizo bien”. Después me miró a los ojos con aquella intensidad suya (una profundidad que ya apenas me asustaba, sino que cada vez me excitaba más), y dijo: “no sé si te acuerdas pero ya te lo dije un día”. Mantuvo sus ojos oscuros y concentrados sobre los míos, mientras yo trataba de recordar. Acerqué mi rostro al suyo lentamente, atraída por su magnetismo, y entonces me acordé de sus palabras. Estuve tentada de decirlas pero quise mantener la tensión un instante. Lo tenía ya a una distancia mínima, podía notar su aliento y anticipar el tacto de sus labios gruesos y abarcadores. Dijo: “las matemáticas”, pero no lo dejé continuar. Lo besé con lentitud, abrazando sus labios con los míos, pero entonces se liberó y se apartó unos centímetros. No debió de gustarle que lo hubiera interrumpido, porque terminó su frase como si fuera perentorio liberarse de aquel peso. Dijo: “las matemáticas tienen que desaparecer”, y entonces sí, lo sentí relajarse.